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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (62 page)

–No lo sé –respondió Martin–. Es lo que sigo sin entender. Parece que se llevaban bien los dos hermanos, así que, ¿por qué iba a matar Axel a Erik? ¿Qué fue lo que provocó una reacción tan extrema?

–Tiene que guardar relación con los contactos repentinos entre Erik, Axel, Britta y Frans. No puede tratarse de una coincidencia, eso es seguro. Y, de algún modo, también estará vinculado al asesinato del noruego.

–Sí, a esa conclusión también he llegado yo. Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Por qué ahora, sesenta años después? Eso es lo que no comprendo.

–Tendremos que preguntárselo. Si es que salimos de aquí alguna vez. Y si logramos dar con su paradero. A estas alturas estará camino de algún país remoto –dijo Paula abatida.

–Y quizá no encuentren nuestros esqueletos hasta dentro de un año –bromeó Martin, aunque Paula no apreció el chiste.

–Claro, y si tenemos suerte, quizá alguno de los chicos del barrio vuelva a colarse –repuso Paula. Martin le correspondió con un codazo.

–¡Oye! ¡Esa sí que es una idea! –exclamó alteradísimo mientras Paula se frotaba el costado donde le había encajado el codo.

–Sea lo que sea, espero sinceramente que valga el que me hayas aplastado un riñón –objetó irritada.

–¿No te acuerdas de lo que dijo Per en el interrogatorio?

–Yo no estaba, lo interrogasteis Gösta y tú –le recordó Paula con súbito interés.

–Pues sí, pero dijo que había entrado por una ventana del sótano.

–Ya, pero no hay ventanas en este sótano, ¿no? De haberlas, habría más luz –replicó Paula incrédula, aunque intentando ver las paredes del sótano.

Martin se levantó y fue tanteando las paredes.

–Ya, pero eso fue lo que dijo él. Tiene que haber una ventana. Quizá cubierta con algo. Tú lo has dicho, todo lo que hay aquí debe de valer una fortuna, tal vez Erik no quería que su tesoro se viera desde fuera.

Paula ya se había levantado y se dirigía hacia Martin. Oyó un «¡Ay!» del colega, que acababa de darse contra la pared de enfrente, pero enseguida oyó un «¡Ajá!» que avivó su esperanza. Una esperanza que se convirtió en triunfo cuando el policía retiró el paño de tejido grueso que colgaba delante de la ventana, consiguiendo que la luz entrase de pronto a raudales.

–¿Y no podría habérsete ocurrido hace un par de horas? –preguntó Paula enfurruñada.

–Oye, oye, un poco de gratitud, que acabo de resolver el dilema de los prisioneros –replicó Martin jovial al tiempo que soltaba el pestillo de la ventana y la abría hacia fuera. Estiró el brazo para coger una silla que había cerca y la colocó justo debajo de la ventana.

–Las damas primero.

–Gracias –masculló Paula subiendo a la silla para trepar hacia fuera.

Martin salió detrás de ella y aguardaron unos minutos a que la vista se les habituara a la luz implacable del día. Después se pusieron en marcha de inmediato. Corrieron hasta la puerta de entrada, pero la hallaron cerrada y la llave ya no estaba en la viga. Lo que significaba que las cazadoras, los teléfonos y las llaves del coche estaban a buen recaudo. Martin estaba a punto de correr en busca del vecino más próximo cuando oyó un ruido terrible de cristales al romperse. Y al mirar hacia el lugar del que procedía el estruendo, vio a Paula que, muy ufana, acababa de arrojar una piedra contra una de las ventanas de la planta baja.

–Ya que hemos salido por una ventana, he pensado que podríamos entrar igual. –Cogió una rama, retiró con ella los fragmentos que quedaban en el marco de la ventana y miró a Martin exigente.

–Oye, ¿me ayudas a entrar, o piensas darle a Axel más ventaja todavía?

Martin dudó sólo un instante. Luego subió a la colega y le ayudó a colarse por la ventana, e hizo lo propio después. Se trataba de dar alcance al asesino de Erik Frankel. Axel les llevaba ya demasiada ventaja. Y aún les quedaban demasiadas preguntas sin respuesta.

No había llegado más allá del aeropuerto de Landvetter. Y allí se quedó sentado. La adrenalina que circulaba arrolladora por sus venas cuando encerró a los policías en el sótano, metió las maletas en el coche y salió de allí lo había abandonado y ahora sólo quedaba un gran vacío.

Axel estaba inmóvil mirando por los ventanales mientras los aviones despegaban uno tras otro. Podría haberse ido en cualquiera de ellos. Tenía el dinero y tenía los contactos necesarios. Podía perderse donde quisiera, como quisiera. Había ejercido tanto tiempo de cazador que había aprendido todos los trucos de la presa que quiere esconderse. Pero él no quería. Al final, esa era la conclusión. Podía huir, pero no quería. De ahí que se hubiese quedado allí sentado, en tierra de nadie, mientras veía aterrizar y despegar los aviones. A la espera de que el destino le diese alcance por fin. Y, para su sorpresa, la idea no se le antojaba tan terrible como había pensado. Quizá esa fuese la sensación de sus presas, las personas a las que él perseguía, cuando, un día, alguien llamaba finalmente a su puerta y las llamaba por su verdadero nombre. Una extraña mezcla de miedo y de alivio.

Pero en su caso, el precio había sido demasiado alto. Tuvo que pagar con Erik.

Si la hija de Elsy no hubiese aparecido con aquella medalla… La misma que simbolizaba cuanto él había intentado echar en el olvido, cuanto él había tratado de sobrellevar en la vida. De un solo golpe, lo resucitó todo. Y Erik lo interpretó como una señal de que había llegado el momento. Por supuesto, su hermano había mencionado con anterioridad que deberían arreglar lo que pudiesen o, al menos, responsabilizarse. No ante la ley, para eso ya era demasiado tarde. Nadie podría juzgarlos en un tribunal. Sino en la esfera humana, en el plano moral. Ante sus semejantes, ante sus hermanos, podrían responsabilizarse de lo que hicieron, decía Erik. Merecían la vergüenza, la condena. Se las habían ingeniado para rehuir el juicio demasiado tiempo, decía con una tozudez cada día mayor.

Pero Axel siempre supo serenarlo, convencerlo de que no serviría de nada. De que sólo sería perjudicial. Nada de lo sucedido era susceptible de modificarse. Las cosas eran así, y si las dejaban atrás, Axel podría dedicar el tiempo a compensarlas, a enderezarlas. No exactamente aquello de lo que se habían hecho acreedores, pero, a través de su trabajo, él servía a la buena causa y combatía el mal. Y no podría seguir haciéndolo si Erik continuaba con que debían responder de antiguos pecados. Lo hecho, hecho estaba, y sería absurdo sacrificar todo lo bueno que había hecho y todo lo bueno que podía hacer, por posibilitar una penitencia que nada cambiaría. Incluso la ley aparecía indiferente e inerme ante el delito.

Y Erik lo escuchó. Y trató de comprender. Pero en lo más hondo de su ser, Axel sabía que los remordimientos corroían a su hermano, que lo devorarían por dentro hasta que sólo quedase la vergüenza. Axel intentó pintarle a su hermano el mundo de color gris, pese a que debería haber sabido –sabía en el fondo– que a la larga no resultaría. Porque el mundo de Erik era, para bien y para mal, blanco y negro. El mundo de Erik eran los hechos. Nada de ambigüedades. El mundo se componía de fechas y de nombres, de momentos y lugares, plasmados con letras negras sobre fondo blanco. A eso se había enfrentado Axel. Y, por un tiempo, funcionó. Durante sesenta años. Hasta que Erica Falck apareció ante su puerta con un símbolo del pasado, al mismo tiempo que las murallas de Britta empezaban a desplomarse por una enfermedad que le carcomía el cerebro poco a poco.

Erik empezó a flaquear. Y Axel sintió crecer el pánico día tras día. Trató de suplicar, de argumentar desesperadamente. No podía responder de algo que no era él. No era así como lo veía la gente. Cuanto él era, cuanto los demás veían en él, se diluiría en la bruma y, al final, sólo quedaría el espanto. La obra de toda una vida se desmoronaría de pronto.

Y aquel día, en el despacho… Erik lo llamó por teléfono a París y le dijo que había llegado el momento. Así, sin más. Parecía borracho cuando llamó, circunstancia que le pareció absolutamente alarmante, pues Erik bebía siempre con moderación. Y lloró por teléfono y le dijo que no podía postergarlo más, que había estado en casa de Viola y que se había despedido para evitarle la vergüenza cuando la verdad saliese a la luz. Luego farfulló algo de que ya había echado a rodar la piedra, pero que no se sentía capaz de esperar a que alguien airease sus trapos sucios. Aquello que él mismo no se había atrevido a confesar. Se acabó tanta cobardía, se acabó la espera, balbució mientras Axel estrangulaba el auricular con la mano sudorosa.

De modo que Axel se lanzó sobre el primer avión rumbo a casa, con la idea de hacerlo entrar en razón, de hacer que comprendiera. Y lo encontró en el despacho. Axel cerró los ojos, le dolía el corazón cuando lo recordaba. Erik estaba sentado ante el escritorio cuando él entró como una tromba. Con gesto distraído, garabateaba en el bloc repitiendo con voz reseca y monocorde las palabras que Axel llevaba seis decenios temiendo. Erik estaba decidido. Los remordimientos lo devoraban por dentro y ya no era capaz de ofrecer resistencia. Le expuso a Axel claramente que había empezado a tomar medidas para que, finalmente, pudiesen asumir su responsabilidad.

Axel confiaba en que lo que le había dicho por teléfono no fuese más que vana palabrería, y que su hermano recobraría el sentido común una vez volviese a estar sobrio. Ahora comprendía que estaba equivocado. Su hermano persistía en su decisión con una fuerza de voluntad pavorosa.

Axel le suplicó. Rogó a Erik que desistiera, que dejase bajo tierra lo enterrado. Pero, por primera vez, percibió en su hermano una disposición inquebrantable. En esta ocasión, no conseguiría razonar, postergar. Ahora Erik estaba resuelto a sacar a relucir la verdad. También le habló del bebé. Le contó, por primera vez, que había conseguido dar con su paradero tras una serie de averiguaciones. Que era un niño. Que llevaba años pasándole cierta cantidad de dinero, desde que empezó a ganarse la vida. Como una especie de penitencia por lo que le habían arrebatado.

El padre adoptivo del pequeño pensó seguramente que él era el padre y aceptó el dinero sin cuestionar nada. Pero eso no era suficiente. Esa penitencia no había paliado el dolor que lo despedazaba por dentro, sólo consiguió hacer que las consecuencias de sus acciones se presentaran más reales aún. Ahora, le había dicho Erik mirándolo a los ojos, había llegado el momento de la verdadera penitencia.

Axel recreó su vida mentalmente. Se vio desde fuera, como lo veía la gente. Una vida de admiración, de respeto. Arruinada. Quedaría arruinada con tan sólo marcar un número. Luego rememoró el campo. El preso que había a su lado, aquel al que arrojaron al hoyo que él mismo estaba cavando. El hambre, el hedor, la humillación. La sensación de la culata del rifle contra la oreja y la certeza de que algo se le había quebrado allí dentro. El hombre ya muerto que iba sentado a su lado en el autobús en el que atravesaron Europa para ir a Suecia. Era como estar allí. Oía los sonidos, percibía los olores, sentía la ira siempre candente en el pecho, incluso cuando estaba apático por completo y sólo se concentraba en sobrevivir, día tras día. Y ya no veía a Erik, sino a cuantos lo habían humillado y herido y ahora lo miraban burlones, con sorna, satisfechos de que, esta vez, lo llevasen a él al patíbulo. Pero él no podía darles esa satisfacción. Todos los muertos y los vivos aparecían allí en fila, burlándose de él. No sobreviviría a ello. Y tenía que sobrevivir. Eso era lo único que contaba.

Le zumbaba el oído más que nunca y no oyó nada de lo que le decía Erik, sólo veía moverse la boca de su hermano. Pero ya no era Erik. Era el joven rubio de Grini que tan amablemente se dirigió a él al principio, el que lo indujo a creer engañosamente que era un semejante, el que consiguió que Axel lo considerase lo único humano en aquel lugar inhumano. El que luego levantó el rifle y, mirándolo a los ojos, lo dejó caer con la culata hacia abajo, hasta que le reventó el oído, le reventó el corazón.

Lleno de ira y de dolor, Axel agarró lo que tenía más a mano. Levantó el pesado busto de piedra y lo mantuvo bien alto sobre la cabeza de Erik, que hablaba incansable garabateando sin cesar en el bloc que tenía encima del escritorio.

Luego, dejó caer el busto. Ni siquiera hizo fuerza. Simplemente, lo dejó caer por su propio peso sobre la cabeza de su hermano. No, no sobre la cabeza de su hermano, sobre la cabeza del vigilante. ¿O era la de Erik? Era todo tan desconcertante. Se encontraba en casa, en la biblioteca, pero los olores y los sonidos eran tan vivos. El hedor a muerte, las botas resonando al ritmo de marcha, órdenes alemanas que podían significar un día más de vida, o la muerte.

Axel oía aún el sonido del impacto de la pesada piedra contra la piel y los huesos. Después, se acabó. Erik emitió un solo gemido y se desplomó, con los ojos aún abiertos. Pero tras la primera conmoción, tras haber tomado conciencia de lo que había hecho, lo invadió una extraña calma. Lo sucedido era inevitable. Dejó el busto debajo de la mesa, se quitó los guantes ensangrentados y los guardó en el bolsillo del chaquetón. Luego bajó los estores, cerró con llave, se metió en el coche y regresó al aeropuerto, donde cogió el primer vuelo a París. Intentó reprimirlo todo y se volcó en el trabajo, hasta que llamó la policía.

No fue fácil regresar. Al principio no sabía si podría volver a poner un pie en la casa. Pero, cuando aquellos dos agentes tan amables lo llevaron en coche desde el aeropuerto, se serenó y, sencillamente, hizo lo que tenía que hacer. Y, a medida que pasaban los días, firmó una especie de tratado de paz con el espíritu de Erik, cuya presencia aún sentía en la casa. Sabía que Erik lo había perdonado. En cambio, jamás le perdonaría lo que le había hecho a Britta. Cierto que no fue su mano la ejecutora, pero él sabía muy bien cuál sería la consecuencia directa de su llamada a Frans. Sabía lo que hacía cuando le dijo a Frans que Britta iba a desvelarlo todo. Escogió sus palabras y la manera de disponerlas con sumo cuidado. Dijo lo que había que decir para disparar a Frans como un proyectil letal lanzado con total precisión. Sabía que la ambición política de Frans, su ansia de estatus y de poder terminaría actuando. Ya en la conversación telefónica detectó la rabia iracunda que siempre había sido el motor de Frans. De modo que él era tan responsable como Frans de la muerte de Britta. Y eso lo atormentaba. Aún recordaba cómo la miraba su marido. Herman la contemplaba con un amor que Axel jamás había sentido ni de lejos. Y ese amor, esa unión, les había sido arrebatada.

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