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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (64 page)

–¡Axel! ¡Qué bien que estés levantado! –exclamó Erik incorporándose de la silla del escritorio. Se le iluminó la cara al ver aparecer a su hermano. Eso fue lo que más alegró el corazón de Axel al volver a casa: ver de nuevo la cara de su hermano.

–Sí, el abuelito ha conseguido bajar con ayuda del bastón –bromeó Axel fingiendo que amenazaba a Frans y a Britta con la vara.

–Hay alguien a quien quiero que conozcas –añadió Erik expectante–. Hans, es noruego y participó en la resistencia, pero consiguió llegar aquí en el barco de Elof cuando lo perseguían los alemanes. Hans, este es mi hermano Axel. –La voz de Erik destilaba orgullo.

Axel no había notado hasta ese momento que había alguien junto a una de las paredes. El muchacho estaba de espaldas a la puerta, de modo que lo único que Axel pudo ver fue una figura atlética de pelo rubio y rizado. Axel dio un paso al frente para saludar, antes de que el joven se diese la vuelta.

Y en ese instante el mundo quedó en suspenso. Axel vio la culata del rifle. Vio cómo ascendía para estrellársele en la oreja. Volvió a vivir la traición, cómo se sintió tras haber confiado en alguien que él creía que pertenecía al bando de los buenos, para luego sufrir aquella decepción. Reconoció al muchacho de inmediato. Le zumbaban los oídos y la sangre le circulaba salvajemente por el pecho. Sin ser verdaderamente consciente de lo que hacía, Axel levantó el bastón y le asestó al muchacho un golpe en plena cara.

–¿Pero qué haces? –gritó Erik corriendo a atender a Hans, que había caído al suelo y se cogía la cabeza con las manos mientras la sangre le corría por entre los dedos. También Frans y Britta se habían levantado de un salto y miraban atónitos a Axel.

Este señaló al muchacho con el bastón y, con la voz trémula de odio, proclamó:

–¡Os ha mentido! No estuvo en la resistencia. Era vigilante en la prisión de Grini mientras yo estuve encerrado allí. Él fue quien me destrozó el oído, quien me golpeó con la culata del rifle.

Un silencio insoportable invadió la sala.

–¿Es verdad lo que dice mi hermano? –lo interrogó Erik con voz queda, sentándose al lado de Hans, que yacía gimiendo en el suelo–. ¿Nos has mentido? ¿Estabas con los alemanes?

–En Grini me dijo que era hijo de un oficial de las SS –continuó Axel, aún temblando de pies a cabeza.

–Y uno de esa calaña ha dejado embarazada a Elsy –profirió Erik mirando a Hans con odio.

–¿Qué dices? –preguntó Frans, pálido como la cera–. ¿Ha dejado embarazada a Elsy?

–Eso era lo que quería decirme antes. Y ha tenido el valor de pedirme que me ocupara de ella si a él le ocurría algo. Porque tenía asuntos que resolver en Noruega. –Erik estaba tan fuera de sí que le temblaba todo el cuerpo. Abría y cerraba los puños sin apartar la vista de Hans, que intentaba levantarse en vano.

–Claro, ya lo creo que sí, por supuesto que tiene asuntos en Noruega. Irá a buscar a su padre –aseguró Axel levantando otra vez el bastón. Y con todas sus fuerzas, volvió a golpear a Hans, que una vez más se encogió lanzando un gemido.

–No, iba a… mi madre… –balbució Hans mirándolos suplicante.

–Cerdo asqueroso –le espetó Frans apretando los dientes antes de asestarle una patada en el estómago.

–¿Cómo has podido? ¿Cómo pudiste mentirnos en la cara? Cuando sabías que mi hermano… –Erik tenía los ojos llenos de lágrimas y se le quebró la voz. Retrocedió unos pasos y cruzó los brazos fuertemente, temblando más aún.

–No sabía que… tu hermano… –contestó Hans con voz apenas audible y tratando una vez más de levantarse.

–Te has rajado, ¿verdad? –le gritó Frans–. Tenías pensado dejar a Elsy embarazada y largarte. Joder, menudo cerdo. A cualquier otra muchacha, ¡pero a Elsy no! ¡Y ahora, encima, va a tener una cría de alemán! –Frans gritaba ya en falsete.

Britta lo miraba desesperada. Fue como si, hasta ese momento, no hubiese tomado conciencia de los sentimientos que Elsy despertaba en Frans. El dolor que sintió en el pecho la hizo caer al suelo y acurrucarse, sollozando de manera incontrolada.

Frans volvió la vista hacia ella y la observó unos segundos. Antes de que nadie pudiera reaccionar, se adelantó hasta el escritorio, cogió el abrecartas y se lo clavó a Hans en el pecho, hasta el fondo.

Los demás se quedaron pasmados unos instantes. Erik y Britta estaban paralizados por la conmoción. Axel, en cambio, reaccionó como si la sangre que manaba en torno a la hoja del abrecartas hubiese despertado en él un instinto animal. Dirigió su ira contra el fardo ya inmóvil en el suelo. Golpes, patadas y cuchilladas fueron cayendo sobre el cuerpo de Hans, al compás de los alaridos primitivos de Axel y Frans. Y cuando por fin se detuvieron exhaustos, jadeantes, ya no había modo de reconocer al muchacho que estaba tendido en el suelo. Se miraron. Asustados pero, en cierto modo, animados. La sensación de dar rienda suelta al odio, a todo aquello que guardaban dentro y que quería salir fue liberadora, poderosa, y así lo vio cada uno en los ojos del otro.

Permanecieron allí un momento, compartiendo aquello, impregnándose de ello, manos, ropa y cara empapados con la sangre de Hans. Lo había salpicado todo cubriendo un amplio círculo alrededor de los dos y un charco del fluido negruzco empezaba a extenderse bajo el cuerpo del muchacho. Incluso la sangre había salpicado a Erik, que seguía temblando con los brazos cruzados alrededor del cuerpo. Era incapaz de apartar la vista de aquel saco sangriento, hasta que se volvió a mirar a su hermano con la boca entreabierta. Britta seguía sentada en el suelo y se miraba atónita las manos, también manchadas de sangre, con la misma mirada ausente de Erik. Nadie dijo una palabra. Era como el ominoso silencio que sucede a la tempestad, todo en calma, aunque el silencio aún lleva consigo el recuerdo de cómo silbaba el viento.

Finalmente, fue Frans el primero en tomar la palabra.

–Tenemos que limpiar esto –declaró con frialdad dándole al cuerpo de Hans una patada–. Britta, tú te quedas aquí y arreglas esto. Erik, Axel y yo nos desharemos de él.

–Pero ¿adónde lo llevamos? –preguntó Axel intentando quitarse la sangre de la cara con la manga.

Frans se quedó pensando en silencio unos instantes, hasta que dijo:

–Ya sé lo que haremos. Esperaremos a que anochezca para sacarlo de aquí. Tendremos que envolverlo en algo, para que no siga manchándolo todo. Mientras tanto, limpiamos esto entre todos y nos lavamos.

–Pero… –comenzó Erik, aunque fue incapaz de terminar de formular la pregunta, sino que se arrodilló en el suelo con la mirada perdida.

–Conozco el lugar perfecto. Lo enterraremos con los suyos –propuso Frans en tono jocoso.

–¿Con los suyos? –coreó Axel con la voz hueca. Se había quedado mirando la contera del bastón, que estaba llena de sangre.

–Vamos a enterrarlo en la tumba de los alemanes. En el cementerio –dijo Frans, con una sonrisa aún más amplia–. No me digáis que no tiene algo de justicia poética, ¿eh?

–Ignoto militi
–murmuró Erik sentado en el suelo con la mirada perdida. Frans lo miró inquisitivo–. Al soldado desconocido –le aclaró en voz baja–. Eso es lo que dice en la tumba del soldado desconocido.

Frans se rio.

–Pues ya ves, es perfecto.

Ninguno de los demás se rio, pero tampoco protestaron ante la propuesta de Frans. Con movimientos rígidos y lentos empezaron todos a hacer lo necesario. Erik bajó al sótano a buscar un saco de papel sobre el que pusieron a Hans. Axel fue por los utensilios de limpieza que había en el armario del pasillo, y Frans y Britta se encargaron de limpiar la biblioteca. Resultó ser más difícil de lo que habían pensado. La sangre era muy espesa y, en un principio, parecía que la estuviesen extendiendo. Britta lloraba histérica mientras fregaba, paraba de vez en cuando y sollozaba arrodillada en el suelo con el cepillo en la mano, pero Frans la instaba a continuar. Él, por su parte, trabajaba sin parar y el sudor le corría por todo el cuerpo, pero en sus ojos no se apreciaba el terror velado que se leía en los de los demás. Erik cepillaba el suelo con movimientos mecánicos y ya había dejado de incordiar con que tenían que denunciar lo sucedido. Al final comprendió que Frans tenía razón, no podía correr el riesgo de que la policía detuviese a Axel, que acababa de llegar a casa después de vivir un infierno en el campo de concentración, y lo metiesen en la cárcel.

Después de transcurrida una hora de duro trabajo, se secaron el sudor de la frente y Frans constató satisfecho que no se veía ni rastro de lo que allí había ocurrido.

–Tendremos que coger algo de ropa de mis padres para vosotros dos –declaró Erik en tono monocorde, antes de subir en busca de algunas prendas de vestir. Cuando bajó se fijó en su hermano, que estaba encogido en un rincón de la biblioteca, aún atento a los grumos de sangre y pelos que se habían quedado pegados al bastón. No había dicho una palabra desde que la ira lo abandonó, pero ahora alzó la vista y preguntó sin dirigirse a nadie:

–¿Y cómo vamos a llevarlo al cementerio? ¿No será mejor que lo enterremos en el bosque?

–Tenéis una carretilla para la bici, la usaremos para transportarlo –decidió Frans, resuelto a no abandonar su propósito–. Venga, si lo enterramos en el bosque, cualquier animal terminará por desenterrarlo. Pero a nadie se le ocurriría pensar que haya alguien más enterrado en la tumba de los alemanes. O sea, que allí ya hay gente muerta. Y si lo llevamos en la carretilla y lo tapamos con algo, nadie verá lo que es.

–Yo ya he cavado bastantes tumbas… –repuso Axel como ausente, volviendo a centrarse en el bastón.

–Frans y yo lo arreglaremos –se apresuró a intervenir Erik–. Tú puedes quedarte aquí, Axel. Y Britta, tú puedes irte a casa, que si no llegas para la cena, se van a preocupar. –Hablaba rápido, como si las palabras fueran proyectiles, sin dejar de mirar a su hermano ni un segundo.

–Nadie se preocupa de cuándo salgo o cuándo entro –aseguró Frans en tono áspero–. O sea, que yo puedo quedarme. Esperaremos hasta las nueve. A partir de esa hora apenas hay gente en la calle, y además estará muy oscuro.

–¿Y qué hacemos con Elsy? –preguntó Erik hablando más bajo y más despacio que antes y mirándose los zapatos–. Ella espera que vuelva. Y ahora que está embarazada…

–Ya, una cría de alemán. ¡Pues nada, tendrá que afrontar las consecuencias! –masculló Frans–. ¡Elsy no puede enterarse! ¿Entendido? Que crea que se marchó y la abandonó, que, seguramente, era lo que pensaba hacer. Pero yo no pienso malgastar mi afecto con ella. Tendrá que apañárselas sola. ¿Alguna objeción? –Frans miró a los demás de hito en hito. Nadie dijo una sola palabra.

–¡Vale! Pues acordado está. Esto es y será siempre nuestro secreto. Vete a casa, Britta, no sea que empiecen a buscarte.

Britta se levantó y se alisó el vestido ensangrentado con las manos temblorosas. Sin pronunciar una palabra, cogió el vestido que le ofrecía Erik y fue a lavarse y a cambiarse. Lo último que vio antes de dejar a los tres muchachos en la biblioteca fue la mirada de Erik. Toda la furia que se desató en él cuando se descubrió el secreto de Hans había desaparecido. Ya sólo quedaba la vergüenza.

Unas horas más tarde, enterraron a Hans en la tumba convenida. Y en ella descansó en paz durante sesenta años.

Fjällbacka, 1975

Elsy puso el dibujo de Erica en el baúl con mucho cuidado. Tore estaba con las niñas en el barco y, durante unas horas, tendría la casa para ella sola. Solía subir allí. A sentarse un rato y a reflexionar sobre lo que había sido y lo que era.

La vida había resultado tan diferente de como ella la había imaginado. Sacó los cuadernos azules de los diarios y acarició distraída la portada de uno de ellos con la yema de los dedos. Era tan joven entonces. Tan ingenua. Cuánto dolor habría podido ahorrarse de haber sabido antaño lo que sabía hoy. Que uno no podía permitirse amar demasiado. El precio era demasiado alto, y por eso pagaba ella todavía por la única vez en que amó de más. Pero había mantenido la promesa que se hizo entonces: no volver a querer así nunca.

Claro que a veces se sentía tentada a ceder, a permitir una vez más que alguien entrase en su corazón. Cuando miraba a sus dos hijas rubias, sus caritas anhelantes vueltas hacia ella. Detectaba en ambas una especie de hambre de algo que esperaban que ella les diera, pero que era incapaz de dar. Sobre todo a Erica. Ella lo necesitaba más que Anna. A veces la sorprendía mirándola con una expresión de amor no correspondido, inquietante en una niña. Y una parte de Elsy deseaba romper su promesa, acercarse y abrazar a su hija y sentir sus corazones latiendo al unísono. Pero algo se lo impedía siempre. En el último minuto, antes de levantarse, antes de abrazar a su hija, sentía siempre el tacto de aquel cuerpo pequeño y cálido en sus brazos. Su mirada totalmente nueva cuando alzó la vista hacia ella, tan parecido a Hans, tan parecido a ella. Un fruto del amor que Elsy creyó que podrían cuidar juntos. Sin embargo, tuvo que alumbrarlo sola en una habitación llena de extraños, sentirlo salir deslizándose de su cuerpo y luego de sus brazos, cuando se lo llevaron con otra madre de la que ella nada sabía.

Elsy alargó el brazo hacia el baúl y cogió la camisita de bebé. Las manchas de su sangre se habían aclarado con los años y parecían de óxido. Se llevó la camisita a la nariz, la olió para comprobar si aún percibía algún resto de su aroma, aquel perfume dulce y cálido que tenía cuando lo cogió en brazos. Pero no notaba nada. Sólo el olor a viejo, a moho. También el olor del baúl había eliminado el aroma del niño, y ya no lo notaba.

En alguna ocasión se le ocurrió la idea de buscar su pista. Al menos para asegurarse de que estaba bien. Pero nunca pasó de ser una idea. Exactamente igual que nunca pasaba de la idea de levantarse, acercarse a sus hijas y abrazarlas, y liberarse de la promesa de mantener hermético el corazón.

Cogió la medalla que estaba en el fondo del arca y la sopesó en la mano. La encontró el día en que registró la habitación de Hans, antes de ir a dar a luz a su hijo. Cuando ella aún creía que había esperanza y que entre sus pertenencias encontraría una explicación lógica de por qué jamás regresó con ella y con el niño. Pero lo único que encontró, aparte de algo de ropa, fue la medalla. No sabía qué significaba, ni sabía dónde la habría encontrado Hans ni qué papel habría desempeñado en su vida. Pero ella tenía el presentimiento de que era importante, por eso la conservó. Con mucho mimo, envolvió la medalla en la camisita y colocó de nuevo el paquetito en el arca. Devolvió también los diarios y el dibujo que le había dado Erica aquella mañana. Porque aquello era lo único que se sentía capaz de dar a sus hijas, un rato de amor cuando se encontraba a solas con sus recuerdos. Entonces sí era capaz de pensar en ellas no sólo con la cabeza, sino también con el corazón. Sin embargo, en cuanto la miraban con esos ojos hambrientos, se le cerraba otra vez aterrado.

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