Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–¿Y qué es lo que pasa ahora? –Meneó la cabeza de tal modo que la corta melena oscura le cayó sobre los ojos, y tuvo que retirarse el flequillo con el dedo índice. Kjell había visto aquel gesto tantas veces… Era una de las cosas que más le gustaban de ella cuando se conocieron. Los primeros años. Hasta que el día a día y la tristeza se adueñaron de su relación, hasta que el amor palideció, empujándolo a buscar otro camino. Aún se preguntaba si hizo bien.
Kjell se sentó en una de las sillas.
–Tenemos que tomar las riendas de la situación. Tienes que comprender que no se solucionará por sí solo. Una vez dentro de ese mundillo…
Carina lo interrumpió alzando la mano.
–¿Quién ha dicho que yo crea que se resolverá solo? Sencillamente, yo tengo otra visión de cómo se han de arreglar las cosas. Y mandar a Per lejos de aquí no es una solución, como tú mismo deberías comprender.
–¡Lo que tú no comprendes es que tiene que apartarse de este ambiente! –exclamó pasándose la mano por el cabello con gesto iracundo.
–Y al decir este ambiente, te refieres a tu padre, ¿no? –la voz de Carina rezumaba desprecio–. Pues en mi opinión, deberías procurar resolver tus problemas con tu padre antes de involucrar a Per en todo esto.
–¿Qué problemas? –Kjell se dio cuenta de que estaba levantando la voz y se obligó a respirar hondo varias veces para serenarse–. En primer lugar, cuando digo que debe alejarse de este ambiente no me refiero sólo a mi padre. ¿Crees que no me doy cuenta de lo que está pasando en esta casa? ¿Crees que no sé que tienes botellas escondidas aquí y allá por toda la casa? –Kjell señaló los muebles de la cocina. Carina tomó aire dispuesta a protestar, pero él la detuvo con un gesto de la mano–. Y entre Frans y yo no hay nada que resolver –añadió apretando los dientes–. Por lo que a mí respecta, preferiría no tener nada que ver con ese tío, y no tengo la menor intención de permitir que ejerza ningún tipo de influencia sobre Per. Pero puesto que no podemos tenerlo vigilado cada minuto del día, y tú tampoco pareces preocuparte demasiado por tenerlo controlado, no veo otra solución que encontrar una escuela con internado donde haya personal capacitado para enfrentarse a este tipo de situaciones.
–¿Y cómo piensas hacerlo, eh? –Carina formuló la pregunta a gritos, y el flequillo volvió a taparle los ojos–. A los adolescentes no los mandan a los centros juveniles así, sin más, tienen que haber hecho algo antes. Pero claro, puede que tú te pases los días frotándote las manos y deseando que eso suceda, así podrías…
–Un atraco –la interrumpió Kjell–. Ha cometido un atraco.
–¿De qué coño hablas? ¿A qué atraco te refieres?
–A primeros de junio. El propietario de la casa lo cogió en flagrante delito. Y me llamó. Fui y me llevé a Per. Había entrado por una de las ventanas del sótano y estaba haciéndose con un montón de cosas de la casa cuando lo sorprendieron. El propietario lo encerró, sencillamente. Amenazó con llamar a la policía si no le facilitaba el teléfono de sus padres. Y bueno, le dio el mío. –No pudo evitar sentir cierta satisfacción ante la mezcla de estupefacción y decepción de Carina.
–¿Le dio tu número? ¿Y por qué no le dio el mío?
Kjell se encogió de hombros.
–¿Quién sabe? La figura del padre siempre es la figura del padre.
–¿Y dónde cometió el atraco? –preguntó Carina, aún tratando de digerir el que Per hubiese dado el teléfono de su padre en lugar del suyo.
Kjell tardó en responder unos segundos, al cabo de los cuales dijo:
–Ya sabes, en la casa del viejo que encontraron muerto en Fjällbacka la semana pasada. Erik Frankel. Fue en su casa.
–Pero ¿por qué? –preguntó Carina meneando la cabeza.
–¡Es lo que trato de decirte! Erik Frankel era experto en la Segunda Guerra Mundial, tenía montones de objetos de aquella época, y supongo que Per quería impresionar a sus amigos enseñándoles un par de cosas genuinas.
–¿Lo sabe la policía?
–No, aún no –respondió Kjell impasible–. Pero eso depende sólo de…
–¿Harías algo semejante contra tu propio hijo? ¿Lo denunciarías por robo? –se inquietó Carina en un susurro con la mirada clavada en Kjell.
De repente, notó que se le hacía un nudo en el estómago. La vio como el día en que se conocieron. Fue en una fiesta de la Escuela Superior de Periodismo. Carina había acudido con una amiga que estudiaba allí, pero la amiga se perdió con un chico nada más llegar, y Carina estaba sentada en un sofá, sola y despistada. Se enamoró de ella nada más verla. Llevaba un vestido amarillo y una cinta del mismo color en el pelo, que entonces llevaba largo, tan oscuro como ahora, aunque sin las canas que ya empezaban a apuntar. Había en ella algo que lo impulsó a querer protegerla, cuidarla, amarla. Recordaba la boda. El vestido que, entonces, a ella le había parecido tan increíblemente hermoso, pero que hoy se consideraría una reliquia de los años ochenta, con tanto volante y las mangas farol. Desde luego, a él le pareció un milagro. Y la primera vez que la vio con Per. Cansada, sin maquillar y con el horrendo camisón del hospital. Pero lo miró y le sonrió con el hijo de ambos en el regazo, y Kjell se sintió capaz de luchar contra un dragón, o de enfrentarse a todo un ejército y vencer.
Ahora que estaban allí, en la cocina de ella, como dos combatientes enfrentados, cada uno percibía en los ojos del otro un destello fugaz de lo que fue. Por un instante recordaron los momentos en que rieron juntos, en que se amaron, antes de que el amor cayese en el olvido, se hiciese débil, frágil. Empezaba a ablandarse. El nudo creció en el estómago.
Intentó ahuyentar esos pensamientos.
–Si tengo que hacerlo, procuraré que la información llegue a la policía –aseguró–. O bien nos encargamos nosotros de que Per se aleje de este ambiente, o dejaré que la policía haga el trabajo.
–¡Eres un cerdo! –le increpó Carina con la voz quebrada por el llanto y por la decepción de tanta promesa incumplida.
Kjell se levantó. Forzó la voz para hacer que sonara fría:
–Así son las cosas. Tengo varias propuestas de lugares adonde podemos enviar a Per. Te las enviaré por correo electrónico, para que les eches un vistazo. Y recuerda, bajo ninguna circunstancia debes permitirle que vaya a ver a mi padre. ¿Entendido?
Carina no le respondió, pero bajó la cabeza en señal de rendición. Hacía demasiado tiempo que no tenía fuerzas para oponerse a Kjell. El día que él se resignó a perderla, a perder lo que tenían, también ella se resignó a perderse.
Una vez en el coche, Kjell recorrió un tramo de varios cientos de metros y aparcó a un lado. Con la frente apoyada en el volante, cerró los ojos. Desfilaron por su retina imágenes de Erik Frankel. Y de lo que Erik Frankel le había revelado. La cuestión era qué haría con dicha información.
El frío era lo peor. La imposibilidad de entrar en calor. La humedad absorbía el escaso aire caliente y hacía que un frío gélido envolviese el cuerpo como una manta. Axel estaba acurrucado en el catre. Los días eran infinitos en la soledad de la celda. Pero prefería el tedio a las interrupciones. Los interrogatorios, los golpes, todas aquellas preguntas que le caían como granizo, como una lluvia pertinaz que se negaba a remitir. ¿Cómo podría responderles? Era tan poco lo que sabía… Y ese poco no lo contaría jamás. Antes se dejaría matar a golpes.
Axel se pasó la mano por la cabeza. Sólo le quedaba un milímetro de pelo, que le raspó la palma de la mano. Los ducharon y los afeitaron tan pronto como llegaron allí, y luego les pusieron uniformes de la guardia noruega. En cuanto lo atraparon, supo que lo llevarían a aquel lugar. A aquella cárcel situada a doce kilómetros de Oslo. Pero nada podría haberlo preparado para la realidad con la que se encontró, para el terror abismal que impregnaba todas las horas del día, para el hastío, para el dolor.
–La comida. –Oyó el resonar metálico fuera de la celda y vio al joven vigilante que dejó una bandeja delante de la reja.
–¿Qué día es hoy? –preguntó Axel en noruego. Erik y él habían pasado prácticamente todos los veranos en Noruega, con los abuelos maternos, y hablaba aquella lengua a la perfección. Veía al vigilante a diario y siempre intentaba entablar con él una conversación, pues desfallecía por la falta de contacto humano. Sin embargo, el joven no solía corresponderle más que parcamente o con monosílabos. Como hoy.
–Miércoles.
–Gracias. –Axel trató de forzar una sonrisa. El muchacho se dio la vuelta dispuesto a marcharse. A Axel le resultaba insufrible quedarse allí de nuevo, en medio de tan fría soledad, e intentó retenerlo un poco lanzándole otra pregunta.
–¿Qué tiempo hace fuera?
El muchacho se detuvo. Vaciló. Miró a su alrededor antes de acercarse de nuevo a Axel.
–Está nublado. Bastante frío –respondió. A Axel le llamó la atención lo joven que parecía. Tendría más o menos su edad, quizá incluso un par de años menos. Aunque, con el aspecto que ahora tenía, él parecería mayor, tan viejo por dentro como por fuera.
El chico volvió a alejarse unos pasos.
–Demasiado frío para esta época del año, ¿verdad? –se le quebraba la voz, y a él mismo le resultó extraño el comentario. Hubo un tiempo en que consideraba la conversación insustancial una pérdida de tiempo. Ahora, en cambio, era un salvavidas, el recordatorio de una existencia que se convertía a diario en una imagen desvaída.
–Pues sí, quizá. Pero en Oslo también puede hacer bastante frío en esta época del año.
–¿Eres de aquí? –Axel se apresuró a hacer la pregunta antes de que el vigilante intentase alejarse de nuevo.
El muchacho vaciló, parecía reacio a responder. Miró de nuevo a su alrededor, pero no se veía ni se oía a nadie cerca.
–Sólo llevamos aquí un par de años.
Axel cambió de tema.
–¿Cuánto tiempo llevo yo aquí? A mí se me antoja una eternidad. –Soltó una risa que lo asustó, una risa bronca y como inexperta. Hacía mucho tiempo que no tenía motivos para reír.
–No sé si debo… –El vigilante se aflojó un poco el cuello del uniforme. Daba la impresión de no hallarse cómodo enfundado en tan rígida vestimenta. Pero ya se acostumbraría, se dijo Axel. Terminaría por encontrarse cómodo tanto con la vestimenta como con el trato dispensado a las personas. Tal era la naturaleza del ser humano.
–¿Qué importancia puede tener que me digas cuánto tiempo llevo aquí? –preguntó Axel suplicante. Era terriblemente molesto vivir en un espacio sin tiempo. No tener una hora, una fecha, una semana en la que sustentar la vida.
–Dos meses, más o menos. No lo recuerdo con exactitud.
–Dos meses, más o menos. Y hoy es miércoles. Y está nublado. Con eso me basta. –Axel sonrió al muchacho, que le correspondió con una sonrisa cauta.
Una vez que el vigilante se hubo marchado, Axel se desplomó en el catre con la bandeja en las rodillas. La comida dejaba mucho que desear. Era la misma todos los días. Las patatas con las que alimentaban a los cerdos y unos potajes repugnantes. Claro que sería otra pieza en el engranaje de su propósito de socavar su ánimo. Apático y desganado, metió la cuchara en el mejunje grisáceo del cuenco, pero el hambre hizo que, finalmente, se la llevase a la boca. Trató de fingir que era el guiso de carne de su madre, pero no funcionó nada bien. Sólo consiguió agudizarlo todo, puesto que sus pensamientos se encaminaron allí adonde les había prohibido dirigirse, a su hogar y a su familia, a su madre y a su padre y a Erik. De repente, ni el hambre constituía acicate suficiente, era incapaz de comer. Dejó la cuchara en el cuenco y apoyó la cabeza en la pared rugosa de la celda. De pronto, su mente los recreó con total claridad. Su padre, con el poblado bigote gris que con tanto esmero se peinaba cada noche, antes de irse a dormir. Su madre, con el largo cabello recogido en un moño bajo, y con las gafas en la punta de la nariz cuando se sentaba por las tardes a hacer ganchillo al resplandor de la luz del flexo. Y Erik. Encerrado, a buen seguro, en su habitación, y enfrascado en algún libro. ¿Qué estarían haciendo? ¿Estarían pensando en él en aquellos momentos? ¿Cómo se habrían tomado sus padres la noticia de su apresamiento? ¿Y cómo se lo habría tomado Erik, a menudo tan taciturno y absorto en su mundo? La agudeza de su intelecto procesaba textos y datos con una agilidad impresionante, pero le costaba mostrar sus sentimientos. A veces, para hacerle rabiar, Axel le daba un abrazo enorme, sólo para ver cómo se ponía rígido, incómodo ante tanto afecto. Pero al cabo de un rato, Erik se ablandaba, se relajaba y se permitía ceder a la intimidad unos segundos, antes de soltarse mascullando un «déjame» fingidamente desabrido. Axel conocía tan bien a su hermano… Mucho mejor de lo que Erik creía. Sabía que a veces se sentía como el raro de la familia, que sentía que no era lo bastante bueno en comparación con él. Y ahora lo tendría mucho más difícil que nunca. Axel comprendía perfectamente que la preocupación de sus padres por su destino afectaría al día a día de Erik, que el escaso espacio que su hermano ocupaba en la familia se vería más reducido aún. No osaba imaginar siquiera qué sería de Erik si él moría.
–¡Hola, ya estamos en casa! –Patrik cerró la puerta y dejó a Maja sentada en el suelo del vestíbulo. La pequeña puso enseguida rumbo al interior de la casa y Patrik tuvo que agarrarla del abrigo para detenerla.
–Oye, oye, señorita, antes de ir a ver a mamá hay que quitarte los zapatos y el abrigo. –Una vez que hubo terminado, la dejó ir.
–¿Erica? ¿Estás en casa? –gritó Patrik. No obtuvo respuesta pero aguzó el oído y percibió un parloteo procedente de la primera planta. Cogió a Maja en brazos y subió al despacho de Erica.
–¡Hola! Estás aquí…
–Sí, hoy he adelantado unas cuantas páginas. Y luego ha venido Anna y nos hemos tomado un café. –Erica sonrió con los brazos extendidos hacia Maja. La pequeña se le acercó tambaleándose y le plantó en la boca un beso lleno de saliva. Erica frotó la nariz con la de Maja, que hipaba de risa. Los besos de esquimal eran su especialidad.
–¿Cómo es que habéis estado fuera tanto tiempo? –comentó Erica dirigiéndose a Patrik.
–Pues es que tuve que intervenir un poco en el trabajo –explicó Patrik lleno de entusiasmo–. La nueva colega parece muy buena, pero no habían pensado en todos los aspectos, claro, así que me fui con ellos a Fjällbacka a hacer unas entrevistas, que nos han llevado a establecer la fecha en la que pudieron asesinar a Erik Frankel y… –Se detuvo en mitad de la frase al ver la expresión de Erica. Y cayó enseguida en la cuenta de que debería habérselo pensado dos veces antes de abrir la boca.