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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (22 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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–Pues sí, eso creo yo también. Para mí es un misterio cómo superó las pruebas físicas en la Academia.

–Claro que, quién sabe, tal vez fuese un verdadero atleta en su juventud. –Annika sopesó lo que acababa de decir y meneó la cabeza pensativa–. Aunque no, no lo creo. Pero por Dios santo, es el momento del día, Mellberg en un curso de salsa. En fin, es mucho lo que hay que oír antes de que se le caigan a uno las orejas. –Intentó meterle a Maja una cucharada en la boca, pero la pequeña se negaba en redondo–. Bueno, pues esta jovencita se niega a comer. Si no consigo que coma un poco por lo menos, no volverán a confiármela nunca más –presagió lanzando un suspiro e intentándolo de nuevo. Pero la boca de Maja se presentaba tan inaccesible como Fort Knox.

–¿Me dejas que pruebe yo? –se ofreció Gösta alargando la mano en busca de la cuchara. Annika lo miró perpleja.

–¿Tú? Claro, inténtalo. Pero no te hagas grandes ilusiones.

Gösta se sentó al lado de Maja en lugar de Annika, pero sin pronunciar palabra. Devolvió al plato la mitad del contenido que Annika tenía en la cuchara y la levantó en el aire.

–Brum-brum-brum, aquí viene un avión… –Movió la cuchara en el aire describiendo círculos como un aeroplano y se vio recompensado con la atención inequívoca de la pequeña–. Brum-brum-brum, aquí viene el avión que vuela dereeeeecho a… –La boca de Maja se abrió como por un resorte y el avión entró en la pista de aterrizaje con su carga de espaguetis y carne picada.

–Mmmm… ¿A que estaba rico? –dijo Gösta cogiendo un poco más con la cuchara–. Chucu-chucu-chucu-chu, ahora es el tren el que se acerca… Chucu-chucu-chucu-chu y dereeeeecho al interior del túnel. –La boca de Maja volvió a abrirse y los espaguetis entraron en el túnel.

–Lo que me faltaba por ver –declaró Annika boquiabierta–. ¿Y tú dónde has aprendido eso?

–Bah, esto no es nada –repuso Gösta fingiendo humildad, aunque sonrió la mar de ufano cuando el coche de carreras entró en el circuito con la cucharada número tres.

Annika se sentó a la mesa de la cocina a mirar cómo Gösta vaciaba el plato de Maja, que se comió hasta la última miga.

–Qué quieres que te diga, Gösta –observó Annika dulcemente–. La vida es muy injusta a veces.

–¿No habéis pensado en adoptar? –preguntó Gösta sin mirarla–. En mi época no era nada habitual, pero hoy no me lo habría pensado. Ahora uno de cada dos críos es adoptado.

–Hemos hablado del tema –contestó Annika pensativa, mientras describía círculos en el mantel con el dedo índice–. Pero nunca hemos pasado de ahí. Hemos procurado llenar nuestras vidas con otras cosas, pero…

–Bueno, aún estáis a tiempo –la animó Gösta–. Si empezáis ahora, quizá no tarde tanto en llegar. Y el color del niño no tiene la menor importancia, así que elegid el país donde haya menos lista de espera. Son tantos los niños que necesitan un hogar… Y si yo fuera niño, me habría alegrado tener la buena estrella de caer contigo y con Lennart.

Annika tragó saliva y bajó la vista hacia el dedo índice que aún tenía sobre el mantel. Las palabras de Gösta habían despertado un sentimiento en su pecho, algo en lo que Lennart y ella habían estado evitando pensar los últimos años. Quizá porque tenían miedo. Tantos abortos, tantas esperanzas defraudadas una y otra vez les habían reblandecido el corazón, lo habían vuelto frágil. No se atrevieron a abrigar nuevas esperanzas, ni a arriesgarse a fracasar una vez más. Pero quizá ya hubiesen recobrado las fuerzas. Quizá ahora sí pudieran o sí estuviesen en condiciones de atreverse. Porque las ganas seguían ahí. Con la misma intensidad y el mismo ardor de antes. No había logrado sofocar la añoranza de un niño al que tener en el regazo, de un niño al que amar.

–Bueno, tendré que ir a ver si hago algo. –Gösta se levantó sin mirarla y le dio una torpe palmadita a Maja en la cabeza–. Ya está, ya ha comido un poco al menos, así que Patrik no tendrá que pensar que pasa hambre cuando nos la deja aquí.

Casi había alcanzado la puerta cuando Annika le dijo quedamente:

–Gösta, gracias.

Gösta asintió algo avergonzado. Luego desapareció hacia su despacho y cerró la puerta tras de sí. Se sentó ante el ordenador, pero se quedó con la mirada perdida en la pantalla. En realidad veía a Maj-Britt. Y al niño. Aquel que sólo llegó a vivir unos días. Hacía tanto tiempo de aquello… Una eternidad. Casi una vida entera. Pero él aún podía sentir la manita del pequeño aferrada a su dedo índice.

Gösta exhaló un suspiro y volvió a abrir la partida de golf.

Después de tres horas había conseguido ahuyentar el recuerdo de la catastrófica visita a casa de Britta. Y durante ese tiempo logró escribir cinco páginas del nuevo libro. Luego, la imagen de la anciana volvió a invadirle el pensamiento y Erica abandonó la idea de seguir escribiendo.

Se marchó de casa de Britta muerta de vergüenza. Le costó lo indecible apartar de la mente la mirada de Herman al verla allí sentada a la mesa de la cocina junto a su mujer, que se encontraba al borde de un ataque de nervios. Erica comprendía a Herman. Había pecado de insensible al no reparar en los indicios, pero, al mismo tiempo, se resistía a lamentar la visita. Despacio, muy despacio, iba recabando cada vez más piezas sobre su madre. Imprecisas y confusas, pero muchas más de las que tenía antes.

En realidad, era extraño. Jamás había oído los nombres de Erik, Britta y Frans. Aun así, debieron de ser muy importantes durante todo un período de la vida de su madre. Sin embargo, ninguno parecía haber mantenido contacto con los demás desde que se hicieron adultos. Pese a que todos siguieron viviendo en un pueblo tan pequeño como Fjällbacka, era como si hubiesen coexistido en mundos paralelos. Y la imagen de Elsy que Axel había empezado a brindarle coincidía bastante bien con la de Britta, pero no encajaba en absoluto con la imagen de la madre severa que Erica recordaba. Ella jamás la vio como a una persona cálida, ni solícita ni cualquier otro de los calificativos que ambos emplearon para describir a la joven Elsy. Erica no podía decir que su madre hubiese sido una mala persona, pero era distante, hermética. La calidez que sin duda poseyó un día fue desapareciendo por el camino, mucho antes de que ella y Anna nacieran. Y Erica sintió de pronto un dolor terrible por todo aquello de lo que se había visto privada. Todo aquello que nunca lograría recuperar. Su madre ya no estaba desde hacía cuatro años, desde el accidente que se llevó también a Tore, su padre. No había nada que pudiera despertar a la vida, nada por lo que exigir compensación, nada que pudiera suplicar y rogar ni de lo que acusar a su madre. Sólo esperaba comprender. ¿Qué fue de la Elsy que describían sus amigos? ¿Qué ocurrió con la Elsy agradable, cálida y cariñosa?

Unos toquecitos en la puerta vinieron a interrumpir su cavilación. Erica bajó a abrir.

–¿Anna? Pasa. –Se hizo a un lado para que entrara su hermana y, con la agudeza de la hermana mayor, se percató enseguida de que Anna tenía los ojos enrojecidos.

–¿Qué ha ocurrido? –preguntó más preocupada de lo que pretendía. Anna había sufrido tanto los últimos años… Y Erica nunca logró abandonar el papel de madre que, desde la niñez, había adoptado con su hermana.

–Los problemas que acarrea mezclar dos familias, sólo eso –respondió Anna tratando de sonreír–. Nada que yo pueda controlar, pero me sentaría bien poder hablar un poco.

–Pues siéntate y habla todo lo que quieras –la animó Erica–. Pondré café. Y si miro bien en la despensa, seguro que encuentro algo rico con lo que consolarnos.

–En otras palabras, ahora que eres una mujer casada, has abandonado el ideal de la línea esbelta –observó Anna.

–Ni lo menciones –suspiró Erica–. Tras una semana de trabajo sedentario, pronto tendré que ir a comprarme pantalones. Estos me están a reventar.

–Sí, te comprendo –asintió Anna sentándose a la mesa–. Yo tengo la sensación de que la vida en pareja me ha puesto algunos kilos en la cintura. Y no creo que mejore, puesto que Dan parece poder comerse lo que haga falta sin engordar un gramo.

–Sí, ya, ¿verdad que es odioso? –bromeó Erica al tiempo que ponía en la mesa una bandeja de bollos–. ¿Sigue tomando bollos de canela para desayunar?

–Ajá, de modo que cuando estabais juntos ya lo hacía, ¿no? –rio Anna meneando la cabeza–. Ya te puedes figurar lo fácil que resulta inculcar a los niños la importancia de un desayuno saludable, cuando él se pone a mojar bollos de canela en el chocolate delante de sus narices.

–Oye, que los bocadillos de caviar y queso de Patrik, que él también moja en el chocolate, tampoco se quedan cortos… En fin, cuéntame, ¿qué ha pasado? ¿Otra discusión con Belinda?

–Sí, supongo que eso es la base de todo, pero es que todo sale mal y, al final, Dan y yo hemos tenido una pelea a causa de ello y… –Anna estaba muy triste y echó mano de un bollo–. Aunque, en realidad, no es culpa de Belinda, eso es lo que intento explicarle a Dan. Ella no hace más que reaccionar ante una situación nueva que, además, no ha elegido por sí misma. La pobre tiene razón. Ella no quería tenernos a mí y a mis dos niños sueltos por la casa.

–No, claro, en eso llevas razón. Pero, por otro lado, tenéis que poder exigirle que se comporte de un modo civilizado. Y eso es competencia de Dan. El doctor Phil dice que ni el padrastro ni la madrastra deben involucrarse en imponer disciplina a un hijo tan mayor…

–El doctor Phil… –Anna se rio tan de buena gana que se atragantó con el bollo y sufrió un terrible ataque de tos–. Pero, Erica, por favor, desde luego que ya era hora de que dejaras la baja maternal. ¿El doctor Phil?

–Que sepas que he aprendido mucho viendo su programa –replicó Erica ofendida. Nadie bromeaba con su gurú del hogar impunemente. El doctor Phil había constituido su gran momento del día durante la baja maternal, y había pensado que, en lo sucesivo, seguiría tomándose una pausa a la hora del almuerzo y dejaría de escribir justo cuando empezara el programa.

–Bueno, puede que lleve razón –admitió Anna a disgusto–. Tengo la sensación de que Dan no se lo toma lo bastante en serio, o de que se lo toma demasiado en serio. Llevo desde el viernes tratando de convencerlo de que no se ponga a discutir con Pernilla por la custodia de las niñas. Pero empezó a desvariar diciendo que no se fiaba de que Pernilla pudiese cuidarlas bien y… En fin, que se fue encendiendo. Y en medio de todo el lío, bajó Belinda y se armó la gorda. En resumen, Belinda dice que no quiere venir a casa, así que Dan la metió en el autobús a Munkedal.

–¿Y qué dicen Emma y Adrian de todo esto? –Erica cogió otro bollo. Ya empezaría a preocuparse por la alimentación la semana siguiente. Seguro. Sólo necesitaba esta semana para empezar con la rutina de escribir y luego…

–Pues, tocaré madera, pero a ellos les parece de fábula –aseguró Anna dando un golpecito en la mesa–. Adoran a Dan y a las niñas, y les parece fantástico tener hermanas mayores. Así que, por el momento, ese frente no ha dado problemas.

–Y Malin y Lisen, ¿qué tal lo llevan? –Erica se interesó por las hermanas menores de Belinda, de once y ocho años.

–Pues también muy bien, la verdad. Les gusta jugar con Emma y con Adrian, y a mí me parece que me soportan, por lo menos. No, lo complicado es Belinda. Claro que también está en la edad en que las cosas han de ser complicadas. –Anna dejó escapar un suspiro y cogió otro bollo–. ¿Y tú? ¿Qué tal te va? ¿Avanzas con el libro?

–Pues sí, bueno, no va mal. Siempre va lento al principio, pero tengo mucho material escrito sobre el que trabajar y, además, ya tengo cita para varias entrevistas. Todo empieza a cobrar forma. Sólo que… –Erica vaciló un instante. Tenía un instinto protector, una ambición tan arraigada de preservar a su hermana de todas las situaciones… Pero al final decidió que Anna tenía derecho a saber qué estaba haciendo. Así pues, se lo contó rápidamente desde el principio, le habló de la medalla y de los demás objetos que había encontrado en el baúl de Elsy, de los diarios y de las conversaciones que había mantenido con algunas personas del pasado de su madre.

–¿Y hasta ahora no me habías contado nada? –se sorprendió Anna.

Erica se retorcía abrumada.

–Sí, bueno, ya sé… Pero te lo estoy contando ahora, ¿no?

Anna pareció sopesar si seguir riñendo a su hermana, pero finalmente, resolvió dejarlo pasar.

–Me gustaría ver lo que encontraste –dijo secamente. Erica se levantó enseguida, aliviada al comprobar que su hermana no pensaba seguir discutiendo por no haber sido partícipe de la información desde el principio.

–Por supuesto. Voy a buscarlo. –Erica subió corriendo al piso de arriba y bajó con las pertenencias de Elsy, que había guardado en su despacho. De vuelta en la cocina, las dejó sobre la mesa: los diarios, la camisita de bebé y la medalla.

Anna se quedó mirando los objetos.

–¿De dónde demonios sacó esto? –preguntó con la medalla en la palma de la mano, observándola detenidamente–. ¿Y esto de quién es? –Anna sostenía la camisita mugrienta–. ¿Son manchas de óxido? –Sostenía la camisa cerca de la cara, para estudiar detalladamente las manchas que cubrían la mayor parte de la prenda.

–Patrik cree que es sangre –respondió Erica. Anna apartó horrorizada la prenda.

–¿Sangre? ¿Por qué iba a guardar mamá en un baúl una camisita de bebé manchada de sangre? –Anna dejó la camisa en la mesa con un mohín de repugnancia y cogió los diarios.

–¿Hay en ellos algo para adultos? –preguntó Anna blandiendo los cuadernos azules–. ¿Ninguna historia de sexo que me traumatice para el resto de mi vida si los leo?

–No –rio Erica–. Estás como una cabra. No, nada de lo que contienen es para adultos. La verdad es que no dicen mucho. Tan sólo historias cotidianas de lo más anodinas. Pero… para ser sincera, he estado pensando en una cosa… –Erica formulaba por primera vez una idea que llevaba un tiempo fraguándose en los límites de su conciencia.

–¿Ajá? –dijo Anna con curiosidad mientras hojeaba los diarios.

–Pues verás, me pregunto si no habrá más diarios en algún sitio… Terminan en mayo de 1944, con el final del cuarto cuaderno. Luego, ni una palabra más. Y, por supuesto, puede ser que mamá se cansara de escribir diarios, pero ¿justo cuando terminó el cuarto? Me resulta un tanto extraño.

–Así que crees que hay más, ¿no? ¿Y qué íbamos a sacar de ellos, de ser así, salvo lo que ya has sabido por estos? Quiero decir que mamá no parece haber vivido una vida apasionante. Nació y se crio aquí, conoció a papá, nacimos nosotras y… bueno, no hay mucho más.

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