Las cuatro vidas de Steve Jobs (25 page)

Desde el principio, Jobs era consciente de que Apple salía con desventaja en el nuevo lejano oeste de la música en línea y, por lo tanto, lo más urgente era disponer de un programa de la casa que permitiese que cualquier usuario tuviese acceso a las canciones. Como el tiempo apremiaba, la empresa contactó a dos pequeñas editoras de programas, muy avanzadas en el terreno, para comprar un reproductor de MP3 para Mac que sirviese como base del programa que querían desarrollar. Después de que AOL se interesase también en el Audion de Panic Inc., Apple centró sus esfuerzos en comprar SoundJam MP a Casady Greene. El acuerdo también incluyó el fichaje del programador jefe responsable de SoundJam, Jeff Robbin, para que simplificara el programa y lo convirtiera en el futuro iTunes.

Mientras Robbin desarrollaba iTunes, Steve Jobs examinaba el mercado de lectores de MP3. El aspecto de la mayoría de los productos, sobre todo el Nomad, de Creative Design (uno de los más vendidos), le parecía espantoso aunque, en lo que a él concernía, aquello eran buenas noticias porque significaba que Apple tenía margen de maniobra. Jon Rubinstein, que se había incorporado a Apple en 1997 después de trabajar en NeXT, recibió instrucciones de Steve Jobs para supervisar la creación de un lector de MP3.

Otra gran revolución se avecinaba en paralelo. Apple quería situarse en el corazón de las ciudades y llegar a su público en emplazamientos agradables donde cualquiera pudiese acudir libremente y descubrir lo que distinguía al iMac y demás productos del resto. Jobs se había dado cuenta de que la distribución de los productos de la marca dejaba mucho que desear. «Me asusté», reconoció Jobs, «porque Apple dependía cada vez más de los puntos de venta dentro de las grandes superficies, de empresas que no tenían formación ni ningún interés particular en posicionar nuestros productos como objetos únicos. Me dije que teníamos que hacer algo o, de lo contrario, seríamos víctimas de la tectónica de placas. Teníamos que pensar diferente, innovar».

El objetivo, pues, era instalar escaparates de la marca Apple en los núcleos urbanos imitando la expansión del cristianismo en la Edad Media; había que estar presentes en el medio de la población habilitando nuevos lugares de culto. Para ello, Jobs se propuso encontrar al mejor especialista posible en cadenas de tiendas. Una y otra vez todos a cuantos consultaba le recomendaban un mismo nombre, el de Mickey Drexler, que había supervisado la creación de la cadena de ropa Gap. Enseguida obtuvo su consentimiento.

Drexler sugirió alquilar un almacén y construir en su interior un prototipo de tienda que sirviera de modelo. Así se podrían concebir los establecimientos siguiendo el espíritu de la casa, como si se tratara de un ordenador o una pantalla. Seducido ante la perspectiva, Jobs se ocupó él mismo del diseño de la tienda con la ayuda de otro fulgurante fichaje, Ron Johnson, ex vicepresidente de Target, la segunda empresa de distribución en Estados Unidos.

Al ver la primera versión, Jobs y Johnson organizaron espontáneamente el espacio por familias de productos, en lugar de tener en cuenta las necesidades del consumidor pero enseguida retomaron el diseño alfabético. La operación duró nueve meses y, al final, se adoptó una organización según los intereses del público: fotos, vídeos, niños…

En febrero de 2001, Jon Rubinstein visitó Toshiba, en Tokio, y descubrió que el fabricante acababa de crear un disco duro minúsculo, de 1,8 pulgadas (4,5 cm). Toshiba desconocía aún su utilidad pero Rubinstein vio en él el elemento esencial para fabricar un aparato compacto. Volvió de Japón con un mensaje. «Sé cómo fabricar nuestro lector de MP3 y tengo todas las piezas necesarias». «¡Pues ponte a ello!», respondió Jobs.

Ese mismo mes, contrató al ingeniero Tony Fadell para que ayudara en la concepción del iPod. Fadell había desarrollado previamente varios aparatos portátiles para empresas como Philips o General Magic y en aquella época estaba centrado en un lector de MP3 que se conectaba a un disco duro externo. A falta de disponer de la financiación necesaria, propuso su proyecto a la empresa RealNetworks pero la operación no cuajó. «Llamé a Tony Fadell» cuenta Rubinstein. «Estaba en una pista de esquí cuando contestó al teléfono. No le dije qué queríamos. No supo exactamente qué le íbamos a encargar hasta que se presentó en Apple». Fadell no ocultó su entusiasmo hacia la visión de Jobs. «El proyecto permitirá remodelar Apple. De aquí a diez años, seréis una empresa de música y no sólo de informática», profetizó.

Para empezar, Jobs exigió que Fadell renunciara a los vínculos con otros clientes y garantizara la exclusividad de sus servicios a Apple. Se le asignó un equipo de treinta personas. No había tiempo que perder porque Jobs quería disponer de un producto en el otoño de 2001. Había impuesto varias especificaciones para el aparato, sobre todo un formato de compresión de ficheros (AAC) distinto al ultra popular MP3 pero muy superior en calidad sonora.

El formato MP3 era capaz de hacer maravillas con la música electrónica, el
tecno,
el
dance
y otros estilos nuevos pero fallaba cuando tenía que comprimir sonido basado en algunos instrumentos analógicos como la guitarra acústica o el piano, cuyas vibraciones generaban muchas sonoridades secundarias que resultaban en una especie de papilla sonora. Gran amante de Dylan, The Beatles, Eric Clapton o Beethoven, Jobs no podía soportar que su música favorita perdiese tanto valor.

Como era lógico, Jonathan Ive se encargó del diseño del iPod y la elección era todo un seguro para el éxito. Ive y su equipo desprendían una curiosidad formidable y además se permitían el lujo de saber que podían equivocarse hasta dar con la tecla adecuada. «Y ésa es la mejor forma para descubrir cosas nuevas», mantenía Ive.

Para garantizar el secreto absoluto del proceso, Ive y su equipo de doce diseñadores industriales se mudaron a un edificio separado de Apple, con las puertas y las ventanas tintadas. El acceso estaba protegido mediante pases electrónicos a los que sólo un número muy reducido de directivos tenía acceso. El estudio estaba dotado de todo tipo de herramientas de última generación para la realización de los prototipos.

El grupo de diseño de Ive concibió un modelo detrás de otro pero ningún aparato estaba la altura en cuanto al aspecto. Sus aproximaciones seguían pareciéndose demasiado a objetos informáticos y Jobs quería algo «tan simple y luminoso que parezca casi imposible fabricarlo». Mensaje recibido: Jonathan Ive cerró la puerta a los cánones habituales de la alta fidelidad metalizada y concibió la famosa carcasa blanca.

Jobs concedía mucha importancia al futuro iPod y convocaba reuniones cada dos o tres semanas para tomar el pulso a los progresos, insistiendo sobre todo en que el aparato tuviera el mínimo posible de botones. «La mayoría de la gente comete el error de pensar que el diseño está relacionado sobre todo con el aspecto del aparato. Nosotros no lo vemos así. El diseño es su funcionamiento», diría Jobs al
New York Times.

En palabras de Ive a ese mismo diario,«Steve Jobs hizo desde el principio varias observaciones muy interesantes sobre la navegación con el aparato. El objetivo era conseguir el mínimo de manipulaciones. La clave del iPod era desembarazarse de todo lo que no fuese imprescindible». «(Jobs) intervenía hasta en los pequeños detalles del proyecto», contó a
Wired
Ben Knaus, adjunto de Fadell,«y no suele implicarse a ese nivel». Steve Jobs buscaba una simplicidad infantil en la manipulación y se enfadaba si había que pulsar más de tres veces para escuchar una canción.

Fue el director de márketing, Phil Schiler, quien tuvo la idea de la rueda de control y sugirió, con gran audacia, que cuanto más rápido se girara la rueda, más deprisa se pasaran los menús. El resultado era un aparato diferente al que ofrecía la competencia en muchos aspectos, incluidos algunos detalles como que el volumen máximo estaba ajustado a un nivel superior a lo tolerado en otros países, como Francia, debido a la ligera sordera que padece Jobs. Durante los ensayos, cada vez que probaba el iPod, gritaba: «¡Subid el volumen, que no oigo nada!».

El 19 de mayo de 2001 Steve Jobs inauguró las primeras Apple Stores, una en Virginia y otra en California, ambas con decoración minimalista pero elegante y un servicio innovador: el Genius Bar, un hallazgo de Ron Johnson. «Reunimos a un grupo de personas de distintos sectores y, para romper el hielo, les pedimos que nos hablaran del mejor servicio que habían recibido. De las 18 personas, 16 contestaron que había sido en la recepción de un hotel. La respuesta fue toda una sorpresa porque la labor principal de los recepcionistas no es la venta sino ayudar al cliente. Entonces se nos ocurrió crear una tienda con el mismo buen trato que un hotel Four Seasons y para eso instalamos un barra en la que, en lugar de servir alcohol, se ofrecieran consejos».

Cuanto más se acercaba la fecha del lanzamiento del iPod, más se implicaba Jobs y, en la recta final, se interesaba diariamente por el aparato, insistiendo en que el funcionamiento de iTunes fuera transparente y que, nada más conectarlo a un Mac, la biblioteca de canciones se actualizara sin necesidad de intervención por parte del usuario. «Se enchufa. Zzzzz. Terminado», resumía Jobs.

Un redactor publicitario de San Francisco, Vinnie Chieco, fue quien acuñó el nombre de iPod. En aquel momento, Steve Jobs estaba obsesionado con el concepto de núcleo digital y presentía que el Mac podría convertirse en el punto central de conexión de los aparatos domésticos. Chieco reflexionó sobre el tema y tuvo la idea de que el Mac actuaría como una especie de estación espacial, el punto de conexión definitivo. El pasajero podría alejarse dentro de una nave de tamaño reducido, como las cápsulas
(pods,
en inglés) o los vehículos planetarios de
La Guerra de las Galaxias,
y regresar a la nave nodriza para repostar o alimentarse. Al ver el prototipo blanco que había creado Ive, tuvo una revelación. «En cuanto vi el iPod blanco pensé en
2001, odisea en el espacio»,
recuerda Chieco. «¡Abre la puerta de la cámara de las cápsulas, HAL!». Curiosamente, Jobs rechazó la idea pero Chieco defendió su causa con tesón y, varios días después, Jobs le informó, sin más explicaciones, que se quedaban con el nombre.

Aunque la fecha del lanzamiento ya estaba fijada, el proyecto estuvo a punto de anularse porque la batería sólo duraba tres horas. Fadell, arrinconado, tuvo que encontrar una solución de máxima urgencia y para ahorrar energía dotó al iPod de una gran memoria caché para almacenar las canciones sin tener que recurrir al disco duro. Había salvado al iPod por los pelos.

O casi, porque pocos días antes del gran día, a Jobs seguía sin convencerle el chasquido que hacían los cascos al conectarse al aparato y encargó a un ingeniero la misión de modificar todos los iPods para la prensa con un conector que produjera el sonido correcto.

Poco antes del lanzamiento, Jobs concedió una entrevista a
Fortune
en la que adelantó algunos acontecimientos. «Todo el mundo nos pide que fabriquemos una Palm y yo me pregunto: ¿para qué sirven las agendas electrónicas? Las civilizaciones primitivas no tenían agendas pero sí tenían música. Está en nuestro ADN. A todo el mundo le gusta la música».

El iPod se presentó el 23 de octubre de 2001 después de convocar a los medios en Cupertino con el misterioso anuncio de que Apple lanzaba un nuevo dispositivo que no era un ordenador. Jobs subió al escenario luciendo nueva imagen de pelo corto y barba de tres días. «Hemos querido entrar en el segmento de la música. ¿Por qué? Porque nos encanta y siempre está bien hacer lo que a uno le gusta. La música forma parte de la vida de todo el mundo. Siempre ha estado ahí y seguirá estando».

A continuación, recalcó que la nueva revolución de la música digital seguía sin tener un líder del mercado, ya que nadie había encontrado la receta necesaria para triunfar. Entonces adelantó que Apple podría conseguirlo y explicó cómo lo haría. Con cierto suspense, enumeró las distintas vías de acceso a la música digital:

  • El lector de CD da acceso a unas quince canciones.
  • Las tarjetas de memoria permiten el acceso a unas pocas canciones más que el CD.
  • El lector de MP3 puede alojar 150 títulos.
  • Una gramola con disco duro ofrece un millar largo de piezas.

Y explicó que Apple quería situarse en el último sector. «Hoy presentamos el iPod. Es un lector de música digital con calidad de CD pero lo más importante es que es capaz de albergar un millar de canciones. Es prodigioso porque esta cantidad representa la discoteca completa de mucha gente. ¿Cuántas veces os habéis llevado el reproductor de CD y después os habéis dado cuenta de que se os había olvidado el disco que queríais? Lo mejor del iPod es que vuestra discoteca entera cabe en un bolsillo. Eso era imposible hasta ahora».

Jobs continuó explicando las principales prestaciones del aparato. Pese a su minúsculo tamaño, estaba dotado de una memoria caché capaz de alojar el equivalente a veinte minutos de música. Su tamaño y peso lo hacían un compañero ideal para ir en bici, hacer escalada o
footing.
Y la transferencia de canciones era ultra rápida: un CD entero se descargaba en diez segundos frente a los cinco minutos necesarios en los aparatos de la competencia. Jobs añadió que Apple había integrado una batería extraordinaria cuya duración se aproximaba a las diez horas de autonomía y se reservó lo mejor para el final. «El iPod tiene el tamaño de una baraja de cartas, pesa menos que la mayoría de los teléfonos móviles y tiene un diseño típico de Apple». Acto seguido desveló la criatura, empezando por el lateral, enseñando a continuación la parte trasera de acero brillante y terminando por la parte frontal. Lo sujetó a la vista de los asistentes, que rompieron en aplausos, y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones.

Nada más darse a conocer, el pequeño aparato de color blanco con su delicada ruedecilla marcó la diferencia gracias a su diseño compacto y la pureza de sus líneas. Era mucho más que un producto tecnológico, un objeto para acariciar. Una vez más, Apple había marcado diferencias apostando por la estética.

A raíz del lanzamiento del iPod, Jobs se lanzó a una cruzada para implantar un servicio legal de descargas, intentando llegar a acuerdos con las discográficas. El rechazo inicial fue la tónica general, pues sus interlocutores estaban seguros de que tenían un sistema que protegía frente a la copia y la digitalización ilegal de los CDs y que pensaban que era infalible. «En un principio les dijimos que las tecnologías de las que nos hablaban no funcionarían. Nuestros ingenieros conocían el tema a fondo y ya se habían dado cuenta de que no era posible proteger el contenido digital», contaría Jobs más tarde. Pero el mensaje no cuajó porque los responsables de las casas de discos seguían luchando contra la música en línea y habían optado por aferrarse a unas medidas de restricción de acceso y maniobras represivas. Jobs trató de explicarles que estaban perdiendo el tiempo porque por muy sofisticado que fuese el sistema, al final siempre habría alguien dispuesto a desprotegerlo y copiar los CDs para subirlos a Internet. «Es un movimiento imparable. Se trata de ofrecer alternativas e intentar competir con un servicio mejor».

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