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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (29 page)

Un enorme muro de piedra cubierto de musgo en buena parte de su perímetro rodeaba el antiguo pazo ahora transformado en residencia para ancianos. Entre el muro y el edificio, un enorme jardín salpicado de robles y castaños alfombraba de verde el suelo. La estampa de aquellos árboles centenarios contrastaba con los bosquecillos de pinos y eucaliptos que Capellán había contemplado durante el trayecto desde la pensión hasta el pazo.

Frente a la fachada principal del edificio, el muro dejaba un espacio en el cual se había instalado una enorme puerta de hierro. A la derecha, sobre la piedra de la muralla, había un cartel: «La Isla. Residencia geriátrica».

En el mismo cartel se señalaban los horarios de visita. Capellán miró su reloj y comprendió que había llegado demasiado tarde. Era sábado, la tarde moría envuelta entre la lluvia y la neblina. Debería esperar al día siguiente para poder entrar. El agua lo estaba empapando, pues no había tenido la precaución de procurarse un paraguas, pero aun así decidió rodear el muro y estudiar el edificio.

El pazo conservaba el sabor medieval, y las cuatro torres que se erguían en los ángulos del cuadrilátero que dibujaba la muralla recordaban la función de defensa que en otro tiempo pudo haber tenido. Las torres no eran demasiado altas. Miguel calculó que podrían alcanzar los seis metros de altura, mientras que el robusto muro circundante se alzaba hasta los cuatro metros, aproximadamente.

Cifró en unos ochenta metros la distancia entre la puerta enrejada y el edificio principal, el cual se componía de dos alturas. Todo el conjunto se había construido con el mismo tipo de piedra gris y robusta.

Durante su paseo alrededor del muro, Miguel comprobó que, además de la puerta que ya conocía, únicamente había otra pequeña puerta de hierro en la parte trasera. Desde allí tuvo una nueva perspectiva del complejo.

Alejado del edificio descubrió lo que parecía un viejo palomar. Además, adosada al pazo, contempló una antigua capilla, o al menos eso imaginó al ver la cruz que coronaba aquella construcción de poco más de cien metros cuadrados.

Apenas había luz cuando completó el recorrido alrededor del edificio. Nada podía hacer ya allí, salvo dejarse empapar aún más por la fina y constante lluvia, de modo que decidió regresar al viejo Golf, aparcado en una zona reservada para vehículos frente a la entrada a la residencia de ancianos.

Al llegar al coche vio que la enorme puerta de hierro se abría. Un matrimonio salía en silencio. Se dirigieron a un coche familiar estacionado junto al de Capellán y se marcharon. Tras ellos, Miguel vio salir a una joven delgada, con cabello rubio peinado con rastas. La miró de reojo. La muchacha se subió a un coche y se marchó.

La habitación de la pensión era sencilla, pero limpia. Capellán había dormido en sitios peores y, además, no estaba en disposición de permitirse otro alojamiento. No ahora. No todavía. Pero cuando todo aquello acabase, cuando resolviese el misterio que encerraba aquella residencia de ancianos y pudiera poner punto final a la novela de Ávalos, entonces sí iba a tener dinero para celebrarlo. Y lo más importante: le enviaría un ejemplar a Laura restregándole en la cara su regreso al éxito.

Una cama sencilla, con dos mesillas a ambos lados, un armario barato, una ventana desde la cual podía ver un puñado de eucaliptos y la negrura de la noche, además de una pequeña televisión, componían el mobiliario del cuarto. La pensión tenía diez habitaciones y ofrecía la posibilidad de una cena casera a la que Miguel no pensaba faltar.

Sobre una de las mesillas, Capellán había dejado los folletos turísticos que encontró en el recibidor de la pensión. En cualquier otro momento de su vida no hubiera dejado de visitar el dolmen que en ellos se mencionaba como digno de ser visitado si uno pasaba por Gondomar. Y mucho menos habría dejado pasar la oportunidad de fotografiar los petroglifos que al parecer había en una sierra vecina llamada Galiñeiro. Pero aquel sábado del mes de diciembre la mente de Capellán no tenía espacio para nada que no fuera Julio Verne.

No importaba que Ciro Caviedes, el personaje creado por Ávalos, sacara a relucir en su novela la entrevista que la periodista Marie Belloc, del
Strand Magazine
, realizó al escritor durante el otoño de 1894
[93]
, en la cual él negó una vez más cualquier misterio a propósito de sus supuestas predicciones científicas. Él, Miguel Capellán, intuía que había gato encerrado en todo aquel maldito asunto de las anticipaciones de Verne.

Se frotó los ojos. Al otro lado del cristal de la ventana la lluvia proseguía martilleando la posada y la oscuridad era total. Tumbado allí, sobre el colchón de la habitación de una pensión perdida en un remoto municipio de la provincia de Pontevedra, Miguel se reafirmó en sus convicciones: había un Verne oscuro, y en la muerte de Ávalos había algo turbio.

La clave debía de estar en aquella residencia de ancianos. Miguel ratificó esa sospecha y se animó a sí mismo. Aquel viaje no sería en balde, aunque debía reconocer que no tenía un plan concreto sobre lo que debía hacer al día siguiente para poder descubrir a Nemo, el confidente que había enviado la carta de Gaston a Ávalos. Y, aunque llegara a averiguar quién se escondía tras ese seudónimo, ¿cómo lograría ganarse su confianza para poder terminar la novela que lo devolviera a la cumbre del éxito?

Después de la cena, Miguel regresó a su habitación. Se sentía cansado tras haber conducido desde Madrid hasta aquel rincón perdido de Galicia. Y, aunque no era la primera vez en su vida profesional que emprendía una aventura como aquella, sentía que aquel viaje podría conducirlo más lejos de lo que nunca había llegado, aunque quedaba por determinar si era lo más lejos que se había adentrado en la locura, o lo más lejos que había profundizado en la otra realidad en la que nadie repara.

Antes de que el sueño lo atrapara, pensó en Alexia. ¿Tanto daño le había hecho su padre? ¿Cómo había sido la niñez de aquella mujer con un padre como Ávalos?

Al parecer, ella le reprochaba que hubiera antepuesto sus investigaciones a su familia. La madre de Alexia había muerto mientras Ávalos estaba de viaje, pero cualquier persona razonable comprendería que Alexia era injusta con su padre, pues cuando él emprendió aquel viaje su esposa no sufría enfermedad alguna. Todo fue súbito e inesperado.

El recuerdo de los ojos de Alexia acompañó a Miguel hasta el mundo de los sueños, donde le salió al encuentro la versión de Phileas Fogg que Jesús Sinclair ofrecía en su novela. En su sueño, Miguel se vio a sí mismo siguiendo los pasos del enigmático Fogg por las calles de Londres…

Corría el año 1872. Era el día 2 de octubre, y Miguel estaba apostado frente al número 7 de Saville-Row, en Burlington Gardens, Londres. Allí vivía Phileas Fogg.

Eran las once y media de la mañana cuando se abrió la puerta de aquella mansión. Invariablemente, Fogg salía a esa hora todos los días después de haber tomado té y tostadas exactamente a las ocho y ventitrés minutos, haberse afeitado a las nueve y treinta y siete minutos, y haberse peinado a las nueve y cuarenta minutos.

Miguel lo acechaba con la esperanza de descubrir el secreto que, sin duda, ocultaba aquel caballero inglés, aunque no londinense, y al que jamás se le había visto en la Bolsa, ni en la City, pero que era rico, aunque resultaba imposible determinar el origen de su fortuna. Miguel, sin duda inducido por las teorías que proponía Sinclair, presumía que el origen de aquella riqueza podía tener que ver con la alquimia. Eso explicaría igualmente que su edad fuera imposible de determinar y que el propio Verne dijera de él que parecía «capaz de vivir mil años sin envejecer».

Cuando un hombre se esfuerza tanto como Fogg por no hacer nada que permitiera a los demás señalarlo, es que tenía algo que ocultar, decía Sinclair. Por eso Miguel, en su sueño, aguardaba la salida de Fogg. Y, al llegar la hora habitual, lo vio salir de su casa.

Fogg podía pasar por tener cuarenta años, o menos, o más. Era alto, atractivo, ligeramente obeso, con patillas y cabellos rubios, piel clara, frente tersa, expresión hierática, y lucía una excelente dentadura. Miguel sabía que no tenía esposa ni hijos. Vivía solo, con la única compañía de un criado llamado James Forster, a quien había despedido aquel mismo día simplemente porque le había llevado el agua para afeitarse a 84 grados Fahrenheit, en lugar de a 86 grados. En su sustitución, Fogg acababa de contratar a un criado francés llamado Jean Passepartout, un muchacho que había ejercido a lo largo de su vida como cantor ambulante y artista de circo.

Una vez en la calle, Fogg caminó sin vacilación hacia el Reform Club, donde pasaba su vida. Allí comía y cenaba. Miguel Capellán lo siguió. Sabía que su hombre no regresaría a casa hasta las doce de la noche, como siempre. Miguel tenía que entrar en aquel Club a toda costa, pues las iniciales del mismo,
R
y
C
, le ofrecían una clara pista de la verdadera identidad de Fogg: un rosacruz.

En su sueño, Miguel se veía zarandeado por las ideas de Sinclair y por las del estudioso francés Michel Lamy, para quien el propio Verne había estado vinculado a una sociedad literaria relacionada con los rosacruces. Sin embargo, Sinclair proponía algo diferente: La Niebla era un instrumento de una orden mucho más poderosa que había infiltrado a lo largo de la historia a miembros suyos entre masones, rosacruces e illuminati.

Miguel siguió a Fogg de camino al Reform Club. Como siempre, como cada día, el misterioso caballero dio quinientos setenta y cinco pasos con el pie derecho y uno más con el pie izquierdo hasta llegar a su club, un caserón situado en Pall Mall.

Capellán entró en el Reform Club. A su mente vinieron de pronto aquellas ideas que Sinclair había tomado del ensayista francés Michel Lamy a propósito del placer que Verne sentía introduciendo en las tramas de su novela el juego, ya fuera un billete de lotería o una apuesta. En aquel club, donde los caballeros, como hacía Fogg, leían el
Times
o el
Morning Chronicle
, el juego estaba presente. En el caso de Fogg, adoptaba la forma de su acostumbrada partida de whist.

Miguel se sentó en un sillón próximo a la mesa que no tardaron en ocupar el ingeniero Andrew Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Falletin, el administrador del Banco de Inglaterra Gauthier Ralph y un hombre de negocios llamado Thomas Flanagan, además del propio Fogg.

Escuchó su conversación, llena de tópicos y aderezada con la habitual cortesía británica, hasta que alguien sacó a relucir el robo de 55 000 libras que había sufrido el Banco de Inglaterra tres días antes. Más tarde, uno de los caballeros mencionó una noticia ofrecida por el
Morning Chronicle
que aseguraba que era posible, con los medios de transporte existentes, dar la vuelta al mundo en ochenta días. La información acaloró el debate entre quienes veían posible aquella aventura y los que no lo estimaban factible.

Y ahí se desencadenó la tormenta. Fogg dijo que aquel viaje podía hacerse y que él mismo lo haría.

En ese momento, la imagen del sueño de Miguel Capellán se enturbió y se encontró mirando al propio Verne mientras escribía. No podía explicar cómo, pero lo cierto es que era capaz de leer el curso de los pensamientos del autor, los cuales no eran otros que los del propio Sinclair. Y así descubrió que Verne creó aquel personaje rico, de edad indescifrable, flemático y obsesionado con la puntualidad para dar pistas a quien en el futuro fuera capaz de leerlas.

Fogg era un iniciado. Verne lo dejaba bien claro si se sabía leer: «Enigmático personaje del que nada se sabía», «de dónde le venía su fortuna era algo que ni los mejor informados podían explicar», «… era muy poco comunicativo. Hablaba lo menos posible, y, cuanto más silencioso era, más misterioso parecía», «¿Había viajado? Probablemente, pues tenía un conocimiento muy profundo del mapamundi». Pero había algo extraordinario en aquellos conocimientos del señor Fogg. ¿Cómo era posible que conociera tantos lugares del mundo si, como el propio Verne decía, «desde hacía muchos años, Phileas Fogg nunca había abandonado Londres»?

¿Qué explicación podía darse a semejante contrasentido?

Tal vez Julio Verne había explicado en los conocimientos del señor Fogg la procedencia de los suyos propios al escribir a propósito del saber de su criatura literaria: «Sus palabras a menudo parecían inspiradas por una premonición, ya que los acontecimientos acababan siempre por darle la razón».

Fogg era tal vez uno de aquellos enigmáticos Superiores Desconocidos o alguien por ellos adoctrinado. Y Miguel estaba dispuesto a seguirlo alrededor del mundo en su sueño. Tenía que descubrir el gran secreto de la siniestra orden, y tembló al recordar lo que había leído sobre aquel viaje en ochenta días: Fogg viajó siempre hacia el este, en contra de la dirección del camino del sol. Fogg iba en contra de la luz. Era un sol negro. ¿Era un ángel negro?

La carta

… Ya sabes ahora, Maurice, qué tratos tenía nuestro tío con aquella hermandad literaria al servicio de una orden cuyo nombre no puedo pronunciar. Es hora de que cuente cuándo conocí yo mismo a Nemo, al verdadero Nemo.

¿Recuerdas aquel baile de disfraces que nuestro tío organizó el día 2 de abril de 1877? ¡Ha pasado tanto tiempo! Yo tenía diecisiete años y tú, querido hermano, dos años menos que yo.

Jules pretendía con aquella fiesta aupar a la cumbre social a la tía Honorine y a nuestras primas, de manera que olvidó por un día la austeridad que lo caracterizaba y gastó una verdadera fortuna en aquella fiesta que se celebraría en la sala Saint-Denis.

Por aquel entonces aún vivían en el número 44 del bulevar Longueville, adonde, como bien sabes, nuestro tío regresaría años después para morir. Desde su casa cursó nada menos que setecientas invitaciones para el baile, y respondieron afirmativamente trescientas cincuenta personas. No obstante, finalmente acudieron doscientos cincuenta invitados ataviados de personajes nacidos de la imaginación del anfitrión.

Recuerdo como si fuera hoy mismo la luz de las arañas suspendidas del techo, los invitados ataviados como Fogg, Strogoff, Aronnax o Ardan. Me parece escuchar las conversaciones y puedo recordar el rubor en las mejillas de las jóvenes que miraban a los apuestos galanes.

¿Recuerdas que me disfracé como Robert, el hijo varón del capitán Grant? Seguramente, no lo recuerdas. En realidad, pasé desapercibido para todo el mundo, y eso me permitió observarlo todo desde mi anonimato.

Aquella noche, querido hermano, vi a Jules hablar con un desconocido caracterizado como el capitán del Nautilus. Su disfraz no era el mejor de la fiesta, sin duda, pero había algo en él que lo hacía diferente al resto. Lo que más me llamó la atención fue la bandera negra que lucía en su solapa, puesto que no era la enseña de Nemo, dado que en lugar de una letra
N
dorada llevaba las iniciales
R
y
M.

Aquel hombre arrastró a nuestro tío a un salón contiguo, y yo los seguí. Oculto tras unas pesadas cortinas, contemplé a ambos, aunque no alcanzaba a escuchar sus voces. Me sorprendió, no obstante, la actitud sumisa de Jules. Parecía un alumno ante su maestro. Era el desconocido quien más hablaba, y nuestro tío asentía.

Por un instante, temí que aquel hombre me hubiera descubierto, pues se giró y miró en dirección al lugar donde yo me encontraba. Aterrorizado, corrí las cortinas. Cuando las volví a abrir, el hombre había desaparecido.

La segunda vez que lo vi fue un año después, en junio de 1878.

Por aquel entonces, Jules había comprado su tercer y último yate, el
Saint-Michel III
. Oí decir que había invertido en aquel barco nada menos que 55 000 francos. No sé si lo hizo solo por el placer que le proporcionaba navegar a una velocidad de 9,5 nudos con la comodidad de disponer de un comedor, un dormitorio doble con cuarto de baño y magníficos camarotes para la tripulación, o para huir del recuerdo de su hijo. En aquel tiempo la relación de Jules con nuestro primo Michel atravesaba por uno de sus peores momentos. Si recuerdas, poco tiempo antes nuestro tío había embarcado a Michel a bordo de L’Assomption para que trabajara como un miembro más de la tripulación. Creía que trabajar de sol a sol serviría para que sentara la cabeza, algo que no había logrado ni siquiera encerrándolo en aquella penitenciaría para jóvenes donde hacían trabajos agrícolas. ¿Lo recuerdas?

En cualquier caso, gracias a aquel yate yo pude ver de nuevo al hombre al que nuestro tío llamaba Nemo. Sucedió cuando en junio de aquel año, 1878, nuestro padre, el hijo de Hetzel y otros amigos del tío fueron invitados a realizar una travesía desde el canal de la Mancha rumbo a España, Portugal y África.

Yo supliqué a nuestro padre que me llevara con ellos, y finalmente lo logré. Y así fue como en junio arribamos a la ciudad de Vigo, donde Jules fue recibido como la celebridad que era. Hubo fiesta y cena en su honor.

Una noche, mientras permanecíamos en aquella ciudad, lo vi salir del barco y, por un impulso que no sé explicarte, lo seguí. Me sorprendió que se dirigiera a las afueras de la ciudad, pero no me detuve. Finalmente, lo vi dirigirse a una pequeña cala alejada de Vigo donde parecía aguardarlo un hombre.

Al principio, no reconocí al desconocido. Pero al acercarme más amparado por unas rocas descubrí en él al mismo hombre con quien Jules había hablado un año antes en el baile de disfraces. Fue allí donde escuché por vez primera el nombre de Nemo, y también oí hablar de la Sociedad de La Niebla…

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