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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (31 page)

—Me llamo Bieito, ¿y tú?

Ella sonrió antes de decir su nombre. Luego, él le propuso tomar un café, y ella aceptó.

La conversación que siguió a la excusa del café fue trascendental para ambos, aunque más para Estrela. Los dos comprendieron que estaban obligados a explorarse más, a conocerse, a reír, a caminar, a besarse. Pero ella, además, entrevió un mundo nuevo en el que poder expresarse con su cuerpo. No sería danza, ni tampoco gimnasia rítmica, pero necesitaría de esas disciplinas para avanzar.

Bieito y Estrela se fueron juntos aquel verano a la localidad francesa de Chambéry con el propósito de formarse en Arc en Cirque, un prestigioso centro de artes circenses.

Estrela nunca supo si Bieito tuvo problemas en su casa cuando anunció aquel viaje, pero ella sí que los tuvo. Sabela, su madre, montó en cólera y exigió de su nuevo marido, el promotor urbanístico, una firme oposición que él intentó aplicar.

—¿Sabes lo que hubiera dicho papá? —Estrela gritó con los ojos húmedos mirando a su madre e ignorando a su padrastro—: Me llamaría niña, porque para él yo siempre era su niña, y diría que tengo derecho a volar, a formarme, acertar y equivocarme. El circo también es arte —recordó.

—¡¿El circo?! ¡¿El circo?! —El promotor estaba a medio camino entre la risa y la indignación—. ¿Qué tipo de futuro te espera en el circo?

—Dile a ese imbécil que no es mi padre, y que no lo será nunca —gritó Estrela dirigiéndose a su madre.

—Este imbécil es quien te paga los estudios —recordó el padrastro.

—Pues no es necesario que lo sigas haciendo —replicó Estrela—. A lo mejor me los pago con el circo.

Sabela acusó entonces a su difunto marido de ser un irresponsable, un anarquista trasnochado, un ridículo soñador que había echado a perder a su hija con tanto libro, tanta filosofía y tanta música. Y esa fue la gota que colmó el corazón de Estrela. Su única respuesta fue un silencio estruendoso. Se dirigió a su habitación, llenó un par de bolsos de viaje con ropa y enseres personales, y puso punto final a una etapa de su vida con un portazo formidable.

La pareja permaneció un año completo en la ciudad francesa, y cuando regresaron lo hicieron con dos proyectos en mente. El primero era compartir piso; el segundo, formar una compañía de teatro y circo. Actuarían preferentemente en la calle, aunque tenían un amplio catálogo de sueños en los que aparecían montajes para salas.

La historia de amor de Estrela y Bieito se prolongó, como ya se dijo, durante dos años. Pero su relación profesional seguía intacta aquella mañana de diciembre, cinco años después, cuando ella recibió aquellos elogios por su destreza en las telas de quien fuera su amante en otros tiempos.

—¿Te vas ya? —preguntó Bieito.

—Sí, voy a cambiarme —respondió Estrela.

Él asintió y ella percibió una mirada que le pareció que contenía algunas gotas de deseo. Ella se esforzó por apartar la idea de su mente. Ahora Bieito tenía una relación estable con Maribel, otra chica de la compañía de teatro. Además, un niño había nacido ocho meses antes apretando aún más el nudo que existía entre ambos.

—¿Cómo está tu abuelo? —Bieito sabía la importancia que tenía para ella el abuelo Xoan.

—Así, así —respondió Estrela—. Le he prometido que actuaremos en el centro para todos los abuelos.

Bieito sonrió.

—Eso está hecho.

—Antes de Navidad.

—Antes de Navidad.

Estrela se quedó enganchada en los ojos negros de él durante unos segundos más de lo debido.

7

E
l Golf conducido por Miguel se estremeció por culpa de un bache. La residencia geriátrica La Isla, se leía en la publicidad, era puntera entre los establecimientos de su género, pero nada se decía de los accesos a la misma. El limpiaparabrisas iba y venía apartando la cortina de lluvia con la que se había despertado la mañana. El mundo alrededor de Miguel era de color esmeralda.

Mientras conducía, Capellán iba limando mentalmente las aristas del plan que había urdido para entrevistarse con los responsables del geriátrico. La idea central era que su padre estaba mayor, con la salud delicada, y él no podía atenderlo. No obstante, quería lo mejor para la única familia que le quedaba. Alguien le había hablado de aquel centro como uno de los mejores.

Esa era la estrategia. Una estrategia que muchos juzgarían estúpida, pero qué importaba. No era la primera vez que sus aventuras ponían a Miguel en la diana de los críticos. En cierta medida, pensó, él también, como Verne, se sentía el más incomprendido de los hombres.

¿Por qué Verne se autocalificó así? ¿Simplemente, como proponían los sesudos «Caviedes» del mundo, porque anheló entrar en la Academia Francesa pero sus colegas ignoraron su obra, a pesar de haber vendido más ejemplares de sus novelas que la inmensa mayoría de ellos? ¿Tal vez porque ni siquiera su hijo Michel lo comprendió?

Verne creó personajes como Dick Sand, el protagonista de la novela
Un capitán de quince años
, y otros muchos héroes adolescentes en los cuales quería ver el hijo que no tuvo, pues el que Dios le concedió en nada se parecía a aquellos seres de ficción valientes, generosos y abnegados que brotaban de su imaginación.

¿O quizá la amargura de Verne nacía de la frialdad que reinaba en su matrimonio? ¡El matrimonio! La imagen de su exmujer pasó fugazmente y sin permiso por la mente de Capellán.

¡La familia como desgracia! ¡Qué ironía! El autor de tantas novelas aparentemente escritas para un público infantil y familiar resultaba haber sido un hombre atrapado en una familia burguesa que lo agobiaba.

Miguel estacionó su coche en el mismo lugar en que lo hiciera la noche anterior. El aparcamiento, no obstante, estaba mucho más concurrido en la mañana de aquel domingo, según pudo advertir. Al parecer, los residentes gozaban de la visita de sus familias en mayor número ese día.

La puerta metálica estaba cerrada. A la derecha de la misma descubrió un interruptor en el que no había reparado. Pulsó el timbre y aguardó la respuesta. Miguel vio varias cámaras de seguridad, y se preguntó cuántas más estarían instaladas en el recinto.

—¿Dígame? —Una voz femenina interrumpió sus pensamientos.

—Hola, me llamo Miguel Capellán y desearía hablar con algún responsable del centro. Estoy interesado en solicitar plaza para un familiar.

La puerta se abrió de inmediato. Miguel se adentró al fin en la finca y caminó con paso decidido en dirección al edificio principal. A la luz del día, las piedras que le daban forma parecían menos siniestras, pero no menos señoriales.

Al llegar al edificio, una escalera igualmente de piedra salía al paso del visitante, obligándolo a subir por una media docena de anchos peldaños. A la derecha, había instalada una rampa y también un sistema que permitía subir sillas de ruedas.

Antes de que pudiera franquear la puerta, salió a su encuentro una amplia sonrisa dibujada en el rostro de una mujer de unos cincuenta años, de formas generosas y no carente de atractivo.

—Ana Otero —se presentó la mujer—. Asistente del director, don Marino Rey.

Miguel estrechó la mano que la mujer le ofrecía.

—Miguel Capellán.

La mujer le ofreció entrar. La lluvia había cesado, pero la temperatura era fría.

—¿Qué deseaba? —preguntó la mujer con el mismo tono amable y profesional.

—La verdad es que me gustaría hablar con el director —explicó Miguel—. Verá usted, tengo a mi padre bastante mayor, y, aunque es la única familia que me queda, debido a mi trabajo me veo obligado a viajar continuamente y no puedo atenderlo como me gustaría. Un amigo me habló de este centro y no escatimó elogios hacia ustedes, así que me decidí a preguntar si…

—Entiendo —lo interrumpió la secretaria—. Veré si don Marino le puede atender. —Giró sobre sus talones—. ¿Me acompaña?

Miguel caminó junto a ella atravesando un amplio vestíbulo. Capellán llegó a pensar que estaba en un edificio totalmente diferente del sólido pazo de piedra que había visto por fuera. El interior era moderno, cálido, confortable, casi lujoso. No tardó en ver a algunos de los ancianos acompañados por un cuidador o junto a personas más jóvenes que, supuso, serían sus familiares.

—¿Es tan amable de tomar asiento y esperar unos momentos? —preguntó la secretaria señalando unas butacas del color de la avellana que parecían muy confortables. A Miguel le pareció que la mujer lo había mirado con cierta coquetería.

Se dejó caer en uno de los sillones, que lo acogió cálidamente. Nada que ver con los muebles de diseño del despacho de Alexia, pensó.

Estaba en una sala de espera no demasiado amplia, con una decoración sobria, pero hospitalaria. Supuso que era la antesala del despacho del director. El suelo allí era de madera, había cuadros de paisajes norteños en las paredes y una mesa repleta de revistas actuales, según comprobó al hojear alguna de ellas.

Apenas había podido leer un artículo en una de aquellas publicaciones cuando se abrió una puerta situada a la derecha del lugar donde Miguel estaba sentado. Por ella salió un hombre alto y delgado. Tenía el cabello ligeramente rizado y entrecano. La frente despejada, los pómulos afilados. No debía de haber cumplido aún los cuarenta años, según el apresurado peritaje que Capellán realizó.

—¿Señor Capellán? Me llamo Marino Rey. Soy el director del centro. Pase, por favor.

Miguel, que se había incorporado, obedeció. Entró en el despacho y unos segundos después estaba sentado frente al escritorio del director de La Isla. El despacho parecía una prolongación de la sala de espera, con idéntico suelo de madera, cuadros con paisajes decorando las paredes y un mobiliario bastante clásico.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Marino Rey.

—Como le dije a su secretaria, un amigo me habló maravillas del centro que usted dirige, y se da la circunstancia de que busco algo así para mi padre.

Marino Rey respiraba con calma, como si paladease cada ración de aire. Parecía concentrado en Miguel, y no solo en lo que Miguel decía.

—¿Dónde viven ustedes?

—En La Coruña —mintió Capellán—. Yo trabajo en negocios de exportación e importación —explicó— y debo viajar con frecuencia. Le aseguro que no es una decisión fácil para mí separarme de mi padre, pero él se merece lo mejor, y yo no se lo puedo ofrecer en mi casa.

—¿Qué edad tiene su padre?

—Setenta y cinco años.

—¿Estado de salud?

—Normal —respondió Miguel—. Quiero decir que está bien, que tiene los achaques propios de la edad, pero nada más.

Marino volvió a paladear el aire. Su expresión era grave.

—Tenemos un protocolo muy estricto en La Isla —dijo tras guardar un breve silencio—. Deberíamos valorar al paciente, conocer más profundamente sus circunstancias y expediente médico, además de saber más de la familia. —Hizo una pausa y añadió—: En este caso, de usted. Me refiero a su situación económica y esas cosas.

—Comprendo, y no hay problema alguno. Dígame qué documentación debería enviarle, y lo haré.

—Mi secretaria le facilitará los impresos necesarios, aunque debo advertirle que no le garantizo una plaza, porque tenemos varias solicitudes más y, desgraciadamente, no hay habitaciones suficientes.

—No se preocupe, me hago cargo. Me gustaría, antes de irme, conocer el centro. ¿Es eso posible?

—Por supuesto. —Marino Rey sonrió. Pulsó un botón del teléfono de su despacho y al instante apareció Ana Otero—. Ana —dijo Marino a su secretaria—, acompañe al señor Capellán y muéstrele nuestas instalaciones. Después, le entrega los impresos para una solicitud de ingreso.

Marino Rey se levantó de su sillón, y Capellán lo imitó. El apretón de manos fue cordial y enérgico.

La señora Otero (¿o sería señorita?) resultó ser una guía impecable. Y Miguel se ratificó en su idea: aquella mujer coqueteaba con él, lo que le hizo sentirse incómodo. No obstante, tuvo que admitir que aquello le benefició, pues Otero le proporcionó una exhaustiva información del centro geriátrico y de la historia de aquel edificio.

Se trataba de un pazo construido en el siglo
XVI,
dijo la secretaria. Desde su construcción, había pasado por varias manos hasta que fue transformado en centro geriátrico tras una fuerte inversión realizada por un consorcio de empresas que se dedicaban al sector servicios.

Miguel supo que en la actualidad había veinticinco residentes, de los cuales diez eran hombres. Las habitaciones para aquellos que tenían mayores dificultades de movilidad se encontraban situadas en el primer piso, y todas tenían acceso directo al jardín. En total, había diez habitaciones a nivel de suelo, quedando el resto para el piso superior. Dos amplios ascensores y las más avanzadas tecnologías favorecían el tránsito de los residentes entre uno y otro nivel.

—Nuestro problema es que tenemos más solicitudes que plazas disponibles —explicó Ana Otero—. Actualmente, solo hay dos habitaciones libres. ¿Quiere ver una de ellas? —preguntó la secretaria regalando una sonrisa blanca.

—Me encantaría —respondió Miguel, aún más incómodo.

Miguel caminó por un pasillo junto a la secretaria hasta que ella se detuvo ante una puerta. Del bolsillo de su inmaculada bata blanca, Ana Otero sacó un manojo de llaves. Todas estaban numeradas. Eligió la número 19, la introdujo en la cerradura, la hizo girar y la puerta se abrió.

La habitación resultó ser cómoda y limpia. Tenía un amplio ventanal que miraba hacia el jardín, y se podía acceder a él directamente, aunque Miguel advirtió en la puerta un sistema de seguridad que impedía que el paciente saliera por su cuenta a la calle. Supuso que solo era posible que paseara en el exterior en compañía de un cuidador.

Una cama, un armario empotrado, dos mesitas, un pequeño escritorio y dos sillas formaban el mobiliario. Todo mostraba un aspecto pulcro y aseado.

—¿Le gusta? —preguntó la mujer a Miguel.

—Me parece perfecta.

—Venga, le mostraré el resto de las instalaciones —dijo Ana Otero.

Además de las habitaciones, en el primer piso Miguel visitó una coqueta cafetería, las modernas instalaciones de la cocina, desde la cual se accedía directamente al comedor del centro, la imponente sala donde trabajaban los fisioterapeutas, un enorme salón de juegos con televisión y la zona destinada a terapias ocupacionales.

—En el piso de arriba, además de las habitaciones de algunos residentes, están los despachos de los doctores y…

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