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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (32 page)

—¿Hay varios doctores? —preguntó Miguel intrigado.

—Naturalmente —respondió Ana—. El cuerpo médico está integrado por cuatro doctores, una dietista, cuatro fisioterapeutas, varios monitores de terapias ocupacionales, y unos cincuenta enfermeros y enfermeras. Se trabaja por turnos, de manera que siempre haya suficiente personal de guardia. Tenga en cuenta que hay enfermos con deterioro cognitivo leve, pero otros muestran un deterioro severo, y algunos requieren una continua atención.

Miguel supo que en el piso superior los médicos de guardia tenían sus propias habitaciones, al igual que el director del centro.

—También disponemos de un servicio de peluquería. —Ana abrió una puerta y Miguel se sorprendió al encontrarse en una peluquería excelentemente equipada—. El servicio es semanal, al igual que la visita del podólogo.

Las instalaciones eran extraordinarias. Todo rezumaba limpieza y eficacia.

—El ejercicio es básico para ellos —comentó Ana al ver que Miguel observaba a un anciano caminando en compañía de un cuidador—. Cuando el tiempo es más amable pasean por el jardín. ¿Quiere que se lo enseñe? Ha dejado de llover.

Miguel dudó. Tenía la sensación de que no se iba a quitar de encima a aquella mujer, y él necesitaba quedarse a solas para echar un vistazo por su cuenta. No obstante, dijo que sí, que estaría encantado.

—La finca es amplia, como verá —dijo Ana mientras caminaban sobre la hierba mullida y húmeda como consecuencia de la lluvia reciente—. Aquel edificio era un antiguo palomar. —Señaló la construcción que Miguel había visto la noche anterior desde la puerta trasera de la finca.

—¿Eso es una capilla? —preguntó Miguel mirando la construcción que estaba adosada a una parte del edificio principal.

—En realidad, lo fue en su tiempo, hace siglos. El señor del pazo podía escuchar misa sin salir de casa. Pero en la actualidad no se utiliza. El edificio está pendiente de ser rehabilitado. Carece de uso. ¿Seguimos?

Una vez dentro del edificio principal, la mujer condujo a Miguel por diferentes pasillos hasta llegar al salón donde algunos residentes conversaban con varias personas.

—Los domingos esto siempre está muy animado —comentó Ana—. Día de visita para casi todos.

—Parece que no para todos, ¿no? —Miguel señaló a un hombre sentado en una silla de ruedas.

—¡Ah, don Rodrigo! —exclamó la secretaria—. Una historia muy triste. En realidad, a don Rodrigo no lo visita nadie nunca. Su familia paga religiosamente, pero se han olvidado de él. Y, afortunadamente para él, él también se ha olvidado de ellos. Bueno, de ellos y de todo. Nadie le ha escuchado decir una sola palabra desde que llegó aquí.

Miguel contempló la triste expresión de aquel hombre que miraba el jardín a través de la cristalera, y le asaltó el recuerdo de Ávalos.

—¿Tienen ustedes biblioteca? —preguntó.

Ana Otero pareció sorprendida, como si fuera la primera vez en su vida que alguien le preguntaba algo así.

—Lo cierto es que sí —contestó—. En el piso de arriba. No es que tengamos muchos títulos, pero sí habrá unos dos mil, más o menos.

—¿Podría verla?

—¿A su padre le gusta la lectura?

—¿A mi padre? —Miguel había olvidado su propia mentira, aunque no tardó en recordarla—. Sí, claro, a mi padre le encanta leer.

Subieron en ascensor, y poco después Miguel se encontró ante una coqueta colección de libros. La sala de lectura no era muy grande, pero supuso que los residentes se llevarían los libros a sus habitaciones para leerlos más cómodamente. Paseó por las estanterías y ojeó los títulos. De pronto, encontró lo que podía ser una primera pista a seguir.

—¡La colección completa de los
Viajes extraordinarios
de Julio Verne! —exclamó.

Ana Otero alzó la ceja derecha.

—¿A su padre le gusta Verne?

—Ya lo creo —repuso Miguel—. Le apasiona. —Miró directamente a los ojos de la secretaria y probó suerte—: ¿Sabe si hay algún otro residente a quien le guste leer a Verne? Sería una magnífica noticia para mi padre.

—La verdad es que no lo sé —respondió Ana Otero—. Debería consultar las fichas de préstamos de libros. Pero se lo puedo decir en su próxima visita.

Miguel estuvo a punto de pedir a la secretaria si podía él mismo consultar ese dato, pero le pareció un exceso.

—Se lo agradecería mucho —dijo finalmente.

A continuación, regresaron al piso de abajo y la secretaria se disculpó. Tenía que ir a su despacho para buscar los impresos.

—Puede usted curiosear si lo desea mientras voy a buscar la documentación que deberá enviarnos.

Miguel se mostró encantado ante la posibilidad de quedarse solo durante unos minutos. Y, cuando Ana Otero se alejó, estuvo a punto de regresar a la biblioteca y consultar las fichas de préstamos de libros, pero imaginó que no disponía de tiempo suficiente. Resultaba más razonable intentarlo en otro momento, pero ¿cuándo? Después de todo, se había quedado sin argumentos para poder regresar a la residencia y curiosear.

Tan ensimismado estaba imaginando excusas que le permitieran regresar al día siguiente para localizar a algún posible lector de Julio Verne que pudiera ser el misterioso Nemo que tropezó en su vagabundeo con un anciano a quien acompañaba una joven rubia peinada con rastas.

—Disculpe, lo siento mucho —dijo Miguel mirando a la muchacha. ¿Dónde había visto él a aquella chica
perroflauta
? Entonces la recordó: era la misma que había visto salir de la residencia la noche anterior.

—Tranquilo, no pasa nada. —La joven sonrió.

Si vistiera de otro modo, si al menos estuviera maquillada, si no llevara aquel piercing en la nariz y un solo pendiente en una oreja, si no llevara aquellas ropas de tantos colores como el arcoíris, Miguel hubiera dicho que estaba ante una belleza. Pero aquellas ropas y todo lo demás… A él no le gustaba aquel estilo.

Miguel se apartó y dejó pasar a la joven y al anciano a quien acompañaba.

Aún estaba dudando si debía regresar a la biblioteca o no cuando dos imágenes atrajeron su atención. Y una de ellas muchísimo más que la otra.

Al mirar hacia el fondo del salón reparó en la figura alta y delgada del director del centro. Marino Rey caminaba con las manos en los bolsillos de su pantalón, cabizbajo, ajeno a los pacientes y sus familiares. Pero lo que le pareció curioso a Miguel fue que se acercó hasta la silla de ruedas que ocupaba don Rodrigo, la cogió y la condujo hacia la otra puerta de acceso que tenía el salón. Le resultó sorprendente porque aquel anciano al que nadie, según Ana Otero, había escuchado decir una sola palabra jamás, pareció decir algo al oído del director cuando este se inclinó hacia él. Lamentablemente para Miguel, varias personas se cruzaron en su campo de visión y no pudo asegurarse de que tal conversación hubiera tenido lugar.

Mucho más extraordinaria fue la sorpresa que recibió al mirar hacia el jardín y ver caminar por él, con aquel aire resuelto y con su apabullante seguridad, a Alexia García.

La carta

… Tú nunca lo supiste, querido Maurice, pero desde aquella noche en la que Jules habló con el hombre a quien llamaba Nemo deseé con todas mis fuerzas adentrarme en los senderos de conocimiento que nuestro tío había frecuentado. Y, tras insistir, Jules aceptó mediar por mí.

Gracias a él llegué a las puertas de una casa en París donde se me acogió como postulante. ¿Cómo podría imaginar entonces que un día mi fidelidad a la orden se mediría con la devoción que sentía hacia nuestro tío?

Debo confesarte, sin embargo, que nunca vi a los Superiores Desconocidos, pues a quienes ocupábamos el más bajo escalafón de la iniciación la mayoría de los grandes secretos de la orden nos estaban vedados. Nos movíamos en el rumor, en la leyenda. Se murmuraba sobre la existencia de un lugar extraordinario, jamás cartografiado, donde habitaba el Rey del Mundo. Unos afirmaban que se podía localizar en el Tíbet, y otros, en cambio, se decantaban por el desierto de Gobi.

En aquellos días no sospechaba que mi entusiasmo por pertenecer a la orden coincidía con el desencanto de nuestro tío por haber ingresado en La Niebla. Y jamás se me pasó por la imaginación que la noticia publicada en un periódico inglés anunciando su muerte iba a activar su ingenio para poner en marcha un plan que, a la larga, podía poner en peligro el mayor de los secretos de la orden
[95]
.

La idea de que se le hubiera dado por muerto para luego reaparecer con vida, al menos ante los lectores de aquel periódico inglés, sirvió de germen para los planes futuros de Jules, quien por aquel entonces mostraba con frecuencia un rictus amargo y se mostraba más proclive a escribir teatro que novelas. Incluso a finales de 1883 mostró su hartazgo a Hetzel
[96]
lo cual hizo que en la orden se encendieran las alarmas y se resolvió recordar a nuestro tío a quién debía en gran medida su éxito.

Meses después, se me encomendó la primera de las desagradables misiones que la orden tenía reservadas para mí. Ocurrió en la primavera de 1884. ¿Recuerdas el viaje en el
Saint-Michel III
rumbo a África en el que nuestro padre y yo mismo acompañamos al tío? En aquella travesía volvimos a hacer escala en Vigo. Yo me encontraba a disgusto, pues se me había exigido no quitar ojo de encima a Jules. Debía espiarlo. La orden temía que se fuera de la lengua, que cometiera alguna indiscreción.

Una noche, mientras el yate permanecía fondeado en Vigo, se presentó en mi camarote aquel hombre de ojos negros a quien Jules llamaba Nemo. No sé cómo llegó hasta allí sin que nadie lo advirtiera, pero te resultará fácil imaginar mi sorpresa. Sin preámbulo alguno, Nemo me exigió que condujera a Jules con engaños hasta la misma cala donde años antes los había espiado.

Te ahorraré los detalles de mi miserable actuación, pero lo cierto es que Nemo y Jules se volvieron a encontrar, y en esta ocasión la conversación entre ambos fue tensa. Nuestro tío alzó la voz en más de una ocasión, pero Nemo se mostró imperturbable.

Algo se quebró en el interior de Jules. Si observas sus novelas con atención, a partir de los años ochenta aparecen con frecuencia en ella científicos malvados, hombres que no dudan en poner sus conocimientos al servicio de sus propios intereses, no al de los de la humanidad. Algunos creen que la amargura de Jules nacía del hecho de no haber sido aún admitido en la Academia Francesa, pero la realidad era diferente: había dejado de creer en la ciencia como palanca de progreso para la liberación del hombre.

En cuanto a mi relación con él, te diré que quedó lesionada para siempre desde aquel viaje.

Jules había hecho caso omiso a las instrucciones de Nemo. Sus novelas lo expresaban mejor que ninguna otra cosa. Y La Niebla volvió a cruzar a Nemo en el camino de nuestro tío. Fue su último encuentro, al menos hasta donde yo sé.

En marzo de 1885, cuando nuestros tíos vivían en la calle Charles Dubois de Amiens, Jules tuvo la ocurrencia de volver a organizar un baile de disfraces. Seguramente recordarás que en la fiesta no faltó de nada, y que el tío contrató a una reputada casa de comidas para que se encargara de que los invitados se hartaran de beber y comer
[97]
.

Supongo que todo el mundo estaba ocupado divirtiéndose y nadie reparó en la discusión que Jules sostuvo en el patio enlosado con un hombre ataviado como el capitán Nemo. Desde la cristalera que asoma al patio, vi cómo ambos se separaron sin estrecharse la mano…

8

H
oras antes de atravesar con paso decidido la finca del centro geriátrico, Alexia había apartado las cortinas de la habitación de su hotel dejándose atrapar por la estampa de la bahía de Vigo: los barcos meciéndose sobre el mar plata y blanco, el cielo gris plomizo, charcos en la calle.

El yate de Julio Verne había echado amarras en dos ocasiones en aquella bahía. En algún lugar no lejano el escritor se había encontrado con el misterioso Nemo, si daba crédito a la carta. Y ahora era ella quien se había embarcado en la aventura de encontrar al misterioso Nemo.

Era una historia fantástica, y por ello difícil de creer. Una historia que se había negado a admitir hasta que un par de días antes el inspector Carmona había muerto en un trágico accidente de tráfico. Un accidente que, en opinión de Alexia, no fue tal.

Ocurrió al día siguiente de que ella lo llamara. Le contó lo que le había sucedido, que un coche había embestido al suyo a la luz del día, que aunque varios testigos presenciaron el suceso no pudieron aportar más que una descripción del vehículo ciertamente insuficiente como para ayudar en la investigación, y que le habían robado el bolso.

El inspector Carmona la había escuchado en silencio al otro lado del teléfono. No la interrumpió hasta que ella le dijo que lo llamaba precisamente por eso, por el robo del bolso. O, más bien, por lo que había en el bolso.

Cuando él quiso saber a qué se refería, ella le confesó que alguien había enviado durante varias semanas una serie de cartas a su padre, y que tenía razones para sospechar que era eso lo que habían querido robar en el piso de Cuenca.

—Y resultó que esas cartas las tenía usted —dijo lacónicamente el policía.

—Mi padre me las confió la misma noche en que lo mataron —admitió Alexia—. Él decía que eran peligrosas, pero yo, para serle sincera, nunca había tomado en serio la afición de mi padre por los enigmas.

—¿Y qué dicen esas cartas, si se puede saber?

—Si le parece, nos vemos mañana y se lo explico personalmente.

El policía aceptó. Se desplazaría a Madrid, dijo. Y se mostró dispuesto a reabrir el caso de la muerte de Ávalos si encontraba algo sólido a lo que agarrarse en aquellas cartas.

Pero Carmona nunca llegó a la cita. Alexia lo esperó impaciente, y cuando el retraso se hizo preocupante lo llamó al teléfono móvil, pero nadie contestó. Al día siguiente se atrevió a marcar el teléfono de la comisaría de la policía nacional de Cuenca y supo lo ocurrido.

Los frenos del coche fallaron, dijeron. Una desgracia.

Tal vez se empezaba a parecer a su padre, pero a ella la muerte de Carmona no le pareció accidental. No sabía qué pasos había dado o pretendía dar el inspector para reabrir el caso del asesinato —ahora se atrevía a utilizar ese calificativo— de su padre.

¿Qué podía hacer? Tenía ante sí la alternativa más cómoda, que era no hacer absolutamente nada, o adentrarse en un terreno para ella totalmente desconocido. Muerto Carmona, fuera quien fuese la mano criminal que lo ejecutó, podía estar tranquila, pues seguramente ningún otro inspector de Cuenca reabriría el caso de Ávalos. Y muerto Ávalos, y con la carta de Gaston en su poder, solo Alexia podía incomodarlos.

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