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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (14 page)

Mas sucedió que mucho tiempo después, cuando ambos acababan de estrenar los cuarenta años, coincidieron en el funeral de un conocido común. A ambos les costó reconocerse, pero tras la ceremonia se les pudo ver tomando un café y poniendo sobre la mesa las experiencias vividas en los veinte años anteriores.

Uno se había convertido en un abogado de cierto renombre en Madrid; el otro, en un anónimo profesor de lengua y literatura en un instituto de provincias. Y, cuando aquellas historias no dieron más de sí, emergió furibundo el viejo debate sobre si existía una cara oculta en la literatura de Verne.

—Hay un Verne oscuro, te lo digo yo —afirmó Sinclair.

Su cabello era más escaso y lacio. Ya no era aquel chico enclenque al que unos intolerantes extremistas habían golpeado un lejano día, pero en sus ojos mostraba la misma ingenuidad juvenil de entonces.

—¿Todavía sigues con eso? —repuso Caviedes. Sus ojos negros se entornaron mientras sus dedos grandes y fuertes jugaban distraídos con una servilleta de papel.

—Deberíamos apostar algo —propuso inesperadamente Sinclair.

—¿Apostar? Apostar ¿qué?

—Más bien apostar a qué.

—Bueno, pues apostar a qué.

—Escribamos una novela cada uno —dijo Sinclair—. Yo plantearé mis alocadas tesis sobre el más incomprendido de los hombres, y tú lo retratarás defendiendo las tuyas. Quien primero consiga una editorial, ganará. El que pierda, además, deberá entregar los beneficios de su novela al otro.

—¿Una novela? ¿Una apuesta? —Caviedes comprendió de pronto que su amigo no solo no había sanado de su locura, sino que el paso de los años había empeorado aún más su salud mental.

—Es lo más apropiado si hablamos de Verne, ¿no crees? ¿Conoces acaso a un escritor que usara más el juego en sus novelas? —El rostro de Sinclair, habitualmente pálido, había adquirido una tonalidad sonrosada provocada por la excitación que su propia idea le había producido—. Seremos como Impey Barbicane y el capitán Nicholl
[49]
. Apostemos como ellos. Juguémonos una fortuna, como Phileas Fogg
[50]
. ¡El juego, amigo mío! ¿A quién sino a Verne se le ocurriría escribir una novela sobre un billete de lotería?
[51]
¡El juego es una prueba obligada para el hombre de conocimiento!

Ciro Caviedes barrió con la mirada la cafetería, como si tratara de aferrarse a lo cotidiano para no dejarse arrastrar por el impulso irracional de su amigo. El camarero servía unos cafés con tostadas en la mesa vecina. Una señora que ya había vivido hacía tiempo su sesenta cumpleaños sorbía con placer el contenido de una taza. Una chica rubia que en cambio no sabía aún lo que era tener veinte años besaba con descaro a un joven moreno que lucía un piercing en su ceja. El mundo seguía en su sitio, y eso tranquilizó a Caviedes. Pero cuando miró de nuevo a Sinclair supo que iba a aceptar la apuesta.

—¡Hecho! —Extendió su mano para sellar el pacto—. Nos concederemos dos años, ¿de acuerdo? Estamos a 2 de octubre —recordó—. Nos encontraremos aquí, en este mismo café, dentro de dos años. No hay marcha atrás ni arrepentimiento que valga —añadió con expresión sombría.

—Un inglés no bromea nunca cuando se está tratando de algo tan serio como una apuesta
[52]
—replicó Sinclair.

Ambos estallaron en una sonora carcajada al escuchar la ocurrente respuesta del profesor. La señora que saboreaba el contenido de su taza los miró con desagrado. Las lenguas de los dos jóvenes seguían jugueteando ajenas al resto del mundo.

A partir de aquel planteamiento, que a Miguel Capellán le pareció brillante, original y seductor desde la primera línea, Ávalos jugaba con el lector a lo largo del centenar de páginas que había escrito. Se le proponía un continuo viaje de ida y vuelta desde un Verne por descubrir a un Verne descrito por sí mismo. Un capítulo era para Sinclair; otro, para Caviedes. Un capítulo era para el Verne oscuro; el otro, para el afamado novelista juvenil mundialmente conocido. En unas páginas la razón soltaba amarras y se elevaba en busca de misterios por desvelar, y en otras Caviedes ataba al lector a la razón científica.

La novela de Ávalos no se limitaba a transcribir las ideas que bullían en la cabeza de los dos contendientes, sino que además ofrecía unas inmejorables vistas del febril proceso que ambos siguieron para construir sus manuscritos. El duelo estaba servido desde el mismo momento en que aceptaron la apuesta, y a partir de ese instante, como verdaderos héroes de las aventuras de Verne, se entregaron con pasión a la defensa de sus posiciones.

El lector asistía al proceso de documentación de uno y otro antes de comenzar a escribir la primera línea. Mientras Sinclair rastreaba en las propias novelas del escritor francés elementos que pudieran servir como argumentos para fortalecer su tesis de que existe un lado sombrío tras la propia persona de Verne y se apoyaba igualmente en autores de su misma cuerda, Caviedes hacía lo propio buceando en libros de ciencia que desmontaran las absurdas ideas que, presumía, plantearía Sinclair a propósito de un Verne profeta. Todo se podía explicar, si es que era ese el camino que pretendía seguir Sinclair.

Mi viaje más extraordinario
, la obra de Ciro Caviedes, estaba escrita en primera persona, como si el propio bretón tomara de la mano al lector y lo condujese a lo largo de la segunda mitad del siglo
XIX
, asistiendo en primera fila a las transformaciones científicas, a las innovaciones tecnológicas y a los grandes descubrimientos geográficos. Verne compartía con el lector sus temores durante las agitaciones políticas del momento, o se podía escuchar el ruido de las olas del mar golpeando el casco de uno de los tres yates, todos ellos bautizados como
Saint-Michel
, de los que el novelista fue propietario a lo largo de su vida. Tan magníficamente estaban recreados los escenarios propuestos por Caviedes que era sencillo imaginarse en el número 2 de la calle Charles Dubois de Amiens, donde vivía Verne en otoño de 1894. En aquella casa, el novelista recibió a la periodista Marie Belloc.

¿Dónde quedaba el esoterismo en las novelas de Julio Verne? ¿Dónde el lado profético si el propio novelista lo negó públicamente en aquella entrevista y en numerosas declaraciones más?

Caviedes protegía su propuesta haciendo que el propio lector escuchase las palabras de Verne a aquella periodista, cuando confesaba que nunca se consideró un científico, y que simplemente había tenido la enorme fortuna de nacer en una época de grandes descubrimientos y algunas maravillosas invenciones. Y cuando Caviedes hacía hablar a Sophie, la esposa del autor, vanagloriándose de los aciertos de su marido, tal y como hizo en presencia de la periodista Belloc, de inmediato respondía el escritor afirmando que todo era una mera coincidencia.

—En cuanto a la exactitud de mis descripciones, debo eso en gran medida al hecho de que, incluso antes de que yo comience a escribir una novela, siempre hago numerosos apuntes de cada libro, periódico, revista o informe científico a los que tengo acceso. Estas notas eran y son clasificadas según el tema al que pertenecen. No tengo ni que decirle cuán valiosas han sido para mí muchas de ellas. Estoy suscrito a más de veinte periódicos —confesaba Verne en la obra de Caviedes con las mismas palabras que empleó en aquella lejana entrevista—, y soy un asiduo lector de cada publicación científica. Incluso, además de mi trabajo, una de las cosas de las que más disfruto es leer u oír cualquier reseña sobre un nuevo descubrimiento o experimento en los mundos de la ciencia, la astronomía, la meteorología, o la fisiología
[53]
.

Lejos de los esfuerzos de Caviedes, Jesús Sinclair buceaba en aguas más turbias en la novela que tituló
El último Verne
. No era el primero que pretendía demostrar que Verne ocultó algo durante su vida. Simone Vierne
[54]
ya había advertido que los
Viajes extraordinarios
contienen los ingredientes básicos de un ritual de iniciación. Por un lado, los protagonistas encarnan a la perfección los papeles herméticos del novicio o aprendiz, del oficial y del maestro. Todos ellos se ven envueltos en un viaje de transmutación en el que deberán sortear diferentes pruebas y regresarán transformados al punto de partida describiendo un círculo mágico.

Ahí estaba el caso de Axel, el joven protagonista de
Viaje al centro de la Tierra
. Cuando regreses, le había dicho su novia, lo harás convertido en un hombre. Una idea siempre asociada a los ritos de tránsito, recordaba Sinclair. Esa novela era un libro de caballería camuflado
[55]
, mostrando a Axel como un metal pobre que será forjado en el fuego del volcán dentro de la tierra.

Para Sinclair era imposible obviar que el tío de Axel, que interpreta el papel de maestro en la iniciación, se apellidara Lidenbrock. Si ponemos sobre ese apellido el foco esclarecedor del gusto de Verne por los juegos de palabras nos encontramos con las palabras
lid
, «párpado» en inglés, y
broken
, «roto». De modo que el tío de Axel es aquel que abre sus párpados; es decir, el maestro que le abre los ojos a un nuevo mundo.

Y allá va Axel, al centro de la Tierra, dispuesto a superar las pruebas del hambre, la sed, el miedo a la oscuridad y la incertidumbre de los laberintos para, al fin, renacer a una nueva vida emergiendo entre el fuego del volcán Stromboli.

¿Quién podría obviar ahora que Verne era un iniciado y que en sus novelas ocultaba información cifrada?, proponía Sinclair convencido de que su novela era infinitamente más comercial y encontraría acomodo editorial más pronto que la de su adversario.

Suponía que Caviedes se aferraría a las declaraciones que el propio Verne hizo negando cualquier virtud profética; sin embargo, él tenía muchas cartas para jugar en esa partida. Cartas marcadas.

En efecto, Sinclair poseía una información privilegiada que desde hacía varias semanas una mano anónima le hacía llegar sin remite alguno y en la que se perfilaba un retrato inquietante de Julio Verne y de su vida. ¡Alguien le había hecho llegar por entregas, como si fuera una novela de folletín decimonónica, una carta de Gaston Verne a su hermano Maurice!

Sinclair había tratado infructuosamente de localizar al informador, y, cuando había dado por perdida la partida, un día recibió junto a la última entrega del relato el folleto de una residencia geriátrica llamada La Isla. Se trataba de un antiguo pazo enclavado en un pueblecito perdido de la provincia de Pontevedra, no lejos de Vigo.

Sonó el teléfono.

El sonido despabiló a Capellán, a quien la noche en vela leyendo el manuscrito de Ávalos estaba comenzando a pasar factura. En la bruma de la antesala del sueño lo habían asaltado de nuevo los «hombres sin rostro» de los que el sobrino de Verne había escrito. Le pareció escuchar el sonido seco de los disparos de la pistola de Gaston apuntando a su tío en Amiens mientras era detenido por Jesús Sinclair y Ciro Caviedes. Y al mirar al herido se descubrió a sí mismo tirado en la acera de la calle Charles Dubois sintiendo el dolor agudo de la bala alojada en su pie. En la siguiente imagen se había convertido en un anciano amargado encerrado en una residencia geriátrica gallega.

La estridente melodía lo arrancó de la modorra. Se incorporó de un salto y buscó el teléfono entre los papeles. La luz entraba en la sala sin que la suciedad de los cristales pudiera evitarlo. La mañana estaba bien entrada, de modo que supuso que ya habrían encontrado el cadáver de Ávalos. Pero al mirar la pantalla del móvil descubrió que era su exmujer quien llamaba. Antes de responder tomó aire y murmuró su habitual letanía cada vez que el recuerdo de su antigua esposa se cruzaba en su camino: «¡Que le den por el culo a Laura! ¡Se va a enterar!».

A continuación pulsó la tecla donde aparecía un pequeño teléfono de color verde y dijo:

—¿Qué coño quieres ahora?

9

A
quella noche Alexia soñó con
Moro
. Hacía tiempo que el viejo perro negro con una pupila blanca muerta no aparecía en sus sueños. Hacía tanto como años hacía que Alexia había dejado de ser una niña a la que su padre contaba historias que ningún otro padre contaría a su hija. Pero el caso es que
Moro
le salió al encuentro. Lo vio vivo y bien vivo, muy diferente de la estatua que lo inmortaliza en Fernán Núñez, el pueblo cordobés donde aquel extraño animal hizo historia, según le tenía dicho su padre.

Ávalos había escuchado los primeros rumores sobre aquel perro abandonado en los años setenta del pasado siglo. Unos decían que fue un camionero quien lo abandonó; otros juraban que lo vieron junto al cadáver de un mendigo que, presumieron, había sido su dueño. Fuese como fuese, el caso es que
Moro
se quedó a vivir en el pueblo y no tardó en demostrar su capacidad para presagiar la muerte.

Los vecinos advirtieron que cuando
Moro
se apostaba junto a la puerta de una vivienda un miembro de aquella familia moría poco después. Y, no contento con su diagnóstico, el perro acompañaba posteriormente al séquito fúnebre hasta el camposanto con expresión doliente. En ocasiones, dejaba incluso de comer súbitamente porque «sentía» que alguien había muerto en el otro extremo del pueblo y corría para cumplir la misión de plañidera que se había impuesto a sí mismo.

Ávalos mostraba a veces a su hija fotografías del periódico
El Caso
para que ella creyera su increíble narración. Allí aparecía el extraordinario perro, y allí se resumían sus increíbles andanzas. Mientras tanto,
Moro
seguía a lo suyo, anunciando muertes y acompañando en los sepelios. Y lo hizo nada menos que en seiscientas ocasiones con la fidelidad perruna que se le suponía hasta un maldito día de 1983, en que un grupo de animales humanos lo apalearon hasta matarlo. Doce años más tarde, el pueblo lo inmortalizó con una estatua que para sí la quisieran los salvajes que lo asesinaron.

El caso era que aquella noche, la noche en la que Alexia visitó a su padre en Cuenca y supo que él cenaba en compañía del recuerdo de su difunta madre, ella soñó con
Moro
. El perro estaba igual a como lo había visto en sueños siempre; ella, en cambio, ya no era una niña vestida con falda y calcetines. Ahora era una mujer sofisticada, discretamente maquillada y con los labios y los ojos perfectamente pintados. El perro la miraba con su único ojo; ella lucía aquella profunda mirada que la noche anterior había turbado a
Tapioca
.

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