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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (16 page)

BOOK: La tumba de Verne
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En el instante mismo en que se interrogó de ese modo, sus dedos tropezaron con varios papeles entre los cuales descubrió un folleto propagandístico de una residencia geriátrica llamada La Isla. El prospecto ofrecía una idílica fotografía de lo que parecía un pazo gallego en medio de una colina esmeralda rodeado por hermosos ejemplares de lo que a Alexia le parecieron robles y castaños. En el interior del tríptico aparecían fotografías de las habitaciones, salones, gimnasio y otras dependencias del centro. La publicidad afirmaba que en ninguna otra residencia se podía encontrar el servicio, la atención personalizada y las bondades de aquel grupo de profesionales. Alexia comprobó atónita que la residencia estaba en un pueblo de la provincia de Pontevedra, no lejos de la ciudad de Vigo.

—¡La Isla! —exclamó—. ¿Qué pensabas hacer, papá?

10

E
ran las tres de la tarde. Hacía mucho tiempo que la policía se había marchado. El inspector Carmona le había ofrecido su ayuda. La llamaría cuando pudiera hacerse cargo del cadáver de su padre, dijo. Igualmente, añadió, la tendría al tanto de la investigación en la medida en que eso fuera posible sin saltarse a la torera ningún procedimiento.

Alexia compuso una sonrisa forzada en señal de agradecimiento y estudió con sus enormes ojos verdes al meticuloso funcionario. Él no se inmutó. Hizo un leve movimiento con la cabeza y, sin devolver la sonrisa que Alexia le había dedicado, se marchó.

Cuando se quedó sola, se sentó en una silla del salón, tal vez la misma que unas horas antes iba a ocupar el recuerdo de su madre en la cena de aniversario. Reparó en ese momento en el vinilo que permanecía sobre el viejo tocadiscos de su padre. Se levantó y se acercó a él: Mercedes Sosa. Maquinalmente, puso la aguja sobre los primeros surcos y escuchó la estremecedora voz de la cantante argentina:

«Cambia lo superficial / Cambia también lo profundo / Cambia el modo de pensar / Cambia todo en este mundo…».

Sin poder evitarlo, sus ojos se fueron empañando al escuchar aquellos versos. El mundo tal vez cambiaba, y no era extraño, como decía la canción, que ella también lo hubiera hecho. Pero su padre no. El viejo soñador no había cambiado.

«Pero no cambia mi amor / por más lejos que me encuentre…».

Tampoco había cambiado el amor que su padre había sentido por su esposa. Y en los charcos de sus ojos Alexia quedó varada mientras Mercedes Sosa descosía su corazón.

Nunca supo el tiempo que permaneció allí sentada, contemplando los viejos muebles y aquel cuadro al óleo titulado
Carpe Diem
. Nunca había entendido qué le veía su padre a aquel lienzo. A ella le parecía triste y frío. Pero siempre que esgrimía ante su difunto padre aquellos argumentos, él se mostraba inflexible. Junto al reloj de bolsillo, aquel cuadro era lo único que el tío Tomás había dejado en la casa, recordaba. Bueno, el reloj, el cuadro y aquella historia sobre cómo se hizo rico el tío Tomás y que Alexia nunca quiso aceptar por inverosímil.

Ahora la historia del tío Tomás era lo de menos. Ahora, pensaba Alexia, la historia que había que esclarecer era la de su padre.

Sus ojos regresaron de nuevo al folleto propagandístico de la residencia geriátrica, y se preguntó si su padre había tomado la decisión de ingresar en ese establecimiento.

Y luego estaba lo del robo, porque Alexia no tenía duda alguna de que su padre no había organizado el caos que reinaba en el estudio. Era evidente que alguien había entrado en el piso y había buscado algo que creía poder encontrar entre los libros y los archivos de Ávalos. Los armarios estaban abiertos, y la novela que su padre estaba escribiendo y de la que le había hablado la otra noche había desaparecido. ¿Era eso lo que buscaba el asaltante? Alexia presentía que no, que aquel manuscrito no era motivo suficiente como para entrar a robar y, ¡Dios mío!, se lamentó, tal vez haberlo asesinado.

Fue entonces cuando aquellas enigmáticas palabras de su padre volvieron a sonar en su cabeza: «Supongo que me parece más seguro que custodies tú este tesoro. Nadie sospechará de una abogada con la cabeza tan bien amueblada como tú. Es importante. Y peligroso».

Ávalos le había entregado un puñado de sobres que ella consideró otra de las muchas excentricidades de su padre, de modo que cuando llegó a su coche arrojó el hatillo de sobres unidos por unas gomas en el asiento de atrás, y allí seguirían.

Anotó mentalmente la tarea de echar un vistazo a aquellos papeles, pero pronto el dolor de la soledad que reinaba en la casa la anegó.

Aún necesitó media hora para recomponer su ánimo y marcar el número del inspector Carmona.

—¡Dígame! —La voz del policía era grave y muy masculina.

—Inspector, soy Alexia García, la hija de…

—Sí, desde luego —dijo Carmona sin dejar que ella terminara la frase—. ¿Ha recordado algo que nos pueda ayudar?

Alexia dudó. La imagen de los sobres ocres que había dejado en el asiento trasero de su coche cruzó fugazmente por su mente, pero finalmente se escuchó a sí misma decir:

—En realidad, me preguntaba si podría ir al Instituto Forense.

El policía le dijo que sí, que desde luego. Le explicó qué debía hacer y ante quién presentarse.

—Si necesita algo más, no dude en llamarme —dijo Carmona.

Ella le dio las gracias.

Le resultaba difícil centrar su mente. Las ideas iban y venían sin control. Miró la porción de atardecer que le ofrecía el ventanal del estudio. Finalmente, tomó la decisión de ir al Instituto Forense para tratar de agilizar los trámites necesarios. Antes de que la policía la hubiera dejado sola había telefoneado a su bufete para que movieran los resortes precisos para organizar el sepelio.

—Quiero enterrarlo junto a mi madre, en la misma tumba —indicó—. Haced lo necesario.

Los restos de su madre descansaban en un discreto sepulcro del camposanto de un pequeño pueblo conquense donde vivían no más de cincuenta vecinos. Alejandra había nacido allí, y allí deseaba ser enterrada, tal y como le tenía dicho a su marido.

Alexia se sintió pequeña de pronto. Ni siquiera su elevada estatura, sus intimidadores tacones o su traje de ejecutiva de la mejor calidad impedían advertir su desamparo. Paseó su mirada por aquel desorden. ¿Cuántos miles de libros había acumulado su padre? Le pareció escuchar a lo lejos la voz de su madre cuando lo reñía por aquella pasión suya por coleccionar más y más libros. Alejandra decía que un día tendrían que irse todos de la casa para permitir que siguieran entrando más volúmenes. Pero su padre no dejó de sumar títulos a su voluminosa biblioteca. Ávalos nunca se rendía. No le importaban las críticas de aquellos que se burlaban de sus locas teorías. Él siempre decía que no había escuchado aún una crítica solvente sobre sus libros, que sus enemigos no tenían más argumento que el insulto, pero que el insulto no enriquece a nadie, añadía. En lugar de venirse abajo ante el escarnio y las chanzas que algunos de sus adversarios le dedicaban en diferentes foros, más estimulado se sentía. Cuanto más bajos y zafios eran los insultos que recibía, más calidad había en los escritos que salían de su Olivetti.

Eso fue lo que sucedió durante su disputa con el hombre con quien Alexia compartió su vida durante casi dos años. El hombre del cual habían hablado vagamente la noche anterior, cuando el nombre de Julio Verne se cruzó entre padre e hija. También entonces se cruzó en su camino Julio Verne…

G. G. Ávalos había firmado un reportaje sobre las extraordinarias anticipaciones científicas que, en su opinión, el novelista francés desplegó en su novela
De la Tierra a la Luna
y, años más tarde, en la obra titulada
Alrededor de la Luna
[58]
. El artículo comenzaba recordando una anécdota recogida por Jean-Jules Verne en una biografía que publicó sobre su abuelo. Al parecer, la esposa del astronauta Frank Borman, uno de los miembros de la tripulación del Apolo VIII, la primera nave tripulada que realizó una expedición alrededor de la Luna en diciembre de 1968, había leído la primera de las dos novelas de Verne dedicadas al vuelo espacial y tenía miedo por la suerte que pudiera aguardar a su marido. Borman sugirió a su esposa que leyera la segunda parte de aquella aventura, y entonces ella quedó más tranquila
[59]
.

A continuación, Ávalos se hacía eco de los extraordinarios aciertos de Verne en materia espacial, que, a su juicio, no podían ser considerados como meras casualidades.

La novela
De la Tierra a la Luna
arrancaba en los años posteriores a la guerra de Secesión norteamericana. Los miembros del Gun Club, fundado en Baltimore, ciudad del estado de Maryland, habían apostado a que era posible enviar una gigantesca bala a la Luna y, además, propusieron que el proyectil pudiera ser tan grande como para acoger en su interior a varios expedicionarios. La voz cantante de aquel proyecto la llevó Impey Barbicane, presidente del mencionado club y persona adinerada, a quien Verne describe como «un hombre de cuarenta años, sereno, frío, austero, de un carácter esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, con un temperamento a toda prueba, de resolución inquebrantable». En definitiva, el perfil habitual de los fríos héroes vernianos.

No obstante, la posibilidad de que aquella aventura se saldara con éxito fue cuestionada agriamente por el capitán Nicholl, adversario habitual de Barbicane. La pugna entre ambos queda en suspenso al aparecer un tercer e inesperado personaje, un francés que propone viajar en el interior del proyectil e invita a los dos contendientes a unirse a él en aquella empresa. Aquel aventurero se llamaba Miguel Ardan.

Pero lo realmente singular de aquel proyecto, a decir del articulista, eran las anticipaciones científicas del novelista bretón. Mencionaba el hecho de que los personajes de la obra ubicaran un enorme telescopio en las Montañas Rocosas, no lejos de donde muchos años después estaría el telescopio norteamericano de Monte Palomar. Igualmente, le parecía notable que Verne se hubiera decantado por Estados Unidos como país pionero en la conquista del espacio en una época en la que Francia, Gran Bretaña y Rusia eran las potencias principales del mundo. Al igual que resultaba sospechosa la puntería en bautizar al cohete como
Columbiad
, nombre que recuerda inevitablemente al módulo de mando del Apolo XI.

¿Podían considerarse meras casualidades todos esos detalles de la novela de Julio Verne?, se preguntaba Ávalos. De igual modo, ¿no resultaba desconcertante que el número de tripulantes fuera tres, exactamente igual que la misión del Apolo XI que llevó por vez primera al hombre a la Luna en 1969? ¿Y qué pensar del hecho de que en la novela se incluya como miembros de la expedición a dos perros? En efecto, junto a los tres hombres viajaban una perra de caza llamada
Diana
, propiedad del capitán Nicholl, y un terranova llamado
Satélite
. ¿No anticipaba Verne así el vuelo de la famosa perra
Laika
, el primer animal que orbitó alrededor de la Tierra a bordo de la nave soviética Sputnik 2 en 1957?

Pero Ávalos no se detenía ahí. Recordaba que los personajes de Verne tenían como provisiones «conservas de carnes y legumbres reducidas a su menor volumen posible bajo la acción de la prensa hidráulica», lo que le parecía una predicción sobre el modo en que los astronautas llevan sus alimentos al espacio. Y eso por no hablar del sorprendente acierto que supone el hecho de que se eligiera un lugar próximo a Cabo Cañaveral o Cabo Kennedy, en Florida, como lugar de lanzamiento del Columbiad. ¿Sabía Verne que en el futuro se enviarían desde allí naves al espacio?, se interrogaba Ávalos. Para colmo, recordaba, en la segunda parte de la historia,
Alrededor de la Luna
, la nave regresa a la Tierra y cae en un punto del océano Pacífico distante apenas cuatro kilómetros del lugar al que fue a caer el mismísimo Frank Borman, el astronauta que recomendó a su esposa leer esa novela, cuando amerizó el 27 de diciembre de 1968 junto a los astronautas Jim Novell y Bill Anders, tras haber orbitado alrededor de la Luna a bordo del Apolo VIII.

El artículo concluía con un apunte realmente sugerente para los seguidores de ese tipo de literatura: ¿se podía considerar una casualidad que la última palabra del capítulo número 11, precisamente el 11, de
Alrededor de la Luna
fuera justamente
Apolo
?
[60]

De manera que una vez expuestas las pruebas, Ávalos se lanzaba a la especulación sosteniendo que tal vez Julio Verne, quien en otras muchas de sus obras ofrecía desconcertantes anticipaciones científicas, poseía algún tipo de información privilegiada con la que construía el armazón de sus novelas.

Aquel artículo de su padre hubiera pasado sin pena ni gloria, como tantos otros que había escrito, si Alexia hubiera arrojado a la basura la revista en la que estaba publicado. Un compañero de trabajo le había mostrado la publicación con una sonrisa de suficiencia. Alexia sintió que aquel tipo le decía: mira las idioteces que anda escribiendo por ahí tu padre. Y el recuerdo de las risas que tantas veces había escuchado a espaldas de ella cuando era niña regresó, aunque el hombre que le entregó la revista abierta por las páginas que contenían el reportaje no se hubiera carcajeado de forma expresa.

El caso es que no tiró la revista, sino que, por alguna razón inexplicable, la guardó en el bolso. Y en el bolso llegó a su casa. Después, la arrojó sobre la mesa del salón, y fue allí donde la encontró el profesor de francés con quien ella vivía. El tipo no podía sospechar que el autor del artículo, un tal G. G. Ávalos, fuera el padre de la mujer con quien se acostaba, pues ella jamás le había mencionado nada sobre las excentricidades de su padre.

Tras leer el reportaje, el profesor creyó necesario rebatir al articulista.

La publicación era mensual, por lo que la disputa entre ambos contendientes se demoró hasta que en las cartas al director del siguiente número de la revista apareció una firmada por el profesor de francés.

En su réplica al artículo de Ávalos señalaba que no había nada de extraordinario en todos aquellos datos y desmentía las facultades proféticas de Julio Verne. Recordaba que otros «pseudoeruditos» vernianos también incluían entre esas presuntas anticipaciones el hecho de que Verne acertase a emplear el aluminio en la construcción del cohete de marras, como si aquello fuera un descubrimiento del novelista. El aluminio ya se usaba en el siglo
XIX
antes de que a Verne se le ocurriera emplearlo en la construcción de su cohete, recordaba. El uso industrial de ese material había sido concebido en 1854 por el químico francés Henri Saint-Clair Deville.

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