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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (11 page)

¿Qué decía el puñado de biografías que tenía sobre Verne a propósito de aquel incidente?

Tras rastrear entre las páginas de los diferentes volúmenes, Capellán no tardó en tener las versiones que ofrecían los cuatro autores cuyas obras había consultado. Todos se ponían de acuerdo en la fecha del atentado: 9 de marzo de 1886. Algunos incluso ofrecían reseñas periodísticas de la época en las que se mencionaba el suceso y las funestas consecuencias que tuvo para Verne, a pesar de que salvó milagrosamente la vida. Pero otros detalles del caso quedaban hundidos en la confusión.

¿Por qué disparó Gaston sobre su tío? En una de las versiones, el sobrino, a quien todos los autores presentaban como un enfermo mental, entraba en el despacho del escritor, le pedía dinero para emprender un viaje a Inglaterra y le disparaba cuando Julio se negó a darle el dinero solicitado. En otras versiones, dicho atentado tenía lugar en la puerta de su casa en Amiens, en el número 2 de la calle Charles Dubois, y se debió al intento de Gaston por poner en el candelero a su tío para que al fin lo tuvieran en consideración en la Academia Francesa de la Lengua. El sobrino, a quien Verne quería mucho según se decía en las biografías consultadas, pretendió desde su locura favorecer la carrera del escritor, que siempre se había sentido rechazado por sus colegas de profesión y anhelaba desde hacía años ingresar en la Academia
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. Capellán encontró incluso la cita de una carta escrita por el propio Paul Verne a un cuñado suyo donde argumentaba esas razones para explicar el atentado cometido por su hijo
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.

En otro de los libros se incluía la declaración del propio Verne al periodista Robert H. Sherard. Verne recordaba el episodio: «Seguramente, usted conoce la triste historia de cómo un sobrino mío, que me adoraba y al cual también quería mucho, vino a verme un día a Amiens y después de murmurar algo, ferozmente, me apuntó con un revólver y me disparó, hiriendo mi pierna izquierda. A consecuencia de este hecho nunca he vuelto a caminar como lo hacía antes».

Capellán se prometió que debía buscar más referencias sobre lo sucedido aquel 9 de marzo de 1886. En cuanto a la suerte que corrió Gaston, lo único que descubrió fue que lo declararon loco y lo internaron en un centro psiquiátrico que algunas versiones situaban en Luxemburgo. En la entrevista que concedió a Sherard, Verne aportaba apenas unas gotas más de información: «El pobre muchacho estaba fuera de sus cabales. Luego dijo que lo había hecho para atraer sobre mí la atención, de manera que se escucharan mis demandas por un puesto en la Academia Francesa. Ahora está en un asilo y temo que nunca se curará».

Y nada más, se lamentó Capellán. ¿Cómo era posible que un hombre al que todos parecían definir como enfermo mental llevara encima una pistola? ¿Acaso nadie lo controlaba? ¿Qué era lo que había dicho Gaston antes de disparar sobre su tío? Verne declaró a aquel periodista, Sherard, que su sobrino había «murmurado algo». Un siglo después, Miguel hubiera pagado el dinero que no tenía por haber escuchado las palabras de Gaston.

Verne había concedido aquella entrevista en otoño de 1893, aunque el artículo se publicara en enero del año siguiente. Es decir, que en el momento en el que el escritor respondía de ese modo habían pasado algo más de siete años desde el atentado, y Gaston seguía recluido. ¿Sería cierto que así acabó su vida?

¿Qué pensaba Ávalos de todo aquel asunto?

El periodista se ajustó de nuevo el pantalón del viejo chándal y dudó si leer la segunda entrega de la carta o llamar al maestro de escuela para conocer su opinión. ¿Habría descubierto Ávalos algo más sobre Gaston Verne y el inexplicable atentado que cometió?

Buscó en la agenda de su teléfono móvil el número del viejo maestro. Miró el reloj: las once y media de la noche. ¿Era prudente llamar? ¿Estaría aún despierto el maestro? ¿Cómo habría terminado la cena? ¿Dónde estaría Alexia? Finalmente marcó el número, y, mientras escuchaba los tonos de la llamada, la imagen del trasero de la hija de Ávalos pasó voluptuosa ante sus ojos.

—¿Dígame?

La voz de Ávalos sonó extraña, o eso le pareció a Miguel. ¿Acaso estaba dormido y lo había despertado? ¿O tal vez el temblor que percibió en la voz del maestro lo provocaba el miedo?

—Soy Miguel. ¿Está usted bien?

—Sí, sí —respondió Ávalos casi en un susurro—. Es solo que estaba ya en la cama y por un momento pensé que había escuchado algo. —Carraspeó—. ¿Qué sucede?

—Perdone que le haya despertado. —Capellán se sintió idiota. ¿Qué pretendía averiguar con aquella llamada?—. He leído las primeras páginas de la carta y… —Le pareció que Ávalos se levantaba de la cama—. ¿Oiga? ¿Sigue ahí?

—Aguarda un momento. —La voz de Ávalos era apenas un susurro.

El rostro de Capellán se tensó. Sus dedos eran hiedras alrededor de su teléfono, y escuchó entonces con inquietante claridad la voz de la soledad en su apartamento. Contuvo la respiración mientras escuchaba los pasos de Ávalos arrastrándose, presumiblemente dentro de sus gastadas zapatillas. Luchó por atornillar al suelo su imaginación. No podía permitirle volar. Necesitaba que se estuviera quieta, que toda su energía se concentrara en lo que le sucedía a su viejo amigo. ¿Adónde demonios había ido? ¿Estaría en lo cierto Alexia y tanto su padre como todos los que se dedicaban a perseguir misterios no eran más que un atajo de lunáticos cazadores de dragones de cuento?

El hilo de su reflexión se cortó abruptamente al escuchar un estrépito al otro lado del teléfono. ¿Qué había ocurrido? Por un momento, le pareció haber escuchado a alguien correr escalera abajo en casa de Ávalos. Dudó. Luego se convenció de que era así, pues estaba seguro de que su imaginación seguía bajo control, amarrada al muelle de su desaseado apartamento.

—¡Ávalos! —gritó—. ¡Ávalos!

7

E
l Volkswagen Golf de color rojo fue tan veloz como jamás lo había sido. Los kilómetros que separan Arganda del Rey de Cuenca pasaron en un suspiro, pero aun así significaron una tortura para Capellán, quien a esas alturas era incapaz de mantener bajo control su imaginación. No podía dejar de construir en su mente mil escenarios posibles para lo que encontraría al llegar a la casa de Ávalos, y en todos ellos el maestro interpretaba un papel cuyo guion estaba salpicado de sangre.

Las agujas del reloj rozaban la una de la madrugada cuando se pudo ver a Miguel Capellán corriendo por la calle Alfonso VIII hasta el portal de Ávalos. La puerta estaba entornada. Tragó saliva y miró arriba y abajo en la calle. Las aceras estaban desiertas. A través de los arcos que separaban el Ayuntamiento de la plaza Mayor pudo ver a un hombre y a una mujer que iban del brazo, muy juntos, ahuyentando en pareja al frío que barría la ciudad medieval. Cuenca, de pronto, lo asustó.

Entró en la casa de su amigo con más decisión de la que hasta unos momentos antes había creído que podría desplegar. Avanzó unos pasos hasta encontrar el interruptor de la luz.

—¡Ávalos! ¿Está usted bien?

No hubo respuesta. Pero no tardó mucho en descubrir el motivo, puesto que el maestro estaba a los pies de la estrecha escalera transformado en un títere sin varillas ni hilos.

Capellán se acercó con precaución y contempló la cabeza abierta, el charco de sangre, la expresión ausente… El diagnóstico era sencillo. Entonces la mente de Miguel se hizo mayor de edad y se independizó de su dueño ofreciéndole una reproducción de alta calidad de los sonidos que había percibido a través del teléfono una hora y media antes.

Ávalos parecía nervioso cuando respondió a su llamada. Confesó a Miguel que le había parecido escuchar algo, pero no especificó qué. Fuera lo que fuese, lo había alterado, tal y como delataba el tono de su voz. A continuación, Capellán sintió cómo alguien reproducía en su cabeza el sonido del cuerpo del maestro incorporándose en su lecho, lo escuchó murmurar: «Aguarda un momento». Y después los pies del jubilado se arrastraron seguramente dentro de sus zapatillas (una de ellas, comprobó el periodista, aún abrigaba el pie derecho del muerto, mientras que la otra había caído como una hoja de otoño dos metros más allá). Lo siguiente que escuchó fue un estrépito. Tal vez, pensó, fue la propia caída de Ávalos escalera abajo. Pero había algo más. Quedaba por despejar una duda: Capellán había creído oír los pasos de alguien que corría por las escaleras.

¿Qué debía hacer a continuación? Lo lógico era llamar a la policía y explicar lo ocurrido. Esperaba que lo creyeran, pero supuso que iba a tener que dar muchas explicaciones sin comerlo ni beberlo.

Al caer en la cuenta de lo que se le avecinaba, se contuvo. Después de todo, ¿qué sacaba él de todo aquel asunto? ¿No podía simplemente marcharse y ya se descubriría al día siguiente lo que había ocurrido? Pero ¿quién lo descubriría? Ávalos vivía solo. La relación con su hija no era fluida, y no podía saber cuánto tardaría ella en volver a llamar a su padre. Unas horas antes había visto a ambos y la situación fue realmente tensa. ¿Le debía a su amigo al menos aquella llamada a la policía? ¿Cómo podía marcharse dejándolo allí como un muñeco descoyuntado? Pero, se repitió, ¿qué sacaba él avisando a la policía?

Y entonces fue cuando el brillo del oro lo deslumbró. Como aquellos hombres que no dudaron en atravesar un continente a caballo o en precarias carretas para llegar a California atraídos por las noticias que llegaban desde Sutter’s Mill
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, así Miguel Capellán voló por las empinadas escaleras que conducían al estudio de Gerardo García Ávalos.

Cuando alcanzó su meta, su corazón palpitaba con tal intensidad que creyó posible que cualquier vecino pudiera escucharlo. Se obligó a respirar y a mirar de frente el armario donde el viejo maestro guardaba el manuscrito que estaba escribiendo y que se había convertido en la pepita de oro particular de Capellán. Ávalos lo ponía siempre a buen recaudo en aquel mueble, tras la mesa de nogal. Allí debían de estar también los sobres en los que Nemo le hacía llegar las sucesivas entregas de la carta de Gaston a su hermano Maurice.

Pero algo no marchaba bien. ¿Por qué estaba abierto aquel mueble? ¿Había olvidado Ávalos echar la llave aquella noche? ¿Qué había sucedido entre él y su hija una vez que él se marchó?

Sin perder un segundo, se precipitó hacia el armario temiéndose lo peor. Y sus presagios se cumplieron: alguien se había llevado todos y cada uno de aquellos sobres de color ocre remitidos por el confidente que embozaba su identidad tras el nombre de Nemo. Tampoco estaban en su sitio las fotocopias que Ávalos había hecho de aquellos documentos. La puerta del armario estaba forzada. Y, cuando su respiración se calmó, Capellán advirtió que todo lo demás estaba patas arriba: los cajones de la mesa abiertos, las estanterías volcadas, las puertas de los otros armarios violentadas, los libros alfombrando el suelo…

Sentado en el suelo, dejó deslizar su espalda sobre el armario sintiéndose derrotado una vez más en su vida. Tampoco él, como tantos miles de buscadores de oro, iba a conocer la fortuna.

¿Quién había robado a Ávalos? Porque era obvio que alguien había desvalijado el piso. ¿El ladrón había asesinado igualmente al maestro? ¿Cómo podía probar que Ávalos no se cayó por su propio pie por aquellas escaleras? Era tanta su desesperación, que Miguel tardó más de lo creíble en descubrir que estaba llorando. Era un llanto silencioso. Las lágrimas caían imparables por su rostro y sorteaban como buenamente podían su barba sin afeitar desde hacía una semana. Maldijo su suerte y tuvo un amargo recuerdo para Laura y para toda su puñetera familia. Miguel no lloraba por Ávalos, sino por sí mismo y por su desgracia.

Permaneció sentado en el suelo del estudio aún varios minutos, rodeado de papeles desconocidos y libros destripados. Hasta que de pronto percibió un olor inconfundible: el olor a algo quemado recientemente. Su nariz lo guio hasta la papelera de metal que había bajo la mesa de nogal. Alguien había prendido fuego a un fajo de papeles, pero en alguno de ellos se leían aún palabras sueltas. Capellán abrió los ojos como platos al comprender que se trataba de fragmentos de la carta de Gaston.

De rodillas ante aquella papelera se sintió el más desafortunado de los hombres. Sus dedos acariciaron los minúsculos restos de papel que habían sobrevivido al incendio. Lo hizo con mimo, como si temiera hacerles daño. Y entonces advirtió que se trataba de fotocopias. Eran fotocopias de la carta, de las que él mismo tenía las dos primeras entregas. Pero ¿dónde estaban entonces los originales? ¿Quién había quemado aquellas copias? ¿Lo había hecho el mismo que había registrado a fondo el estudio y había matado a Ávalos?

Se levantó con mucho esfuerzo y tomó la decisión de telefonear a la policía y también a Alexia. Suponía que Ávalos tendría el número de su hija en una agenda de tapas sobadas que el difunto maestro guardaba en la mesilla de su habitación. Allí la había visto Capellán cuando visitaba a su amigo en los días posteriores al infarto que a punto estuvo de lograr lo que ahora el ladrón nocturno había conseguido. De modo que bajó del estudio y se dirigió al dormitorio. Desde lo alto de la escalera contempló el cadáver de Ávalos ejecutando una danza siniestra.

—¿Quién cojones te ha hecho esto?

Ávalos ni siquiera se volvió para responder.

Miguel entró en la habitación. Encendió el interruptor y miró hacia la mesilla de noche. Entonces sintió cómo su corazón brincaba, y esta vez lo hacía de alegría. Corrió hasta la mesilla de noche y acarició su pepita de oro.

Por alguna razón, Ávalos había estado corrigiendo su manuscrito en la cama. Al ladrón no se le había ocurrido mirar allí. Tal vez ni siquiera sabía que el maestro estaba escribiendo una novela sobre Julio Verne. Capellán supuso que lo único que le interesaba era la carta de Gaston. ¿Se la habría llevado después de quemar las fotocopias?

El periodista se pasó la mano por el cabello revuelto. Tan entusiasmado estaba que olvidó colocarlo con esmero para ocultar sus entradas, como acostumbraba.

¡Tenía la novela!

—¡Que le den por el culo a Laura! ¡Se va a enterar!

Miró hacia la luz de la lámpara y de repente comprendió su imprudencia. ¿Y si alguien lo veía allí? Ahora sí que tendría que dar explicaciones, y no quería ni podía darlas. Debía huir. Pero ¿y Ávalos? ¿Cómo podía dejarlo allí? ¿No había sido su amigo?

En efecto, se dijo Capellán:
había sido
su amigo. Pero aquel guiñapo ya no era Gerardo García Ávalos, sino una simple cáscara vacía.

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