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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (13 page)

A pesar de todo, su olfato le decía que tenía entre las manos una idea brillante, original. Una idea propia de un hombre con la imaginación de Ávalos. La imaginación que se le supone a un escritor, y de la que él, Capellán, carecía.

Si tuviera que hacerse un resumen de lo ideado por Ávalos y que se reflejaba en aquel manuscrito, podría valernos el siguiente:

Imagínense a dos hombres de alrededor de cuarenta años de edad, de profesiones liberales (abogado y profesor de instituto). Añadan a la descripción que ambos eran vecinos de la misma ciudad, ciertamente antagónicos en sus ideas (conservador y racional el abogado; libertario y extravagante el profesor) y, a pesar de todo, casi amigos.

Aquella impensable amistad, dado el carácter opuesto de los dos protagonistas, había nacido mucho tiempo atrás, en sus años de compañeros de instituto. Fue entonces cuando se fraguó una complicidad sustentada en la pasión que ambos compartían por los
Viajes extraordinarios
escritos por Julio Verne.

La primera piedra de su relación se dispuso de un modo casual, en el transcurso de una conversación en la que solo uno de ellos participaba (el futuro profesor) y el otro acertaba simplemente a pasar por allí.

—¿A tu edad leyendo a Julio Verne?

Un chico con el rostro salpicado de granos, de aspecto poco inteligente y gesto de suficiencia se burlaba de un muchacho de dieciséis años, alto y enclenque que vestía un abrigo azul marino. El interpelado estaba sentado en el suelo, en un rincón del patio del instituto. El escuálido lector apenas levantó la cabeza de entre las páginas de una edición de bolsillo de
El rayo verde
[45]
.

—¿Es que no me has oído? —insistió el bravucón de los granos, a quien secundaban dos esbirros cuyas carpetas estudiantiles aparecían adornadas con esvásticas nazis.

El lector se volvió al fin hacia quienes lo increpaban. Su mirada miope se posó durante una fracción de segundo en las esvásticas antes de atreverse a encarar al muchacho de los granos.

—Si quieres te presto el libro cuando lo acabe —dijo con más aplomo del imaginado—. Lástima que no sepas leer, porque aquí encontrarías datos de interés para entender el poder que le atribuyes a tu puta esvástica.

Lo que sobrevino a continuación fue un puñetazo tremendo en el rostro del lector que tuvo varias consecuencias y todas ellas desagradables para él: un diente roto, las gafas de pasta quebradas y el libro pisoteado.

Caído en combate, hecho un ovillo, el lector se dispuso a recibir cuantos puntapiés estimaran suficientes sus agresores. Pero entonces fue cuando intervino el futuro abogado. Sus gritos alertaron a otros estudiantes y a uno de los bedeles del instituto.

Los neonazis huyeron.

Minutos más tarde, en la enfermería del centro escolar, el futuro abogado, que había escuchado la extraña respuesta que el lector había dado a sus agresores, preguntó:

—¿A qué vino eso?

—A qué vino ¿qué? —respondió el lector colocando sus gafas, ahora unidas precariamente por cinta aislante, sobre su nariz.

—Lo que dijiste a esos animales a propósito de que en ese libro de Verne encontrarían respuestas sobre la esvástica.

—Ah, ¿eso? —El chico hizo un gesto de dolor al levantarse de la silla donde lo habían curado—. ¿Qué importa? Seguro que a ti también te parece una estupidez leer a Verne a mi edad, ¿no?

—Todo lo contrario —El futuro abogado bajó la voz, barrió con sus ojos negros la sala, y se cercioró de que nadie lo escuchara—. Tengo más de treinta novelas de Verne. Y sigo comprándolas.

—¿Y las lees? —se mofó el muchacho enclenque.

—Y las leo.

El lector agredido contempló con curiosidad a aquel joven que debía de tener su misma edad. Era moreno, bien parecido y de manos grandes. Por alguna razón, le creyó.

—Está bien —dijo—. ¿Has oído hablar de la Sociedad Vril?

—La Sociedad ¿qué?

—¡Vril! ¿No has oído hablar de ella? ¡Por todos los cielos! ¿Y dices que lees a Verne?

El chico moreno intentó recordar si en alguna de las novelas del escritor francés se hablaba de aquella sociedad, pero no recordó que hubiera leído jamás ese nombre.

—Pues eso les pasa a esos cafres, los que me pegaron antes. —Hizo una pausa, miró a su nuevo amigo y dijo—: Si tienes cinco minutos, te lo cuento.

Y resultó que el chico moreno, que se llamaba Ciro Caviedes, tenía cinco minutos libres. Pero Jesús Sinclair, nombre al que respondía el agredido lector, necesitó algo más de cinco minutos para desahogarse.

Sinclair, hijo de un inglés que era dueño de una academia de idiomas en la ciudad, resumió cuanto pudo una extravagante teoría medio leída en alguna parte y medio aliñada por él mismo con sal y pimienta propias.

En su opinión, Verne no escogió el tema de
El rayo verde
por pura casualidad. El color del dragón, el color de la savia nueva, de la inmortalidad, fue cuidadosamente elegido por el bretón, aseguró apasionadamente. ¿Y por qué? Pues muy sencillo: porque era una tapadera para hablar de algo más importante. Porque, vamos a ver, enfatizó, ¿a quién iba a interesarle construir una novela sobre algo tan poco sugerente como un fenómeno óptico que se produce bajo rarísimas condiciones atmosféricas?

—Hombre, visto así… —concedió Caviedes.

—¿Lo ves? —dijo Sinclair.

Se dice que cuando el sol se esconde tras una superficie plana, como puede ser el océano, sus últimos rayos quedan muy refractados por la baja atmósfera y entonces tiene lugar un hecho singular: se aprecia un destello verde. Pero Verne le da un matiz especial al considerar aquel tono verde como misterioso, imposible de arrancar de su paleta por ningún pintor. Verne añadía el dato romántico de que si dos personas veían juntas ese fenómeno quedaban automáticamente enamoradas, y ese es el pretexto que lleva a Sam y Sib Melville, protagonistas del relato, a viajar en pos del rayo verde con su sobrina Elena Campbell, a quien pretenden casar con Aristobulus Ursiclos.

—¿Y eso qué tiene que ver con los nazis? —quiso saber Ciro Caviedes—. ¿Te has dejado aporrear por esa historia? Yo también he leído
El rayo verde
y no veo nada que tenga que ver con los nazis.

—Porque te has quedado con la primera lectura de Verne, como casi todo el mundo —respondió con desdén Sinclair—. ¿De verdad quieres que te hable de la Sociedad Vril?

Ciro asintió, y Sinclair debió de escuchar entonces un pistoletazo de salida que solo él pudo advertir y se embaló contando una historia que hizo que Caviedes llegara a dudar del buen juicio de aquel muchacho desgarbado y miope.

Para empezar, Sinclair hizo mención a una novela publicada en 1871, antes de que saliera a la luz
El rayo verde
, y escrita por el novelista y político británico Edgard Bulwer-Lytton, titulada
The Coming Race
. En ella se mencionaba la existencia de una raza que vivía bajo la tierra, algo muy del agrado de Verne, quien ya en
Viaje al centro de la Tierra
escribió sobre un ser de casi cuatro metros de altura que fue visto por sus protagonistas en las tripas del planeta. Aquellos seres, decía la novela del inglés, controlaban una energía extraordinaria denominada
vril
, que algunos identifican con el color verde o con el rayo verde.

—¿Algunos? ¿De qué diablos hablas? —Caviedes estaba cada vez más cerca de creer que su nuevo amigo estaba completamente loco.

—De las sociedades secretas con las que Bulwer-Lytton estuvo vinculado, como la Societas Rosicruciana in Anglia —respondió Sinclair sin perder la compostura.

El joven magullado prosiguió imperturbable su relato añadiendo que mediado el siglo
XX
hubo autores que comenzaron a explorar la posibilidad de que hubiera existido, o tal vez siguiera existiendo, un grupo esotérico que respondía a ese nombre, Sociedad Vril, durante el periodo nazi. Estaban convencidos de la existencia de una raza superior que vivía bajo la tierra y que era poseedora de una fuerza energética extraordinaria, el
vril
, o el rayo verde, por decirlo de otro modo. Los nazis pretendían construir unas armas extraordinarias con esa energía, aseguró. Y al ver la cara de escepticismo de su amigo introdujo en la narración los nombres de dos escritores que Caviedes creía haber escuchado alguna vez: Jacques Bergier y Louis Pauwels. ¿Había leído
La rebelión de los brujos
?, preguntó Sinclair. No, admitió su amigo. Pues ahí estaba la clave de todo, respondió plenamente convencido Sinclair. Bien claro lo decían aquellos autores en ese libro: no se podía entender el nazismo sin el ocultismo.

La Sociedad Vril era algo así como el núcleo esotérico de la Sociedad Thule
[46]
. Hitler había estado vinculado a ella, y recogía una corriente ocultista muy antigua, siniestra, una especie de luz negra que atravesaba la historia de la humanidad.

—¿Y qué tienen que ver los nazis con Julio Verne? —Ciro Caviedes miró con detenimiento a Sinclair—. Oye, ¿tú estás en tus cabales o te has escapado de algún centro de salud mental?

Sinclair sonrió con amargura.

—Eso es lo que les sucede a todos los que olfatean la verdad, que les toman por locos.

—Pero, hombre, ¿qué quieres que piense si me hablas de que Julio Verne escribió una novela que parece un guiño o una advertencia del futuro poder nazi?

—¿Te has fijado alguna vez en los nombres de los personajes de las novelas de Verne?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Has leído
Los quinientos millones de la Begún
?
[47]

Sí, había leído esa novela, respondió Ciro, pero no veía qué podía tener que ver en aquel asunto. El argumento era bien sencillo, recordó: un francés, el doctor Sarrasin, y un alemán, el doctor Schultze, son los únicos herederos de la fortuna de una begún
[48]
hindú. La fortuna en juego asciende a quinientos veintisiete millones de francos y va a parar a cada uno de los herederos a partes iguales. No obstante, el uso que cada cual hizo de aquella fortuna fue bien diferente.

El doctor Sarrasin logró dar vida en Estados Unidos y en tan solo dos años (1872-1874) a una ciudad maravillosa de cien mil habitantes llamada France-Ville. La ubicación elegida era envidiable, pues estaba al amparo de los vientos gracias al resguardo de una cadena montañosa y se abría al Pacífico, recibiendo sus bondades. Se trataba de una ciudad ordenada, limpia y en la que la higiene regía tanto la arquitectura como la vida de sus vecinos. No había hospitales, dado que se veía en ellos focos de infección. A cambio, disfrutaba de un avanzado sistema sanitario de atención a domicilio.

En oposición a ese proyecto, el doctor Schultze creó Stahlstadt, que podría ser considerada la ciudad del acero. Situada al sur del estado norteamericano de Oregón, se alzó en un terreno devastado por la explotación de la hulla. La agresión ecológica había sido tan brutal que ni los pájaros volaban por allí. Los treinta mil habitantes vivían por y para la fábrica de acero, que era su lugar de trabajo y su casa.

En medio de aquel entramado siniestro se alzaba la Torre del Toro, el búnker privado de Schultze, donde custodiaba su gran secreto: un arma capaz de conceder a Alemania el poder sobre el mundo.

—Excelente resumen —admitió Sinclair—. Pero una vez más te has quedado en la lectura superficial, en la de aquellos que creen que Verne era un escritor para niños y jovencitos.

Ciro Caviedes alzó una ceja dibujando su escepticismo, guardó silencio y esperó a que Sinclair rellenara el vacío que aún planeaba sobre aquella teoría que relacionaba una novela de Verne con los nazis.

—¿Es posible que no te hayas dado cuenta de que Verne está anticipando los regímenes totalitarios en esa novela? ¿No ves en ese doctor alemán, Schultze, un bosquejo de Hitler, y en su deseo de lograr la supremacía alemana, la misma locura nazi? ¿No tenía un búnker como el propio líder nazi?

—Eso es echarle mucha imaginación, ¿no crees? Admito que podría llegar a verse así, pero creo que debes situar la novela más bien en la pugna entre Alemania y Francia en la época de Verne. Y no veo nada extraordinario en crear una ciudad industrial agobiante en una época como aquella, en la que el industrialismo mostraba su cara más antipática.

—¡Ja! —exclamó Sinclair—. Te repito lo que te dije antes: ¿te has fijado en los nombres de los personajes de Verne? ¿Qué me dices de eso?

—¿A qué te refieres?

—Vamos, hombre, no me digas que no te has dado cuenta de cómo juega con el lector en casi todas las novelas. ¡Por Dios! —Sinclair se rascó la cabeza nerviosamente, estupefacto ante lo que consideraba una torpeza imperdonable de su amigo—. Verne gasta bromas a veces, como en el apellido de Tom Turner en el contramaestre del
Albatros
, donde hay un montón de hélices girando a la vez. O en aquel personaje llamado Gil Braltar. Otras veces emplea la sutileza para recordarnos mitos, o para hacer guiños más herméticos, como sucede con Orfanix, personaje de
El castillo de los Cárpatos
, que evoca al mito de Orfeo. Y fíjate en lo que hace en el caso de Schultze.

Caviedes se encogió de hombros. No entendía qué quería decir Jesús Sinclair.

—Pues está bien claro —prosiguió el joven enclenque—. El editor de Verne, Jules Hetzel, le había obligado a trabajar a destajo durante toda su vida, y Verne se vengó incluyendo las letras del apellido de su editor dentro del apellido del personaje oscuro de esa novela. Fíjate. —Deletreó el apellido del doctor alemán subrayando las letras relevantes de aquel juego—: scHuLTZE.

—Un poco forzada esa relación, ¿no te parece?

—¿De veras? —Sinclair sonrió—. ¿Sabes cuál era el seudónimo con el que firmaba Hetzel en ocasiones? Pues yo te lo diré: P. J. Stahl. ¿Y cómo se llamaba la ciudad del tirano de marras?: ¡Stahlstadt!

Después de aquel día Ciro Caviedes y Jesús Sinclair se reunieron muchas veces, casi siempre para intercambiar puntos de vista sobre las novelas de su escritor favorito. Caviedes seguía creyendo que las ideas de su amigo a propósito de un Verne visionario, capaz de predecir el futuro como si fuera un augur, eran tan divertidas como estrafalarias. El propio Verne había declarado una y mil veces que sus supuestas predicciones no eran sino el producto de una laboriosa y meticulosa búsqueda de información científica en las revistas de la época. Pero, a pesar de sus puntos de vista antagónicos, los dos muchachos se las arreglaron para mantener viva su amistad hasta que los días de bachillerato tocaron a su fin. Después, los estudios universitarios de ambos y la vida los alejaron abriendo entre ellos una distancia insalvable.

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