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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (5 page)

—Estaba deseando conocerlo —dijo entonces un joven Capellán que estudiaba periodismo a un Ávalos cuarentón. Un involuntario temblor en su voz delató el nerviosismo que sentía al estrechar la mano del escritor cuyas obras devoraba desde hacía años, pero sus maneras impostadas enfriaban cualquier afecto—. He leído todos sus libros, desde el que publicó en los años sesenta sobre las leyendas del Santo Grial hasta este. —Mostró un ejemplar de
El Camino de Santiago. El Camino templario
—. Sería un honor que me lo dedicara.

Ávalos era por entonces igual de alto, igual de delgado e igual de socarrón que en la actualidad. Y respondió con aquella voz suya delicada y suave.

—El honor es mío, porque jamás mis teorías habían vendido tanto como desde que un brillante joven como usted las ha popularizado.

Por un instante, un leve rubor se pintó en el rostro de Capellán delatando su vergüenza. Aquel comentario del veterano escritor podía interpretarse como una sincera alabanza al primer libro que aquel autor novel había conseguido publicar o como una acerada pulla porque la mayoría de las investigaciones incluidas en aquel ensayo no eran otra cosa que una copia de las andanzas que durante toda su vida Ávalos había protagonizado. Allí estaban de nuevo los viejos escenarios que él había puesto de moda entre los amantes de ese tipo de literatura: Nuestra Señora de Eunate, Torres del Río, San Juan de la Peña, la catedral de Cuenca, los túneles subterráneos de Toledo, las entrañas de San Lorenzo de El Escorial, San Andrés de Teixido, las leyendas de Las Hurdes, el pueblo maldito de Ochate, el monte Umbe, el barranco de Badajoz o las pirámides de Güimar.

En aquellas páginas, Capellán se había limitado a reescribir a Ávalos, a copiar sin el menor sonrojo muchas de las expresiones habituales que el maestro de escuela utilizaba en sus obras, a compartir con el lector sentimientos que Ávalos ya había confiado mucho tiempo atrás a la escuálida legión de lectores con los que contaba. La única diferencia entre las obras de uno y otro residía en que la de Capellán había vendido infinitamente más, y que el estilo de Ávalos era infinitamente mejor que el del futuro periodista.

«Con todo mi afecto, para quien considero más que un alumno». Esa fue la dedicatoria que Ávalos escribió para Capellán en aquel ejemplar de su libro. Después, ambos compartieron horas y horas de charla. El maestro de escuela llegó a apreciar de veras a aquel muchacho. No parecía importarle lo más mínimo que le plagiara el estilo, que presentara como inéditas historias que él mismo había escrito cuando Capellán vestía pantalón corto, ni que copiara casi literalmente párrafos completos de sus libros (práctica que Capellán seguiría manteniendo en sus futuras obras con más o menos intensidad). Se diría que Ávalos vio en Capellán a uno de esos niños aplicados que a lo largo de su trayectoria docente había conocido. Niños a los que solía sentar en las primeras filas de pupitres. Niños a los que se dirigía mirándolos con más frecuencia que a los demás mientras dictaba sus clases de lengua y literatura.

Al llegar a la altura de la iglesia de San Felipe Neri, Capellán se detuvo para tomar aliento. En ninguna otra ciudad del mundo se tenía tan clara de inmediato la diferencia entre subir y bajar como en Cuenca. La empinada calle se hacía aún más difícil de derrotar con aquel viento helador que le mordía la cara. Además, en los últimos meses Capellán había cogido algún kilo de más. No le podríamos calificar de obeso, pues no lo era. Pero tampoco era delgado. Su cuerpo —estatura estándar, cabello no del todo rubio y no del todo corto, ojos miopes abrigados por gafas de diseño— era como todo lo demás en él: uno nunca sabía cómo calificarlo, pues no destacaba en nada. Con tertulianos de izquierdas, Capellán era igual de rojo —no más— que ellos; con los conservadores, era de su mismo pensamiento. Creía y no creía exactamente en lo que fuera necesario para sus intereses.

Con el paso del tiempo, apenas quedaban en él rastros de las creencias que tuvo en la niñez. Todo aquel asunto de los misterios, del grial, de los templarios o los malditos extraterrestres se había convertido solamente en un modo de ganarse la vida, nada más.

Así pues, ¿eran los antes citados los verdaderos motivos por los que Capellán visitaba con tanta asiduidad a Ávalos? Sin duda, aquellos argumentos eran ciertos, pero no lo era menos el hecho de que Capellán los estiraba de tal modo que no permitían ver otras intenciones que guardaba escondidas desde hacía mucho tiempo, tanto como años hacía que estrechó la mano de Ávalos por vez primera. Por aquel entonces Capellán aún creía en lo que escribía y se mostraba convencido de que el sentido de su vida era perseguir los mismos sueños tras los que el maestro llevaba corriendo toda su vida. Pero, desde el mismo momento en que conoció personalmente a Gerardo García Ávalos, una idea se abrió paso en la mente del joven Capellán, la misma idea que, en el fondo de su corazón, lo impulsaba con tanta frecuencia desde Arganda del Rey a Cuenca. Una idea que se fortaleció cuando tuvo noticia de la turbulenta relación que el maestro tenía con su única hija, a quien Capellán no había tenido ocasión de conocer pero que sabía que se llamaba Alexia. La hija, por lo que había ido entreviendo, no solo no aprobaba las aficiones de su padre, sino que incluso se había apartado de él por alguna razón que Ávalos nunca le había confesado.

Al saber que la hija no apreciaba el trabajo de su padre, Capellán había ido dando forma en su mente a un proyecto que, según sus planes, requería ese contacto frecuente: heredar un día el enorme archivo del maestro jubilado.

¿Qué guardaría Ávalos escondido en sus vetustos archivadores? ¿Cuántas ideas extraordinarias podría él sacar de allí? Porque otra cosa no habría en aquella casa, pero papelotes los había de todos los colores y épocas. Quien tuviera la fortuna de subir por las estrechas y empinadas escaleras de la vivienda situada en la calle Alfonso VIII y accediera a la guarida en la que Ávalos escribía no debía imaginar que se encontraría con archivos informatizados, pues ni siquiera ordenador tenía el maestro. Durante toda su vida, Ávalos había escrito sus libros —y lo seguía haciendo— con máquinas Olivetti.

Por lo que Capellán sabía, un tío suyo a quien el maestro mencionaba con cierta frecuencia como «tío Tomás» le regaló en su juventud una Hispano-Olivetti, y desde entonces los huesudos dedos de Ávalos se acostumbraron a aporrear las teclas con enorme rapidez.

—¿No ha pensado nunca en comprar un ordenador personal? —le decía a veces el periodista—. Escribiría más rápido, tendría acceso a Internet, donde puede encontrar mucha información, y además guardaría en menos espacio muchos más datos.

—¿Quién es el que da las órdenes a la máquina? —respondía socarrón Ávalos—. ¿Manda la máquina o manda el hombre? Si es el hombre quien manda, él debería ser el «ordenador», pero como ese calificativo se aplica al artefacto, me temo que es el hombre el que está domado por la fiera que ha creado. ¿Qué sucedería con todos los folios que yo escribo si la máquina se estropea o se vuelve loca? ¿Se pierden?

—Hay expertos informáticos que se los recuperarían y…

—¿Para qué necesito yo que me recuperen nada si tengo lo que escribo en un papel?

—¿Y si se produce un incendio?

—¿Y si las profecías son ciertas y nos quedan a todos cuatro telediarios?

Y con argumentos tan expeditivos como aquel, el asunto del ordenador y de la Olivetti quedaba zanjado. Ávalos seguía cerrando el paso a la modernidad en su refugio. Ni ordenador ni Internet ni teléfono móvil. Por no tener, no tenía ni coche propio. La única concesión al mundo contemporáneo era un viejo teléfono de los de toda la vida.

¿Qué contendrían aquellas carpetas de cartón que, junto a los innumerables libros, atestaban los armarios del estudio?, se preguntaba Capellán caminando contra el viento.

Muy cerca de la casa de Ávalos, vio abierta La Alacena. Un par de vehículos estaban parados frente al semáforo, y cerca del portal del maestro de escuela vio a un hombre vestido con un abrigo negro y tocado con un sombrero del mismo tono. Por un momento, la atención del periodista se centró en aquel tipo. El sombrero le hizo pensar que se trataba de Ávalos, y se preguntó de dónde vendría. Pero el desconocido no era el maestro de escuela. Era menos alto y más corpulento, y antes de que Capellán llegara al portal se alejó en dirección al Ayuntamiento. De inmediato, los pensamientos del periodista regresaron a los archivos de Ávalos.

Gracias a aquel caudal de información había conseguido él dar forma a la única novela que había publicado siete años atrás. Ávalos le había proporcionado datos extraordinarios sobre Hugo de Payns
[22]
, sobre Hugo de Champaña
[23]
, sobre las galerías que recorrían el subsuelo del solar donde otrora estuvo el Templo de Salomón en Jerusalén y sobre mil detalles históricos más que él mismo había recopilado. Además, le permitió consultar sus archivos fotográficos, pues Ávalos había estado en todos y cada uno de aquellos lugares y tenía fotografiado todo lo que de interés había en ellos.

En aquellos años se habían puesto de moda las historias sobre templarios, sobre la supuesta relación de María Magdalena y Jesús de Nazaret, sobre una posible descendencia fruto de aquellos amores, sobre el secreto custodiado por el Temple en un enclave presumiblemente fortificado conocido como Muntsalvasche
[24]
, y sobre mil extravagancias más. Pero a nadie se le había ocurrido novelar todo aquello dándole una forma coherente, pulsando la tecla que activa los sentimientos del lector cuando el autor acaricia uno de esos temas que forman parte del inconsciente colectivo.

La gran novedad de la novela de Capellán residía en que el protagonista del relato descubría al fin dónde está Muntsalvasche y alcanzaba el Grial. La propuesta estaba tan bien documentada (gracias a Ávalos), tan bien planteada (gracias a Ávalos) y resultaba tan convincente la localización del mítico castillo (gracias a Ávalos) que ni siquiera un mediocre escritor como Capellán podía fallar. Y, aun así, falló. De no haber mediado las correcciones de su agencia literaria y del equipo editorial que apostó por aquel manuscrito, el oro que envolvían las líneas farragosas que les entregó no hubiera aflorado jamás.

En realidad, el ingenio de Capellán había consistido precisamente en procurarse aquellos valiosos aliados. Había afrontado el reto de escribir una novela al mismo tiempo que echaba mano de su capacidad para seducir, para adular y trepar. Encontró los apoyos necesarios, la editorial precisa, y en esta al grupo de profesionales adecuado para pulir el mediocre texto que había alumbrado. Además, tenía a su favor la oportunidad del momento. Aquellas historias se vendían mucho y bien.

Al término del proceso de corrección, el texto había sufrido cambios tan severos que no se parecía demasiado a lo que el aspirante a novelista había construido, pero él dejó hacer y se dejó hacer. Y fruto de aquella claudicación llegó el éxito. Un éxito sin paliativos: miles de ejemplares vendidos, la fama, las giras de presentación de la novela, las traducciones a varios idiomas, las apariciones televisivas, las entrevistas en la radio…, el dinero.

Por aquel entonces, Capellán estaba casado y tenía una hija de dos años de edad. Desde aquellos días de éxito habían pasado ya siete años. Desde entonces, todo había sido caer rodando por la ladera que había trepado. Y no se podrá decir que no había adulado a todos aquellos que él creía imprescindibles para su carrera literaria. Lo que le ocurría, simplemente, es que no tenía imaginación, que carecía del don del novelista.

En el lapso de tiempo comprendido entre el éxito y el fracaso, Miguel había vivido un divorcio, la merma de casi todo el dinero que había ganado, la negación del saludo de muchos de aquellos que habían palmeado su espalda y reído sus gracias, y la pérdida de confianza en sí mismo, pues estaba convencido de que jamás volvería a escribir una novela.

Ávalos lo había ayudado a recuperar su autoestima y andaba tratando de insuflarle ánimos para dar forma a un nuevo proyecto que enganchara al lector desde el primer renglón. Pero Capellán no se atrevía, tenía miedo a enfrentarse al blanco de la pantalla del ordenador. En el fondo, sabía que gran parte del mérito de su única novela se lo debía a un anónimo maestro de escuela retirado y al equipo editorial.

Cuando al fin alcanzó el portal de Ávalos seguía dándole vueltas a la idea de leer un día íntegramente lo que guardaba el archivo del maestro. Por ejemplo, cuánto más sabía Ávalos sobre Verne. En las últimas semanas el viejo se traía algo entre manos. Había sepultado buena parte de las paredes de su estudio con fotografías de la tumba del escritor, pero no soltaba prenda cuando Capellán le preguntaba qué estaba escribiendo. El maestro le decía que se lo confesaría todo a su debido tiempo, que tuviera paciencia, y Capellán se mordía los dedos cuando veía cómo el viejo guardaba aquel manojo de folios en los que trabajaba. El manuscrito crecía día a día. Las hojas parecían florecer en la achacosa Olivetti, pero Ávalos almacenaba en un armario bajo llave el precioso tesoro y exigía más paciencia a su aventajado discípulo.

Capellán miraba estupefacto la nueva decoración del estudio con la tumba de Verne presidiéndolo todo.

—Un sepulcro excepcional —le dijo a Ávalos en cierta ocasión para tirarle de la lengua—. Un hombre que escapa de la muerte.

—Cementerio de La Madeleine, en Amiens —respondió lacónicamente el maestro. Y no hubo manera de sacarle ni una palabra más.

Todas las tentativas posteriores del periodista para descubrir lo que tramaba el maestro habían terminado con idéntico resultado. Naturalmente, todo aquello debía de tener que ver con la carta del misterioso Nemo, pero ¿dónde estaba la relación? ¿Acaso había conseguido averiguar algo Ávalos sobre la identidad de aquel sujeto y sobre qué demonios significaba el acertijo que le mostró aquella mañana en el puente de San Pablo?

—Leí el nuevo artículo suyo sobre Verne —le dijo un día Capellán para probar una nueva estrategia—. Nunca se me había ocurrido pensar en todo eso que dice usted. Y sin embargo es cierto, porque no hay más que leer las novelas.

Pero Ávalos se limitaba a sonreír socarronamente y a responder lo de siempre, que ya se lo contaría todo a su debido tiempo.

—Dígame al menos si tiene algo que ver con aquella carta que me enseñó —insistía el periodista—, aquella del mensaje indescifrable.

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