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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (12 page)

—Estará viajando hacia la luz, seguro —dijo con el mayor de los cinismos mientras cerraba tras de sí la puerta.

La calle Alfonso VIII estaba tan desierta como media hora antes. O al menos eso le pareció a Capellán, que desconocía las malas noches que estaba dándole últimamente su estómago a Herminia Belmonte, una viuda que había atravesado hacía un puñado de años la frontera de los sesenta y que vivía justo en el edificio situado frente al de Ávalos.

En realidad, no era el estómago lo que provocaba las frecuentes visitas al baño de doña Herminia. Eso era lo que ella decía porque le parecía más elegante que confesar que desde hacía un par de días sufría unas violentas e impredecibles diarreas, y que aún estaba en pleno proceso de investigación de cuál era el motivo de aquel sonoro desastre. Le costaba admitir que le gustaba comer en exceso y de todo, y aún menos asentiría si se le hiciera ver que ya no tenía edad para cenas pantagruélicas. Para ella, aquello de que de grandes cenas están las tumbas llenas no tenía el menor sentido. De lo que la gente moría después de la guerra era de hambre, se defendía.

A eso de la una y pico de la madrugada sonaron trompetas en el vientre de doña Herminia. La viuda se levantó más velozmente de lo que nadie hubiera imaginado dada su edad y su peso, corrió hasta el cuarto de baño y se prometió a sí misma que al día siguiente debía darle una vuelta a esa teoría suya sobre el dolor de estómago. Eso sí, al médico ni palabra de sus cenas.

Regresaba a la cama cuando vio a un hombre salir de casa de aquel maestro del que tanto hablaban algunas comadres del vecindario. Aquel tan alto, delgado y que usaba sombrero. Ella, archivera de todos los chismes que se decían del prójimo, hizo un repaso mental de la ficha que conservaba en su adiestrada mollera: Ávalos había sido maestro de escuela, escribía libros raros, tenía una hija pero ella venía poco por Cuenca, a él le había dado un achuchón muy fuerte hacía unos meses, era hombre educado pero de pocas palabras y husmeaba mucho por la catedral porque se rumoreaba que andaba tras un tesoro.

Pero ¿quién era el hombre que salía a aquellas horas de casa del vecino?

Debido a las urgencias del vientre, doña Herminia había olvidado las lentes. Sin las gafas, no había modo de que pudiera reconocer al extraño. Así que fue corriendo hasta la habitación, cogió las gafas de ver de lejos y regresó a la ventana. Pero, para su infortunio, el desconocido ya no estaba. No obstante, las luces de la habitación de arriba del maestro estaban encendidas. Miró el reloj: casi las dos de la madrugada.

—¡Qué raro! —se dijo la viuda.

Después se acostó y, gracias a Dios, sus tripas le dieron una larga tregua. Amanecía cuando se la vio correr de nuevo hacia el cuarto de baño. Y al regresar comprobó asombrada que las luces del maestro seguían encendidas.

—¿Le habrá pasado algo?

Su pregunta mezclaba la compasión por aquel hombre que, como ella, vivía solo, con la más ruin de las curiosidades. ¡Cuánto daría ella por ver si era cierto lo que decían del maestro! ¿Sería verdad que tenía la casa llena de objetos extraños y de libros en otros tiempos prohibidos? ¿Había algún fundamento en los rumores que aseguraban que era un rojo y un ateo? ¿Y si llamaba a la policía y aprovechando la ocasión asomaba la nariz dentro de la casa del vecino?

La idea le pareció a doña Herminia tan brillante como seductora. Y no tardó en sucumbir y caer en los brazos de su propia ocurrencia.

La carta

… No pretendo hacerte creer que esos hombres sin rostro son infalibles, pues nadie lo es. De hecho, cuando nuestro tío y su amigo Édouard Bonamy se instalaron en el número 24 de la calle l’Ancienne-Comédie, en el corazón del Barrio Latino de París, ya se murmuraba sobre la existencia de un poder oculto en Europa.

¿Quién podría imaginar que un joven estudiante de Derecho, cuyo padre, nuestro abuelo, le concedía la exigua asignación de dos francos diarios, podría verse involucrado en una trama como la que pretendo explicarte?

Ya sabes que el abuelo Pierre fue un católico convencido y, aunque amante de la música, desconfiaba de los artistas. Temía, y el tiempo le dio la razón, que su hijo se interesara más por la bohemia que por el derecho, y la escuálida asignación mensual obligó a Jules a pasar penurias, e incluso hambre. ¿Sabías que llegó a estar seis días comiendo solo pan y leche para poder comprar las obras completas de Shakespeare y Molière?

En las tertulias de taberna los hombres sin rostro captaban nuevas plumas y voluntades para sus propósitos. Fue en esos ambientes donde repararon por vez primera en nuestro tío, y poco después dispusieron lo necesario para hacerle llegar una invitación al salón de la señora Barrère, en la calle Fermes-des-Mathurins. Se valieron para ello de la mediación del pintor Francisque de Châteaubourg, pariente de nuestra abuela. Aquellos salones, como bien sabes, eran reuniones sociales donde las señoras de fortuna competían entre sí para captar como invitados a los más insignes autores.

Te preguntarás cómo sé esos detalles y otros muchos que ni tú ni nadie más conoce. Es lógico que lo hagas, y es justo que te responda antes de dar un paso más. La razón es simple: años después, la devoción por nuestro tío me hizo engrosar las filas de esos hombres sin rostro, aunque ocupando un escalafón bajo, propio de la infantería más modesta.

Fue en una de aquellas reuniones donde nuestro tío conoció, aparentemente de un modo casual, a Alexandre Dumas, aunque Jules haya declarado numerosas veces que si entró en contacto con Dumas padre fue gracias a Dumas hijo, que era cuatro años mayor que nuestro tío.

Seguramente tú mismo habrás leído diferentes versiones sobre cómo Jules conoció en 1849 al gran Dumas. Las hay de lo más variopintas, y siempre se destacan las palabras de Jules sobre cuánto debía en su carrera literaria al joven Dumas. Y aunque eso es cierto, no lo es del todo.

Verás, en cierta ocasión, siendo yo un adolescente, nuestro tío me pidió algo insólito: quería ver mis manos. Extrañado, se las mostré, y él observó con atención la forma de mis dedos y de mis uñas. Y, tras un largo silencio, me preguntó si yo sabía que la forma de nuestras manos delata el tipo de hombres que somos.

Naturalmente, respondí que no lo sabía. Jamás había escuchado hasta aquel día hablar de la quiromancia, una palabra que él mismo utilizó para definir el estudio de la personalidad de un individuo a partir de la forma de sus manos. Aquel día le oí hablar por vez primera del capitán Casimir Stanislas d’Arpentigny
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y del mismísimo Alexandre Dumas. Años más tarde, cuando conocí la existencia de los hombres sin rostro y su relación con Jules, fui atando cabos y presumí que aquel militar tuvo algo que ver, si no mucho, en el encuentro entre Jules y Dumas padre.

En realidad, en 1849 nuestro tío era a los ojos de Dumas, sin él saberlo, un postulante. Cuando Jules vio por primera vez en el salón de la señora Barrère a Dumas en compañía del caballero D’Arpentigny, no supo qué pensar. ¿De veras creía Dumas en lo que aquel hombre apuesto, peinado con raya a la derecha y aspecto marcial decía? ¿Realmente había ciencia en una práctica propia de los zíngaros como era leer las manos?

Con el paso del tiempo nuestro tío llegó a ver a Dumas fugazmente en compañía de otras personas que no conocía. Aquellos encuentros parecían totalmente casuales, inocentes, de modo que Jules nunca tuvo la sensación de estar siendo examinado ni de ir adentrándose en una trama de la que le iba a resultar imposible escapar.

¿Recuerdas que nuestro tío solía mencionar que un día Dumas lo invitó a compartir palco con él en el Teatro Histórico, que el propio dramaturgo había comprado en 1849? Pues verás, no sabes en realidad todo lo que sucedió aquel día. El teatro, como bien conoces, estaba en el bulevar Le Temple, y aquella noche se estrenó nada menos que una versión de
Los tres mosqueteros
.

Al término de la representación, Jules vio a Dumas en compañía de dos caballeros. Uno era un hombre de alrededor de cuarenta años, enorme, grueso, de aspecto terrible, calvo y provisto de una generosa barba. El otro, en cambio, era de edad indefinible, tenía unas facciones delicadas, parecía liviano y casi femenino.

Minutos después, en una de las pocas ocasiones en que Dumas no era agasajado por algún devoto lector, Jules se atrevió a preguntarle sobre la identidad de aquellos hombres. Y, según él mismo me contó, el afamado escritor se mostró parco en la respuesta, algo realmente insólito en él.

Dumas preguntó a nuestro tío si había oído hablar del escándalo de
La Biblia de la libertad
, a lo que Jules respondió negando con la cabeza. Entonces Dumas le dijo que más le valía saber de esa obra, y a no tardar. Aquel hombre, a quien llamó Alphonse-Louis Constant, era el autor de aquel libro. Igualmente, le dijo, había ilustrado varias ediciones de
El conde de Montecristo
.

Semanas después, Jules entabló amistad en la Biblioteca Nacional con un profesor de teología. Una tarde, se atrevió a preguntarle si había oído hablar de aquella Biblia, y el profesor abrió desmesuradamente los ojos. Parecía espantado. Respondió en voz baja que aquel libro maldito había sido escrito diez años atrás por un diácono que no llegó a ser ordenado. El libro, una obra irreverente y anticlerical, fue secuestrado a las pocas horas de ver la luz, y su autor fue encarcelado. De él se decía que mantenía relaciones con socialistas y revolucionarios, pero también con escritores como Honoré de Balzac y Dumas.

En cuanto al otro caballero, al delicado y bello, Dumas se limitó a prometer que se lo presentaría cuando llegara el momento. A continuación, puso su brazo sobre el hombro de Jules, rio estruendosamente y le recomendó que se entregase sin demora a escribir opereta y vodevil, pues ahí le aguardaba el éxito, según auguró.

Y nuestro tío le hizo caso, sin saber que de ese modo eran probadas su fidelidad y su paciencia…

8

Y
eso era todo. De un modo tan irritante como abrupto finalizaba la segunda entrega de la carta escrita por Gaston a su hermano Maurice y que Nemo había remitido a Ávalos.

—¡Joder! —exclamó Capellán.

Lo primero que había hecho al llegar de madrugada a su piso de Arganda del Rey fue leer la segunda parte de aquella carta. Devoró las fotocopias con la avidez de un náufrago, sin saborear su contenido. Después vino una segunda lectura más pausada y reflexiva. Pero al final su estado de ánimo no era mucho mejor. Ardía en deseos de conocer la continuación de aquella historia. Recordó los restos quemados de las copias que encontró en la papelera del estudio de Ávalos y se afirmó en su idea de que alguien había robado el original destruyendo previamente las copias.

Más allá del cristal sucio amanecía un día empapado de otoño. El cielo parecía más cerca que nunca de los hombres. Nubes del color de la ceniza se exhibían orondas y amenazantes. Eran casi las ocho de la mañana. ¿Cuánto tardarían en encontrar el cadáver de Ávalos?

Miguel Capellán apartó de la mente aquella incómoda cuestión y se esforzó en convencerse de que había hecho lo correcto cuando huyó de Cuenca con una novela robada bajo el brazo. ¿En qué hubieran cambiado las cosas de haber dado parte a la policía de la muerte del maestro? ¿Adónde hubiera conducido a ambos aquella decisión? Ávalos ya no podía ir a ningún sitio, mientras que él, Capellán, aún podía caminar hacia el éxito. Eso sí, para llegar a esa meta debía completar el rompecabezas que proponía la novela de su difunto amigo, cuyo manuscrito había leído sin darse respiro durante aquella noche llena de incertidumbres.

Tenía la cabeza a punto de estallar. La habían tomado al abordaje los «hombres sin rostro» que urdían revoluciones y cambios de gobierno. ¿Quiénes eran realmente? ¿Qué pretendieron de Julio Verne?

Al margen de Dumas padre e hijo, nada de cuanto se mencionaba en aquella carta resultaba familiar a Capellán, salvo la presencia en la trama de dos hombres de quienes sí sabía alguna cosa: Casimir Stanislas d’Arpentigny y Alphonse-Louis Constant.

Sobre el primero, Miguel tenía un conocimiento muy superficial, basado en algún artículo sobre la quiromancia que había leído en las revistas en las que habitualmente publicaba sus reportajes. En cambio, el segundo hombre, aquel que en la carta se describía como cuarentón, enorme y de aspecto terrible, sí le era más familiar. Su sola mención hizo que el periodista se estremeciera y se preguntara con mayor intriga en qué diablos estaba metido Dumas y en qué avispero iba a caer Verne. Porque aquel hombre, Alphonse-Louis Constant, no era otro que el mago y ocultista francés que adoptó el seudónimo de Éliphas Lévi
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.

El instinto periodístico de Miguel le decía que aquella carta era una bomba de relojería. Y comenzó a entrever el motivo por el cual alguien pudiera llegar a matar por poseerla o por evitar que su contenido se divulgara.

Pero ¿y la novela? ¿Y si Ávalos había vertido en el manuscrito la información que Nemo le había entregado? Tal vez allí encontraría las respuestas a los muchos interrogantes que bullían en su cabeza, reflexionó.

De modo que, tras haber preparado una generosa cantidad de café, había pasado la noche en compañía del manuscrito que había encontrado en la habitación del difunto maestro.

La novela no tenía título aún. O, al menos, no estaba escrito.

Cuando horas antes comenzó la lectura, Miguel lo hizo con la esperanza de desvelar para siempre el misterio que parecía envolver a Julio Verne, pero todas sus ilusiones se esfumaron a la vuelta de los primeros capítulos. Allí no iba a encontrar el resto de la carta de Gaston por el mero hecho de que Ávalos había estructurado su obra de forma que cada una de las entregas del escrito del sobrino de Verne se incorporaba íntegramente a la novela más tarde, situándolas entre determinados capítulos cuidadosamente seleccionados. Es decir, que la carta servía de hilo conductor, pero el novelista tenía pensado añadirla después de que hubiera terminado la parte que él estaba escribiendo.

La muerte había sorprendido al maestro con mucho trabajo por delante, para desgracia de Capellán. La novela estaba lejos de estar concluida. Había planteamiento y parte del nudo, pero no se adivinaba el desenlace. En cuanto a la carta, el escritor aún no había añadido a su obra ni uno solo de los fragmentos que Nemo le había remitido a lo largo de varias semanas. De este modo, los planes de plagio que Capellán había concebido desde el mismo instante en que robó el manuscrito se veían gravemente lesionados, aunque no totalmente.

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