El sonido del timbre lo sacó de sus elucubraciones. Era
Fígaro
.
Javier Sandoval, alias
Fígaro
, era un hombre corpulento, calvo, con barba, que hablaba con mucha parsimonia y acostumbraba a lucir pañuelos de colores alrededor de su poderoso cuello. Tenía una voz melodiosa, que parecía inapropiada para un hombre de más de noventa kilos de peso. Miguel no sabía si estaba casado o no. Suponía que no, aunque no tenía argumentos para defender su presunción. Lo que sí sabía era que Sandoval llevaba toda una vida fisgoneando en la trastienda de la historia, explorando los pliegues donde se oculta la mugre y los trapos sucios. Y fruto de sus averiguaciones habían nacido tres o cuatro libros que se vendieron muy bien y en los que
Fígaro
aireaba las miserias del régimen de Franco, de las agencias de inteligencia de varios países y del mismísimo Vaticano.
Miguel desconocía la razón por la cual a Sandoval lo llamaban
Fígaro
. Cuando lo conoció, diez años antes, todo el mundo llamaba así al gordinflón que acostumbraba a mirar cada poco hacia atrás por encima de su hombro, pues estaba convencido de que lo seguían. Sandoval no tenía ordenador personal ni teléfono móvil. Creía que poseer esos adelantos técnicos facilitaba la vigilancia a la que los poderes más siniestros someten a los ciudadanos. Y tal vez guardase sus ahorros en un calcetín, al amparo de incómodos controles gubernamentales.
—¡Hombre, una irlandesa! —exclamó
Fígaro
alborozado minutos después, cuando Capellán trajo las bebidas.
—Me temo que no estará muy fría —se disculpó Miguel, quien aún sentía húmeda su espalda por el sudor. Sus dedos todavía temblaban por el miedo que le había producido el vaso inquieto que creía que había cambiado de lugar.
—Bueno, cuéntame, ¿a qué viene ese interés por La Niebla? —preguntó el orondo erudito.
Capellán abordó la cuestión obviando toda mención a Ávalos, a la novela que había sustraído y a la carta supuestamente escrita por Gaston Verne. Lo que quería era que él,
Fígaro
, le explicase en pocas palabras qué sabía sobre La Niebla y qué lazos tuvo con los francmasones, rosacruces y otras órdenes secretas.
—El que mejor ha explicado el asunto ha sido un francés, Michel Lamy —contestó
Fígaro
tras echarse al coleto media botella de cerveza de un solo trago— ¡Excelente, sí señor! —dijo limpiándose los labios con el dorso de la mano. Capellán lo miró con impaciencia—. Según Lamy, esa sociedad había sido fundada en el siglo
XVI
por un impresor de Lyon apodado Gryphe, seudónimo que le fue inspirado por una antigua sociedad griega llamada Nephes, o Niebla, y que tenía por símbolo un grifo, el animal mitológico.
»Aquel grupo de iniciados tenía un libro de cabecera. Se trataba de una obra críptica, indescifrable, que empleaba diferentes alfabetos y que estaba repleta de simbólicas ilustraciones. Se titula
El sueño de Polifilo
. Lamy sostiene que escritores como Dumas, George Sand, Gérard de Nerval o Julio Verne formaron parte de esa sociedad de iniciados, y también pintores como Delacroix, entre otros intelectuales.
—¿Tenía que ver con la francmasonería?
—En cierta medida, sí —contestó
Fígaro
—. O al menos se pueden rastrear influencias, como el empleo de lenguajes cifrados con los que transmitir informaciones ocultas solo comprensibles para los iniciados. Recuerdo que Lamy creía advertir muchas semejanzas entre novelas de Verne, como
Las Indias negras
,
[81]
y
La flauta mágica
, de Mozart, que, como sabes, era masón.
—Me interesa sobre todo Verne —dijo Capellán—. ¿Qué más sabes sobre su relación con La Niebla?
—No más que lo que dice Lamy, la verdad —admitió
Fígaro
—. No he estudiado mucho su caso, pero sí recuerdo que también Simone Vierne sostuvo que había evidentes rasgos masónicos en los escritos de Julio Verne, algo que no parece demasiado extraño, porque Jean Macé, que dirigía junto a Hetzel la publicación donde aparecían las novelas de Verne, era un declarado masón. Y también otros amigos de Verne lo eran, como un músico llamado Hignard. —
Fígaro
inclinó su corpachón sobre la mesa del salón que lo separaba de Capellán y añadió con mucha ceremonia—: Si te fijas bien, las obras de Verne están construidas como si se tratase de viajes de iniciación, de transformación.
Miguel asintió en silencio. Recordaba los nombres de Macé y de Hignard, puesto que Sinclair los citaba en su novela, y también Caviedes, aunque este último no tuviera en cuenta las relaciones de todos ellos con la masonería. Sinclair señalaba incluso que en alguna novela de Verne, por ejemplo en
Robur el conquistador
,
[82]
se mencionaban explícitamente los templos masónicos.
—Entonces, ¿la sociedad de La Niebla era masónica? ¿Verne era masón?
—No exactamente —puntualizó
Fígaro
—. Pero sí parece que tuvieran relación con la francmasonería, o que hubiera puntos en común con ella.
—¿Y con los rosacruces?
—En cierto modo, parece que también, aunque la historia de los rosacruces es muy confusa.
Fígaro
explicó a Capellán que los orígenes de aquella hermandad eran turbios. Se creía que fue fundada en el siglo
XIV
en Alemania por un personaje llamado Christian Rosenkreuz, al que algunos consideran simplemente un mito, no un hombre de carne y hueso. Su historia se divulgó tres siglos después gracias a un libro titulado
Fama Fraternitatis
, y se decía que sus conocimientos herméticos procedían de Egipto, Oriente y el norte de África.
Sandoval explicó que no faltan opiniones que aseguran que quien se ocultaba tras el seudónimo de Rosenkreuz era Francis Bacon, a quien se atribuía la redacción de una obra básica para ese grupo hermético titulada
Las bodas químicas de Christian Rosenkreuz
.
—Pero se supone que estamos hablando del siglo
XIX
, no de la Edad Media —recordó Capellán.
—Es que en el siglo
XIX
los rosacruces reaparecieron con fuerza, creándose diferentes organizaciones, como la Societas Rosicruciana in Anglia, fundada en 1865 por Robert Wentworth Little, o la Orden Cabalística de la Rosa + Cruz de Stanislas de Guaita, o la Orden de la Rosa + Cruz del Temple y del Grial, que abanderó Joséphin Péladan. —
Fígaro
miró la botella de cerveza vacía con ojos tristes. Capellán captó el mensaje, se levantó, fue a la cocina y regresó con dos botellas más. Solo entonces,
Fígaro
regresó a su relato—. Muchos literatos de la época quedaron seducidos por las ideas rosacruces. Por ejemplo, Edward Bulwer-Lytton publicó una novela titulada
Zanoni
cuyo protagonista es un rosacruz, y en ella se habla de la posibilidad de alcanzar la inmortalidad.
Al escuchar el nombre de aquel escritor, Capellán recordó el modo en el que en el manuscrito de Ávalos se conocían sus dos personajes, Caviedes y Sinclair. A Sinclair lo golperaron unos neonazis mientras leía
El rayo verde
, y más tarde habló a Caviedes sobre conocimientos ocultos, sobre la relación de los nazis con una misteriosa sociedad llamada Vril, y mencionó una novela de Bulwer-Lytton titulada
La raza que vendrá
. Lentamente, muy lentamente, las piezas parecían ir encajando.
—De modo que La Niebla estaba integrada por francmasones y rosacruces —comentó Miguel.
—Estaban influidos por ellos —matizó
Fígaro
—. Lo que dice Lamy es que en las novelas de Verne se puede rastrear ese influjo de forma evidente. Por ejemplo, la idea de que es posible alcanzar la inmortalidad está claramente dibujada en personajes como Nemo, Robur o Phileas Fogg, de los cuales dice que era imposible saber su edad
[83]
. El club donde Fogg juega habitualmente su partida de whist es el Reform Club, que, si te fijas, tiene las iniciales R y C de los rosacruces. Lo mismo que Robur el Conquistador. Y, por si no diera suficientes pistas, te recuerdo que el apellido Fogg suena como la palabra inglesa que significa «niebla». Y Phileas recuerda indudablemente a Polifilo.
Miguel se quedó atónito. Y no porque desconociera aquellos datos, puesto que Sinclair los mencionaba en su novela, sino porque al escucharlos en boca de su amigo
Fígaro
parecían más reales y desconcertantes. Además, le vino a la cabeza el comentario que el propio Verne hiciera al periodista Robert Sherard en 1903 sobre la importancia que concedía a los nombres de sus personajes, y en concreto citaba el caso de Phileas Fogg
[84]
.
¿Qué poderes ocultaban los miembros de aquellas sociedades herméticas?, se preguntó Capellán. ¿Estarían dispuestos a matar por mantener oculta su identidad y sus conocimientos? Sin poder evitarlo, su mirada regresó al vaso de güisqui que, estaba seguro, no podía haberse movido por su cuenta.
—Y luego estaba la Golden Down —dijo
Fígaro
tras apurar su segunda cerveza—. Esa orden integraba a lo más selecto de los rosacruces, y Lamy cree ver influencias de su pensamiento en La Niebla. Al igual que los rosacruces, los miembros de la Golden Down se estructuraban en círculos, algo muy del agrado de Verne, que los emplea bien en forma de círculos de juego o bien al dar la vuelta al mundo o al crear universos cerrados en islas. Se cuenta que la Golden Down estaba bajo la dirección de unos seres a los que llamaban Superiores Desconocidos.
—¿Superiores desconocidos?
—Curiosamente, George Sand, que era amiga de Verne, habla en alguna de sus novelas de unos Superiores Desconocidos. —Miró a su amigo mientras abría la tercera cerveza y sus ojillos sonrieron satisfechos. Era evidente que estaba disfrutando dándole una buena lección al famoso Miguel Capellán—. Como ves, el siglo
XIX
fue un avispero de órdenes herméticas. Pero volviendo a Julio Verne, que es lo que te interesa, lo que Lamy dice es que La Niebla estaba vinculada a los Iluminados de Baviera, los cuales habían establecido estrechos lazos con sociedades literarias ya en el siglo anterior con la pretensión de influir políticamente en la sociedad.
»Los illuminati constituían una orden fundada en 1776 por Adam Weishaupt, a los cuales se persiguió y prohibió, pero lograron sobrevivir y tuvieron una influencia decisiva en la Revolución francesa y en otros movimientos políticos de especial trascendencia. Se mostraban opuestos a la autoridad de la Iglesia y ansiaban la conquista del poder político para su transformación. También en sus filas se encuentran menciones a unos Superiores Desconocidos, con los cuales Weishaupt dijo haber mantenido relaciones.
»Se supone que miembros destacados de la orden se infiltraron en los más importantes estamentos, que bebieron de la francmasonería y en ella se inspiraron para su organización interna. Pero, sinceramente, creo que hay más mito y leyenda que realidad en todo el poder que se les atribuye. Lo que sí es cierto es que desde su origen mostraron predilección por la creación de sociedades literarias y que la transmisión de conocimiento se hacía en un estricto secreto, exigiéndose a los miembros la destrucción de documentos antes de morir.
—¿Crees que siguen existiendo?
—¿Los illuminati? No lo sé. Lo que sí sé es que todos los que nos dedicamos a meter las narices en asuntos de este tipo tenemos que andarnos con mucho ojo. De manera que aplícate el cuento. —El rostro de
Fígaro
se convirtió en una máscara impenetrable.
—Crees que existen hoy en día, ¿no es así? —insistió Capellán.
—Ya te digo que no lo sé —admitió el escritor—. A lo mejor con ellos pasa como con esos Superiores Desconocidos de los que tanto hablaban las sociedades decimonónicas y las novelas de George Sand: que no se les veía, pero que estaban en todas partes.
Tres cervezas más tarde,
Fígaro
se disculpó. Se le hacía tarde, dijo. No explicó para qué se le hacía tarde, ni si tenía otra cita o si le esperaban en casa. Miguel no se atrevió a preguntar, pero sí observó desde su ventana a Sandoval cuando el obeso escritor salió a la calle.
Fígaro
caminaba mirando con recelo a su espalda, describiendo una singular trayectoria en zigzag y volviendo sobre sus pasos hasta que finalmente desapareció del campo visual de Miguel. Capellán se preguntó si aquel maldito asunto de Julio Verne lo convertiría en un paranoico como
Fígaro
.
Ahora tenía una idea un poco más clara del ambiente esotérico que rodeaba a los escritores decimonónicos, pero si cuanto Sandoval le había dicho era interesante, y si la teoría de Lamy sobre los vínculos de la sociedad de La Niebla eran inquietantes, aún más lo era lo que Sinclair, el personaje creado por Ávalos, afirmaba.
En efecto, en
El último Verne
Sinclair mencionaba a La Niebla, pero no la relacionaba con ninguna de aquellas órdenes de iniciados. No eran francmasones ni rosacruces ni illuminati. La Niebla, según la información de Nemo, no era más que un apéndice de una orden oscura, de nombre desconocido, cuyos hilos movía desde un remoto lugar perdido llamado Agartha alguien a quien los iniciados llamaban Rey del Mundo.
… Como ves, querido Maurice, existía un lado oscuro en el mundo al que nuestro tío y yo mismo fuimos a parar. De sobra conoces mi admiración por el tío y cómo desde niño leí con pasión aquellas historias suyas. Lo que desconoces, como es lógico, es que yo también puse mi vida al servicio de los hombres sin rostro sin saber adónde me conduciría semejante decisión.
Obediencia ciega. Jules comprendió que debía obedecer. Estaba al servicio de un proyecto más grande que todos nosotros, de manera que claudicó en el asunto de
París en el siglo
XX
y trabajó en la dirección que de él se esperaba, apoyándose en la privilegiada información que depositaban en sus manos.
En numerosas ocasiones se esforzó en restar méritos a la puntería de sus predicciones científicas. ¿Cómo iba a confesar las fuentes de las que bebía para tales augurios? Pero si lees con atención el texto de presentación que escribió para la edición que Hetzel hizo de
Viajes y aventuras del capitán Hatteras
descubrirás que tu hermano no está loco
[85]
.
Es cierto que se rodeó de publicaciones científicas y de expertos asesores, tal y como ocurrió en la redacción de
Viaje al centro de la Tierra,
donde contó con la ayuda del vulcanólogo Charles Joseph Saint-Claire Deville, pero ¿cómo se le ocurrió entonces la idea de que era posible descender al centro de la Tierra y tropezarse con un hombre de casi cuatro metros de altura? Eso era inaudito.
La razón, Maurice, la entenderás si lees la novela como una obra de iniciación en la que el joven Axel debe superar diferentes pruebas (la oscuridad, la sed, el hambre, el tránsito por el laberinto de las galerías e incluso la muerte simbólica) para renacer como un hombre nuevo en un parto alquímico, rodeado del fuego del volcán Stromboli, por cuyo cráter regresan los protagonistas al mundo exterior.
En realidad, nuestro tío hacía un guiño al lector insinuando la posibilidad de que exista un mundo oculto, perdido. El mundo al que algunos llaman Agartha y del cual proceden los Superiores Desconocidos.
En el verano de 1865, Jules recibió nuevas órdenes. Supongo que para muchas personas la carta que le envió George Sand sugiriendo que escribiera una aventura que condujese al lector a las profundidades del mar pasará desapercibida
[86]
. Confío, Maurice, en que tú sepas interpretar la orden que se oculta en aquellos renglones.
Aquella carta fue la primera llamada de atención a Jules para que trabajara en un nuevo proyecto. El empujón definitivo se lo dieron los hombres sin rostro en 1867, cuando regresaba del viaje a América que realizó con nuestro padre a bordo del
Great Eastern.
¿Recuerdas que nuestro padre nos contó que aquel viaje inspiró a Jules para escribir
Una ciudad flotante
? ¿Y que ambos se hospedaron en un hotel de la Quinta Avenida de Nueva York en el que después Jules hizo que se hospedara Pierre Aronnax, el personaje de
Veinte mil leguas de viaje submarino
?
Lo que nuestro padre desconocía es que durante el viaje de regreso el misterioso Nemo se presentó ante Jules un atardecer, mientras contemplaba el mar desde la barandilla del barco. En aquella conversación Nemo le dijo que debería viajar bajo las aguas, en lugar de sobre ellas. Le habló de un nuevo personaje, un hombre libre, sin ataduras sociales ni personales, capaz de haber roto con el mundo, que careciera de patria y Dios.
Cuando nuestro tío le hizo ver que un hombre así no podría ser un personaje creíble en una novela, pues en el mundo habitado por los hombres resulta imposible semejante bendición, Nemo le dijo que, precisamente por eso, se le había sugerido situar a aquella criatura bajo el mar. Viviría lejos de las miserias humanas. No precisaría del mundo exterior comida, agua ni ropa, pues todo lo conseguiría bajo el mar.
Cuando nuestro tío me habló de aquel encuentro, años después, confesó que la intensidad de la mirada de aquel hombre lo asustó. Aquella criatura literaria, al margen de los hombres y de Dios, sería inmortal, afirmó Nemo. Jules creyó entender que aquel hombre auguraba que su novela sería inmortal, pero no tardó en comprender que su confidente no se refería a eso exactamente.
Algo en el corazón de nuestro tío se estremeció, y tal vez por ello se cuidó de que en las ilustraciones de la futura novela Nemo se pareciera físicamente a Hetzel, y que Aronnax, el intrépido naturalista que trata de desvelar el secreto del Nautilus y al que Nemo hace prisionero, se pareciera físicamente a él.
En la biblioteca del Nautilus, si lees la obra con atención, descubrirás que hay libros de Victor Hugo y de George Sand. Que hay cuadros de Delacroix y música del masón Mozart. Igualmente, se describe la presencia de retratos de otros iniciados que los hombres creen que fueron simplemente masones, como Washington y Lincoln.
Al mirar la enseña que Nemo lucía en la solapa de su abrigo, aquella bandera negra con las iniciales
R
y
M,
nuestro tío supo bajo qué única bandera podría navegar el siniestro personaje que su confidente le había animado a crear: una bandera negra y una letra
N
dorada en su centro. Y, por supuesto, tenía claro cómo bautizaría a su nueva criatura.
Igualmente, comprendió que lo mismo que Aronnax jamás podría abandonar el Nautilus, él nunca podría salir de la sociedad secreta a la que había jurado fidelidad…