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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (21 page)

BOOK: La tumba de Verne
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En las novelas de Julio Verne sucedía con las islas lo mismo que con el juego y con los mensajes disimulados tras los más variopintos jeroglíficos: que aparecían por doquier. El mito de Robinson era recurrente en él. El lector se tropezaba una y otra vez con náufragos que debían sobrevivir en una isla incógnita. Así sucede en
Escuela de Robinsones
[67]
o en
La isla misteriosa
. Pero había muchas más aventuras en las que los protagonistas se ven constreñidos por un espacio físico aislado, ya fuera sobre un río, como sucedía en
La jangada
, o sobre el mar, como en
Una ciudad flotante
[68]
. Verne empleó el mismo patrón en
Dos años de vacaciones
[69]
. Le apasionaba enfrentar a sus personajes ante un mundo por roturar, en el que ellos mismos podían construir la utopía a la que el propio novelista aspiraba. Capellán había leído en alguna parte que, a pesar del conservadurismo político que siempre se atribuyó a Verne, parecían correr por sus venas gotas de sangre anarquista. Era como si se sintiera ahogado por la vida que le correspondía vivir y hubiera decidido permitir a su mente volar allá donde su cuerpo no podía porque sus obligaciones burguesas lo ataban. Y así emergían aquellos héroes suyos, capaces de construir un nuevo mundo, ya fuera en una isla o en parajes subterráneos desconocidos.

—¡Un nuevo mundo! —murmuró Capellán. De pronto aquellas palabras aparecían ante él ofreciendo una perspectiva inédita, desabrigando un ángulo de la realidad que hasta entonces había estado cubierto por el musgo de la ortodoxia—. ¡Un nuevo mundo!

Recordó al hombre del sombrero a quien no pudo alcanzar, y también a los «hombres sin rostro» que, si daba crédito a Gaston, urdían revoluciones, ponían y deponían gobiernos buscando… un mundo nuevo.

—Pero ¿qué clase de mundo?

Las voces procedentes de un bar lo sacaron de sus cavilaciones. La puerta estaba abierta. Los clientes hablaban en voz alta para hacerse oír mientras en la pantalla del televisor aparecía la imagen en blanco y negro de Humphrey Bogart medio oculta tras el humo de un cigarrillo. Una mujer preciosa acababa de cerrar la puerta de la habitación diciéndole que, si la necesitaba, solo tenía que silbar. Y al ver aquella escena inolvidable de
Tener o no tener
[70]
fue cuando Capellán cayó en la cuenta de por qué le parecía haber visto antes unos ojos exactamente iguales a los de Alexia.

—¡La Bacall! —dijo, rompiendo a reír antes de silbar igual que Bogart cuando ella cerró la puerta de aquella habitación.

Los ojos de Lauren Bacall se enredaron en sus pensamientos sin poder evitarlo, y se preguntó, como un idiota, si algún día Alexia le diría que, si un día la necesitaba, solo tenía que silbar.

Antes de llamar a la puerta del domicilio de Ávalos, Capellán tomó aire y lo exhaló con fuerza, en un intento de alejar aquella fantasía de su cabeza. A continuación, se esforzó en recuperar el hilo de sus pensamientos antes de haber descubierto a quién se parecía tanto la hija del maestro: los «hombres sin rostro», un mundo nuevo, las islas utópicas de Verne, el geriátrico de Galicia… ¿Adónde pensabas ir, maldito viejo?, se preguntó en silencio.

Solo entonces, cuando creyó haber recuperado el norte, llamó a la puerta.

Cuando la puerta se abrió, Capellán se topó con la turbadora mirada de Alexia
Bacall
. Los ojos de aquella mujer intimidaban de veras, y él comprendió su pequeñez, pues no se veía capaz de silbar como hacía Bogart después de que Lauren Bacall lo hubiera besado y le prometiera que estaría allí cuando él la necesitara.

—¿Se puede saber qué pretendías? —preguntó Alexia, ajena a la dirección por la cual discurrían los pensamientos de Miguel. En su tono se mezclaban la sorpresa y el enojo—. ¿Quién era ese hombre? ¿Pudiste alcanzarlo?

—¿Tú también lo viste?

—Sí, claro que lo vi. Ayer también andaba por esta calle. De hecho, al ver su sombrero llegué a pensar que era mi padre. ¿Lo conoces? ¿Qué te ha dicho?

—No, no lo conozco. Y no, no le alcancé —repuso Capellán. Esta vez no aguardó a que Alexia le tomara la delantera para subir al estudio. Necesitaba descubrir si la carta seguía en el armario donde sabía que el maestro la guardaba. Mientras subía los escalones se preguntaba cómo podría comprobarlo sin llamar la atención de Alexia—. Pero te aseguro que antes, cuando me acerqué a la ventana, tuve la sensación de que ese tipo estaba mirando hacia aquí y, como ayer también yo me tropecé con él en la calle, tuve una corazonada.

Cuando llegaron a la guarida de Ávalos, Miguel se aproximó de nuevo a la ventana, no sin antes echar un vistazo al armario situado tras el escritorio. La calle estaba desierta. La niebla se había espesado y, naturalmente, no había rastro alguno del hombre del sombrero.

—¿Crees que puede ser él quien registró las cosas de mi padre? ¿Crees que puede ser…?

Alexia no se atrevió a terminar la frase. ¿Quién y por qué iba a matar a su padre? Era absurdo.

—No lo sé —admitió Capellán—. Pero tampoco sé si corrió al verme porque se asustó o porque tenía algo que ocultar. —Se acercó al sillón de lectura de Ávalos y se dejó caer en él pesadamente. Desde allí tenía una magnífica perspectiva del armario. Alexia se había sentado en el sillón del escritorio—. Lo que sí te puedo asegurar es que corría como el mismísimo diablo.

—O tú lo hiciste mucho más despacio —replicó Alexia con ironía. A Capellán le pareció que ella se había dado cuenta de que él había mirado en varias ocasiones hacia el armario.

Miguel llegó a pensar que tal vez ella sabía más de lo que había admitido. Aquella mujer alta, cuarentona como él, de enormes e inquisidores ojos y sofisticadas maneras no era ninguna estúpida, de eso estaba seguro. El hecho de que no sintiese la menor simpatía por las investigaciones a las que su padre había dedicado su vida no impedía que hubiera comprendido el valor que podía tener aquella carta, si es que la había descubierto cuando reordenó los papeles y los libros. Si estaba en lo cierto, se dijo Miguel, estaba jugando al póquer con una temible adversaria. Y decidió poner una carta boca arriba.

—Imaginemos que sí —dijo, obviando el comentario burlón de la abogada—, que ese hombre fue quien registró esta habitación y la desmanteló buscando algo. Si fue así —añadió paseando la mirada por el estudio procurando no detenerse en el armario—, ¿por qué iba a estar rondando esta casa? La única razón que se me ocurre es…

—Que no encontró lo que buscaba. —Alexia completó la frase, y se ganó aún más la admiración de Capellán.

Desde luego que aquella mujer no era imbécil, se dijo el periodista. Había llegado la hora de pedir carta.

—¿Y si buscamos de nuevo para ver si encontramos algo que ese hombre, o quienes sean, pudiera considerar tan valioso como para llegar a matar?

Alexia entornó los ojos y un haz verde taladró a Capellán. Miguel creyó percibir un leve movimiento en los labios de la abogada, como si una sonrisa hubiera estado a punto de florecer en ellos pero ella la hubiera sabido controlar.

—De acuerdo —respondió Alexia—. ¿Por dónde empezamos?

¿Era una trampa? Eso le pareció a Miguel aquella pregunta. De tanto darle vueltas a la idea de qué tipo de jugada ocultaba Alexia, estaba a punto de volverse loco. Pensó que podía ser un ardid para que él dejara ver su juego. Si él proponía comenzar por aquel armario, podía mostrar su impaciencia.

—No lo sé. ¿Tú qué dices?

La pelota estaba ahora en el campo de Alexia. ¿Cuánto duraría la partida?

—Cuando subí aquí con el inspector Carmona todos los libros estaban en el suelo, como si el asaltante hubiera pensado que lo que mi padre ocultaba pudiera estar entre las páginas de alguno de ellos, de modo que quizá buscase algún papel o un documento —dijo Alexia, mirando fijamente a Capellán.

Miguel tembló imperceptiblemente. Ella debía saber algo, pensó. ¿O era un comentario casual nada más? Decidió mostrar otra carta.

—¿Y los cajones y puertas de los armarios? ¿Estaban cerrados como ahora?

—No me fijé bien —mintió Alexia. A Capellán no le pasó inadvertido el hecho de que esta vez ella no le miró—. Pero creo que sí, porque no hay ninguna puerta ni cajón que se cierre con llave, creo.

«Lo sabe. Seguro que lo sabe». Capellán vio claramente cómo ella trataba de encerrarlo en su propia trampa. Ambos sabían que solo había una puerta que Ávalos cerraba con llave. La misma tras la cual Miguel había visto la carta y el manuscrito de la novela en alguna de sus visitas. Estaba seguro de que aquella puerta estaba abierta cuando él llegó a casa de Ávalos y encontró muerto al maestro. No podía olvidar su decepción al ver que la carta y el manuscrito de la novela habían desaparecido. Pero, ahora, aquella puerta estaba cerrada. Debía haberla cerrado Alexia, no había otra explicación.

«A tomar por el culo», se dijo. «Enseñaré todas las cartas».

—Sí, sí que hay una puerta que tu padre cerraba siempre con llave, porque yo mismo le vi hacerlo en varias ocasiones. —Señaló con la barbilla el armario situado tras el escritorio—. Es esa de ahí.

Alexia se acercó hasta el mueble.

—¿Esta?

Capellán dijo que sí, y de nuevo creyó adivinar un brillo burlón en los ojos de la
Bacall
. Pero ya no importaba lo que ella pensara. Se trataba de salir de dudas de una maldita vez sobre dónde estaba la carta de Gaston Verne a su hermano.

Alexia se agachó y mostró una fingida desolación al decir:

—Está cerrada, pero no sé dónde está la llave.

«¡Qué hija de puta! ¡Lo sabe!», exclamó en silencio Capellán. Pero no fue eso lo que dijo en voz alta.

—Tu padre la escondía detrás del armario, pegada con cinta adhesiva.

—¡Ah! —exclamó Alexia mientras tanteaba con su mano derecha detrás del mueble—. ¡Es cierto! ¡Mira! —Su mano exhibía una llave, y sus ojos una expresión a la vez triunfal y socarrona.

Capellán procuró mirar la llave con indiferencia. No quería dejar entrever cuánto sabía más de lo que ya lo había hecho. Pero cuando Alexia metió la llave en la cerradura y la hizo girar, dejó de respirar durante unos eternos segundos.

¡Nada! ¡Nada de nada!

En el puñetero armario no había nada: ni la carta de Gaston Verne ni nada.

—Está bien —dijo Capellán en el tono más neutro que pudo conseguir para ocultar su decepción—, busquemos por otro sitio.

Cuando se dio la vuelta para hurtar su rostro descompuesto al escrutinio de Alexia, se perdió la expresión de triunfo de la abogada. Y es que Miguel no podía saber que los sobres ocres remitidos por Nemo estaban ahora en el bolso de la hija de Ávalos.

Durante algo más de media hora ambos fingieron buscar el supuesto tesoro del que el difunto maestro podía ser propietario, aunque sabían que no iban a encontrar nada. Capellán lo creía porque, tras ver aquel estante del armario vacío, dedujo que Ávalos había ocultado la carta en otra parte, o bien que, en efecto, el ladrón la había descubierto. Pero, si era así, ¿por qué rondaría el tipo del sombrero nuevamente aquella calle? Claro que, se dijo, también podía ocurrir que, como había aventurado, quizá aquel hombre no fuera ningún ladrón, sino un inocente que huyó al ver que un loco lo perseguía.

Alexia, por su parte, estaba más que segura de que no encontrarían nada, y seguía felicitándose por su intuición. Nunca hubiera imaginado cuánto le alegraría esconder unos papeles de su padre. Le parecía evidente que el periodista conocía lo que los asaltantes ansiaban, aunque dudaba de la autenticidad de aquella carta. ¿Se podía llegar a matar por poseerla? Entonces recordó la advertencia que su padre le había hecho sobre el peligro que entrañaban aquellos papeles.

Mientras removía libros y más libros, Miguel no podía imaginar que Alexia se estaba preguntando en aquel instante si no era él el asesino de Ávalos, si no era él el ladrón que, tras no poder encontrar de madrugada lo que perseguía, se las había ingeniado para proseguir al día siguiente la búsqueda.

Como si hubiera sentido la dentellada de los ojos de Alexia clavándose en su espalda, Capellán se volvió hacia ella. Aquella partida de póquer podía durar eternamente, y ambos seguirían dudando el uno del otro aun cuando hubiera finalizado.

—Oye, no sé qué piensas de mí —las palabras brotaron de la boca del periodista como un chorro incontrolado—, pero te aseguro que yo no tengo nada que ver con la muerte de tu padre. Yo jamás le hubiera hecho daño. Le debía mucho.

Ella lo estudió. Capellán tuvo la sensación de estar siendo cacheado sin que Alexia le pusiera la mano encima. La sensación no lo incomodó, como hubiera podido suponerse. Había decidido acabar con aquel recelo que ella no conseguía ocultar.

—¿Quién era ese hombre, el del sombrero?

—Te juro que no lo sé.

—Pero sí sabes qué buscaban en la casa, ¿no es así?

Capellán dudó antes de responder. No perdía nada mencionando la carta, y sí perdía mucho si hablaba de la novela. La decisión fue sencilla.

—Es posible que buscasen unos documentos que le enviaron a tu padre después de que resolviera el acertijo que le hizo llegar la persona que firmaba como Nemo. Se trata de una carta que se supone que escribió un sobrino de Verne, Gaston, hijo de su hermano Paul. El mismo que le disparó un día y lo dejó cojo.

—¿Por qué crees que buscaban esa carta?

—No tengo ni idea —respondió Capellán con total sinceridad—. El tal Nemo envió la carta en varias entregas. Tu padre me dejó leer una copia de las dos primeras, pero no sé qué podía contener el resto.

—¿Y qué dice lo que has podido leer?

—Gaston… —Capellán hizo un alto antes de añadir—: Quiero decir, el autor del relato, porque vete tú a saber si lo escribió el sobrino de Verne o quién, confiesa a un hermano suyo llamado Maurice aspectos inéditos de la vida de su famoso tío, de cómo empezó a escribir y de cómo esa pasión lo colocó años después en manos de gente a quienes llama «hombres sin rostro». De ellos dice también que están entre las bambalinas de la historia, y de hecho da a entender que movieron los hilos de las revoluciones europeas de 1830 y 1848.

—¿Y qué tiene de interés todo eso?

—La verdad es que no estoy seguro —admitió Capellán.

Por primera vez, Miguel tuvo la sensación de que Alexia le creía. Y estaba en lo cierto, porque lo que no podía suponer era que ella misma había leído parte de la misteriosa carta.

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