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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (39 page)

BOOK: La tumba de Verne
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—¡Eres terca como una mula! —gritó Miguel. No estaba acostumbrado a que cuestionaran sus teorías, y menos aún a que lo hiciera una mujer. A él lo que le gustaba era tener auditorios dóciles, ante los cuales explayarse exhibiendo su excelente memoria para las historias extraordinarias y misteriosas. Mujeres como Alexia lesionaban dolorosamente su ego—. Oye, si no quieres venir conmigo, te llevo al puñetero hotel, coges tu maleta de marca, te subes al primer avión que tenga plazas business libres y te largas para Madrid. Pero no me toques los cojones, ¿de acuerdo?

—Demasiado ordinario —repuso con sorna Alexia—. Te falta clase. ¿Oíste a mi padre alguna vez expresarse de ese modo?

—¿En qué quedamos? ¿Me parezco o no me parezco a tu padre?

Alexia lo miró entornando sus enormes ojos verdes. Sopesó la respuesta.

—Hay algo en ti que me recuerda a él —dijo—. Te crees a pies juntillas que hay más cosas de las que todo el mundo ve. Aunque puede que eso fuera así hace mucho tiempo. Luego, todo eso de los misterios se convirtió en un modo de vida para ti. Pero, como la gente acostumbra a burlarse de tus ideas, estás ávido de aventuras como esta, donde crees que puedes reafirmar tus convicciones. A pesar de todo, no eres exactamente igual que él. Tú no eres tan ingenuo. Él era como un niño. En cambio, tú eres un cabronazo que no dudaría en vender a su madre para obtener una historia que escribir. Le robaste la inocencia al niño que fuiste hace mucho tiempo.

Miguel apartó la vista y acusó el golpe. Dio gracias a Dios de que Alexia no supiera que había robado el manuscrito de Ávalos. Apretó con fuerza las mandíbulas y fingió concentrarse en la carretera. Por el espejo retrovisor vio que dejaba tras de sí el retrato invisible y extraordinariamente fiel que Alexia había hecho de él.

Al llegar a La Isla, Miguel estacionó su coche en el lugar de costumbre.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó Alexia.

—Ayer me quedé con las ganas de comprobar una cosa en la biblioteca —respondió Miguel—. Ya te dije que hay una colección completa de las obras de Verne. Parece ser que tienen un libro donde se registran las peticiones de los lectores. Quiero echarle un vistazo.

—¿Crees que podrás dar con Nemo de esa manera? ¿En el registro de préstamos de una biblioteca?

—¿Se te ocurre algo mejor?

Alexia guardó silencio. Ella era buena en lo suyo, en el mundo real. En cambio, en el terreno que ahora pisaba, minado de supuestas conspiraciones y enigmas, era una novata.

—Diremos que ayer perdimos algo —explicó Miguel mientras pulsaba el timbre junto a la puerta de hierro. De reojo, miró a una de las cámaras de seguridad—. El móvil. Diremos que ayer perdiste el móvil en alguna parte. Mientras, yo trataré de escabullirme.

Alexia lo miró de forma extraña, pero no dijo nada. Miguel se preguntó si ella se habría dado cuenta de que aquel fue el mismo ardid que empleó para regresar a casa de Ávalos la noche en que mataron al viejo escritor. Fue entonces cuando conoció a Alexia.

Ana Otero salió a su encuentro en el vestíbulo del pazo. Miguel se reafirmó en su idea de que aquella mujer madura, que conservaba el atractivo que sin duda debió exhibir en sus años de juventud, lo miraba con interés.

—No les esperaba tan pronto. —La secretaria del director del centro los saludó con simpatía pero sin excesos. A Miguel no le pasó desapercibido el hecho de que apenas mirara a Alexia—. ¿Traen la documentación que les solicité?

—Verá, en realidad hicimos noche en Vigo —dijo Miguel—. Pero esta mañana mi esposa —miró a Alexia y la abogada sonrió con timidez— se ha dado cuenta de que ha perdido su teléfono móvil. Nos preguntábamos si tal vez lo han encontrado ustedes. Puede que lo perdiera ayer en el jardín.

—Lo cierto es que no —aseguró Ana Otero.

—¿Podría mirar yo misma? —preguntó Alexia.

Ana Otero dudó. Finalmente, dijo exactamente lo que Miguel había esperado.

—Les acompaño.

Miguel vio entonces la ocasión esperada. Necesitaba ir al servicio, confesó. Otero indicó la dirección que debía tomar. Y, cuando Miguel vio a las dos mujeres encaminarse hacia el jardín, se apresuró a subir al piso superior del pazo, donde estaba la biblioteca.

No tenía mucho tiempo, de modo que caminó todo lo rápido que pudo sin llegar a correr, para no llamar la atención. Pero al llegar a la biblioteca sus esperanzas se desvanecieron: la puerta estaba cerrada con llave.

Capellán ahogó una maldición. En ese momento escuchó los pasos de alguien que subía por las escaleras. Afortunadamente para él, junto a la biblioteca había unos servicios. La puerta estaba abierta. Entró y desde su escondite vio pasar a Marino Rey, el director del geriátrico, junto a un hombre joven que vestía una bata blanca.

—¿Cómo está Xoan? —preguntó Marino.

—Sigue estable, pero grave. Está mayor. Si sufre otra crisis cardíaca… —El hombre de la bata blanca movió la cabeza negativamente.

Marino Rey y su acompañante pasaron de largo, y Miguel decidió regresar al vestíbulo. Ana y Alexia regresarían en cualquier momento.

Apenas hubo llegado al piso inferior, Miguel vio algo que le llamó la atención. Al fondo del pasillo, en el ala este, se abrió la puerta de una de las habitaciones de los residentes. Tardó unos segundos en comprender qué era lo que le había sorprendido de la escena que pudo ver. No había nada extraordinario en aquella muchacha que peinaba su cabello rubio con rastas y que vestía como una especie de hippie, y tampoco tendría por qué haberlo en el hombre que la despedía en el quicio de la puerta. Pero, a pesar de todo, había algo en la escena que chirriaba. Al cabo de unos segundos, Miguel comprendió qué era lo que estaba fuera de su sitio. Afortunadamente, ni el anciano ni la muchacha rubia advirtieron que Miguel los había visto.

—Nada, ni rastro. —La voz grave de Ana Otero sacó a Miguel de sus cavilaciones.

—Debí de perderlo en otro lugar —comentó Alexia. Sus ojos exploraron el rostro de Miguel, y debió de percibir la conmoción que había provocado en el periodista la escena que acababa de contemplar.

En ese momento, la joven de las rastas pasó junto a ellos. Ana Otero la saludó.

—Hola, Estrela. ¿Cómo está tu abuelo?

—Ahora voy a preguntar al doctor —respondió la joven—. Por lo que sé, sigue grave.

—¿Qué le ha ocurrido al abuelo de esa chica? —preguntó Miguel cuando Estrela se hubo alejado.

—Un infarto —respondió la secretaria—. Está muy pachucho.

Se despidieron de Ana Otero lo mejor que supieron para no levantar recelo en la eficiente secretaria. Miguel volvió a sentir el calor de la mirada de aquella mujer. Él estrechó su mano con firmeza y prometió remitir cuanto antes la documentación requerida para que se estudiara la petición de Miguel de ingresar a su imaginario padre en la residencia.

Al entrar en el coche, Alexia preguntó:

—¿Qué te pasa? Deberías haber visto la cara de pasmado que tenías ahí dentro. Y, por cierto, esa secretaria te pone ojitos todo el rato, por si no te has dado cuenta.

—Tengo que volver.

—¿Te has vuelto loco? ¿A qué?

—¿Viste a esa muchacha? Me refiero a la rubia de las rastas.

Alexia asintió.

—La vi salir de la habitación de uno de los residentes —dijo Miguel.

—¿Y?

—Pues que, hasta donde yo sabía, ese hombre no ha dicho una sola palabra desde hace años, y yo lo vi charlando con esa joven. Y, además, estaba de pie. Y se suponía que se desplazaba únicamente en silla de ruedas. ¿Por qué ese anciano iba a fingir que está impedido? ¿A qué se debe que quiera pasar por un hombre que ha perdido la memoria? —Miró a Alexia a los ojos y añadió—: Y sí, yo también me he dado cuenta de que esa secretaria me pone ojitos. Y lo voy a aprovechar.

Media hora antes de que la residencia cerrara sus puertas, Miguel aparcó frente al geriátrico. Esta vez, iba solo.

Antes de decidirse por aquel plan había contemplado otras posibilidades. Llegó a imaginarse saltando furtivamente durante la noche el muro de piedra, pero temía que las cámaras de seguridad lo detectaran antes de que pudiera llegar a entrar subrepticiamente. Además, ¿por dónde podría acceder al interior del geriátrico sin ser visto?

Caminó con paso decidido por el sendero de grava. Esperaba que Ana Otero no hubiera terminado su jornada laboral. La necesitaba.

Miguel entró en el pazo y preguntó a una de las cuidadoras por la secretaria del director. La joven le pidió que aguardara allí. Miguel se contempló en un cristal y aprovechó para reordenar su cabello. Dudó. Tal vez debía haberse afeitado.

Otero llegó un par de minutos después exhibiendo una sonrisa radiante.

—¿Qué le trae por aquí? ¿Y su esposa?

—Se ha marchado a La Coruña —respondió Miguel—. Yo tenía que quedarme un par de días más en Vigo, pero ella… En fin, ya sabe, una discusión de matrimonio.

A Otero aquella noticia pareció ponerla de buen humor.

—¿Y por qué ha vuelto? —preguntó con cierta turbación.

—Me avergüenza decirle esto —dijo Miguel—, pero he perdido uno de los impresos que me dio. Uno de color salmón.

—Entiendo.

Miguel captó la decepción en la voz de la mujer y se apresuró a añadir:

—No hay mal que por bien no venga, así he podido darme un paseo hasta aquí y charlar de nuevo con usted.

La mirada de Otero recobró su brillo.

Miguel miró alrededor. En el salón, cuatro ancianos contemplaban el televisor con expresión ausente.

—Está todo muy tranquilo —observó.

—Estamos a punto de servir la cena —informó Otero—. ¿Quiere tomar un café?

—Se lo agradecería.

Minutos después, estaban sentados frente a frente. Una mesa de la cafetería los separaba. Otero se llevaba la taza a la boca con expresión coqueta.

—¿Hace mucho que trabaja usted aquí? —preguntó Capellán.

Ella dijo que sí. En realidad, desde el principio, desde que la residencia abrió sus puertas. Añadió que no había nada allí que no conociera y que en muchas ocasiones, como aquella misma tarde, era ella la responsable de todo en ausencia del director.

—¿No está don Marino?

Ana Otero miró su reloj. Miguel vio que tenía unas manos fuertes y una muñeca regordeta.

—Se supone que no tardará mucho.

—En todo este tiempo, habrá cogido cariño a los residentes, ¿no?

—Ya lo creo. —Bebió un sorbo de café—. Yo no tengo padres. Murieron.

—Lo siento.

—Ocurrió hace mucho, no se preocupe. El caso es que para mí estos viejitos son entrañables.

—¿Y las familias? ¿Los visitan o los dejan aquí como si fuera esto un guardamuebles?

—Hay de todo —admitió Otero.

—Sí, como en el caso de ese anciano del que me habló, el que nunca recibe visitas —comentó Miguel, que por fin podía orientar la conversación hacia donde le interesaba.

—¿Don Rodrigo? Sí, ya le dije que lleva aquí desde el principio.

—¿Sabe qué le digo?

—¿Qué? —Ana sonreía como una colegiala.

—Que me gustaría saludar a ese hombre. ¿Es posible?

—Pues eso sí que tiene gracia —dijo.

—¿Por qué?

—Porque es usted la segunda persona que pregunta hoy por él.

Miguel sintió que su estómago daba una vuelta de campana.

—¿Alguien ha venido a visitarlo?

—Sí, un hombre mayor que dijo que lo conocía. Nos sorprendió a todos, la verdad. Y, por cierto, aún debe de estar con él en su habitación, porque no les he visto en toda la tarde.

Miguel trató de tranquilizarse.

—¿Quién era ese amigo?

—Venga, vamos a ver si aún están juntos. En el registro tengo anotado el nombre. Lo miramos de camino.

Miguel siguió a Ana Otero, que de vez en cuando se volvía y le regalaba una sonrisa. Él se esforzaba en parecer interesado en ella y se obligaba a no correr hacia la habitación de don Rodrigo. ¿Quién era el hombre que estaba con el anciano?

Ana Otero se detuvo en el mostrador de recepción y consultó un libro.

—Veamos —dijo mientras pasaba una página—. Sí, aquí está: Gerardo García Ávalos.

Miguel tuvo que sujetarse en el mostrador para no caerse.

Ana Otero llamó a la puerta del anciano, pero no hubo respuesta.

—Qué extraño —dijo.

Insistió, pero con idéntico resultado. Finalmente, abrió la puerta y ambos entraron en la habitación.

La cara de asombro de Ana Otero demostraba que, al contrario de lo que imaginaba, en realidad no sabía todo lo que ocurría en aquella residencia. Miguel comprendió de inmediato que ella desconocía la existencia de un mecanismo que abría la puerta disimulada por una estantería y que daba acceso a una estancia en el interior de la antigua capilla.

—¿Qué es esto?

Miguel entró en la guarida secreta de don Rodrigo, que se mostraba levemente iluminada por una lámpara de pie apostada junto a un sillón. Había una ventana abierta en la pared opuesta, pero había anochecido y por ella no entraba luz alguna.

—¿Qué coño es esto? —murmuró.

Al fondo vio un piano. Recorrió con la vista las paredes, forradas de piedra y madera. Los muebles eran lujosos y cómodos. La mortecina luz de la lámpara le permitió ver algunos cuadros. Uno de ellos le resultó familiar, pero no conseguía saber por qué.

El apartamento parecía vacío. ¿Dónde estaban don Rodrigo y el visitante que dijo ser Ávalos? Sus ojos se acostumbraron a la débil claridad reinante y no tardó en comprender que algo había ocurrido en aquella estancia. Había libros tirados en el suelo, objetos rotos… Alguien había registrado el apartamento.

De pronto, se sobresaltó al leer los títulos de tres libros que reposaban sobre una mesa de cristal:
Dueño del mundo
,
Las Indias negras
y
Viaje al centro de la Tierra
. Había otro volumen tirado en el suelo, con la portada boca abajo.

En ese instante, Ana Otero gritó.

Miguel se giró y miró en dirección al lugar hacia donde lo hacía la secretaria, cuyo rostro parecía aterrado. Allí estaba don Rodrigo, tendido en el suelo y, por lo que parecía, muerto.

Miguel se precipitó hacia el anciano. Tenía un fuerte golpe en la cabeza. De la herida había manado abundante sangre. Capellán comprobó que carecía de pulso, y entonces su mente práctica se puso en acción. Tenía que estudiar aquella estancia, y debía hacerlo sin testigos.

—Rápido, avise a la policía —dijo a la secretaria. Pero ella parecía paralizada. Miguel se acercó a ella, la cogió por los hombros y la zarandeó—. Avíselos.

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