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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (38 page)

BOOK: La tumba de Verne
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—¿Eso lo cuenta también Gaston en esa carta? —Estrela miró los papeles amarillentos que reposaban sobre la mesa.

—Gaston explica por qué disparó a su tío en 1886, cuando los Superiores Desconocidos comprendieron el giro que habían experimentado las convicciones de Verne. Su pluma ya no era tan dócil como hasta entonces, y decidieron darle una severa advertencia a través de Gaston.

—¿El sobrino de Verne también estaba involucrado en toda esa trama?

—Gaston había entrado en contacto con la orden a través de Julio, pero era un joven manejable, una excelente mano de obra para ejecutar cualquier proyecto.

—¿Incluso para matar? ¿No decía usted que Agartha es un mundo de justicia y perfección? ¿Qué clase de enviados son los Superiores Desconocidos?

—Te dije al principio de mi relato que no hay diferencia alguna entre los ángeles y los demonios. Todos proceden del mismo lugar, y todos representan un papel necesario, aunque los hombres no lo comprendamos. Por lo que deduzco de la lectura de la carta, las ideas limpias que llegaron de ese reino oculto a Occidente no tardaron en ser corrompidas. La orden priorizó el control del poder sobre el viejo sueño de transformar el espíritu del mundo.

—¿Y qué tiene todo esto que ver conmigo y con mi abuelo?

—Verás, todos los biógrafos de Verne coinciden en señalar que en 1898 quemó miles de criptogramas de su invención, numerosos documentos personales y cartas, pero siguió trabajando hasta su muerte, en 1905.

—¿Por qué lo hizo?

—Según Gaston, su tío había tomado la decisión de poner por escrito cuanto había conocido a través de los Superiores Desconocidos, y eso era algo que no podían permitir. De manera que ideó un modo de esconder la información, según confesó a un joven estudiante italiano llamado Mario Turiello, con quien se carteó en la recta final de su vida. En una de aquellas misivas, Verne explicaba cómo la quema de documentos había sido, nunca mejor dicho, una cortina de humo. Pretendía hacer creer que había destruido aquel escrito en el que trabajaba, cuando en realidad lo había ocultado, y dejó las pistas necesarias para que pudiera ser localizado en el futuro. Las cartas de Verne a Turiello fueron interceptadas por la orden. Todas, salvo una: la que contenía las instrucciones que conducían hasta el peligroso manuscrito.

—Entonces, ¿hay un manuscrito de Verne por descubrir?

—¡Exacto! —exclamó Matías—. El manuscrito en el que Verne comparte con el mundo el secreto de la inmortalidad. El manuscrito que tú, Estrela, debes encontrar para salvar la vida de tu abuelo.

Estrela contempló al hombre que tenía ante ella con una expresión de estupor. De manera que toda aquella extravagante historia tenía por objeto hacerla creer que el famoso novelista francés era depositario de un fabuloso secreto, nada menos que el modo de acceder a la inmortalidad. Y todo ello merced a su relación con unos enigmáticos seres procedentes de un mundo oculto.

—¡Está usted loco!

Matías Novoa suspiró con una mezcla de resignación y amargura.

—Eso es lo que me interesa que crea todo el mundo, pero la verdad es que tenía muchas esperanzas depositadas en que tú no fueras como los demás. —Hizo una pausa teatral, y añadió—: Y aún las tengo. —Dejó caer sobre la mesa un papel que sacó de un bolsillo interior de su chaqueta—. ¡La carta en la que Verne explica a Turiello dónde ha ocultado el manuscrito que tituló
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
!

Estrela miró el papel con recelo.

—¿Dónde la encontró?

—Eso es lo de menos —respondió Matías—. Ya te dije que tengo mucho dinero y que no he dudado en gastarlo en conseguir retazos de la vida de Julio Verne.

—¿
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
?

—Concédeme cinco minutos más —solicitó el anciano—. Déjame que te explique algo: el mismo año en que Verne tomó la decisión de quemar papeles y documentos personales, cuando simuló destruir la delicada información que poseía, acudió a un escultor amigo suyo, Albert Roze, dispuesto a poner en marcha un plan extraordinario. Roze posiblemente estaba vinculado con el mundo esotérico con el que Verne estaba familiarizado, de manera que la idea de encriptar información en un sepulcro no le resultaría extraña. Y es que Verne había urdido el último acertijo de su vida.

»Encargó a Albert Roze la realización de su tumba y le dio instrucciones precisas de cómo debía ser el mausoleo, que estaría repleto de elementos esotéricos capaces de distraer la atención del espectador para que este no reparara en lo más trascendental: la tumba de Verne conducía al manuscrito perdido.

—¿Me va a decir que usted sabe dónde está esa obra?

—Naturalmente, porque el mismo Verne lo explica en esa carta que envió a Turiello, en quien pareció tener una gran confianza. —Matías sonrió y miró fijamente a Estrela—. Verás, Verne ordenó a Roze que el conjunto escultórico de su sepulcro llevara por título
Vers l’immortalité et l’éternelle jeunesse
. Es decir,
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
. ¿Te das cuenta? El mismo título que había elegido para la obra que nunca publicó.

»El caso es que Roze presentó en 1907, dos años después de la muerte de Verne, el diseño del mausoleo en la Exposición de Artistas Franceses bajo ese título. Pero cuando se inauguró el sepulcro en el cementerio de La Madeleine, en Amiens, ese epitafio no aparecía por ningún lado. Desde entonces, los estudiosos tratan de encontrar sentido a ese aparente olvido de Albert Roze.

—En cambio, ¿usted cree que todo era un plan urdido por Verne?

—Desde luego —respondió Matías con una extraña calma—. Yo mismo he visto el lugar donde está escondido el manuscrito. Las instrucciones de Verne son precisas. De hecho, los primeros pasos para descubrir su secreto los puso a la vista de todo el mundo, no solo en la tumba, sino también en la novela que yo compré en aquella librería de viejo en Luxemburgo. —Señaló el libro que había sacado hacía unos instantes de la caja fuerte—. Fíjate en el título:
El testamento de un excéntrico
—dijo mostrando la portada de aquella novela—. ¿No te parece significativo? Y más si sabemos que la escribió poco después de quemar sus papeles y comenzar el proyecto de su tumba.

—¿Y cómo es que nadie hasta ahora ha reparado en todo lo que usted me cuenta?

—No me malinterpretes. No he pretendido decir que yo haya sido el primero en darme cuenta de la historia del epitafio desaparecido o en que tal vez esa novela guarda algún secreto. Aquí, en España, el periodista Juan José Benítez estudió con interés el tema
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en uno de sus libros. Y también un maestro de escuela jubilado, un gran investigador llamado Gerardo García Ávalos, sospechó algo así. De hecho, fue a él a quien escribí hace unos meses con el propósito de confiarle todo cuanto ahora te estoy contando a ti. Me pareció un hombre de fiar.

—¿Y por qué me cuenta entonces todo esto a mí si ya se lo dijo a ese escritor?

—Porque no pude poner en sus manos el final de esta historia. Lo mataron antes de que viniera a verme y pudiera entregarle la carta de Verne a Turiello.

—¿Cómo que lo mataron? ¿Quién lo mató?

—Los hombres sin rostro de los que habla Gaston en su carta. Debes comprender que la eternidad es un sueño que atraviesa los siglos, y no se detuvo en Verne ni en la época en que le tocó vivir.

Estrela comprendió de pronto. La cabeza le daba vueltas.

—¿Por eso usted se esconde aquí?

—Al fin lo has entendido. —El rostro de Matías había adquirido una expresión grave—. Hace unos años, cuando aún era un hombre de negocios de éxito, cometí la torpeza de conceder una entrevista a un periodista que quería que le relatara mi aventura emulando a Phileas Fogg en el viaje que emprendí alrededor del mundo. —Sacó del interior de la novela una hoja de periódico amarillenta y se la mostró a Estrela. En ella aparecía retratado Novoa con diez años menos—. Supongo que no medí bien mis palabras y, además de narrar algunas anécdotas del viaje, mencioné el descubrimiento de la carta de Gaston a su hermano Maurice, y la de Verne a Turiello. Poco después, mi casa sufrió un incendio devastador y yo estuve a punto de morir atrapado por el fuego.

—¿Fue entonces cuando simuló su muerte?

—Así es, pero para entonces yo mismo había visto el lugar donde está oculto el último Verne.

—¿Y por qué no se hizo con él?

—Estuve a punto de ceder a esa tentación. Las instrucciones eran exactas. Lo tenía al alcance de mi mano, pero, como te dije, estoy solo en el mundo. No tengo hijos, ni nietas que me quieran como tú a tu abuelo. La verdad es que estoy cansado. El mundo me aburre. Pero, a pesar de que me aburre, tengo miedo a que me saquen de él a la fuerza. —Hizo una pausa y clavó sus ojos en los de la muchacha—. Debes saberlo todo. Es lo justo. —Tomó aire y pareció buscar las palabras adecuadas. Al parecer, creyó encontrarlas unos segundos más tarde—. Como te dije, he gastado mucho dinero en mi colección sobre Verne, pero una de las cosas que menos me costó fue precisamente esa carta a Turiello. El hombre que me la vendió me confesó que hacía tiempo que deseaba deshacerse de ella. Temía por su vida. Otras personas que como él buscaron esa carta habían muerto o desaparecido en misteriosas circunstancias. Creía firmemente que los hombres sin rostro no tardarían en caer sobre él. ¿Comprendes por qué nunca me atreví a apoderarme del manuscrito?

Estrela no dijo nada. No sabía qué decir.

—Hace unos meses leí un artículo magnífico sobre Verne firmado por ese escritor que antes mencioné, Ávalos —prosiguió Novoa—. Me informé sobre él. Hacía tiempo que contemplaba la posibilidad de legar esta pesada carga a alguien, y Ávalos me pareció un hombre en quien podía confiar.

—Pero lo asesinaron —dijo Estrela.

—Así fue. Y mis planes se quebraron. Al saber que Ávalos había muerto imaginé que los hombres sin rostro habían dado conmigo, puesto que era evidente que controlaban mi correspondencia. Y, entonces, pensé en ti.

13

M
ario Turiello! ¡Maldita sea! —bramó Miguel.

Era irritante. Primero había robado el manuscrito de la novela de Ávalos con la seguridad de que en él encontraría las claves del enigma que había unido al final de su vida al viejo maestro de escuela con Julio Verne, y resultó que la novela estaba inacabada. Después, se había ganado la confianza de la rocosa Alexia para conseguir una copia de la carta de Gaston a su hermano Maurice, y resultaba que tampoco allí se desvanecían las sombras que la novela de Ávalos dibujaba. La clave final estaba en una carta de Verne a Mario Turiello.

Miguel comprendió en ese momento por qué el informador de Ávalos lo había citado personalmente. El propósito debía ser entregarle ese documento.

—¡Ahora hay que encontrar esa carta!

Tenía que encontrar a Nemo.

Media hora más tarde, Capellán recogió en su hotel a Alexia. Era una mañana cenicienta y húmeda.

Ella entró en el Golf llenándolo con su aroma. Miguel repasó de arriba abajo el ejemplar de hembra que se sentaba junto a él, y tras los primeros segundos de peritaje tuvo que reconocer que pocas veces había estado junto a una mujer tan fascinante y sofisticada. No era una belleza, pero aquella cuarentona derramaba clase en cada gesto. Alexia asustaba.

Como si su fondo de armario fuera mágico, día tras día la abogada lo sorprendía con un nuevo conjunto. Esta vez, la chaqueta y la falda eran grises. Los tacones, superlativos. El abrigo, de un gris más intensamente oscuro que el traje. Las piernas, largas y tentadoras.

Al cabo de unos segundos, Miguel desvió la mirada. Los ojos de la
Bacall
lo habían sorprendido en mitad de su escrutinio.

—¿Qué has sacado en claro? —preguntó Alexia. Una sonrisa fugaz se dibujó en sus labios—. Me refiero a la carta —añadió con ironía. Miguel se sintió enrojecer—. ¿Tienes idea de dónde puede estar la carta que Verne envió a ese tal Turiello? Y, por cierto, ¿qué sabes de ese italiano? —Había desaparecido la ironía dando paso a su habitual tono frío y profesional.

Miguel fijó su mirada en la carretera.

—La carta tiene que ser el motivo por el cual Nemo citó a tu padre en esa residencia de ancianos —respondió—. No quería correr el riesgo de enviársela por correo. En cuanto a Turiello, recuerdo haber leído algo sobre él en las biografías que compré sobre Verne. Era un estudiante que se carteó con Verne en los últimos años de vida de este. Turiello lo admiraba y se atrevió a escribirle cuando apenas tenía dieciocho años. Verne le respondió confesándole primero que temía no tener tiempo para publicar todas las obras que tenía escritas. Hablaba de manuscritos inéditos. —Miró a Alexia y añadió—: Ya has visto la nota que tu padre añadió en la carta. —Ella asintió.

—¿Crees entonces posible que uno de esos manuscritos inéditos fuera
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
y que le confió el lugar donde lo había escondido?

—O nos creemos lo que dice la carta o no nos lo creemos —respondió Miguel sin apartar la vista de la carretera—. Si aceptamos que Verne formó parte de una sociedad literaria vinculada a una orden de iniciados desconocida y si admitimos la existencia de los hombres sin rostro de los que habla Gaston, habrá que aceptar que Verne escribió lo que sabía, ocultó el manuscrito en alguna parte y envió a Turiello las pistas para encontrarlo.

—Entonces, puede ser que el propio Turiello se hubiera hecho con ese manuscrito, ¿no crees?

—No lo sé —admitió Miguel—. Gaston asegura que aquel hombre que lo visitó confesó que Turiello nunca recibió la última carta de Verne.

Durante varios minutos un tenso silencio se acomodó junto a ellos. Miguel condujo con cuidado por carreteras comarcales y, más tarde, por rutas estrechas rumbo a La Isla.

—Disfrutas con todo esto, ¿verdad? —preguntó de pronto Alexia.

—¿A qué te refieres?

—Lo veo en tu cara, en tus ojos —dijo la abogada—. He visto esa obsesión muchas veces en el rostro de mi padre cuando era niña.

—¿Aún crees que estoy loco? —Miguel alzó la voz mirándola de reojo—. ¿Todavía crees que tu padre lo estaba? Tú misma dijiste que creías que a Carmona lo habían matado porque iba a reabrir el caso del asesinato de tu padre.

—Te pareces a él —comentó Alexia—. En cuanto a lo de Carmona, ya no sé qué pensar. A lo mejor fue un accidente sin más. Y la autopsia no pudo revelar nada claro sobre cómo murió mi padre.

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