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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (40 page)

BOOK: La tumba de Verne
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Ana Otero reaccionó y, arrastrando los pies, salió de la habitación.

Miguel, por su parte, encendió las luces y comenzó a examinar la guarida de don Rodrigo. No sabía qué hacer ni por dónde empezar. Si lo que pretendía era localizar la carta de Verne a Turiello, sin duda había llegado tarde. Supuso que alguien se le había adelantado.

Su mirada se detuvo en el cuadro que le había llamado la atención. Y al fin lo reconoció. Era una reproducción de
Viajero ante el mar de niebla
, de Caspar David Friedrich. Recordó que Jesús Sinclair, el personaje creado por Ávalos, mencionaba aquel lienzo afirmando que Verne dio indicaciones al dibujante Riou para que se inspirara en él a la hora de realizar las ilustraciones del capitán Nemo. Sinclair aseguraba que la elección de aquel cuadro era un guiño de Verne para conducir al lector tras los pasos de la sociedad de La Niebla, pero cuidándose de no mencionarla explícitamente.

El periodista observó la escena ideada por el pintor alemán. Él mismo había visto la edición ilustrada en la que aparecía Nemo en una composición muy similar. Se trataba de un canto al movimiento romántico: la niebla envolviendo las altas montañas, la fuerza de la naturaleza en su manifestación más extrema y primitiva, un hombre vestido con levita y situado de espaldas al espectador contemplando el paisaje al borde de la racionalidad… Nadie podría descubrir la identidad de aquel viajero. Podría ser cualquiera. Podría ser nadie. Podía ser Nemo.

Aturdido por la fuerza de aquella escena y sintiéndose aún más cerca del escurridizo Nemo, sus ojos regresaron a los libros que había visto sobre la mesa nada más entrar en la habitación. Se acercó y recogió del suelo el cuarto libro, el que estaba con la portada boca abajo.
El testamento de un excéntrico
, leyó. En su interior, Miguel descubrió que había una vieja hoja de periódico. Pertenecía a una antigua edición del
Faro de Vigo
. Desdobló la hoja y se sorprendió al ver el rostro del hombre que aparecía en la fotografía. Era don Rodrigo, pero mucho más joven. Se trataba de una larga entrevista presidida por un sonoro titular: «El Phileas Fogg gallego». Pero lo más extraordinario era que al entrevistado no lo llamaban Rodrigo, sino Matías Novoa.

En ese momento, Miguel escuchó pasos apresurados en el pasillo. Supuso que Ana Otero regresaba acompañada por otras personas. Antes de que irrumpieran en la habitación, se guardó la novela y la hoja de periódico en el chaquetón.

14

U
na hora más tarde, la habitación secreta de don Rodrigo había dejado de serlo por completo. Encabezados por el inspector Ríos, un hombre corpulento, no demasiado alto, cuarentón y que lucía una rala barba entrecana, un puñado de policías se había hecho cargo de la situación. La investigación estaba en marcha. La policía científica metió sus adiestradas narices en el apartamento buscando alguna pista que esclareciera los hechos; el juez se personó poco después, y Miguel se encontró atrapado allí, sin saber cómo escabullirse.

—¿Quién encontró el cadáver? —preguntó Ríos al director de La Isla.

—Fue mi secretaria —respondió Marino Rey señalando a Ana Otero.

El policía se acercó a Otero, que estaba sentada en una silla en la habitación contigua a la estancia secreta, la habitación que todo el mundo creía que era la que ocupaba el anciano.

—¿Me podría explicar qué es lo que ha ocurrido aquí? —El inspector se sentó en el borde de la cama, frente a Ana Otero.

La secretaria hizo un resumen bastante exacto de lo sucedido. Le habló del deseo de Miguel Capellán, que se encontraba sentado en el otro extremo de la cama, de saludar al difunto don Rodrigo. Había relatado a Miguel la triste historia del asilado, que nadie lo visitaba, y, al saber esa circunstancia, Capellán mostró su deseo de conocerlo.

—Entonces vinimos aquí —prosiguió Otero—. Llamé a la puerta, pero, como no abría nadie, me pareció extraño, porque hoy don Rodrigo había tenido una visita por primera vez en todos estos años.

—¿Una visita?

La secretaria le dijo que aquella misma tarde había llegado a la residencia un hombre diciendo que era amigo del anciano. Confesó que a todos les pareció extraño que después de tantos años alguien se presentara allí diciendo conocer a don Rodrigo, pero al mismo tiempo todo el personal se mostró encantado con la noticia.

—¿El director también vio a ese hombre?

—¡Oh, no! Don Marino había tenido que ir a Vigo esta tarde.

—He visto que tienen ustedes cámaras de vigilancia —comentó el policía—. Imagino que en las grabaciones se verá a ese hombre. ¿Cómo era?

—Sí, tenemos cámaras. —Ana Otero se sonó la nariz—. Ese hombre parecía mayor, no sé… Unos sesenta años, tal vez. Llevaba un abrigo oscuro y me llamó la atención que luciera un sombrero. Ya casi nadie lleva sombrero.

Miguel se revolvió inquieto al escuchar el detalle del sombrero.

—¿Dijo cómo se llamaba?

—Está anotado en el libro de visitas —respondió Ana—. Lo miramos antes, ¿verdad? —añadió dirigiéndose a Miguel.

Ríos clavó sus ojos negros en Capellán. El policía se había desprendido de su gabardina, lo cual permitió comprobar mejor que padecía sobrepeso.

—Gerardo García Ávalos —dijo Miguel, quien, tras reflexionar sobre lo que más le convenía decir y hacer, había tomado una decisión—. Pero era un nombre falso, o se trata de una extraordinaria casualidad.

Ríos pareció olvidar a Ana Otero y se concentró en Miguel.

—¿Y usted es…?

—Miguel Capellán. Había venido aquí a pedir información sobre la residencia y sobre los requisitos necesarios para solicitar plaza para un familiar.

—¿Un familiar?

Miguel dudó. Su padre había muerto unos años antes. Aquel inspector le pareció un zorro del que cuidarse, y tal vez comprobara el dato de si tenía realmente un padre al que asilar. Esperaba que Ana no dijera nada al respecto, ni se le ocurriera mencionar el dato de que Miguel estaba casado.

—Así es —respondió cuidándose de no citar a qué familiar pensaba ingresar en el geriátrico.

—¿Y cómo sabe que ese nombre —Ríos consultó un pequeño cuaderno donde iba anotando cosas—, Gerardo García Ávalos, es falso?

—Porque Ávalos era un escritor a quien conocí, y ha muerto hace unas semanas.

—Podría ser otro hombre que se llamara igual, ¿no cree?

—Por eso le dije que también podía ser una casualidad —recordó Miguel.

Ríos guardó silencio. Parecía estar moliendo alguna idea con lentitud.

—¿Sabe lo que le digo? Que lo que me parece una casualidad es que a ese hombre de ahí dentro —miró hacia la habitación secreta— lo hayan matado la misma tarde en que usted, que al parecer conocía al tal Ávalos, estaba aquí. ¿No le parece extraño que el difunto recibiera una visita por vez primera en muchos años el mismo día en que usted aparece?

—Oiga, yo no tengo nada que ver en todo esto.

—Sí, ya sé. —Ríos sonrió sin ganas—. Es una casualidad. —El policía se levantó de la cama y mirando a Ana y Miguel dijo—: Se vienen conmigo a ver esas grabaciones de las cámaras de seguridad. Veremos si reconocen o no al misterioso visitante al que, por cierto, nadie parece haber visto marcharse.

—Pudo salir por la ventana que está abierta —comentó un policía joven que había asistido en silencio al interrogatorio—. Hay huellas de zapato en el marco de la ventana.

Ríos miró al policía.

—Pues ya tenemos algo —dijo—. Veremos qué más aparece.

En aquel momento, el inspector Ríos no podía saber que no aparecería nada más. Ni una huella, ni el más mínimo indicio de quién había golpeado a don Rodrigo provocando su muerte. Tampoco se descubrió el arma homicida, ni se encontró otro rastro del misterioso visitante que las huellas que dejó en la parte trasera del jardín hasta llegar a la pequeña puerta de metal que, al parecer, saltó. Las cámaras de seguridad no pudieron ofrecer ni una sola imagen de su huida.

Hubo más suerte cuando se repasaron las grabaciones de las cámaras de la fachada principal correspondientes a la tarde del crimen. En ellas aparecía un hombre de mediana estatura, más bajo que el verdadero Ávalos, según Miguel Capellán informó al inspector Ríos. El desconocido parecía haber llegado andando a la residencia, pues las cámaras del aparcamiento no recogían ningún vehículo en el que hubiera podido acercarse hasta allí.

El hombre, en efecto, vestía un abrigo oscuro y llevaba la cabeza cubierta por un sombrero. En alguno de los planos, no obstante, se veía su rostro. Parecía, como Ana Otero comentó, un hombre maduro, de más de sesenta años.

—No es Ávalos —dijo Capellán al policía—. Ávalos ha muerto.

—Y usted que parece saber tanto sobre ese Ávalos, ¿no me sabrá decir a mí por qué ese tipo de la imagen se hizo pasar por él? ¿Qué interés podía tener en matar al tal Rodrigo? ¿Por qué registró su habitación?

—No tengo ni idea —respondió Capellán sosteniendo la mirada de Ríos.

El policía clavó sus ojos en la imagen paralizada del desconocido que aparecía en la pantalla.

—Vamos a ver qué nos tiene que decir el señor Rey de esa habitación secreta —dijo.

—¿Me puedo marchar? —preguntó Miguel, quien por una parte dudaba si seguir allí para ver qué más podía averiguar por su cuenta o escabullirse para no seguir exponiéndose a la mirada de zorro del inspector Ríos.

—¿Tiene prisa? —El policía lo miró de arriba abajo.

—No sé qué más puedo hacer aquí.

—Eso lo decido yo, no usted —replicó con aspereza Ríos. Miguel observó que el inspector respiraba con dificultad—. Me va a decir su número de teléfono móvil, por si vuelvo a necesitarlo. —Hizo una pausa antes de añadir—: Y no sé por qué me parece a mí que sí que lo voy a necesitar.

Miguel abandonó el geriátrico sintiendo la mirada de Ríos clavada en su espalda. Si aquel tipo era bueno en su trabajo, y Capellán sospechó que debía serlo, no tardaría en averiguar que también Ávalos había muerto en extrañas circunstancias y que su casa fue igualmente registrada la noche en que murió. Si tiraba de ese hilo, descubriría que él, Miguel, había sido interrogado igualmente en aquella ocasión, pues parecía que tenía el don de convertirse en heraldo de la muerte: anciano a quien visitaba, anciano que era asesinado.

Sí, no cabía la menor duda de que el inspector Ríos lo volvería a llamar, pensó mientras acariciaba la novela que había sustraído de la habitación de don Rodrigo, la misma entre cuyas páginas aparecía aquella amarillenta hoja de periódico.

—¿Qué te pasa? Tienes una cara horrible —observó Alexia cuando Miguel entró en su habitación cuarenta y cinco minutos después de haberse zafado del inspector Ríos.

—¿Qué me pasa? ¡Joder! ¡Ni te lo imaginas!

Capellán resumió todo cuanto había sucedido en La Isla. Y a continuación mostró a Alexia la hoja de periódico que había encontrado entre las páginas de
El testamento de un excéntrico
. El paso del tiempo y el hecho de haber sido doblada varias veces habían emborronado algunas palabras. Además, en algún momento había caído sobre el papel agua, desdibujando aún más palabras del texto.

Ella se sentó en la cama y comenzó a leer la entrevista publicada años antes en el
Faro de Vigo
.

Matías Novoa, reconocido empre
sario
[106]
hostelero de Vigo, ha hecho realidad su sueño de emular a Phileas Fogg, el popular personaje creado por Julio Verne en la novela
La Vuelta al mundo en ochenta días
. Nov
oa
re
gr
esó recientemente de Londres, desde donde partió y adonde regresó el pasado día 21 de diciembre tras realizar las mismas etapas que cubrió el protagonista de la novela. A su re
gr
es
o a Vi
go, Novoa tuvo la amabilidad de recibirnos en su casa. El prestigioso restaurador respondió a nuestras preguntas sin poder evitar el brillo de la emoción en su mirada cada vez que el nombre
de
Ju
li
o V
ern
e
se
colaba en la conversación.

—¿Qué lleva a un hombre
d
e
é
xi
to a re
alizar un viaje como ese en ochenta días cuando la vuelta al mundo se puede hacer en mucho menos tiempo en la actualidad?

—Se trataba de cumplir un sueño. Desde que era niño, siempre quise dar la vuelta al mundo siguiendo estrictamente el itinerario de Fogg. Ahora, c
on
sesenta años a cuestas, me lo podía permitir. Quise emular a Nellie Bly
[107]
.

—¿Quién fue Nellie Bly?

—Usted, como periodista, debería haber oído hablar de ella. En realidad, se llamó Elizabeth Cochrane. Era una joven increíble, na
c
i
da en Pe
nsilvania. Una mujer extraordinaria, que pretendió dar una lección a los hombres de su época demostrando que una veinteañera como ella po
día es
cr
ibir
reportajes que ningún hombre superaría. Vestía como una aventurera si la ocasión lo requería, o se hacía pasar por loca para ingresar en un psiquiátrico y así documentarse de primera mano sobre cómo era la vida allí dentro. En noviembre de 1889, lord Joseph Pulitzer, dueño del diario neoyorquino
The New York World
,le propuso realizar la misma proeza que llevó a cabo Phileas Fogg en la novela. Nadie había hecho aquel viaje en la vida real, y Nellie recogió el guante. Ella haría el viaje y relataría en diferentes artículos enviados telegráficamente por dónde iba en cada momento. Las ventas del periódico fueron extraordinarias. Todo el mundo seguía con pasión las andanzas de Nellie. E incluso ella visitó a Verne en su casa de Amiens y relató lo agradable que había sido el e
ncu
en
tr
o. Verne se mostró encantado con la aventura, y deseó que lograra rebajar la marca de ochenta días. Y de hecho, cuando ella batió el récord dejándolo en setenta y dos días, seis horas y unos minutos, Verne envió un telegrama felicitándola.

—¿Esa historia es cierta?

—No tiene más que comprobarlo.

—¿Puede recordarnos las etapas de Phileas Fogg?

—Sí, claro. Fogg parte
d
e
L
on
d
res el día 2 de octubre de 1872 después de apostar con sus amigos del Reform Club que era posible hacer ese viaje en el tiempo previsto. Toma el tren de Dover a las 8.45 horas para, desde allí, cubrir una etapa que lo conduciría hasta Suez, por el Monte Cenis y Brindisi, en ferrocarril y paquebote. Debía realizar ese trayecto en siete días. A continuación, emplearía trece días en cubrir la distancia entre Suez y Bombay; tres días, entre Bombay y Calcuta; trece días, entre Calcuta y Hong Kong; seis días, entre Hong Kong y Yokohama (Japón); veintidós días, entre Yokohama y San Francisco; siete días, entre San Francisco y Nueva York, y, finalmente, nueve días para ir desde Nueva York a Londres.

—Pero hoy en día esas distancias se pueden cubrir en mucho menos tiempo…

—Por supuesto. Podía haber ido en avión, si hubiera querido. Pero no quería. Y, aunque hoy los ferrocarriles o los barcos son mucho más rápidos, me demo
r
a
ba el
tiempo necesario para emplear los días exactos en cada trayecto.

—¿Y qué ganaba con eso?

—Como ya le dije, cumplir un sueño. Tengo dinero suficiente como para permitirme emplearlo en mi pasión: Julio Verne.

—¿Cuándo surgió en usted ese interés por Verne?

—Desde niño, como consecuencia de una ley
en
da familiar que asegur
aba q
ue en cierta ocasión, cuando en 1878 Verne llegó a bordo de su
ba
rc
o, el
Saint
-Michel
, a la bahía de Vigo, un antepasado mío lo vio conversando en la playa con un hombre al que Verne llamó Nemo.

—¿Me está diciendo que Nemo es un persona
je r
eal?

—Le he confesado lo que una leyenda de mi familia asegura, nada más.

—Y, dígame, ¿tiene previsto realizar alguno de los otros viajes extraordinarios de Verne?

—Digamos que estoy tras la pista que me conducirá al más extraordinario de todos ellos.

—¿Podría adelantarnos a
lg
o?

—En los últimos años he dedicado buena parte de mi fortuna a reunir una excelente colección de objetos relacionados con Verne: ediciones originales de sus obras, objetos personales del escritor… En esa búsqueda fue cuando descubrí en una librería de viejo de Luxemburgo una primera edici
ón de
El
testamento de un excéntrico
, una novela poco conocida de Verne y que, sin embargo, contiene las pistas de las que antes le hablé para descubrir el secreto mejor guardado del novelista.

—¿En qué consiste ese secreto?

—Eso
n
o
se
lo
pu
edo decir aún. Lo que sí le puedo confesar es que, en las páginas de aquel libro, descubrí una carta firmada por Gaston Verne, el sobrino de Julio que le disparó en 1886 dejándolo cojo para siempre. Nunca se han esclarecido los motivos por los cuales Gaston, que era el sobrino favorito de Julio, disparó sobre su tío. Pero, en esa carta que Gaston dirige a su hermano Maurice y escrita en el psiquiátrico donde lo encerraron tras el atentado, se relatan los motivos que le llevaron a hacerlo. La carta desvela la cara oculta de Verne.

—¿Una c
a
ra
oc
ulta? ¿Qué quiere decir?

—Verne perteneció a una sociedad literaria llamada La Niebla, la cual, a su vez, era guiada por una orden secreta
des
conocida, que tenía miembros infiltrados en diferentes sociedades herméticas. Fue allí donde se hizo acreedor de un formidable secreto.

—¿Por qué no puede decir cuál es ese secreto?

—Aún no estoy en condiciones de divulgarlo, puesto que me falta conseguir la última prueba.

—¿Qué prueba es esa?

—Un manus
cri
to inédito de Verne que el propio novelista ocultó después de haber simulado que lo quemaba junto a numerosos documentos más en 1898.

—¿Verne quemó documentos personales en 1898? ¿Por qué?

—Hasta que leí esa carta de Gaston Verne, yo tampoco lo sabía. Ahora sé que lo hizo porq
ue
tenía miedo. Los disparos de su sobrino fueron una advertencia para que no divulgara lo que sabía. Pero Verne le
co
nfesó a Mario Turiello, un estudiante italiano con quien se carteó al final de su vida, que había escrito un último libro.

—¿El último Verne?

—Exacto. El último Verne.
Ha
cia la i
nmortalidad y la eterna juventud
.

—Y dice usted que ha localizado esa obra inédita.

—He descubierto dónde la ocultó Verne.

—¿Y dónde está?

—Comprenderá que me reserve ese dato. Le diré simplemente que Verne en cierta ocasión, según Gaston cuenta en su carta, dijo a su sobrino que la mejor forma de ocultar algo es ponerlo delante de las narices de todo el mundo. Si quisiera esconder una piedra, le confesó, la pondría entre otras muchas idénticas. Ahora le puedo asegurar que eso fue lo que hizo: ocultar aquel manuscrito bajo una piedra. Las claves para encontrarla están donde Ve
rne
nace.

—¿Qué hará cuando se haga con ese manuscrito? ¿Lo divulgará?

—Podré responderle si un día me atrevo a ir a buscar ese tesoro.

—¿Por qué no habría de atreverse?

El señor Novoa, por toda respuesta, nos regaló una sonrisa y se encogió de hombros.

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