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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (43 page)

—¿De qué?

Entonces puso sobre la mesa de cristal la hoja de periódico.

—Fíjate, a estas líneas les ha sucedido algo parecido. El paso del tiempo ha borrado algunas letras y yo leí su contenido interpretando lo que parecía más lógico, pero cometí un gravísimo error, Alexia.

—¿Un error?

Por toda respuesta, Miguel recorrió con su dedo índice una frase de la entrevista: «Las claves para encontrarla están donde Ve
rne
nace»

—No veo el error —reconoció Alexia sin apartar la mirada del texto—. Me parece que la frase no tiene vuelta de hoja.

—¿No te das cuenta de que entre la palabra «Verne» y la palabra «nace» hay un espacio que sobra?

—Sí, es cierto, pero…

—En realidad, no sobra espacio. Lo que ha pasado es que se han borrado letras —atajó Miguel—. Dos letras. Novoa no dijo que la clave estuviera donde Verne nace, sino donde Verne renace.

—¿Donde Verne renace?

Miguel abrió el archivo de fotografías de su teléfono móvil. A continuación mostró a Alexia la imagen de un mausoleo en el que aparecía un hombre de mármol escapando del reino de los muertos.

—¿Recuerdas las fotografías que tu padre tenía en su estudio? Nos hemos equivocado de ciudad, Alexia. No hay que buscar las pistas que conducen hasta el manuscrito en la cuna de Verne, sino en su tumba.

16

Amiensa (Francia), diciembre de 2011

C
imetière de La Madeleine», se leía en el cartel colocado sobre la verja de la entrada pintada de color verde. Más abajo, el letrero recordaba la prohibición de acceso al cementerio de perros y vehículos.

La maravillosa estampa de aquel gigantesco camposanto rebosante de muerte y de vida había hechizado a Capellán. La muerte dormitaba bajo las lápidas y en los panteones góticos, mientras que la vida rezumaba en el verdor de un ejército de árboles empapados por la lluvia que había cesado de caer cuando Capellán y Alexia llegaron a Amiens.

—Cierran a las cinco —observó Alexia—. Nos queda una hora —añadió mostrando el viejo reloj de bolsillo de su padre.

Miguel asintió en silencio. Parecía embobado ante la puerta de acceso al fabuloso cementerio. De pronto, el cansancio acumulado durante las horas de viaje por carretera desde Nantes desapareció. Aquella puerta de metal abierta ofrecía la entrada al secreto mejor guardado por Verne y, a la vez, el final de la historia que podría devolverle la fama y el éxito literario. El ruido del arranque del motor de un coche aparcado cerca del suyo lo sacó de su embeleso. Por el rabillo del ojo, Capellán vio partir al vehículo y, por un momento, creyó ver en él algo familiar.

—¿Vamos? —preguntó Alexia.

Miguel olvidó el coche que se alejaba y acertó a mover sus pies.

Se adentraron por un sendero flanqueado por árboles robustos y viejos que unían sus copas formando una bóveda verde desde la cual caían gruesas gotas de lluvia. Amparados tras los árboles, panteones decimonónicos untados de musgo y sombras observaban a los dos forasteros. Verjas de hierro rodeaban muchos de aquellos mausoleos, sin que se alcanzara a saber si con ellas se pretendía alejar a los muertos de los vivos o a los vivos de los muertos.

Panteón de la familia Giroux-Vasser, sepultura Soyer-Barbier, tumba de los Barbier-Lequien… Miguel contemplaba la última morada de aquellos desconocidos difuntos cuando, tras haber caminado menos de diez minutos por aquel sendero, dio un respingo. Al fondo del camino, entre la vegetación, emergía la cabeza de un hombre y una mano alzada al cielo.

—¡Allí! ¡Mira! —exclamó Capellán.

Ambos apretaron el paso y no tardaron en sentirse sobrecogidos ante el maravilloso sepulcro que Albert Roze diseñó para su amigo Julio Verne.

Incluso Alexia no pudo evitar sentirse envuelta por una atmósfera de leyenda en la soledad de aquel cementerio decimonónico y ante la impactante escultura que representaba a un fornido hombre de mármol blanco emergiendo de entre los muertos. El resucitado estaba envuelto aún por su sudario y con la losa sepulcral sobre la espalda. La mano izquierda se apoyaba en la tierra buscando el impulso definitivo que lo arrojara de nuevo a la vida, mientras que la derecha seguía la mirada de aquel hombre orientada hacia el cielo, hacia la luz.

—¿Es un saludo a Dios o un desafío? —dijo Miguel viendo la expresión del Verne de mármol. Alexia le devolvió una mirada que expresaba su desconcierto. No era lo mismo haber visto las fotografías de aquel sepulcro en la casa de su padre que estar ante él. Sin poder evitarlo, se estremeció.

Miguel caminó alrededor de la tumba, repasando cada detalle, observándola desde cada ángulo. Se diría incluso que había cierto temor reverencial en él, lo cual resultaba insólito en alguien como Capellán.

Al rodear la tumba, el periodista advirtió que la hornacina situada tras el hombre de mármol estaba compuesta por cuatro bloques de piedra unidos entre sí. Reparó igualmente en la silenciosa compañía de siete abetos que flanquean al sepulcro, y anotó mentalmente su número. A continuación, como si hubiera despertado del hechizo que lo había narcotizado, emergió el Capellán de siempre. Sacó su cuaderno de notas y se acercó sin contemplaciones a la tumba para comenzar una minuciosa inspección midiendo, tocando las piedras, acariciando las letras del epitafio…


Jules Verne / Né à Nantes / Le 8 février 1828 / Décédé à Amiens / Le 24 mars 1905
—Alexia leyó en voz alta el epitafio—. Ni rastro de la famosa leyenda —añadió.

Miguel, agachado junto al hombre de mármol, respondió:

—Eso ha traído de cabeza a los estudiosos durante mucho tiempo. Se preguntaban por qué no aparece el título de la escultura en el sepulcro. Albert Roze bautizó esta obra
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
, pero después de leer la carta de Gaston ya sabemos que todo formaba parte de una treta, de uno de los juegos que tanto le gustaban a Verne. Roze no olvidó grabar la leyenda. Siguió instrucciones de Verne.

Capellán se incorporó.

—Fíjate —dijo señalando la hornacina—: dos columnas, dos lámparas de aceite grabadas en la piedra, una estrella, una palma, dos cruces con una rosa en el centro… Esto es un festín para los amantes de lo esotérico. Las dos columnas podrían representar el símbolo masónico doble de Jakin y Boaz, las columnas que, según la tradición, flanqueaban la entrada al templo de Salomón. La rosa y la cruz nos hablan de los rosacruces, y todo lo demás está dispuesto para que quien tenga ojos para ver vea. ¿Te das cuenta?

—¿Y la piedra? ¿Dónde está la piedra bajo la cual Verne escondió el manuscrito?

—No lo sé —reconoció Miguel.

Capellán se acercó de nuevo a la tumba y pulsó las letras del epitafio con la esperanza de activar algún mecanismo oculto, lo cual encerraba idénticas dosis de ingenuidad y locura. Igualmente, exploró el hombre de mármol para ver si era él quien custodiaba el texto maldito, pero ninguna de sus maniobras tuvo éxito.

Alexia miró su reloj. El cementerio cerraría sus puertas en poco más de media hora. El tiempo se agotaba.

—¿Por qué no repasamos lo que sabemos? —propuso Alexia.

Miguel se mostró de acuerdo. Era un procedimiento como otro cualquiera. Tal vez, se dijo, refrescando los datos saltaría la chispa que lo ayudaría a resolver aquel galimatías.

Si no lo había entendido mal, recordó Miguel en voz alta, Julio Verne había comenzado a sentir que la ciencia no respondía a las preguntas esenciales que todo hombre se hace a lo largo de su vida. Sin duda, el conocimiento permitía espantar las sombras de la superstición y socavar el poder de la Iglesia, sólidamente asentado sobre el terror que había sabido inculcar a los fieles con sus viejas ideas sobre el pecado y el Juicio Final. No obstante, ¿podía la ciencia dar respuesta al gran interrogante que la muerte plantea a los hombres? ¿No se convertiría el conocimiento en un arma mortífera si caía en manos de desalmados o personas sin escrúpulos como algunos de los personajes siniestros que él mismo creó?

No, dijo Miguel contemplando al hombre de mármol blanco, la ciencia no tenía todas las respuestas, pero la orden que movía los hilos de La Niebla sí poseía la solución al interrogante sobre la muerte. Los enigmáticos Superiores Desconocidos eran capaces de derrotarla, aunque Miguel reconocía no saber cuáles eran los procedimientos que empleaban. ¿Acaso disfrutaban del control sobre los procesos alquímicos que, según las leyendas, otorgaban el elixir de la vida eterna?

Fuera cual fuese la naturaleza del procedimiento empleado por los Superiores Desconocidos, Julio Verne lo consideró un peligro. No obstante, según confesó a Mario Turiello, aquel saber podía tornarse en un don maravilloso si era administrado por manos sabias y justas, de manera que no podía hurtar a la humanidad semejante gracia. Fue por ello por lo que se decidió a escribir
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
.

—Pero los mismos Superiores Desconocidos que confiaron en él su secreto no estaban dispuestos a que se divulgase fuera del círculo hermético de su confianza —añadió Alexia.

—Así fue, y por ello Verne, que no sentía ya como suyos los principios de la orden y a quien ya habían amenazado en aquella fiesta de disfraces que celebró en su casa en 1885, trazó un plan para ocultar su legado. Ni siquiera los disparos de Gaston le hicieron cambiar su decisión.

—Según su sobrino, la idea le vino a la cabeza al recordar que ya una vez lo habían dado por muerto, cuando tal noticia era falsa.

—Recordó aquella noticia ofrecida por el
Journal d’Amiens
que se hacía eco de lo publicado por un periódico inglés anunciando su muerte. —Miguel caminaba alrededor de la tumba mientras hablaba, como si aguardase que el hombre de mármol pusiera alguna objeción a su teoría—. Durante un tiempo, al menos para los lectores de aquel periódico, había estado muerto. Fue entonces cuando pensó en construir uno de sus juegos, de sus charadas, a propósito de su propia muerte. Gracias al acertijo, pondría a buen recaudo el manuscrito, pero antes debía fingir que acataba las directrices de la orden y que lo destruía.

—Es entonces cuando quema sus papeles y criptogramas.

—Sucede en 1898, según cuentan todos los biógrafos. Verne quemó en el patio de su casa una cantidad desconocida de documentos, y entre ellos se suponía que pereció el manuscrito que la orden le había prohibido escribir. Al menos, eso es lo que hizo creer. —Capellán, en cuclillas, miraba a la cara al hombre que emergía de la fosa. Como si hubiera perdido la razón o no recordara dónde estaba, comenzó a hablarle directamente—. Ese mismo año, viejo zorro, fue cuando escribiste
El testamento de un excéntrico
. ¿Qué querías decirnos? ¿Qué pistas ocultaste ahí, maldito viejo? Gaston dice que encerraste las claves para encontrar el manuscrito en esta tumba y en esa novela. —Capellán tenía el rostro tan cerca de la cara del hombre de mármol que se diría a punto de morderlo o besarlo—. ¿Dónde está la piedra? ¡Maldito seas!

Alexia puso su mano sobre el hombro de Capellán. Él la miró con expresión ausente, como si no la conociera. Al cabo de unos segundos, se incorporó. Parecía derrotado.

—Cálmate —susurró Alexia—. Debemos pensar con claridad, sin dejarnos llevar por la pasión. No vamos a descubrir nada por gritar ni por maldecir.

—Vale —concedió Miguel—. Veamos, en 1898 quema los documentos y escribe esa novela. Pero la tumba aún no está construida, y Gaston asegura que la clave está disimulada en ambas.

—¿Qué relación puede haber entre esta tumba y esa novela? ¿Cuál es el argumento de
El testamento de un excéntrico
?

—El protagonista es un hombre que parece haber muerto, pero que luego, para asombro de todo el mundo, resulta estar vivo. —Los ojos de Miguel recuperaron el brillo que lo aproximaba a la locura o a la genialidad. Alexia conocía ese fulgor. Lo había visto muchas veces en los ojos de su padre—. William J. Hypperbone era un millonario solitario y miembro del Excentric Club de Chicago, además de un fanático del juego de la oca. Tanta era su obsesión por ese pasatiempo que había dejado establecido que, tras su muerte, cedería en herencia sus bienes al ganador de una insólita partida de ese juego que debería enfrentar a seis ciudadanos de Chicago elegidos mediante sorteo. Lo extraordinario de aquella partida era que el millonario había diseñado un singular tablero, que no era sino el mapa de los Estados Unidos.

—¿Quieres decir que se jugaba en la vida real, es decir, sobre el territorio norteamericano?

—En efecto —respondió Capellán—. Cada estado simbolizaba una casilla, siendo el estado de Illinois el que representaba a la oca.

—¿Por qué Illinois?

—Ahí está lo esotérico del caso —dijo Miguel—. Según algunas teorías, ese juego procede de Troya, a la que también se ha llamado Ilión, mientras que la palabra francesa que sirve para designar la oca es
oie
,de manera que al pronunciar Illinois el sonido es similar a unir Ilión y
oie
, en francés.

—Por lo que sabemos, eso es muy propio de Verne —comentó Alexia—. Quiero decir, lo de jugar con los nombres.

—Sí, pero hay algo más que un juego en todo esto. —El brillo de los ojos miopes de Miguel era cada vez más intenso—. Verás, entre los amantes del hermetismo se asegura que el Camino de Santiago era llamado en la Edad Media por los iniciados el juego de la oca, además de la Vía Láctea. Curiosamente, la Vía Láctea tiene forma de espiral, como el juego de la oca. Igualmente, sostienen que se trata de un sendero místico, precristiano, y en el Medievo los alquimistas lo recorrían para perfeccionarse antes de llevar a cabo la Gran Obra, la consecución de la piedra filosofal que, entre otras virtudes, tenía el don de conceder…

—La inmortalidad —atajó Alexia.

Miguel asintió.

—Y hay más. Algunos autores creen que en la toponimia del Camino de Santiago podemos rastrear aún las casillas del juego de la oca. Recuerdan que hay dos puentes, que serían las localidades de Puente la Reina de Aragón y de Navarra. Hay varios lugares donde la oca está presente, como Montes de Oca, El Ganso, y otros que ahora no recuerdo. Pero lo mejor viene ahora. —Miguel sonrió a Alexia—. ¿Qué pasa en el juego si un jugador cae en la casilla de la Muerte?

—Pues que pierde y debe volver a empezar.

—Exacto. Por eso los alquimistas y los maestros constructores entendían que el secreto íntimo del camino jacobeo era superar la muerte, trascenderla. Por eso iban más allá de la casilla que simbolizaba la muerte, que no era otra que el sepulcro de Santiago.

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