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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (25 page)

BOOK: La tumba de Verne
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2

E
l mes de diciembre había llegado mostrando una cara hosca, nada hospitalaria. El viento no cesaba y arrastraba hojas secas caídas del puñado de árboles que había en un parque minúsculo situado frente al apartamento de Miguel Capellán.

Había pasado más de un mes desde que los restos de Ávalos fueran enterrados junto a los de su esposa en el camposanto de aquel olvidado pueblo manchego. Más de un mes desde que Miguel viera por última vez a Alexia
Bacall
. Desde entonces, en varias ocasiones, había tenido la tentación de llamarla por teléfono. Había hecho averiguaciones sobre ella. Sabía que era socia de un famoso bufete de abogados del madrileño barrio de Salamanca, y que ella misma era vecina de la calle Velázquez. No estaba casada ni se le conocía relación sentimental alguna. Decían de ella que era una mujer firme, enérgica, infatigable en su trabajo y dura como el acero en su oficio.

Aunque hubo días en que estuvo a punto de marcar el teléfono de aquel bufete y preguntar por ella, Miguel nunca lo hizo. Después de todo, ¿qué podía decirle? ¿Acaso le iba a confesar que tenía el manuscrito de la novela de su padre y que lo había robado la misma noche en que él murió? ¿Cómo podría explicar que no dio aviso a la policía cuando encontró al viejo maestro a los pies de la escalera con el cuerpo descoyuntado como si fuera un muñeco de trapo?

En cuanto a ella, estaba claro que no tenía la menor simpatía por Miguel. El periodista intuía que Alexia sabía algo sobre la carta que había desaparecido, pero nunca lo admitiría.

El corolario de sus dudas había conducido a Capellán a encerrarse en su guarida y leer la novela inacabada de Ávalos haciendo anotaciones al margen y comprobando los datos que se citaban sobre la vida de Julio Verne en las diferentes biografías del escritor francés que se había procurado.

Y en eso estaba. Vestido con el viejo chándal de andar por casa, con la barba rasposa como una lija y maldiciendo a Laura una vez más porque aquella misma mañana había vuelto a llamar exigiendo el pago de la pensión por la niña. ¿Acaso no recordaba que tenía una hija?, le había reprochado. ¿Acaso puedo ver a Carla siempre que quiero?, respondió él.

Fue el inicio de un fuego cruzado de reproches que concluyó con la amenaza de Laura: llevaría el caso ante el juez, si era preciso. Añadió que sus padres estaban enterados de todo, lo que tuvo el efecto de provocar la ira de Miguel.

El padre de Laura dirigía una empresa de altas finanzas, aunque Miguel nunca prestó atención a nada de lo que hacía su suegro, un tipo estirado y de carácter agrio que se llamaba Esteban. Por su parte Berta, la madre de Laura, regentaba una joyería de prestigio en Madrid.

Capellán respondió a la amenaza con una maldición que extendió a toda la familia.

—Y para tu padre, ración doble —añadió antes de colgar el teléfono.

Miró el vaso. Estaba medio vacío, como las demás cosas de su vida. Y, para colmo, el güisqui se estaba acabando.

—Ni güisqui, ni ideas para la novela, ni hostias —exclamó.

¿Cómo iba a dar a Laura y a su puñetera familia la lección que merecían si era incapaz de entrever por dónde podría haber seguido el rumbo de la novela que había robado a Ávalos y en la que había cifrado todas sus esperanzas para alcanzar el éxito?

El manuscrito sin título tenía toda la pinta de ser un filón, un éxito editorial, tal y como lo veía Capellán. La idea era estupenda: dos antiguos amigos amantes de la literatura de Julio Verne se reencuentran tras veinte años sin verse, y durante una conversación en la que repasan lo que han dado de sí sus vidas apuestan para ver quién de los dos es capaz de escribir una novela sobre su admirado Verne y encontrar editor antes que el adversario.

Los dos amigos son muy diferentes. Ciro Caviedes es un abogado moreno, de ojos oscuros, nada dado a las ensoñaciones y que sostiene que las extraordinarias novelas del narrador bretón fueron fruto de un hercúleo trabajo de documentación científica. Por todo ello, su apuesta fue la de escribir una novela en la que el propio Verne, en primera persona, explicara los detalles de su vida, las pasiones que lo zarandearon, el marco político en que le tocó vivir y la manera en la que escribió su ingente obra. Caviedes tenía claro el comienzo y el final de una novela cuyo título sería
Mi viaje más extraordinario
.

Jesús Sinclair, profesor e hijo de un londinense propietario de una academia de inglés, era la antítesis de Caviedes. Así había sido desde los viejos tiempos del bachillerato, cuando ambos se conocieron. El encuentro tuvo lugar el día en que unos estudiantes admiradores de Hitler golpearon al delgaducho y miope Sinclair cuando leía una edición de
El rayo verde
.

A diferencia de Caviedes, Sinclair creía que la obra de Verne estaba trufada de misterio y pretendía con su novela, a la que tituló
El último Verne
, desvelar los pliegues más oscuros de la biografía del reconocido escritor francés.

Lo que Caviedes no sabía era que Sinclair guardaba un as en la manga. Se trataba de una carta que un enigmático confidente, que firmaba como Nemo, le había hecho llegar a lo largo de varias semanas por entregas. Aquella carta, afirmaba Nemo, había sido escrita por Gaston Verne a un hermano suyo llamado Maurice. En ella se revelaba la relación de Julio Verne con una misteriosa sociedad literaria que servía de instrumento para una orden secreta que aspiraba a transformar la sociedad y que era capaz de urdir tramas políticas y revoluciones.

Era obvio que la versión que Sinclair proponía sobre Verne era la que el propio Ávalos defendía, pues él había recibido en la vida real una extraordinaria documentación sobre el escritor francés remitida precisamente por alguien que se hacía llamar Nemo.

Ávalos, no obstante, había sido creativo y hábil contraponiendo dos versiones diferentes de la vida de Verne que, juntas, enriquecían con mil matices la biografía del escritor.

Capellán había sustraído de la casa del difunto profesor aquel manuscrito con la esperanza de poner su firma en él y entregarlo sin más a su agente literario. Pero resultó que el manuscrito estaba inacabado, y no sabía cómo finalizar la historia, pues no disponía ni de la imaginación suficiente ni de la famosa carta de Gaston, que alguien había robado del domicilio del viejo maestro de escuela.

—¡Me cago en la puta! —maldijo—. ¡Me cago en la puta Laura y en todos ellos!

Miguel tenía buenas razones para mostrarse de tan pésimo humor. No en vano, al fin tenía ante sí una historia de las buenas, digna de hacerlo regresar a la primera división de los escritores, de la cual había desaparecido hacía ya siete años y a la que se sentía incapaz de retornar por sus propios medios. La historia estaba allí, al alcance de su mano, pero no sabía cómo concluirla.

En su descargo habría que decir que seguramente él no habría sido el único escritor incapaz de afrontar aquel reto. Era cierto que no estaba tan dotado para la novela como había presumido, pero también era muy posible que la empresa que suponía finalizar aquel manuscrito hubiera resultado tarea inasequible incluso para el escritor dotado de la más fértil de las imaginaciones.

Si alguien hubiera podido leer por encima del hombro de Capellán aquel manuscrito, habría comprendido la extrema dificultad de aquella empresa.

La propuesta de Ciro Caviedes en
Mi viaje más extraordinario
era tan sensata que hacía que las teorías de Sinclair tuvieran un colorido aún más chillón y extravagante. Ávalos había sabido sostener magistralmente la tensión entre las propuestas racionales sobre el modo en que Verne construyó sus novelas y las hipótesis más delirantes sobre el origen de sus conocimientos.

Caviedes hacía un maravilloso retrato del siglo
XIX
europeo, un mundo en el que la expansión colonial estaba en pleno auge. El público suspiraba por nuevas informaciones que desvelaran el misterio del nacimiento del río Nilo, y exploradores como Speke, Livingstone o Burton eran considerados héroes de su época.

No había misterio alguno, en opinión de Caviedes, en la descripción tan certera que Verne hacía de la geografía de todos aquellos lugares. El mérito nacía de una minuciosa lectura de las publicaciones científicas. Julio Verne viajaba sentado en su estudio a bordo de atlas y diccionarios. Nada más.

En aquellos días, la burguesía dominante mostraba una fe absoluta en la capacidad de la ciencia y la técnica. Con ellas como brújula, auguraban, el hombre dominaría la naturaleza. Y aquella convicción movió los resortes necesarios para organizar pomposas exposiciones universales donde se exaltaban los valores científicos.

Verne no era sino un hijo de su tiempo. Un hombre apasionado por la ciencia, que intentaba hacer con ella literatura. Algunos investigadores consultados por Caviedes ponían de manifiesto la preferencia de Verne por los números antes que por las letras, incluso en los títulos de sus novelas (cinco semanas, 80 días, 500 millones, veinte mil leguas, un capitán de quince años…)
[79]
. La técnica, la ciencia y los números se tornaban literatura gracias a un estilo adaptado a un público infantil, que jamás gozó del aplauso unánime de sus colegas escritores, algo que amargó a Verne durante toda su vida, pues pretendió sin éxito que se le abrieran las puertas de la Academia Francesa.

En definitiva, no había misterio alguno, únicamente un descomunal trabajo de investigación y redacción.

En cambio, Sinclair decía cosas muy diferentes en
El último Verne
. El personaje creado por Ávalos hundía al lector en las misteriosas sociedades secretas decimonónicas, de las que, para su desgracia, Capellán no era precisamente un experto. Por ese motivo había telefoneado a un escritor amigo suyo, a quien los colegas amantes de los enigmas llamaban
Fígaro
, pero cuyo nombre real era Javier Sandoval.

Miguel miró su reloj. Se suponía que
Fígaro
no tardaría en llegar. Contempló con melancolía el vaso de güisqui medio vacío y calculó si tendría tiempo de ponerse un pantalón, calzarse y bajar al establecimiento regentado por una familia extremeña que estaba a la vuelta de la esquina para comprar provisiones. Capellán era fiel al güisqui, y sabía que
Fígaro
era un apasionado bebedor de cerveza.

Instantes después caminaba por la acera repasando mentalmente las ideas principales de
El último Verne
, la novela de Jesús Sinclair que servía a Ávalos para ofrecer un semblante inédito del novelista bretón, un lado oscuro realmente desconcertante. Una pareja de cuervos sobrevoló la calle y se posó sobre las ramas despobladas de un árbol enclenque.

Gracias a aquella novela dentro de otra novela Miguel había tenido noticia de la existencia de una sociedad literaria secreta sobre la cual, al parecer, el ensayista francés Michel Lamy
[80]
había realizado un completo estudio. Fue entonces cuando tuvo la idea de consultar a
Fígaro
sobre lo que sabía de aquella cofradía misteriosa. Sinclair aseguraba que en su ensayo Lamy sostenía que Verne había formado parte de aquella hermandad, y las cartas que le enviaba Nemo confirmaban ese extremo, hasta cierto punto.

La sociedad secreta se llamaba La Niebla, o también Sociedad Angélica, y estaba integrada por escritores y artistas de la talla de Alexandre Dumas, George Sand, Gérard de Nerval o el pintor Delacroix. Lamy proponía que en la obra de todos ellos se advertían ideas que los emparentaban con la francmasonería, los rosacruces o los illuminati.

Miguel llegó a la tienda donde solía avituallarse enfrascado aún en aquellas ideas. El matrimonio que regentaba el local lo recibió con mucha ceremonia, pues era cliente habitual del sector de licorería. Él respondió con dos gruñidos y abandonó el establecimiento con viento fresco. En sus manos, una bolsa con dos botellas de güisqui escocés y una docena de cervezas alemanas e irlandesas. Se había dejado una pasta, pensó, pero esperaba que el esfuerzo sirviera para aligerar la lengua de
Fígaro
.

Minutos más tarde, Capellán guardó en el frigorífico las botellas de cerveza, miró nuevamente el reloj y se dispuso a esperar a su amigo, en quien tenía depositadas sus esperanzas de adentrarse sin perderse en los entresijos de las sociedades herméticas decimonónicas.

Se puso de nuevo el viejo chándal de color gris, apartó algunos libros que habían conquistado por su cuenta el incómodo sofá de aquel salón convertido en estudio y se dejó caer sobre los almohadones. Fue entonces cuando sintió un estremecimiento que recorrió todo su cuerpo.

—¿Quién coño ha tocado mi vaso?

El vaso medio vacío de güisqui estaba en el otro extremo de la mesa. La distancia que había recorrido por su cuenta no era superior a un metro, pero hasta donde Miguel sabía los vasos no caminan solos, y él estaba convencido de que lo había dejado en el sitio de costumbre, como quedaba probado por la huella redonda y húmeda que había sobre la mesa. Él siempre dejaba sus vasos allí, y lo hacía con precisión. Por lo tanto, repitió:

—¿Quién coño ha tocado mi vaso?

Concluyó sin esfuerzo que durante su ausencia alguien había entrado en su apartamento. Fuera quien fuera, había mostrado audacia y diligencia, puesto que solo se había ausentado unos minutos. Nadie tenía llaves de su casa. Y, sin poder evitarlo, la imagen del cuerpo descoyuntado de Ávalos vino a su encuentro haciendo que se incorporara como impulsado por un resorte. Instintivamente, miró a su espalda, pero no vio a nadie.

Miguel asió por el cuello la botella de güisqui vacía y se dispuso a emplearla como arma contra el intruso, si es que el asaltante aún se hallaba en el piso. Con sigilo, recorrió el apartamento, descubriendo con alivio que estaba solo. Entonces, sintió un pellizco en el corazón. ¡La novela!

Si el intruso tenía que ver con lo que le había sucedido a Ávalos, solo había una cosa de valor que no encontró en el piso de Cuenca, y ese tesoro era el manuscrito inacabado. Miguel comprendió la tragedia y regresó al salón con el alma prendida de una tela de araña.

No obstante, sus temores se disiparon de inmediato. La novela estaba allí, y también los libros y los demás papeles. Nadie parecía haber tocado nada, ni nada parecía fuera de su sitio con la excepción del vaso de güisqui. ¿Acaso se estaba volviendo loco?, pensó. ¿Y si había sido él mismo quien había movido el vaso? ¿O tal vez alguien le había enviado un sutil mensaje?

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