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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La Torre Prohibida (33 page)

Abrió los ojos y se sentó en la cama. La cama de Andrew estaba vacía. Vagamente recordaba haber oído, a través del sueño, que él se movía alrededor, se vestía, salía. Ahora que había cesado la tormenta, seguramente habría que atender muchas cosas de la propiedad. Y también en la casa, pues Ellemir había pasado tanto tiempo a su lado durante la enfermedad que había tenido que descuidar su manejo.

Calista decidió que esa mañana bajaría.

La noche anterior Andrew había vuelto a estar con Ellemir. Ella lo había percibido vagamente, ya que por disciplina había alejado su mente de eso. El había entrado cautelosamente, cerca de medianoche, desplazándose en silencio para no molestarla, mientras ella fingía dormir.

Soy necia y desconsiderada
, se dijo a sí misma.
Yo quería que esto ocurriera, y verdaderamente me alegra; sin embargo, no puedo hablar con él y decírselo.
Pero tampoco ese pensamiento la llevaba a alguna parte. Sólo podía hacer una cosa, y debía reunir toda su fuerza para hacerla: debía vivir cada día de la mejor manera, recuperando su salud, confiando en la promesa que le había hecho Damon. Sin embargo, Andrew todavía la amaba y la deseaba, pensó con un distanciamiento tan clínico que ni siquiera creó amargura, y no podía imaginar por qué no habría de ser así. Una vez más, ¿por qué insistir en la única cosa que no podían compartir? Con decisión, se levantó y fue a bañarse.

Se puso una falda de lana azul y una túnica blanca tejida, con un cuello largo que podía atarse como un mantón. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía verdaderamente hambrienta. Abajo, las criadas ya habían retirado la vajilla del desayuno. La silla de su padre había sido empujada hasta la ventana, y el anciano miraba hacia afuera, donde en el patio, azotado por el viento, un grupo de servidores, muy abrigados, limpiaban la nieve. Ella se acercó y le dio un beso cariñoso en la frente.

—¿Ya estás bien, hija?

—Mucho mejor, creo —dijo, y él le indicó que se sentara a su lado, examinándole el rostro con cuidado, entrecerrando los ojos.

—Estás más delgada. ¡Por los infiernos de Zandru, muchacha, tienes el mismo aspecto que si te hubiera comido el lobo de Alar! ¿Qué te sucedió, o no debo preguntarlo?

Ella no tenía idea de lo que podrían haberle dicho Andrew o Damon, si es que le habían dicho algo.

—Nada demasiado grave. Un trastorno femenino.

—Nada de esos cuentos —le dijo su padre, rudamente—, no eres ninguna enfermiza. El matrimonio no parece sentarte bien, muchacha.

Ella se incomodó, y en el rostro de su padre advirtió que é! había captado su incomodidad, y con rapidez se echó atrás.

—Bien, bien, niña, hace mucho que sé que las Torres no sueltan con facilidad a aquellos de quienes se han apropiado. Recuerdo muy bien que Damon se pasó más de un año como un alma en pena que vagara por los infiernos exteriores. —Con torpeza, le palmeó un brazo—. No haré más preguntas,
chiya
. Pero si ese esposo tuyo no se porta bien contigo...

Con rapidez, ella alzó una mano, como para detenerlo.

—No, no. No tiene nada que ver con Andrew, padre.

Él frunció el ceño con escepticismo.

—Cuando una recién casada tiene el aspecto que tú tienes, el esposo suele tener la culpa.

Ella se sonrojó ante tan escrupuloso escrutinio, pero habló con voz firme.

—Te doy mi palabra, padre, que no ha habido ninguna disputa, y Andrew rió tiene la culpa de nada.

Era la verdad, aunque no toda la verdad. No había manera de decirle la verdad a alguien que no perteneciera al cerrado círculo que ellos formaban, y ni siquiera estaba segura de conocerla ella misma.
Dom
Esteban percibió que la joven lo estaba eludiendo, pero aceptó esa barrera que se interponía entre ambos.

—Bien, bien, el mundo marchará como se le antoje, hija, y no como tú o yo lo deseemos. ¿Has desayunado?

—No, esperé para hacerte compañía.

Ella le permitió que llamara a los criados y les ordenara que trajeran el desayuno, pero sabía que el anciano se había asombrado ante su delgadez y su rostro pálido. Como una niña obediente, se obligó a comer un poco más de lo que verdaderamente deseaba. Los ojos de él la vigilaron mientras comía, y finalmente dijo, con mayor amabilidad de la que era habitual en él:

—A veces pienso, niña, que las hijas del Comyn que van a las Torres corren tantos riesgos como nuestros hijos, que entran en la Guardia, y que luchan en las fronteras... y es igualmente inevitable, supongo, que algunas resulten heridas.

¿Cuánto sabía? ¿Cuánto comprendía? Ella sabía que el anciano había dicho todo lo que podía decir sin quebrantar uno de los más fuertes tabúes de una familia telepática. Se sintió amargamente consolada, a pesar de su incomodidad. A él no le habría resultado fácil, seguramente, ir tan lejos.

El anciano le pasó una jarra de miel para que untara el pan. Ella la rechazó, riéndose.

—¿Quieres engordarme como un ganso?

—Tanto, tal vez, como una aguja de bordar —se burló él.

Ella lo observó y vio que también él había adelgazado, estaba demacrado y enjuto, y sus ojos parecían estar más profundamente engastados en las cuencas.

—¿No hay nadie que te haga compañía, padre?

—Oh, Ellemir va y viene de las cocinas. Damon ha ido a la aldea, a ver a las familias de los hombres que se congelaron durante la gran tormenta, y Andrew está en el invernadero, cerciorándose de los daños ocasionados por la escarcha. ¿Por qué no vas a buscarle allá, niña? Estoy seguro de que hay trabajo para dos.

—Cierto, pues no soy de gran ayuda para Ellemir en las cocinas —dijo ella, riendo—. Tal vez más tarde. Si hay sol, seguramente estarán lavando, y debo ocuparme de la ropa blanca.

El también rió.

—Por supuesto. ¡Ellemir siempre ha dicho que prefiere limpiar los establos antes que usar una aguja! Pero tal vez más tarde podamos tener otra vez un poco de música. He estado acordándome de que cuando era joven, solía tocar el laúd. Tal vez mis dedos podrían recuperar la habilidad. Tengo tan poco que hacer aquí sentado todo el día...

Las mujeres de la casa, y algunos de los hombres, habían sacado las grandes cazuelas y estaban lavando en las cocinas traseras. Calista descubrió muy pronto que su presencia era innecesaria y se deslizó hasta el cuarto de destilación en el que solía trabajar. Nada estaba tal como ella lo había dejado. Recordó que Damon había estado trabajando allí durante su enfermedad y, al ver el desorden que había dejado, se dedicó a ordenarlo todo otra vez.

También advirtió que debía reaprovisionarse de algunos remedios y medicinas comunes, pero mientras tenía las manos ocupadas haciendo una de las más sencillas mezclas de hierbas, se dio cuenta de que la esperaba una tarea más urgente: debía preparar un poco de
kirian
.

Cuando había abandonado la Torre, creyó que nunca volvería a elaborarlo: Valdir era demasiado joven para necesitarlo, y Domenic demasiado mayor. Sin embargo, había advertido que, fuera como fuese, esa droga en particular nunca podía faltar en una casa de telépatas. Era, con mucho, la droga de preparación más dificultosa de todas las que conocía, ya que tenía que ser destilada en tres etapas separadas, cada una de ellas destinada a obtener de la resina una fracción química diferente. Puso todo en orden, y estaba preparando ya el equipo de destilación cuando entró Ferrika y se detuvo, asombrada por encontrarla allí.

—Perdóname por molestarte,
vai domna
.

—No, pasa, Ferrika. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Una de las criadas se ha escaldado una mano con el lavado. Vine a buscar un poco de ungüento para quemaduras.

—Aquí está —dijo Calista, retirando un frasco del estante—. ¿Puedo hacer algo?

—No, señora, no es nada serio —dijo la mujer, y se marchó. Al cabo de un momento regresó para devolver el frasco del ungüento.

—¿Es una quemadura profunda?

Ferrika sacudió la cabeza.

—No, no, en un descuidó sumergió la mano en una olla equivocada, eso es todo, pero creo que deberíamos tener un poco de ungüento para quemaduras en la cocina y en los lavaderos. Si alguien resulta más seriamente herido, perderíamos mucho tiempo si tuviéramos que venir a buscar el remedio aquí.

Calista asintió.

—Me parece que tienes razón. Pon un poco en los frascos más pequeños, pues, y llévatelos —dijo. Mientras Ferrika hacía lo convenido sobre la mesa más pequeña, Calista frunció el ceño, abriendo un cajón tras otro hasta que Ferrika se volvió para preguntarle:

—Señora, ¿puedo ayudarte a encontrar lo que buscas? Si Lord Damon, o yo misma, hemos cambiado algo de lugar...

Calista frunció el ceño una vez más,

—Sí —dijo—. Había aquí algunas flores de
kireseth
...

—Lord Damon utilizó algunas, señora, cuando estabas enferma...

Calista asintió, recordando la burda tintura que había preparado Damon.

—Lo he tenido en cuenta, pero a menos que haya arruinado o desperdiciado una gran cantidad, había mucho más de lo que él puede haber usado, y estaba aquí guardado, dentro de una bolsa, en este armario. —Siguió revisando el armario y los cajones—. ¿Tú has usado algo, Ferrika?

La mujer negó con la cabeza.

—No lo he tocado.

Ferrika trasvasaba el ungüento con una espátula de madera. Al observarla, Calista le preguntó:

—¿Sabes cómo preparar
kirian
?

—Sé como se hace, señora. Cuando fui entrenada en la Casa del Gremio, en Arilinn, cada una de nosotras pasaba cierto tiempo trabajando como aprendiz de un herbolario para aprender a preparar las drogas y medicinas. Pero yo misma nunca lo preparé —dijo la mujer—. No lo utilizábamos en la Casa del Gremio, aunque teníamos que aprender a reconocerlo. Sabes que... alguna gente vende, ilegalmente, los subproductos de la destilación del
kirian
, ¿verdad?

—Lo había oído decir, incluso en la Torre —dijo Calista, con sequedad. El
kireseth
era una planta cuyas hojas, flores y tallos contenían diversas resinas. En las Kilghard Hills, en algunas épocas, el polen creaba un problema, ya que tenía cualidades peligrosamente psicoactivas. En el
kirian
, la droga telepática que disminuía las barreras mentales, se utilizaba tan sólo una pequeña parte, y además, debía utilizarse con gran cautela. El uso del
kireseth
natural, o de las otras resinas, estaba prohibido por ley en Thendara y en Arilinn, y se lo consideraba criminal en todas partes de los Dominios. Incluso el
kirian
debía tratarse con cautela, y los profanos sentían por él una especie de supersticioso temor.

Mientras contaba y elegía los filtros, Calista pensó, con peculiar nostalgia, en las lejanas llanuras de Arilinn. Había sido su hogar durante tanto tiempo. Suponía que nunca volvería a ver esos lugares.

Podía ser su hogar otra vez, Leonie se lo había dicho... Para librarse de la idea, preguntó:

—¿Cuánto tiempo viviste en Arilinn, Ferrika?

—Durante tres años,
domna
.

—Pero tú naciste en esta propiedad, ¿no es cierto? Recuerdo que tú, Dorian, Ellemir y yo jugábamos juntas cuando éramos pequeñas, y tomábamos lecciones de danza.

—Sí, señora, pero cuando Dorian se casó, y tú te fuiste a la Torre, yo decidí que no quería quedarme en casa toda mi vida, como una enredadera que se aferra a su muro. Recordarás que mi madre era comadrona aquí, y me pareció que yo también tenía talento para ese trabajo. Dentro de la propiedad, en Syrtis, había una comadrona que había sido entrenada en la Casa del Gremio de Arilinn, donde entrenan comadronas y curadoras. Y vi que, bajo sus cuidados, muchas vidas que mi madre hubiera confiado a la misericordia de Avarra, no se perdían, y los niños nacían con vida. Mi madre decía que esos métodos nuevos eran tonterías, y seguramente también impíos, pero yo me marché a la Casa del Gremio de Neskaya e hice mi juramento allí. Me enviaron a Arilinn para ser entrenada. Y pedí autorización a mi madrina de juramento para emplearme aquí, y ella accedió.

—No sabía que en Arilinn hubiera alguien de nuestras aldeas.

—Oh, yo te veía de tanto en tanto, señora, cuando salías a cabalgar con las otras
vai leroni
 —dijo Ferrika—. Y una vez,
domna
Lirielle vino a ayudarnos a la Casa del Gremio. Había allí una mujer cuyas partes internas estaban destruidas por alguna horrible enfermedad, y la Madre del Gremio dijo que nada podía salvarla, salvo una operación de neutralización.

—Yo creí que era ilegal —dijo Calista, con un escalofrío, y Ferrika le respondió.

—Bien, lo es,
domna
, excepto para salvar una vida. Más que ilegal, es muy peligrosa si se hace con el bisturí de un cirujano. Muchas nunca se recuperan. Pero puede hacerse con una matriz... —Se interrumpió con una sonrisa de disculpa y dijo—: Pero ¿quién soy yo para decírtelo a ti, que fuiste Dama de Arilinn y conoces todas esas artes?

—Nunca lo he visto —dijo Calista.

—Yo tuve el privilegio de observar a la
leronis
—dijo Ferrika—, y me pareció que sería una gran ayuda para todas las mujeres de nuestro mundo si ese arte se conociera más.

Con un estremecimiento de disgusto, Calista preguntó:

—¿La neutralización?

—No sólo eso,
domna
, aunque si es para salvar una vida, eso también. La mujer vivió. A pesar de que su femineidad había sido destruida, también lo había sido la enfermedad. Pero se podrían hacer muchas otras cosas. No viste lo que Lord Damon hizo con los hombres congelados después de la tormenta, pero yo sí vi cómo se recuperaron después... y sé muy bien cómo se recuperan cuando he tenido que amputarles los dedos para salvarlos de la peste negra. Y hay mujeres cuya salud peligra si tienen más hijos, y no hay una manera segura de prevenir un embarazo. Durante mucho tiempo he pensado que tal vez una neutralización parcial podría ser la respuesta, si pudiera hacerse sin los riesgos que comporta la cirugía. Es una pena, señora, que ese arte de lograrlo por medio de una matriz no se conozca fuera de las Torres.

Calista pareció sobrecogerse ante la sola idea, y Ferrika supo que había ido demasiado lejos. Colocó la tapa del frasco de ungüento con dedos firmes.

—¿Has encontrado el
kireseth
que faltaba, Lady Calista? Deberías preguntarle a Lord Damon si no lo puso en otra parte. —Puso en su lugar el ungüento, echó un vistazo a los tés de hierbas que Calista había separado en dosis y examinó los estantes—. Cuando ésta se termine, nos quedaremos sin raíz de baya negra, señora.

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