Fue en la casa de los Valls donde Sophie conoció a uno de los máximos benefactores y padrinos financieros del señor Valls: don Ricardo Aldaya, heredero del imperio Aldaya, ya por entonces la gran esperanza blanca de la plutocracia catalana de finales de siglo. Ricardo Aldaya se había casado meses atrás con una rica heredera de belleza cegadora y nombre impronunciable, atributos que las malas lenguas daban por verídicos, pues se decía que ni su reciente marido veía belleza alguna en ella ni se molestaba en mentar su nombre. Había sido un matrimonio entre familias y bancos, no una niñería romántica, decía el señor Valls, que tenía muy claro que una cosa era el lecho y otra el hecho.
A Sophie le bastó cruzar una mirada con don Ricardo para saber que estaba perdida para siempre. Aldaya tenía ojos de lobo, hambrientos y afilados, que se abrían camino y sabían dónde asestar la dentellada mortal de necesidad. Aldaya le besó la mano lentamente, acariciándole los nudillos con los labios. Todo cuanto el sombrerero destilaba de afabilidad y entusiasmo, don Ricardo exhalaba en crueldad y fortaleza. Su sonrisa canina dejaba claro que era capaz de leer sus pensamientos y sus deseos y que se reía de ellos. Sophie sintió por él ese anémico desprecio que despiertan las cosas que más deseamos sin saberlo. Se dijo que no le volvería a ver, que si era necesario dejaría de dar clases a su alumna preferida si con ello evitaba volver a tropezarse con Ricardo Aldaya. Nada la había aterrado tanto en su vida como el presentir a aquel animal bajo la piel, y el reconocer a su depredador, vestido en galas de lino. Todos estos pensamientos cruzaron por su mente en apenas segundos, mientras urdía una burda excusa para ausentarse ante la perplejidad del señor Valls, la carcajada de Aldaya y la mirada derrotada de la pequeña Ana, que entendía a las personas mejor que a la música y sabía que había perdido a su maestra sin remedio.
Una semana más tarde, a las puertas de la escuela de música de la calle Diputación, Sophie se encontró con don Ricardo Aldaya, que la esperaba fumando y ojeando un periódico. Cruzaron una mirada y sin mediar palabra él la condujo a un edificio a dos manzanas de allí. Era un inmueble nuevo, todavía sin inquilinos. Ascendieron hasta el piso principal. Don Ricardo abrió la puerta y le cedió el paso. Sophie se adentró en el piso, un laberinto de corredores y galerías, de paredes desnudas y techos invisibles. No había muebles ni cuadros ni lámparas ni objeto alguno que identificase aquel espacio como una vivienda. Don Ricardo Aldaya cerró la puerta y ambos se miraron.
—No he dejado de pensar en ti durante toda esta semana. Dime que tú no has hecho lo mismo y te dejaré marchar y no volverás a verme —dijo Ricardo.
Sophie negó.
La historia de sus encuentros furtivos duró noventa y seis días. Se veían al atardecer, siempre en aquel piso vacío en la esquina de Diputación y Rambla de Cataluña. Martes y jueves, a las tres de la tarde. Sus citas nunca duraban más de una hora. A veces Sophie se quedaba a solas, una vez Aldaya había partido, llorando o temblando en un rincón de aquella alcoba. Luego, al llegar el domingo, Sophie buscaba desesperadamente en los ojos del sombrerero vestigios de la mujer que estaba desapareciendo, ansiando la devoción y el engaño. El sombrerero no veía las marcas sobre la piel, los cortes ni las quemaduras que salpicaban su cuerpo. El sombrerero no veía la desesperación en su sonrisa, en su docilidad. El sombrerero no veía nada. Quizá por eso aceptó su promesa de matrimonio. Ya presentía por entonces que llevaba el hijo de Aldaya en las entrañas, pero temía decírselo, casi tanto como temía perderle. Una vez más, fue Aldaya quien vio en ella lo que Sophie era incapaz de confesar. Le dio quinientas pesetas, una dirección en la calle Platería y la orden de que se deshiciese de la criatura. Cuando Sophie se negó, don Ricardo Aldaya la abofeteó hasta que le sangraron los oídos y la amenazó con hacerla matar si se atrevía a mencionar sus encuentros o a afirmar que el hijo era suyo. Cuando le dijo al sombrerero que unos truhanes la habían asaltado en la plaza del Pino, él la creyó. Cuando le dijo que quería ser su esposa, él la creyó. El día de su boda, alguien envió por error una gran corona funeraria a la iglesia. Todos rieron nerviosamente ante la confusión del florista. Todos menos Sophie, que sabía perfectamente que don Ricardo Aldaya seguía acordándose de ella en el día de su matrimonio.
Sophie Carax nunca pensó que años más tarde volvería a ver a Ricardo (ya un hombre maduro al frente del imperio familiar, padre de dos hijos), ni que Aldaya regresaría para conocer al hijo que había querido borrar por quinientas pesetas.
—Quizá es que me estoy haciendo viejo —dio por toda explicación—, pero quiero conocer a ese muchacho y darle las oportunidades en la vida que merece un hijo de mi sangre. No se me había ocurrido pensar en él durante todos estos años y ahora, extrañamente, no consigo pensar en otra cosa.
Ricardo Aldaya había decidido que no se veía a sí mismo en su primogénito Jorge. El muchacho era débil, reservado y carecía de la presencia de espíritu de su padre. Le faltaba todo, menos el apellido. Un día don Ricardo había despertado en el lecho de una criada sintiendo que su cuerpo envejecía, que Dios le había retirado la gracia. Presa del pánico, corrió a mirarse en el espejo, desnudo, y sintió que le mentía. Aquél no era él.
Quiso entonces encontrar de nuevo al hombre que le habían robado. Hacía años que sabía del hijo del sombrerero. Tampoco había olvidado a Sophie, a su manera. Don Ricardo Aldaya nunca olvidaba nada. Llegado el momento, decidió conocer al muchacho. Era la primera vez en quince años que se tropezaba con alguien que no le tenía miedo, que osaba desafiarle e incluso burlarse de él. Reconoció en él la gallardía, la ambición silenciosa que los necios no ven pero que consume por dentro. Dios le había devuelto su juventud de nuevo. Sophie, apenas un eco de la mujer que recordaba, no tenía fuerzas ni para interponerse entre ellos. El sombrerero no era más que un bufón, un patán malicioso y rencoroso cuya complicidad daba por comprada. Decidió arrancar a Julián de aquel mundo irrespirable de mediocridad y pobreza para abrirle las puertas de su paraíso financiero. Se educaría en el colegio de San Gabriel, gozaría de todos los privilegios de su clase y se iniciaría en los caminos que su padre había escogido para él. Don Ricardo quería un sucesor digno de sí mismo. Jorge siempre viviría a la sombra de su privilegio, entre algodones y fracasos. Penélope, la preciosa Penélope, era mujer y por tanto tesoro, no tesorero. Julián, que tenía alma de poeta, y por tanto de asesino, reunía las cualidades. Sólo era una cuestión de tiempo. Don Ricardo calculaba que en diez años se habría esculpido a sí mismo en aquel muchacho. Nunca, durante todo el tiempo que Julián pasó con los Aldaya, como uno más (incluso como el elegido), se le ocurrió pensar que Julián no deseaba nada de él, excepto a Penélope. No se le ocurrió ni por un instante que secretamente Julián le despreciaba y que toda aquella farsa no era para él más que un pretexto para estar cerca de Penélope. Para poseerla total y plenamente. En eso sí se parecían.
Cuando su esposa le anunció que había descubierto a Julián y a Penélope desnudos en circunstancias inequívocas, el universo entero prendió en llamas. El horror y la traición, la rabia indecible de saberse ultrajado en lo que tenía por más sagrado, burlado en su propio juego, humillado y apuñalado por aquel a quien había aprendido a adorar como a sí mismo, le asaltaron con tal furia que nadie pudo comprender el alcance de su desgarro. Cuando el médico que vino a reconocer a Penélope confirmó que la muchacha había sido desflorada y que probablemente estaba embarazada, el alma de don Ricardo Aldaya se fundió en el líquido espeso y viscoso del odio ciego. Veía su propia mano en la mano de Julián, la mano que había hundido la daga en lo más profundo de su corazón. No lo sabía todavía, pero el día que ordenó encerrar a Penélope bajo llave en la alcoba del tercer piso, fue el día en que empezó a morir. Cuanto hizo a partir de entonces no fueron sino los estertores de su autodestrucción.
En colaboración con el sombrerero, a quien tanto había despreciado, tramó para que Julián desapareciese de la escena y fuese enviado al ejército, donde daría órdenes para que su muerte fuese declarada un accidente. Prohibió que nadie, ni médicos ni criados ni miembros de la familia excepto él y su esposa, viera a Penélope en los meses en que la muchacha permaneció encarcelada en aquella habitación que olía a muerte y enfermedad. Ya por entonces, sus socios le habían retirado secretamente su apoyo y maniobraban a sus espaldas para arrebatarle el poder empleando la fortuna que él les había proporcionado. Ya por entonces, el imperio Aldaya se desmoronaba en silencio, en juntas secretas y reuniones de pasillo en Madrid y en los bancos de Ginebra. Julián, como debía haber sospechado, había escapado. En el fondo se sentía secretamente orgulloso del muchacho, incluso deseándole muerto. Había hecho lo que él en su lugar. Alguien pagaría por él.
Penélope Aldaya dio a luz un niño que nació cadáver el 26 de septiembre de 1919. Si un médico hubiera podido reconocerla, hubiese dictaminado que la criatura llevaba ya días en peligro y que era necesario intervenir y realizar una cesárea. Si un médico hubiese estado presente, quizá hubiera podido contener la hemorragia que se llevó la vida de Penélope entre alaridos, arañando la puerta cerrada, al otro lado de la cual su padre lloraba en silencio y su madre le miraba temblando. Si un médico hubiese estado presente, habría acusado a don Ricardo Aldaya de asesinato, pues no había una palabra que pudiera describir la visión que encerraba aquella celda ensangrentada y oscura. Pero no había nadie allí, y cuando finalmente abrieron la puerta y encontraron a Penélope, muerta y tendida sobre un charco de su propia sangre, abrazando a una criatura púrpura y brillante, nadie fue capaz de despegar los labios. Los dos cuerpos fueron enterrados en la cripta del sótano, sin ceremonia ni testigos. Las sábanas y los despojos fueron arrojados a las calderas y la habitación sellada con un muro de adoquines.
Cuando Jorge Aldaya, beodo de culpa y vergüenza, reveló lo sucedido a Miquel Moliner, éste decidió enviar a Julián aquella carta firmada por Penélope en la que declaraba que no le amaba y le pedía que la olvidase, anunciándole un matrimonio ficticio. Prefirió que Julián creyese aquella mentira, y rehiciese su vida a la sombra de una traición, que entregarle la verdad. Dos años más tarde, cuando la señora Aldaya falleció, hubo quien quiso culpar a los embrujos del caserón, pero su hijo Jorge supo que lo que la había matado era el fuego que se la comía por dentro, los gritos de Penélope y sus golpes desesperados en aquella puerta, que seguían repiqueteando en su interior sin cesar. Ya por entonces, la familia había caído en desgracia y la fortuna de los Aldaya se deshacía en castillos de arena frente a la marea de la codicia más rabiosa, de la revancha y de la historia inevitable. Secretarios y tesoreros urdieron la fuga a la Argentina, el inicio de un nuevo negocio, más modesto. Cuanto importaba era poner distancia. Distancia de los espectros que recorrían los pasillos del caserón Aldaya, que los habían recorrido siempre.
Partieron un alba de 1926 en el más negro de los anonimatos, viajando bajo nombre falso a bordo de aquel buque que les llevaría a través del Atlántico hasta el puerto de La Plata. Jorge y su padre compartían el camarote. El viejo Aldaya, pestilente de muerte y enfermedad, apenas se sostenía en pie. Los médicos a los que no había permitido visitar a Penélope le temían demasiado para decirle la verdad, pero él sabía que la muerte había embarcado con ellos y que aquel cuerpo que Dios le había empezado a robar aquella mañana en que decidió buscar a su hijo Julián, se consumía. A lo largo de aquella larga travesía, sentado en la cubierta, temblando bajo las mantas y enfrentando el infinito vacío del océano, supo que no llegaría a ver tierra. A veces, sentado en la popa, observaba la bandada de tiburones que había estado siguiendo el barco poco después de hacer escala en Tenerife. Oyó decir a uno de los oficiales que aquel siniestro séquito era habitual en los cruceros transoceánicos. Las bestias se alimentaban de la carroña que el barco iba dejando atrás. Pero don Ricardo Aldaya no lo creía. Tenía el convencimiento de que aquellos demonios le seguían a él. «Me estáis esperando», pensaba, viendo en ellos el verdadero rostro de Dios. Fue entonces cuando le hizo jurar a su hijo Jorge, al que tantas veces había despreciado y a quien ahora se veía obligado a recurrir sin remedio, que cumpliría su última voluntad.
—Encontrarás a Julián Carax y le matarás. Júramelo.
Un amanecer, dos días antes de llegar a Buenos Aires, Jorge despertó y comprobó que la litera de su padre estaba vacía. Salió a buscarle a cubierta, salpicada de niebla y salitre, desierta. Encontró la bata de su padre abandonada sobre la popa del buque, aún tibia. La estela del buque se perdía en un bosque de brumas escarlata y el océano sangraba reluciente de calma. Pudo ver entonces que la bandada de tiburones ya no les seguía, y que una danza de aletas dorsales se agitaba en círculo a lo lejos. Durante el resto de la travesía, ningún pasajero volvió a avistar a la bandada de escualos, y cuando Jorge Aldaya desembarcó en Buenos Aires y el oficial de aduanas le preguntó si viajaba solo, se limitó a asentir. Hacía mucho que viajaba solo.
Diez años después de desembarcar en Buenos Aires, Jorge Aldaya, o el despojo humano en que se había convertido, regresó a Barcelona. Los infortunios que habían empezado a corroer a la familia Aldaya en el viejo mundo no habían hecho sino multiplicarse en la Argentina. Allí Jorge había tenido que enfrentarse solo al mundo y al moribundo legado de Ricardo Aldaya, una lucha para la que él nunca tuvo las armas ni el aplomo de su padre. Había llegado a Buenos Aires con el corazón vacío y el alma picada de remordimientos. América, diría después a modo de disculpa o epitafio, es un espejismo, una tierra de depredadores y carroñeros, y él había sido educado para los privilegios y los remilgos insensatos de la vieja Europa, un cadáver que se sostenía por inercia. En el curso de pocos años lo perdió todo, empezando por la reputación y acabando en el reloj de oro que su padre le había regalado con ocasión de su primera comunión. Gracias a él pudo comprar el pasaje de vuelta. El hombre que regresó a España era apenas un mendigo, un saco de amargura y fracaso que sólo conservaba la memoria de que cuanto sentía le había sido arrebatado y el odio por quien consideraba el culpable de su ruina: Julián Carax.