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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (23 page)

—Y entonces, ¿qué es lo que me vas a enseñar hoy que no he visto todavía?

—Varias cosas. De hecho, lo que te voy a enseñar forma parte de una historia. ¿No me dijiste el otro día que a ti lo que te gustaba era leer?

Bea asintió, arqueando las cejas.

—Pues bien, ésta es una historia de libros.

—¿De libros?

—De libros malditos, del hombre que los escribió, de un personaje que se escapó de las páginas de una novela para quemarla, de una traición y de una amistad perdida. Es una historia de amor, de odio y de los sueños que viven en la sombra del viento.

—Hablas como la solapa de una novela de a duro, Daniel.

—Será porque trabajo en una librería y he visto demasiadas. Pero ésta es una historia real. Tan cierta como que este pan que nos han servido tiene por lo menos tres días. Y como todas las historias reales empieza y acaba en un cementerio, aunque no la clase de cementerio que te imaginas.

Sonrió como lo hacen los niños a los que se les promete un acertijo o un truco de magia.

—Soy toda oídos.

Apuré el último sorbo de café y la contemplé en silencio unos instantes. Pensé en lo mucho que deseaba refugiarme en aquella mirada huidiza que se temía transparente, vacía. Pensé en la soledad que iba a asaltarme aquella noche cuando me despidiese de ella, sin más trucos ni historias con que engañar su compañía. Pensé en lo poco que tenía que ofrecerle y en lo mucho que quería recibir de ella.

—Te crujen los sesos, Daniel —dijo—. ¿Qué tramas?

Inicié mi relato con aquella alba lejana en que desperté sin poder recordar el rostro de mi madre y no me detuve hasta recordar el mundo de penumbras que había intuido aquella misma mañana en casa de Nuria Monfort. Bea me escuchaba en silencio con una atención que no revelaba juicio o presunción. Le hablé de mi primera visita al Cementerio de los Libros Olvidados y de la noche que pasé leyendo
La Sombra del Viento
. Le hablé de mi encuentro con el hombre sin rostro y de aquella carta firmada por Penélope Aldaya que llevaba siempre conmigo sin saber por qué. Le hablé de cómo nunca había llegado a besar a Clara Barceló, ni a nadie, y de cómo me habían temblado las manos al sentir el roce de los labios de Nuria Monfort en la piel apenas unas horas atrás. Le hablé de cómo hasta aquel momento no había comprendido que aquélla era una historia de gente sola, de ausencias y de pérdida, y que por esa razón me había refugiado en ella hasta confundirla con mi propia vida, como quien escapa a través de las páginas de una novela porque aquellos a quien necesita amar son sólo sombras que viven en el alma de un extraño.

—No digas nada —murmuró Bea—. Sólo llévame a ese lugar.

Era ya noche cerrada cuando nos detuvimos frente al portón del Cementerio de los Libros Olvidados en las sombras de la calle Arco del Teatro. Así el picaporte del diablillo y golpeé tres veces. Soplaba un viento frío impregnado de olor a carbón. Nos resguardamos bajo el arco de la entrada mientras esperábamos. Encontré la mirada de Bea a apenas unos centímetros de la mía. Sonreía. Al poco se escucharon unos pasos leves acercándose al portón y nos llegó la voz cansina del guardián.

—¿Quién va? —preguntó Isaac.

—Soy Daniel Sempere, Isaac.

Me pareció oírle maldecir por lo bajo. Siguieron los mil crujidos y quejidos del cerrojo kafkiano. Finalmente, la puerta cedió unos centímetros, desvelando el rostro aguileño de Isaac Monfort a la lumbre de un candil. Al verme, el guardián suspiró y puso los ojos en blanco.

—Yo, también, no sé por qué pregunto —dijo—. ¿Quién más podría ser a estas horas?

Isaac iba enfundado en lo que me pareció un extraño mestizaje de bata, albornoz y abrigo del ejército ruso. Las pantuflas acolchadas combinaban a la perfección con una gorra de lana a cuadros, con borla y birrete.

—Espero no haberle sacado de la cama —dije.

—Qué va. Apenas había empezado a decir el Jesusito de mi vida.

Le lanzó una mirada a Bea como si acabase de ver un fajo de cartuchos de dinamita encendido a sus pies.

—Espero por su bien que esto no sea lo que parece —amenazó.

—Isaac, ésta es mi amiga Beatriz y, con su permiso, me gustaría mostrarle este lugar. No se preocupe, es de toda confianza.

—Sempere, he conocido lactantes con más sentido común que usted.

—Será sólo un momento.

Isaac dejó escapar un resoplido de derrota y examinó a Bea con detenimiento y recelo policial.

—¿Ya sabe usted que anda en compañía de un débil mental? —preguntó.

Bea sonrió cortésmente.

—Empiezo a hacerme a la idea.

—Divina inocencia. ¿Sabe las reglas?

Bea asintió. Isaac negó por lo bajo y nos hizo pasar, auscultando como siempre las sombras de la calle.

—Visité a su hija Nuria —dejé caer casualmente—. Está bien. Trabajando mucho, pero bien. Le envía saludos.

—Sí, y dardos envenenados. Qué poca gracia tiene usted para el embuste, Sempere. Pero se agradece el esfuerzo. Venga, pasen.

Una vez dentro me tendió el candil y procedió a echar de nuevo el cerrojo sin prestarnos más atención.

—Cuando hayan acabado ya sabe dónde encontrarme.

El laberinto de los libros se adivinaba en ángulos espectrales que despuntaban bajo el manto de tiniebla. El candil proyectaba una burbuja de claridad vaporosa a nuestros pies. Bea se detuvo en el umbral del laberinto, atónita. Sonreí, reconociendo en su rostro la misma expresión que mi padre debía de haber visto en el mío años atrás. Nos adentramos en los túneles y galerías del laberinto, que crujía a nuestro paso. Las marcas que había dejado en mi última incursión seguían allí.

—Ven, quiero enseñarte algo —dije.

Más de una vez perdí mi propio rastro y tuvimos que desandar un trecho en busca de la última señal. Bea me observaba con una mezcla de alarma y fascinación. Mi brújula mental sugería que nuestra ruta se había perdido en un lazo de espirales que ascendía lentamente hacia las entrañas del laberinto. Finalmente conseguí rehacer mis pasos en la maraña de pasillos y túneles hasta enfilar un angosto corredor que parecía una pasarela tendida hacia la negrura. Me arrodillé junto a la última estantería y busqué a mi viejo amigo oculto tras la fila de tomos sepultados por una capa de polvo que brillaba como escarcha a la luz del candil. Tomé el libro en mis manos y se lo tendí a Bea.

—Te presento a Julián Carax.


La Sombra del Viento
—leyó Bea acariciando las letras desvaídas de la cubierta—. ¿Puedo llevármelo? —preguntó.

—Cualquiera menos ése.

—Pero eso no es justo. Después de lo que me has contado éste es precisamente el que quiero.

—Algún día, quizá. Pero no hoy.

Se lo tomé de las manos y volví a ocultarlo en su lugar.

—Volveré sin ti y me lo llevaré sin que tú te enteres —dijo, burlona.

—No lo encontrarías en mil años.

—Eso es lo que tú te crees. Ya he visto tus marcas y yo también me sé el cuento del Minotauro.

—Isaac no te dejaría entrar.

—Te equivocas. Le caigo mejor que tú.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé leer miradas.

A mi pesar, la creí y escondí la mía.

—Escoge cualquier otro. Mira, éste de aquí promete.
El cerdo mesetario, ese desconocido: En busca de las raíces del tocino ibérico
, por Anselmo Torquemada. Seguro que vendió más ejemplares que cualquiera de Julián Carax. Del cerdo se aprovecha todo.

—Este otro me tira más.


Tess d'Ubervilles
. Es la versión original. ¿Te atreves con Thomas Hardy en inglés?

Me miró de reojo.

—Adjudicado entonces.

—¿No lo ves? Si parece que me estuviese esperando a mí. Como si hubiera estado aquí escondido para mí desde antes de que yo naciese.

La miré, atónito. Bea arrugó la sonrisa.

—¿Qué he dicho?

Entonces, sin pensarlo, con apenas un roce en los labios, la besé.

Era ya casi medianoche cuando llegamos al portal de casa de Bea. Habíamos hecho casi todo el camino en silencio, sin atrevernos a decir lo que pensábamos. Caminábamos separados, escondiéndonos el uno del otro. Bea caminaba erguida con su
Tess
bajo el brazo y yo la seguía a un palmo, con su sabor en los labios. Arrastraba todavía la mirada de soslayo que me había propinado Isaac al dejar el Cementerio de los Libros Olvidados. Era una mirada que conocía bien y que había visto mil veces en mi padre, una mirada que me preguntaba si tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Las últimas horas habían transcurrido en otro mundo, un universo de roces, de miradas que no entendía y que se comían la razón y la vergüenza. Ahora, de regreso a aquella realidad que siempre acechaba en las sombras del ensanche, el embrujo se desprendía y apenas me quedaba el deseo doloroso y una inquietud que no tenía nombre. Una simple mirada a Bea me bastó para comprender que mis reservas apenas eran un soplo en la ventisca que se la comía por dentro. Nos detuvimos frente al portal y nos miramos sin hacer ni amago por fingir. Un sereno tonadillero se aproximaba sin prisa, canturreando boleros acompañándose del tintineo sabrosón de sus arbustos de llaves.

—A lo mejor prefieres que no volvamos a vernos —ofrecí sin convicción.

—No sé, Daniel. No sé nada. ¿Es eso lo que tú quieres?

—No. Claro que no. ¿Y tú?

Se encogió de hombros, esbozando una sonrisa sin fuerza.

—¿Tú qué crees? —preguntó—. Antes te he mentido, ¿sabes? En el claustro.

—¿En qué?

—En que no quería verte hoy.

El sereno nos rondaba blandiendo una sonrisilla de refilón, obviamente indiferente a aquella mi primera escena de portal y susurros que a él, en su veteranía, se le debía de antojar banal y trillada.

—Por mí no hay prisa —dijo—. Voy a hacer un cigarrito a la esquina y ya me dirán.

Esperé a que el sereno se hubiese alejado.

—¿Cuándo voy a verte otra vez?

—No lo sé, Daniel.

—¿Mañana?

—Por favor, Daniel. No lo sé.

Asentí. Me acarició la cara.

—Ahora es mejor que te vayas.

—¿Sabes al menos dónde encontrarme, no?

Asintió.

—Estaré esperando.

—Yo también.

Me alejé con la mirada prendida de la suya. El sereno, experto en estos lances, ya acudía a abrirle el portal.

—Sinvergüenza —me susurró de pasada, no sin cierta admiración—. Menudo bombonazo.

Esperé hasta que Bea hubo entrado en el edificio y partí a paso ligero, volviendo la vista atrás a cada paso. Lentamente, me invadió la certeza absurda de que todo era posible y me pareció que hasta aquellas calles desiertas y aquel viento hostil olían a esperanza. Al llegar a la plaza de Cataluña advertí que una bandada de palomas se había congregado en el centro de la plaza. Lo cubrían todo, como un manto de alas blancas que se mecía en silencio. Pensé en rodear el recinto, pero justo entonces advertí que la bandada me abría paso sin alzar el vuelo. Avancé a tientas, observando cómo las palomas se apartaban a mi paso y volvían a cerrar filas tras de mí. Al llegar al centro de la plaza escuché el rumor de las campanas de la catedral repicando la medianoche. Me detuve un instante, varado en un océano de aves plateadas, y pensé que aquél había sido el día más extraño y maravilloso de mi vida.

22

Todavía había luz en la librería cuando crucé frente al escaparate. Pensé que tal vez mi padre se había quedado hasta tarde poniéndose al día con la correspondencia o buscando cualquier excusa para esperarme despierto y sonsacarme acerca de mi encuentro con Bea. Observé una silueta componiendo una pila de libros y reconocí el perfil enjuto y nervioso de Fermín en plena concentración. Golpeé en el cristal con los nudillos. Fermín se asomó, gratamente sorprendido, y me hizo señas para que me asomase por la entrada a la trastienda.

—¿Todavía trabajando, Fermín? Pero si es tardísimo.

—En realidad estaba haciendo tiempo para acercarme luego a casa del pobre don Federico y velarlo. Nos hemos montado unos turnos con Eloy, el de la óptica. Total, yo tampoco duermo mucho. Dos, tres horas a lo más. Claro que usted tampoco se queda manco, Daniel. Pasa la medianoche, de lo cual infiero que su encuentro con la chiquita ha sido un éxito clamoroso.

Me encogí de hombros.

—La verdad es que no lo sé —admití.

—¿Le ha metido mano?

—No.

—Buena señal. No se fíe nunca de las que se dejan meter mano de buenas a primeras. Pero menos aún de las que necesitan que un cura les dé la aprobación. El solomillo, valga el símil cárnico, está en medio. Si se tercia, claro está, no sea mojigato y aprovéchese. Pero si lo que busca es algo serio, como lo mío con la Bernarda, recuerde esta regla de oro.

—¿Es serio lo suyo?

—Más que serio. Espiritual. ¿Y lo de esta muchacha, Beatriz, qué? Que cotiza de un mollar enciclopédico salta a la vista, pero el quid de la cuestión es: ¿será de las que enamoran o de las que emboban las vísceras menores?

—No tengo la menor idea —apunté—. Las dos cosas, diría yo.

—Mire, Daniel, eso es como el empacho. ¿Nota usted algo aquí, en la boca del estómago? Como si se hubiese tragado un ladrillo. ¿O es sólo una calentura general?

—Más bien lo del ladrillo —dije, aunque no descarté completamente la calentura.

—Entonces es que el asunto va en serio. Dios le coja confesado. Ande, siéntese y le haré una tila.

Nos acomodamos en torno a la mesa que había en la trastienda, rodeados de libros y de silencio. La ciudad dormía y la librería parecía un bote a la deriva en un océano de paz y sombra. Fermín me tendió una taza humeante y me sonrió con cierto embarazo. Algo le rondaba la cabeza.

—¿Puedo hacerle una pregunta de índole personal, Daniel?

—Por supuesto.

—Le ruego me responda con toda sinceridad —dijo y carraspeó—. ¿Usted cree que yo podría llegar a ser padre?

Debió de leer la perplejidad en mi rostro y se apresuró a añadir:

—No quiero decir padre biológico, porque se me verá algo enclenque pero gracias a Dios la providencia ha querido dotarme la potencia y la furia viril de un miura. Me refiero a otro tipo de padre. Un buen padre, ya sabe usted.

—¿Un buen padre?

—Sí. Como el suyo. Un hombre con cabeza, corazón y alma. Un hombre que sea capaz de escuchar, guiar y respetar a una criatura, y de no ahogar en ella sus propios defectos. Alguien a quien un hijo no sólo quiera por ser su padre, sino que lo admire por la persona que es. Alguien a quien quiera parecerse.

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