Se apoderó de nosotros un silencio sepulcral. La Merceditas sollozaba. Fermín quiso consolarla con un tierno abrazo, pero ella se zafó de un brinco.
—Imagínense ustedes el cuadro —concluyó don Anacleto para consternación de todos.
El epílogo de la historia no mejoraba las expectativas. A media mañana, un furgón gris de jefatura había dejado tirado a don Federico a la puerta de su casa. Estaba ensangrentado, con el vestido hecho jirones, sin su peluca ni su colección de bisutería fina. Se le habían orinado encima y tenía la cara llena de magulladuras y cortes. El hijo de la panadera lo había encontrado acurrucado en el portal, llorando como un niño y temblando.
—No hay derecho, no señor —comentó la Merceditas, apostada a la puerta de la librería, lejos de las manos de Fermín—. Pobrecillo, si es más bueno que el pan y no se mete con nadie. ¿Que le gusta vestirse de faraona y salir a cantar? ¿Y qué más dará? Es que la gente es mala.
Don Anacleto callaba, con la mirada baja.
—Mala no —objetó Fermín—. Imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo bien sea por color, por creencia, por idioma, por nacionalidad o, como en el caso de don Federico, por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.
—No diga usted majaderías. Lo que hace falta es un poco más de caridad cristiana y menos mala leche, que parece esto un país de alimañas —atajó la Merceditas—: Mucho ir a misa, pero a nuestro señor Jesucristo aquí no le hace caso ni Dios.
—Merceditas, no mentemos a la industria del misal, que es parte del problema y no de la solución.
—Ya salió el ateo. ¿Y a usted el clero qué le ha hecho, si se puede saber?
—Venga, no se me peleen —interrumpió mi padre—. Y usted, Fermín, acérquese a lo de don Federico y vea si necesita algo, que se le vaya a la farmacia o que se le compre algo en el mercado.
—Sí, señor Sempere. Ahora mismo. A mí es que me pierde la oratoria, ya lo sabe usted.
—A usted lo que le pierde es la poca vergüenza y la irreverencia que lleva encima —apostilló la Merceditas—. Blasfemo. Que le tendrían que limpiar el alma con salfumán.
—Mire, Merceditas, porque me consta que es usted una buena persona (si bien algo estrecha de entendimiento y más ignorante que un zote), y en estos momentos se presenta una emergencia social en el barrio frente a la que hay que priorizar esfuerzos, porque si no, le iba yo a aclarar a usted un par de puntos cardinales.
—¡Fermín! —clamó mi padre.
Fermín cerró el pico y salió a escape por la puerta. La Merceditas le observaba con reprobación.
—Ese hombre les va a meter a ustedes en un lío el día menos pensado, fíjese lo que le digo. Lo menos es anarquista, masón, y hasta judío. Con ese narizón…
—No le haga usted ni caso. Todo lo hace por llevar la contraria.
La Merceditas negó en silencio, airada.
—Bueno, les dejo ya que una está pluriempleada y le falta el tiempo. Buenos días.
Asentimos con reverencia y la vimos partir, erguida y castigando la calle a taconazos. Mi padre respiró hondo, como si quisiera inspirar la paz recuperada. Don Anacleto languidecía a su lado, el rostro blanqueado por momentos y la mirada triste y otoñal.
—Este país se ha ido a la mierda —dijo, ya descabalgando de su oratoria colosal.
—Venga, anímese, don Anacleto. Que las cosas siempre han sido así, aquí y en todas partes, lo que pasa es que hay momentos bajos y cuando tocan de cerca todo se ve más negro. Ya verá cómo don Federico remonta, que es más fuerte de lo que todos nos pensamos.
El catedrático negaba por lo bajo.
—Es como la marea, ¿sabe usted? —decía, ido—. La barbarie, digo. Se va y uno se cree a salvo, pero siempre vuelve, siempre vuelve… y nos ahoga. Yo lo veo todos los días en el instituto. Válgame Dios. Simios es lo que llegan a las aulas. Darwin era un soñador, se lo aseguro. Ni evolución ni niño muerto. Por cada uno que razona, tengo que lidiar con nueve orangutanes.
Nos limitamos a asentir dócilmente. El catedrático se despidió con un saludo y partió, cabizbajo y cinco años más viejo de lo que había entrado. Mi padre suspiró. Nos miramos brevemente, sin saber qué decir. Me pregunté si debía referirle la visita del inspector Fumero a la librería. Esto ha sido un aviso, pensaba yo. Una advertencia. Fumero había utilizado al pobre don Federico de telegrama.
—¿Te ocurre algo, Daniel? Estás blanco.
Suspiré y bajé la mirada. Procedí a relatarle el incidente con el inspector Fumero la otra noche, sus insinuaciones. Mi padre me escuchaba, tragándose la furia que le ardía en los ojos.
—Es culpa mía —dije—. Tenía que haber dicho algo…
Mi padre negó.
—No. No podías saberlo, Daniel.
—Pero…
—Ni se te ocurra pensarlo. Y a Fermín, ni una palabra. Sabe Dios cómo iba a reaccionar si supiera que ese individuo anda de nuevo tras él.
—Pero algo tendremos que hacer.
—Procurar que no se meta en líos.
Asentí, no muy convencido, y me dispuse a continuar la labor que había empezado Fermín mientras mi padre volvía a su correspondencia. Entre párrafo y párrafo, mi padre me lanzaba alguna mirada de soslayo. Fingí no darme cuenta.
—¿Qué tal con el profesor Velázquez ayer, todo bien? —preguntó, deseoso de cambiar de tema.
—Sí. Quedó contento con los libros. Me comentó que anda buscando un libro de cartas de Franco.
—El
Matamoros
. Pero si es apócrifo… un chiste de Madariaga. ¿Qué le dijiste?
—Que ya estábamos en ello y le decíamos algo en dos semanas máximo.
—Bien hecho. Pondremos a Fermín en el asunto y se lo cobraremos a precio de oro.
Asentí. Seguimos con la aparente rutina. Mi padre seguía mirándome. Ahí viene, pensé.
—Ayer se pasó por aquí una chica muy simpática. ¿Dice Fermín que es la hermana de Tomás Aguilar?
—Sí.
Mi padre asintió, ponderando la casualidad con gesto de mira-tú-por-dónde. Me concedió un minuto de tregua antes de volver al ataque, esta vez con aire de acordarse de repente de algo.
—Oye, por cierto, Daniel: hoy vamos a tener un día muy ligero y digo yo que a lo mejor te apetece tomártelo para ti y tus cosas. Además, últimamente me parece que trabajas demasiado.
—Estoy bien, gracias.
—Mira que hasta estaba pensando en dejar aquí a Fermín e irme al Liceo con Barceló. Esta tarde ponen
Tannhäuser
y me ha invitado, porque él tiene varias butacas de platea.
Mi padre hacía como que leía la correspondencia. Era un pésimo actor.
—¿Y a ti desde cuándo te gusta Wagner?
Se encogió de hombros.
—A caballo regalado… Además con Barceló da lo mismo la ópera que pongan, porque él se pasa toda la representación comentando la jugada y criticando el vestuario y el tempo. Me pregunta mucho por ti. A ver si vas a verle un día a la tienda.
—Un día de estos.
—Entonces, si te parece hoy dejamos a Fermín al mando y nosotros nos vamos a divertir un rato, que ya toca. Y si necesitas algo de dinero…
—Papá, Bea no es mi novia.
—¿Y quién habla de novias? Lo dicho. Tú mismo. Si necesitas, coge de la caja, pero deja una nota para que luego Fermín no se asuste al cerrar el día.
Dicho esto, se hizo el despistado y se perdió por la trastienda con una sonrisa de oreja a oreja. Consulté el reloj. Eran las diez y media de la mañana. Había quedado con Bea en el claustro de la universidad a las cinco y, muy a mi pesar, el día amenazaba con hacérseme más largo que
Los hermanos Karamazov
.
Al poco regresó Fermín del domicilio del relojero y nos informó de que un comando de vecinas había montado una guardia permanente para atender al pobre don Federico, al que el doctor le había encontrado tres costillas rotas, contusiones múltiples y un desgarro rectal de libro de texto.
—¿Ha hecho falta comprar algo? —preguntó mi padre.
—Medicinas y ungüentos ya tenían para abrir una botica, por lo cual me he permitido llevarle unas flores, una botella de colonia Nenuco y tres frascos de Fruco de melocotón, que es el favorito de don Federico.
—Ha hecho usted bien. Ya me dirá lo que le debo —dijo mi padre—. Y a él, ¿cómo lo ha visto?
—Hecho una caquilla, para qué mentir. Sólo de verlo encogido en la cama como un ovillo, gimiendo que se quería morir, me entró un ansia asesina, fíjese usted. Me plantaba ahora mismo armado hasta el gaznate en la Brigada Criminal y me cepillaba a trabucazos a media docena de capullos, empezando por esa pústula supurante de Fumero.
—Fermín, tengamos la fiesta en paz. Le prohíbo terminantemente que haga nada.
—Lo que usted mande, señor Sempere.
—¿Y La Pepita cómo lo lleva?
—Con una presencia de ánimo ejemplar. Las vecinas la tienen dopada a base de lingotazos de brandy y cuando yo la vi había caído inerme de un sopor en el sofá, donde roncaba como un marraco y expelía unas llufas que perforaban la tapicería.
—Genio y figura. Fermín, le voy a pedir que se quede hoy usted en la tienda, que yo me voy a pasar un rato a ver a don Federico. Luego he quedado con Barceló. Y Daniel tiene cosas que hacer.
Alcé la vista justo a tiempo para sorprender a Fermín y a mi padre intercambiando una mirada de complicidad.
—Menudo par de casamenteras —dije.
Aún se reían de mí cuando salí por la puerta echando chispas.
Barría las calles una brisa fría y cortante que sembraba a su paso pinceladas de vapor. Un sol acerado arrancaba ecos de cobre al horizonte de tejados y campanarios del barrio gótico. Faltaban todavía varias horas para mi cita con Bea en el claustro de la universidad y decidí tentar a la suerte y acercarme a visitar a Nuria Monfort, con la confianza de que todavía viviese en la dirección que su padre me había proporcionado tiempo atrás.
La plaza de San Felipe Neri es apenas un respiradero en el laberinto de calles que traman el barrio gótico, oculta tras las antiguas murallas romanas. Los impactos del fuego de ametralladora en los días de la guerra salpican los muros de la iglesia. Aquella mañana, un grupo de chiquillos jugaba a soldados, ajenos a la memoria de las piedras. Una mujer joven, con el pelo marcado con mechas de plata, los contemplaba sentada en un banco, con un libro entreabierto en las manos y una sonrisa extraviada. Según las señas, Nuria Monfort vivía en un edificio en el umbral de la plaza. La fecha de construcción aún podía leerse en el arco de piedra ennegrecida que coronaba el portal, 1801. El zaguán apenas dejaba adivinar una estancia de sombras por la que ascendía una escalera torcida en una suerte de espiral. Consulté la colmena de buzones de latón. Los nombres de los inquilinos podían leerse en unos pedazos de cartulina amarillenta insertados en una ranura al uso.
Miquel Moliner / Nuria Monfort
3.º-2.ª
Ascendí lentamente, casi temiendo que la finca se derribaría si me atrevía a pisar firme sobre aquellos peldaños diminutos, de casa de muñecas. Había dos puertas por rellano, sin número ni distinción. Al llegar al tercero escogí una al azar y llamé con los nudillos. La escalera olía a humedad, a piedra envejecida y a arcilla. Llamé varias veces sin obtener respuesta. Decidí probar suerte con la otra puerta. Golpeé la puerta con el puño tres veces. Dentro del piso podía oírse una radio a todo volumen transmitiendo el programa «Momentos para la Reflexión con el padre Martín Calzado».
Me abrió la puerta una señora en bata acolchada a cuadros color turquesa, pantuflas y un casco de rulos. En la penuria de luz me pareció un buzo. A su espalda, la voz aterciopelada del padre Martín Calzado dedicaba unas palabras al patrocinador del programa, los productos de belleza Aurorín, predilectos de los peregrinos al santuario de Lourdes y verdadera mano de santo con pústulas y verrugones irreverentes.
—Buenas tardes. Estaba buscando a la señora Monfort.
—¿La Nurieta? Se equivoca usted de puerta, joven. Es ahí enfrente.
—Usted perdone. Es que he llamado y no había nadie.
—¿No será un acreedor, verdad? —preguntó de pronto la vecina con el recelo de la experiencia.
—No. Vengo de parte del padre de la señora Monfort.
—Ah, bueno. La Nurieta estará abajo, leyendo. ¿No la ha visto usted al subir?
Al bajar a la calle comprobé que la mujer de los cabellos plateados y el libro en las manos seguía varada en su banco de la plaza. La observé con detenimiento. Nuria Monfort era una mujer más que atractiva, de rasgos tallados para figurines de moda y retratos de estudio, a la que la juventud parecía estar escapándosele por la mirada. Había algo de su padre en aquel talle frágil y pincelado. Supuse que debía de rondar los cuarenta y pocos, dejándome llevar, si acaso, por los trazos de cabello plateado y las líneas que ajaban un rostro que, a media luz, hubiera podido pasar por diez años más joven.
—¿Señora Monfort?
Me miró como quien despierta de un trance, sin verme.
—Mi nombre es Daniel Sempere. Su padre me dio sus señas hace algún tiempo y me dijo que tal vez usted podría hablarme sobre Julián Carax.
Al oír estas palabras, toda expresión de ensueño se desvaneció de su rostro. Intuí que mencionar a su padre no había sido un acierto.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con recelo.
Sentí que si no ganaba su confianza en aquel mismo instante, habría perdido mi oportunidad. La única carta que podía jugar era decir la verdad.
—Permítame que me explique. Hace ocho años, casi por casualidad, encontré en el Cementerio de los Libros Olvidados una novela de Julián Carax que usted había ocultado allí para evitar que un hombre que se hace llamar Laín Coubert la destruyese —dije.
Me miró fijamente, inmóvil, como si temiese que el mundo fuera a desmoronarse a su alrededor.
—Sólo le voy a robar unos minutos —añadí—. Se lo prometo.
Asintió, abatida.
—¿Cómo está mi padre? —preguntó, rehuyéndome la mirada.
—Bien. Algo mayor ya. La extraña a usted mucho.
Nuria Monfort dejó escapar un suspiro que no supe descifrar.
—Mejor que suba usted a casa. No quiero hablar de esto en la calle.