—Me parece una corriente de aire —dije.
—O de otra cosa —apuntó el portero, bajando la voz—. El otro día venía en la radio: el universo está lleno de misterios. Fíjese usted que parece que han encontrado la verdadera sábana santa en pleno centro de Sardanyola. La habían cosido en la pantalla de un cine, para ocultarla de los musulmanes, que la quieren usar para decir que Jesucristo era negro. ¿Qué le parece?
—No tengo palabras.
—Lo que yo le diga. Mucho misterio. Esa finca la tendrían que tirar abajo y echar cal en el terreno.
Agradecí al señor Remigio la información y me dispuse a descender la avenida de vuelta hasta San Gervasio. Alcé la vista y vi que la montaña del Tibidabo amanecía entre nubes de gasa. Me apeteció de repente acercarme hasta el funicular y escalar la ladera hasta el antiguo parque de atracciones en su cima para perderme entre sus carruseles y sus salones de autómatas, pero había prometido estar a tiempo en la librería. De vuelta hacia la estación del metro imaginé a Julián Carax bajando por aquella misma acera y contemplando aquellas mismas fachadas solemnes que apenas habían cambiado desde entonces, con sus escalinatas y jardines de estatuas, quizá esperando aquel tranvía azul que trepaba de puntillas al cielo. Al llegar al pie de la avenida saqué la fotografía de Penélope Aldaya sonriendo en el patio del palacete familiar. Sus ojos prometían el alma limpia y un futuro por escribir. «Te quiere, Penélope».
Imaginé a un Julián Carax con mis años sosteniendo aquella imagen en sus manos, tal vez a la sombra del mismo árbol que me amparaba a mí. Casi me parecía verle, sonriente, seguro de sí, contemplando un futuro tan amplio y luminoso como aquella avenida, y por un instante pensé que no había más fantasmas allí que los de la ausencia y la pérdida, y que aquella luz que me sonreía era de prestado y sólo valía mientras la pudiera sostener con la mirada, segundo a segundo.
Al regresar a casa comprobé que Fermín o mi padre ya habían abierto la librería. Subí un momento al piso a tomar un bocado rápido. Mi padre me había dejado tostadas, mermelada y un termo de café en la mesa del comedor. Di buena cuenta de todo ello y volví a bajar en menos de diez minutos. Entré a la librería por la puerta de la trastienda que daba al vestíbulo del edificio y acudí a mi armario. Me coloqué el delantal que solía utilizar en la tienda para proteger la ropa del polvo de cajas y estanterías. En el fondo del armario conservaba una caja de latón que todavía olía a galletas de Camprodón. Allí guardaba todo tipo de cachivaches inútiles pero de los que era incapaz de desprenderme: relojes y estilográficas dañadas sin remedio, monedas viejas, piezas de miniaturas, canicas, casquillos de bala que había encontrado en el parque del Laberinto y postales viejas de la Barcelona de principio de siglo. Entre toda aquella morralla flotaba todavía el viejo pedazo de diario donde Isaac Monfort me había anotado la dirección de su hija Nuria la noche que acudí al Cementerio de los Libros Olvidados para ocultar
La Sombra del Viento
. Lo estudié en la luz polvorienta que caía entre estantes y cajas apiladas. Cerré el estuche y me guardé la dirección en el monedero. Me asomé a la tienda, decidido a ocupar la mente y las manos en la tarea más banal que se pusiera a tiro.
—Buenos días —anuncié.
Fermín clasificaba el contenido de varias cajas que habían llegado de un coleccionista de Salamanca, y mi padre se las veía y deseaba para descifrar un catálogo alemán de apócrifa luterana que tenía nombre de embutido fino.
—Y mejores tardes nos dé Dios —canturreó Fermín, en velada alusión a mi cita con Bea.
No le di el gusto de responder y decidí encarar el inevitable trago mensual de poner al día el libro de la contabilidad, cotejando recibos y hojas de envío, cobros y pagos. Meciendo nuestra serena monotonía estaba la radio, que nos obsequiaba con una selección de momentos escogidos en la carrera de Antonio Machín, muy en boga por entonces. A mi padre los ritmos caribeños le soliviantaban un tanto los nervios, pero los toleraba porque a Fermín le recordaban su añorada Cuba. La escena se repetía cada semana: mi padre hacía oídos sordos y Fermín se abandonaba en un vago meneo al compás del danzón, puntuando los interludios comerciales con anécdotas de sus aventuras en La Habana. La puerta de la tienda estaba abierta y entraba un aroma dulce a pan fresco y a café que invitaba al optimismo. Al cabo de un rato nuestra vecina la Merceditas, que venía de hacer la compra en el mercado de la Boquería, se detuvo frente al escaparate y se asomó por la puerta.
—Buenas, señor Sempere —canturreó.
Mi padre le sonrió, sonrojado. A mí me daba la impresión de que la Merceditas le gustaba, pero su ética de cartujo le confería un silencio inquebrantable. Fermín la miraba de refilón, relamiéndose y siguiendo el suave balanceo de caderas como si acabase de entrar un brazo de gitano por la puerta. La Merceditas abrió una bolsa de papel y nos obsequió con tres manzanas relucientes. Me imaginé que aún le rondaba por la cabeza la idea de trabajar en la librería y hacía pocos esfuerzos por ocultar la antipatía que parecía inspirarle Fermín, el usurpador.
—Mire qué majas. Las he visto y me he dicho: éstas para los señores Sempere —dijo con tono melindroso—. Que yo sé que a ustedes los intelectuales las manzanas les gustan, como a Isaac Peral.
—Isaac Newton, capullito de alelí —precisó Fermín, solícito.
La Merceditas le lanzó una mirada asesina.
—Ya salió el listo. Pues agradezca usted que le haya traído también una, y no un pomelo que es lo que merece.
—Pero mujer, si para mí la ofrenda que sus manos núbiles me hacen de ésta, la fruta del pecado original, me inflama el cañamazo de…
—Fermín, haga el favor —atajó mi padre.
—Sí, señor Sempere —acató Fermín, batiéndose en retirada.
Estaba la Merceditas por replicarle a Fermín cuando se oyó un revuelo. Nos quedamos todos en silencio, expectantes. En la calle se alzaban voces de indignación y se desataba una algarabía de murmuraciones. La Merceditas se asomó a la puerta, prudente. Vimos pasar a varios comerciantes azorados, negando por lo bajo. No tardó en presentarse don Anacleto Olmo, vecino del inmueble y portavoz oficioso de la Real Academia de la Lengua en la escalera. Don Anacleto era catedrático de instituto, licenciado en Literatura Española y Humanidades varias, y compartía el segundo primera con siete gatos. En los ratos que le dejaba libre la docencia hacía doblete como redactor de textos de contraportada para una editorial de prestigio y, se rumoreaba, componía versos de erótica crepuscular que publicaba con el seudónimo de Rodolfo Pitón. En el trato personal, don Anacleto era un hombre afable y encantador, pero en público se sentía obligado a representar el papel de rapsoda y afectaba unos hablares que le habían granjeado el mote del
Gongorino
.
Aquella mañana, el catedrático traía el rostro púrpura de congoja, y casi le temblaban las manos con que sostenía su bastón de marfil. Le miramos los cuatro, intrigados.
—Don Anacleto, ¿qué pasa? —preguntó mi padre.
—Franco ha muerto, diga que sí —apuntó Fermín, esperanzado.
—Usted calle, animal —cortó la Merceditas—. Y deje hablar al señor doctor.
Don Anacleto respiró hondo y, recuperando la compostura, pasó a referirnos el parte de acontecimientos con su acostumbrada majestuosidad.
—Amigos, la vida es drama y hasta las más nobles criaturas del señor saborean las hieles de un destino caprichoso y contumaz. Ayer noche, de madrugada, mientras la ciudad dormía ese sueño tan merecido de los pueblos laboriosos, don Federico Flaviá i Pujades, estimado vecino que tanto ha contribuido al enriquecimiento y solaz de esta barriada en su rol de relojero desde su establecimiento sito a apenas tres puertas de ésta, su librería, fue arrestado por las fuerzas de seguridad del Estado.
Sentí que se me caía el alma a los pies.
—Jesús, María y José —apostilló la Merceditas.
Fermín resopló, decepcionado, pues a la vista estaba que el jefe del Estado seguía gozando de excelente salud. Don Anacleto, ya embalado, tomó aire y se dispuso a continuar.
—Al parecer, y a fe del relato fidedigno que me ha sido revelado por fuentes próximas a la Dirección General de Policía, dos condecorados miembros de la Brigada Criminal de incógnito sorprendieron a don Federico poco después de la medianoche de ayer ataviado de mujerona y entonando cuplés de letra picante en el escenario de un tugurio de la calle Escudillers, para mayor beneficio de una audiencia presuntamente compuesta por débiles mentales. Estas criaturas olvidadas de Dios, fugadas la misma tarde del Cotolengo de una orden religiosa, se habían bajado los pantalones en el frenesí del espectáculo y bailoteaban sin decoro dando palmas con la umbría enhiesta y los morros babeantes.
La Merceditas se santiguó, sobrecogida por el giro escabroso que adquirían los hechos.
—Las madres de algunos de los pobres inocentes, al ser informadas del latrocinio, presentaron denuncia por escándalo público y atentado a la moral más elemental. La prensa, ave rapaz que medra en la desgracia y el oprobio, no tardó en olfatear la carnaza y, merced a las argucias de un soplón profesional, no habían transcurrido ni cuarenta minutos de la llegada a la escena de los dos miembros de la autoridad cuando se personó en dicho local Kiko Calabuig, reportero as del diario
El Caso
, más conocido como
remenamerda
, dispuesto a cubrir los hechos que fueren menester para que su crónica negra llegase antes del cierre de la edición de hoy donde, huelga decirlo, se califica con chabacanería amarillista el espectáculo habido en el local de dantesco y escalofriante en titulares del cuerpo veinticuatro.
—No puede ser —dijo mi padre—. Pero si parecía que don Federico hubiera escarmentado.
Don Anacleto asintió con vehemencia pastoral.
—Sí, pero no olvide el refranero, acervo y voz de nuestro sentir más hondo, que ya lo dice: la cabra tira al monte, y no sólo de bromuro vive el hombre. Y aún no han oído ustedes lo peor.
—Pues vaya al grano
vuesa
merced, que con tanto vuelo metafórico me están entrando ganas de hacer de vientre —protestó Fermín.
—Ni caso le haga a este animal, que a mí me gusta mucho como habla usted. Es como el No-Do, señor doctor —intercedió la Merceditas.
—Gracias, hija, pero sólo soy un humilde maestro. Pero a lo que iba, sin más dilación, preámbulo ni floritura. Al parecer el relojero, que en el momento de su detención respondía al nombre artístico de
La Niña er Peine
, ha sido ya detenido en similares circunstancias en un par de ocasiones que constan en los anales del acontecer criminal de los guardianes de la paz.
—Diga mejor maleantes con placa —espetó Fermín.
—Yo en política no me meto. Pero puedo decirles que, tras derribar al pobre don Federico del escenario de un botellazo certero, los dos agentes lo condujeron a la comisaría de Vía Layetana. En otra coyuntura, con suerte, la cosa no hubiera pasado de chanza y a lo mejor un par de bofetadas y/o vejaciones menores, pero se dio la funesta circunstancia de que ayer noche andaba por allí el célebre inspector Fumero.
—Fumero —murmuró Fermín, a quien la sola mención de su némesis le había causado un estremecimiento.
—El mismo. Como iba diciendo, el adalid de la seguridad ciudadana, recién llegado de una redada triunfal en un local ilegal de apuestas y carreras de cucarachas ubicado en la calle Vigatans, fue informado de lo sucedido por la angustiada madre de uno de los muchachos extraviados del Cotolengo y presunto cerebro de la fuga, Pepet Guardiola. En éstas, el notable inspector, que al parecer llevaba entre pecho y espalda doce carajillos de Soberano desde la cena, decidió tomar cartas en el asunto. Tras estudiar los agravantes en danza, Fumero se aprestó a indicar al sargento de guardia que tanta (y cito el
vocábolo
en su más descarnada literalidad pese a la presencia de una señorita por su valor documental en relación al suceso)
mariconada
merecía escarmiento y que lo que el relojero, oséase don Federico Flaviá i Pujades, soltero y natural de la localidad de Ripollet, necesitaba, por su bien y por el del alma inmortal de los mozalbetes mongoloides cuya presencia era accesoria pero determinante en el caso, era pasar la noche en el calabozo común del subsótano de la institución en compañía de una selecta pléyade de hampones. Como probablemente sabrán ustedes, dicha celda es célebre entre el elemento criminal por lo inhóspito y precario de sus condiciones sanitarias, y la inclusión de un ciudadano de a pie en la lista de huéspedes es siempre motivo de jolgorio por lo que comporta de lúdico y de novedoso a la monotonía de la vida carcelaria.
Llegado este punto, don Anacleto procedió a esbozar una breve pero entrañable semblanza del carácter de la víctima, por otro lado de todos bien conocido.
—No es necesario que les recuerde que el señor Flaviá i Pujades ha sido bendecido con una personalidad frágil y delicada, todo bondad y piedad cristiana. Si una mosca se cuela en la relojería, en vez de matarla a alpargatazos, abre la puerta y las ventanas de par en par para que al insecto, criatura del Señor, se lo lleve la corriente de vuelta al ecosistema. Don Federico, me consta, es hombre de fe, muy devoto e involucrado en las actividades de la parroquia que, sin embargo, ha tenido que convivir toda su vida con un tenebroso tirón al vicio que, en contadísimas ocasiones, le ha vencido y le ha echado a la calle disfrazado de mujeruca. Su habilidad para reparar desde relojes de pulsera hasta máquinas de coser siempre fue proverbial y su persona apreciada por todos quienes le conocimos y frecuentamos su establecimiento, incluso por aquellos que no veían con buenos ojos sus ocasionales escapadas nocturnas luciendo pelucón, peineta y vestido de lunares.
—Habla usted como si estuviese muerto —aventuró Fermín, consternado.
—Muerto no, gracias a Dios.
Suspiré, aliviado. Don Federico vivía con una madre octogenaria y totalmente sorda, conocida en el barrio como
La Pepita
y famosa por soltar unas ventosidades huracanadas que hacían caer aturdidos a los gorriones de su balcón.
—Poco imaginaba La Pepita que su Federico —continuó el catedrático— había pasado la noche en una celda cochambrosa, donde un orfeón de macarras y navajeros se lo habían rifado cual putón verbenero para luego, una vez ahítos de sus carnes magras, propinarle una paliza de órdago mientras el resto de presos coreaban con alegría la «maricón, maricón, come mierda mariposón».