—Me deja usted de piedra. ¿Qué más puede contarme de la familia Fortuny? ¿Les recuerda usted bien?
—Eran otros tiempos —musitó con nostalgia—. Lo cierto es que yo conocía ya al abuelo Fortuny, que fundó la sombrerería. Del hijo, qué le voy a contar. Ella, eso sí, estaba de miedo. Qué mujer. Y honrada, ¿eh?, pese a todos los rumores y habladurías que corrían por ahí…
—¿Como el de que Julián no era hijo legítimo del señor Fortuny?
—¿Y usted dónde ha oído eso?
—Como le dije, soy de la familia. Todo se sabe.
—De todo eso nunca se probó nada.
—Pero se habló —invité.
—La gente le da al pico que es un contento. El hombre no viene del mono, viene de la gallina.
—¿Y qué decía la gente?
—¿Le apetece a usted una copita de ron? Es de Igualada, pero tiene una chispilla caribeña… Está buenísimo.
—No, gracias, pero yo le acompaño. Vaya contándome mientras tanto…
Antoni Fortuny, a quien todos llamaban el sombrerero, había conocido a Sophie Carax en 1899 frente a los peldaños de la catedral de Barcelona. Venía de hacerle una promesa a san Eustaquio, que de entre todos los santos con capilla particular, tenía fama de ser el más diligente y menos remilgado a la hora de conceder milagros de amor. Antoni Fortuny, que ya había cumplido los treinta años y rebosaba soltería, quería una esposa y la quería ya. Sophie era una joven francesa que vivía en una residencia para señoritas en la calle Riera Alta e impartía clases particulares de solfeo y piano a los vástagos de las familias más privilegiadas de Barcelona. No tenía familia ni patrimonio, apenas su juventud y la formación musical que su padre, pianista de un teatro de Nimes, le había podido dejar antes de morir de tuberculosis en 1886. Antoni Fortuny, por contra, era un hombre en vías de prosperidad. Había heredado recientemente el negocio de su padre, una reputada sombrerería en la ronda de San Antonio en la que había aprendido el oficio que algún día soñaba en enseñar a su propio hijo. Sophie Carax se le antojó frágil, bella, joven, dócil y fértil. San Eustaquio había cumplido conforme a su reputación. Tras cuatro meses de cortejo insistente, Sophie aceptó su oferta de matrimonio. El señor Molins, que había sido amigo del abuelo Fortuny, le advirtió a Antoni que se casaba con una desconocida, que Sophie parecía buena muchacha, pero que quizá aquel enlace era demasiado conveniente para ella, que esperase al menos un año… Antoni Fortuny replicó que sabía ya lo suficiente de su futura esposa. Lo demás no le interesaba. Se casaron en la basílica del Pino y pasaron su luna de miel de tres días en un balneario de Mongat. La mañana antes de partir, el sombrerero preguntó confidencialmente al señor Molins cómo debía proceder en los misterios de alcoba. Molins, sarcástico, le dijo que le preguntase a su esposa. El matrimonio Fortuny regresó a Barcelona apenas dos días después. Los vecinos dijeron que Sophie lloraba al entrar en la escalera. La Vicenteta juraría años más tarde que Sophie le había dicho que el sombrerero no le había puesto un dedo encima y que cuando ella había querido seducirle, la había tratado de ramera y se había sentido repugnado por la obscenidad de lo que ella proponía. Seis meses más tarde, Sophie anunció a su esposo que llevaba un hijo en las entrañas. El hijo de otro hombre.
Antoni Fortuny había visto a su propio padre golpear a su madre infinidad de veces e hizo lo que entendía procedente. Sólo se detuvo cuando creyó que un solo roce más la mataría. Aun así, Sophie se negó a desvelar la identidad del padre de la criatura que llevaba en el vientre. Antoni Fortuny, aplicando su lógica particular, decidió que se trataba del demonio, pues aquél no era sino hijo del pecado, y el pecado sólo tenía un padre: el maligno. Convencido así de que el pecado se había colado en su hogar y entre los muslos de su esposa, el sombrerero se aficionó a colgar crucifijos por doquier, en las paredes, en las puertas de todas las habitaciones y en el techo. Cuando Sophie le encontró sembrando de cruces la alcoba a la que la había confinado, se asustó y con lágrimas en los ojos le preguntó si se había vuelto loco. Él, ciego de rabia, se volvió y la abofeteó. «Una puta, como las demás», escupió al echarla a patadas al rellano de la escalera tras desollarla a correazos. Al día siguiente, cuando Antoni Fortuny abrió la puerta de su casa para bajar a abrir la sombrerería, Sophie seguía allí, cubierta de sangre seca y tiritando de frío. Los médicos nunca pudieron arreglar completamente las fracturas de la mano derecha. Sophie Carax nunca volvería a tocar el piano, pero dio a luz un varón al que habría de llamar Julián en recuerdo al padre que había perdido demasiado pronto, como todo en la vida. Fortuny pensó en echarla de su casa, pero creyó que el escándalo no sería bueno para el negocio. Nadie compraría sombreros a un hombre con fama de cornudo. Era un contrasentido. Sophie pasó a ocupar una alcoba oscura y fría en la parte de atrás del piso. Allí daría a luz a su hijo con la ayuda de dos vecinas de la escalera. Antoni no volvió a casa hasta tres días después. «Éste es el hijo que Dios te ha dado —le anunció Sophie—. Si quieres castigar a alguien, castígame a mí, pero no a una criatura inocente. El niño necesita un hogar y un padre. Mis pecados no son los suyos. Te ruego que te apiades de nosotros».
Los primeros meses fueron difíciles para ambos. Antoni Fortuny había decidido rebajar a su esposa al rango de criada. Ya no compartían ni el lecho ni la mesa, y rara vez cruzaban una palabra como no fuera para dirimir alguna cuestión de orden doméstico. Una vez al mes, normalmente coincidiendo con la luna llena, Antoni Fortuny hacía acto de presencia en la alcoba de Sophie de madrugada y, sin mediar palabra, embestía a su antigua esposa con ímpetu pero escaso oficio. Aprovechando estos raros y beligerantes momentos de intimidad, Sophie intentaba congraciarse con él susurrando palabras de amor, dedicando caricias expertas. El sombrerero no era hombre para fruslerías y la zozobra del deseo se le evaporaba en cuestión de minutos, cuando no segundos. De dichos asaltos a camisón arremangado no resultó hijo alguno. Después de unos años, Antoni Fortuny dejó de visitar la alcoba de Sophie definitivamente, y adquirió el hábito de leer las Sagradas Escrituras hasta bien entrada la madrugada, buscando en ellas solaz a su tormento.
Con la ayuda de los Evangelios, el sombrerero hacía un esfuerzo por suscitar en su corazón un amor por aquel niño de mirada profunda que gustaba de hacer bromas sobre todo e inventar sombras donde no las había. Pese a su empeño, no sentía al pequeño Julián como hijo de su sangre, ni se reconocía en él. Al niño, por su parte, no parecían interesarle en demasía los sombreros ni las enseñanzas del catecismo. Llegada la Navidad, Julián se entretenía en recomponer las figuras del pesebre y urdir intrigas en las que el niño Jesús había sido raptado por los tres magos de Oriente con fines escabrosos. Pronto adquirió la manía de dibujar ángeles con dientes de lobo e inventar historias de espíritus encapuchados que salían de las paredes y se comían las ideas de la gente mientras dormía. Con el tiempo, el sombrerero perdió toda esperanza de enderezar a aquel muchacho hacia una vida de provecho. Aquel niño no era un Fortuny y nunca lo sería. Alegaba que se aburría en el colegio y regresaba con todos sus cuadernos repletos de garabatos de seres monstruosos, serpientes aladas y edificios vivos que caminaban y devoraban a los incautos. Ya por entonces estaba claro que la fantasía y la invención le interesaban infinitamente más que la realidad cotidiana que le rodeaba. De todas las decepciones que atesoró en vida, ninguna le dolió tanto a Antoni Fortuny como aquel hijo que el demonio le había enviado para burlarse de él.
A los diez años, Julián anunció que quería ser pintor, como Velázquez, pues soñaba con acometer los lienzos que el gran maestro no había podido llegar a pintar en vida, argumentaba, por culpa de tanto retratar por obligación a los débiles mentales de la familia real. Para acabar de arreglar las cosas, a Sophie, quizá para matar la soledad y recordar a su padre, se le ocurrió darle clases de piano. Julián, que adoraba la música, la pintura y todas las materias desprovistas de provecho y beneficio en la sociedad de los hombres, pronto aprendió los rudimentos de la armonía y decidió que prefería inventarse sus propias composiciones a seguir las partituras del libro de solfeo, lo cual era contra natura. Por aquel entonces, Antoni Fortuny todavía creía que parte de las deficiencias mentales del muchacho se debían a su dieta, demasiado influenciada por los hábitos de cocina francesa de su madre. Era bien sabido que la exuberancia de mantequillas producía la ruina moral y aturdía el entendimiento. Prohibió a Sophie cocinar con mantequilla por siempre jamás. Los resultados no fueron exactamente los esperados.
A los doce años, Julián empezó a perder su interés febril por la pintura y por Velázquez, pero las esperanzas iniciales del sombrerero duraron poco. Julián abandonaba los sueños del Prado por otro vicio mucho más pernicioso. Había descubierto la biblioteca de la calle del Carmen y dedicaba cada tregua que su padre le concedía en la sombrerería a acudir al santuario de los libros y devorar tomos de novela, de poesía y de historia. Un día antes de cumplir los trece años anunció que quería ser alguien llamado Robert Louis Stevenson, a todas luces un extranjero. El sombrerero le anunció que a duras penas llegaría a picapedrero. Tuvo entonces la certeza de que su hijo no era sino un necio.
A menudo, sin poder conciliar el sueño, Antoni Fortuny se retorcía en el lecho de rabia y frustración. En el fondo de su corazón quería a aquel muchacho, se decía. Y, aunque ella no lo mereciese, también quería a la mujerzuela que le había traicionado desde el primer día. Los quería con toda su alma, pero a su manera, que era la correcta. Sólo le pedía a Dios que le mostrase el modo en que los tres podían ser felices, preferiblemente también a su manera. Imploraba al Señor que le enviase una señal, un susurro, una migaja de su presencia. Dios, en su infinita sabiduría, y quizá abrumado por la avalancha de peticiones de tantas almas atormentadas, no respondía. Mientras Antoni Fortuny se deshacía en remordimientos y resquemores, Sophie, al otro lado del muro, se apagaba lentamente, viendo su vida naufragar en un soplo de engaños, de abandono, de culpa. No amaba al hombre al que servía, pero se sentía suya, y la posibilidad de abandonarle y llevarse a su hijo a otro lugar se le antojaba inconcebible. Recordaba con amargura al verdadero padre de Julián, y con el tiempo aprendió a odiarle y a detestar cuanto representaba, que no era sino cuanto ella anhelaba. A falta de conversaciones, el matrimonio empezó a intercambiar gritos. Insultos y recriminaciones afiladas volaban por el piso como cuchillos, acribillando a quien osara interponerse en su trayectoria, habitualmente Julián. Luego, el sombrerero nunca recordaba exactamente por qué había pegado a su mujer. Recordaba sólo el fuego y la vergüenza. Se juraba entonces que aquello no volvería a suceder jamás, que si era necesario se entregaría a las autoridades para que lo confinasen a un penal.
Con la ayuda de Dios, Antoni Fortuny tenía la certeza de que podía llegar a ser un hombre mejor de lo que lo había sido su propio padre. Pero tarde o temprano, los puños encontraban de nuevo la carne tierna de Sophie y, con el tiempo, Fortuny sintió que si no podía poseerla como esposo, lo haría como verdugo. De este modo, a escondidas, la familia Fortuny dejó pasar los años, silenciando sus corazones y sus almas, hasta el punto que, de tanto callar, olvidaron las palabras para expresar sus verdaderos sentimientos y se transformaron en extraños que convivían bajo un mismo tejado, uno de tantos en la ciudad infinita.
Pasaban ya de las dos y media cuando regresé a la librería. Al entrar, Fermín me lanzó una mirada sarcástica desde lo alto de una escalera, donde le sacaba lustre a una colección de los
Episodios nacionales
del insigne don Benito.
—Alabados sean los ojos. Ya le creíamos haciendo las Américas, Daniel.
—Me entretuve por el camino. ¿Y mi padre?
—Como usted no venía, marchó él a hacer el resto de las entregas. Me encargó que le dijese a usted que esta tarde se iba a Tiana a valorar la biblioteca privada de una viuda. Su padre es de los que las mata callando. Dijo que no le esperase usted para cerrar.
—¿Estaba enfadado?
Fermín negó, descendiendo de la escalera con agilidad felina.
—Qué va. Si su padre es un santo. Además estaba muy contento al ver que se ha echado usted novia.
—¿Qué?
Fermín me guiñó un ojo, relamiéndose.
—Ay, granujilla, qué callado se lo tenía usted. Y qué niña, oiga, para cortar el tráfico. De un fino que de qué. Se conoce que ha ido a buenos colegios, aunque tenía un vicio en la mirada… Mire, si no tuviese yo el corazón robado con la Bernarda, porque no le he contado a usted todavía lo de nuestra merienda… chispas salían, oiga, chispas, que parecía la noche de San Juan…
—Fermín —le corté—. ¿De qué demonios está usted hablando?
—De su novia.
—Yo no tengo novia, Fermín.
—Bueno, ahora ustedes los jóvenes a eso lo llaman cualquier cosa, «güirlifrend» o…
—Fermín, rebobine. ¿De qué está hablando?
Fermín Romero de Torres me miró desconcertado, juntando los dedos de una mano y gesticulando al uso siciliano.
—A ver. Esta tarde, hará cosa de una hora u hora y media, una señorita de bandera pasó por aquí y preguntó por usted. Su padre de usted y servidor estábamos de cuerpo presente y le puedo asegurar sin lugar a dudas que la muchacha no tenía las pintas de ser un aparecido. Le podría describir a usted hasta el olor. A lavanda, pero más dulce. Como un bollito recién hecho.
—¿Dijo acaso el bollito que era mi novia?
—Así, con todas las palabras no, pero sonrió como de refilón, ya sabe usted, y dijo que le esperaba el viernes por la tarde. Nosotros nos limitamos a sumar dos y dos.
—Bea… —murmuré yo.
—Ergo, existe —apuntó Fermín, aliviado.
—Sí, pero no es mi novia —dije.
—Pues no sé a qué está usted esperando.
—Es la hermana de Tomás Aguilar.
—¿Su amigo el inventor?
Asentí.
—Razón de más. Ni que fuese la hermana de Gil Robles, óigame; porque está buenísima. Yo, en su lugar, estaría a la que salta.
—Bea ya tiene novio. Un alférez que está haciendo el servicio.
Fermín suspiró, irritado.
—Ah, el ejército, lacra y reducto tribal del gremialismo simiesco. Mejor, porque así puede usted ponerle la cornamenta sin remordimientos.