—No me importa, de verdad. La familia de él tiene propiedades allí, un par de astilleros, y Pablo va a estar al frente de uno. Tiene mucho talento para el liderazgo.
—Ya se le ve.
Bea apretó la sonrisa.
—Además, Barcelona ya la tengo vista, después de tantos años…
Le vi la mirada cansada, triste.
—Tengo entendido que El Ferrol es una ciudad fascinante. Llena de vida. Y el marisco, dicen que es de fábula, especialmente el centollo.
Bea suspiró, agitando la cabeza. Me pareció que quería llorar de rabia, pero era demasiado orgullosa. Se rió tranquilamente.
—Diez años y todavía no le has perdido el gusto a insultarme, ¿verdad, Daniel? Pues anda, despáchate a gusto. La culpa es mía, por creer que a lo mejor podíamos ser amigos, o hacer ver que lo éramos, pero supongo que yo no valgo lo que mi hermano. Perdona que te haya hecho perder el tiempo.
Se dio la vuelta y echó a andar por el corredor que conducía a la biblioteca. La vi alejarse a través de las baldosas blancas y negras, su sombra cortando las cortinas de luz que caían desde las cristaleras.
—Bea, espera.
Maldije mi estampa y eché a correr tras ella. La detuve a medio corredor, asiéndola del brazo. Me lanzó una mirada que quemaba.
—Perdóname. Pero te equivocas: la culpa no es tuya, es mía. Soy yo el que no vale lo que tu hermano o lo que tú. Y si te he insultado es por envidia a ese imbécil que tienes por novio y por rabia de pensar que alguien como tú se iría a El Ferrol o al Congo por seguirle.
—Daniel…
—Te equivocas conmigo, porque sí podemos ser amigos si tú me dejas intentarlo ahora que sabes lo poco que valgo. Y te equivocas también con Barcelona, porque aunque tú te creas que la tienes vista, yo te garantizo que no es así, y que si me dejas te lo demostraré.
Vi que se le iluminaba la sonrisa y una lágrima lenta, de silencio, le caía por la mejilla.
—Más te vale que digas la verdad —dijo—. Porque si no, se lo diré a mi hermano y te sacará la cabeza como si fuese un tapón.
Le tendí la mano.
—Me parece justo. ¿Amigos?
Me ofreció la suya.
—¿A qué hora sales de clase el viernes? —pregunté.
Dudó un instante.
—A las cinco.
—Te esperaré en el claustro a las cinco en punto, y antes de que anochezca te demostraré que hay algo en Barcelona que aún no has visto y que no puedes irte a El Ferrol con ese idiota al que no me puedo creer que quieras, porque si lo haces la ciudad te perseguirá y te morirás de pena.
—Pareces muy seguro de ti mismo, Daniel.
Yo, que nunca estaba seguro ni de la hora que era, asentí con la convicción del ignorante. Me quedé viéndola alejarse por aquella galería infinita hasta que su silueta se fundió en la penumbra y me pregunté qué es lo que había hecho.
La sombrerería Fortuny, o lo que quedaba de ella, languidecía al pie de un angosto edificio ennegrecido de hollín y de aspecto miserable en la ronda de San Antonio, junto a la plaza de Goya. Todavía podían leerse las letras grabadas sobre los cristales empañados de mugre, y un cartel en forma de bombín seguía ondeando en la fachada, prometiendo diseños a medida y las últimas novedades de París. La puerta estaba asegurada con un candado que parecía llevar allí por lo menos diez años. Pegué la frente al cristal, intentando penetrar con la mirada el interior en tinieblas.
—Si viene por lo del alquiler, llega tarde —dijo una voz a mi espalda—. El administrador de la finca ya se ha ido.
La mujer que me hablaba debía de rondar los sesenta años y vestía el uniforme nacional de viuda devota. Un par de rulos asomaban bajo un pañuelo rosa que le cubría el pelo, y las pantuflas de boatiné iban a juego con unas medias color carne de media caña. Di por sentado que era la portera del inmueble.
—¿Es que la tienda está en alquiler? —pregunté.
—¿No venía usted por eso?
—En principio no, pero nunca se sabe, a lo mejor me interesa.
La portera frunció el ceño, decidiendo si me catalogaba de cantamañanas o me concedía el beneficio de la duda. Adopté la más angelical de mis sonrisas.
—¿Hace mucho que cerró la tienda?
—Lo menos doce años, cuando se murió el viejo.
—¿El señor Fortuny? ¿Lo conocía usted?
—Llevo cuarenta y ocho años en esta escalera, mozo.
—Entonces a lo mejor conoció usted también al hijo del señor Fortuny.
—¿Julián? Pues claro.
Saqué del bolsillo la fotografía quemada y se la mostré.
—¿Cree que podría decirme si el joven que aparece en la fotografía es Julián Carax?
La portera me miró con cierta desconfianza. Tomó la fotografía en sus manos y clavó la mirada en ella.
—¿Le reconoce?
—Carax era el apellido de soltera de la madre —matizó la portera, con cierta reprobación—. Éste es Julián, sí. Le recuerdo muy rubito, aunque aquí en la foto parece que tenga el pelo más oscuro.
—¿Podría decirme quién es la muchacha que está con él?
—¿Y quién lo pregunta?
—Discúlpeme, mi nombre es Daniel Sempere. Estoy tratando de averiguar algo sobre el señor Carax, sobre Julián.
—Julián se fue a París, allá en el año 18 o 19. Su padre quería meterlo en el ejército, ¿sabe? Yo creo que la madre se lo llevó para librarlo al pobrecillo. Aquí se quedó solo el señor Fortuny, en el ático.
—¿Sabe si Julián regresó a Barcelona alguna vez?
La portera me miró en silencio.
—¿No lo sabe usted? Julián murió aquel mismo año, en París.
—¿Perdón?
—Digo que Julián falleció. En París. Al poco de llegar. Más le hubiera valido meterse en el ejército.
—¿Puedo preguntarle cómo sabe usted eso?
—¿Cómo va a ser? Porque me lo dijo su padre.
Asentí lentamente.
—Entiendo. ¿Le dijo de qué murió?
—El viejo no daba muchos detalles, la verdad. Un día, al poco de marchar Julián, llegó una carta para él y cuando le pregunté a su padre me dijo que su hijo había muerto y que si llegaba algo más para él que lo tirase. ¿Por qué pone esa cara?
—El señor Fortuny le mintió. Julián no murió en 1919.
—¿Qué me dice?
—Julián vivió en París, por lo menos hasta el año 35 y luego regresó a Barcelona.
El rostro de la portera se iluminó.
—Entonces, ¿Julián está aquí, en Barcelona? ¿Dónde?
Asentí, confiando en que de este modo la portera se animaría a contarme más.
—Madre de Dios… Pues me da usted una alegría, bueno, si es que vive, porque era un crío muy cariñoso, un poco raro y muy fantasioso, eso sí, pero tenía un no sé qué que te robaba el corazón. No hubiera servido para soldado, eso se veía de lejos. A mi Isabelita le gustaba horrores. Fíjese que durante una temporada pensé que se acabarían casando y todo, cosas de críos… ¿Me deja ver esa foto otra vez?
Le tendí la foto de nuevo. La portera la contemplaba como si fuese un talismán, un billete de vuelta a su juventud.
—Parece mentira, mire, como si le estuviese viendo ahora mismo… y el malasombra ese decir que se había muerto. Desde luego, es que hay gente en el mundo que está para que haya de todo. ¿Y qué se hizo de Julián en París? Seguro que se hizo rico. A mí siempre me pareció que Julián iba para rico.
—No exactamente. Se hizo escritor.
—¿De cuentos?
—Algo parecido. Escribía novelas.
—¿Para la radio? Ay, qué bonito. Pues no me extraña nada, ¿sabe usted? De chiquillo se pasaba la vida contándole historias a los críos de aquí por el barrio. En verano, a veces mi Isabelita y sus primas subían al terrado por la noche a escucharle. Decían que nunca contaba la misma historia dos veces. Eso sí, todas iban de muertos y ánimas. Ya le digo que era un crío un poco raro. Aunque con ese padre lo raro es que no saliera majareta. No me extraña que al final lo dejara la mujer, porque era un malasombra. Mire usted que yo no me meto en nada, ¿eh? A mí todo me parece muy bien, pero ese hombre no era bueno. En una escalera, al final todo se sabe. Él la pegaba, ¿sabe usted? Siempre se oían gritos en la escalera, y más de una vez tuvo que venir la policía. Yo ya entiendo que a veces el marido tiene que pegar a la mujer para que le respete, no digo que no, que hay mucha golfa y las mozas ya no suben como antes, pero es que a éste le gustaba zurrarla porque sí, ¿me entiende? La única amiga que tenía esa pobre mujer era una chica joven, la Vicenteta, que vivía en el cuarto segunda. A veces la pobre se refugiaba en casa de la Vicenteta para que el marido no la zurrase más. Y le contaba cosas…
—¿Como qué?
La portera adoptó un aire confidencial, enarcando una ceja y mirando a los lados de soslayo.
—Como que el crío no era del sombrerero.
—¿Julián? ¿Quiere decir que Julián no era hijo del señor Fortuny?
—Eso le dijo la francesa a la Vicenteta, no sé si por despecho o vaya usted a saber por qué. A mí me lo contó la chica años después, cuando ya no vivían aquí.
—¿Y quién era el verdadero padre de Julián entonces?
—La francesa nunca lo quiso decir. A lo mejor ni lo sabía. Ya sabe cómo son los extranjeros.
—¿Y cree que por eso le pegaba su marido?
—Vaya usted a saber. Tres veces la tuvieron que llevar al hospital, óigame, tres. Y el muy cerdo tenía los arrestos de contarle a todo el mundo que la culpa era de ella, que era una borracha y se daba porrazos por la casa de puro darle a la botella. A mí que no me digan. Siempre tenía pleitos con todos los vecinos. A mi difunto marido, que en gloria esté, lo denunció una vez de haberle robado en la tienda, porque según él todos los murcianos eran unos vagos y unos ladrones, y fíjese usted que nosotros somos de Úbeda…
—¿Me decía usted que reconocía a la muchacha que aparece con Julián en la foto?
La portera se concentró de nuevo en la imagen.
—No la había visto nunca. Muy mona.
—Por la foto parece que fuesen novios —sugerí, a ver si le pinchaba la memoria.
Me la tendió, sacudiendo la cabeza.
—Yo de fotos no entiendo. Y que yo sepa, Julián no tenía novia, pero me figuro yo que si la tuviese no me lo hubiera dicho. A duras penas me enteré de que mi Isabelita se había liado con ése… ustedes los jóvenes nunca cuentan nada. Somos los viejos los que no sabemos parar de hablar.
—¿Recuerda a sus amigos, alguien en especial que viniese por aquí?
La portera se encogió de hombros.
—Ay, hace ya tanto tiempo. Además, en los últimos años Julián ya paraba poco por aquí, ¿sabe usted? Había hecho un amigo en el colegio, un niño de muy buena familia, los Aldaya, no le digo nada. Ahora ya no se habla de ellos, pero por entonces era como decir la familia real. Mucho dinero. Lo sé porque a veces enviaban un coche a buscar a Julián. Tenía usted que haber visto qué coche. Ni Franco, oiga. Con chófer, todo reluciente. Mi Paco, que de esto entendía, me dijo que era un
rolsroi
o algo así. Ahí es nada.
—¿Recuerda usted el nombre de este amigo de Julián?
—Mire, con un apellido como Aldaya, no hacen falta nombres, a ver si me entiende usted. También me acuerdo de otro chico, un poco atolondrado, un tal Miquel. Creo que también era compañero suyo de clase. No me pregunte ni qué apellido ni qué cara tenía.
Parecía que habíamos llegado a un punto muerto y temí empezar a perder el interés de la portera. Decidí seguir una corazonada.
—¿Vive alguien ahora en el piso de los Fortuny?
—No. El viejo murió sin hacer testamento, y la mujer, que yo sepa, aún está en Buenos Aires y no vino ni al entierro.
—¿Por qué Buenos Aires?
—Porque no pudo encontrar un sitio más lejos de él, digo yo. No la culpo, la verdad. Lo dejó todo en manos de un abogado, un tipo muy raro. Yo no le he visto nunca, pero mi hija Isabelita, que vive en el quinto primera, justo debajo, dice que a veces, como tiene llave, viene por la noche y se pasa horas andando por el piso y luego se va. Una vez hasta me dijo que se oían como tacones de mujer. Ya me contará usted.
—A lo mejor eran zancos —sugerí.
Me miró sin comprender. Obviamente, para la portera el tema era muy serio.
—¿Y nadie más ha visitado el piso en todos estos años?
—Una vez se presentó aquí un tipo muy siniestro, de esos que sonríen todo el rato, un risitas, pero que se le ve venir de lejos. Dijo que era de la Brigada Criminal. Quería ver el piso.
—¿Dijo por qué?
La portera negó.
—¿Recuerda su nombre?
—Inspector
nosequé
. Ni me creí que fuese policía. El asunto olía mal, ya me entiende. A algo personal. Le facturé con viento fresco y le dije que no tenía las llaves del piso y que si quería algo, que llamase al abogado. Me dijo que volvería, pero no le he vuelto a ver por aquí. Ni ganas.
—¿No tendrá usted por casualidad el nombre y la dirección de ese abogado, verdad?
—Eso se lo tendría que preguntar usted al administrador de la finca, el señor Molins. Tiene la oficina aquí cerca, en el 28 de Floridablanca, entresuelo. Dígale que va usted de parte de la señora Aurora, servidora de usted.
—Se lo agradezco mucho. Y dígame, señora Aurora, ¿entonces el piso de los Fortuny está vacío?
—Vacío no, porque nadie se ha llevado nada de ahí en todos los años desde que murió el viejo. Si a veces hasta huele. Yo diría que hay ratas y todo, fíjese usted.
—¿Cree usted que sería posible echarle un vistazo? A lo mejor encontramos algo que nos indique qué se hizo realmente de Julián…
—Ay, yo no puedo hacer eso. Tiene usted que hablarlo con el señor Molins, que es el que lo lleva.
Le sonreí con malicia.
—Pero usted tendrá una llave maestra, supongo. Aunque le dijese a ese individuo que no… No me diga que no se muere usted de curiosidad por saber lo que hay ahí dentro.
Doña Aurora me miró de reojo.
—Es usted un demonio.
La puerta cedió como la losa de un sepulcro, con un quejido brusco, exhalando el aliento fétido y viciado del interior. Empujé el portón hacia el interior, desvelando un pasillo que se hundía en la negrura. El aire hedía a cerrado y a humedad. Volutas de mugre y polvo coronaban los ángulos de la techumbre, pendiendo como cabellos blancos. Las losas quebradas del suelo estaban recubiertas por lo que parecía un manto de cenizas. Advertí lo que parecían marcas de pisadas adentrándose en el piso.
—Santa Madre de Dios —murmuró la portera—. Aquí hay más mierda que en el palo de un gallinero.