—Fuera de aquí —murmuró la voz desde las sombras.
La reconocí al instante. Laín Coubert. La voz del diablo.
Me lancé escaleras arriba y una vez gané la planta baja así a Bea del brazo y la arrastré a toda prisa hacia la salida. Habíamos perdido la vela y corríamos a ciegas. Bea, asustada, no comprendía mi súbita alarma. No había visto nada. No había oído nada. No me detuve a darle explicaciones. Esperaba en cualquier momento que algo saltase de las sombras y nos cerrase el paso, pero la puerta principal nos esperaba al final del corredor, los resquicios proyectando un rectángulo de luz.
—Está cerrada —musitó Bea.
Palpé mis bolsillos buscando la llave. Volví la vista atrás una fracción de segundo y tuve la certeza de que dos puntos brillantes avanzaban lentamente hacia nosotros desde el fondo del corredor. Ojos. Mis dedos dieron con la llave. La introduje desesperadamente en la cerradura, abrí y empujé a Bea al exterior con brusquedad. Bea debió de leer el temor en mi voz porque se apresuró hacia la verja a través del jardín y no se detuvo hasta que nos encontramos los dos sin aliento y cubiertos de sudor frío en la acera de la avenida del Tibidabo.
—¿Qué ha pasado ahí abajo, Daniel? ¿Había alguien?
—No.
—Estás pálido.
—Soy pálido. Anda, vamos.
—¿Y la llave?
La había dejado dentro, encajada en la cerradura. No sentí deseos de regresar a por ella.
—Creo que la he perdido al salir. Ya la buscaremos otro día.
Nos alejamos avenida abajo a paso ligero. Cruzamos hasta la otra acera y no aflojamos el paso hasta que nos encontramos a un centenar de metros del caserón y su silueta apenas se adivinaba en la noche. Descubrí entonces que todavía tenía la mano manchada de cenizas y di gracias por el manto de sombra de la noche, que ocultaba a Bea las lágrimas de terror que me resbalaban por las mejillas.
Anduvimos calle Balmes abajo hasta la plaza Núñez de Arce, donde encontramos un taxi solitario. Descendimos por Balmes hasta Consejo de Ciento casi sin mediar palabra. Bea me tomó la mano y un par de veces la descubrí observándome con mirada vidriosa, impenetrable. Me incliné a besarla, pero no separó los labios.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Te llamaré mañana o pasado —dijo.
—¿Lo prometes?
Asintió.
—Puedes llamar a casa o a la librería. Es el mismo número. Lo tienes, ¿verdad?
Asintió de nuevo. Le pedí al conductor que se detuviese un momento en la esquina de Muntaner y Diputación. Me ofrecí a acompañar a Bea hasta su portal, pero ella se negó y se alejó sin dejarme besarla de nuevo, ni siquiera rozarle la mano. Echó a correr y la vi partir desde el taxi. Las luces del piso de los Aguilar estaban encendidas y pude ver claramente a mi amigo Tomás observándome desde la ventana de su habitación, en la que habíamos pasado tantas tardes juntos charlando o jugando al ajedrez. Le saludé con la mano, forzando una sonrisa que probablemente no podía ver. No me devolvió el saludo. Su silueta permaneció inmóvil, pegada al cristal, contemplándome fríamente. Unos segundos más tarde se retiró y las ventanas se oscurecieron. Estaba esperándonos, pensé.
Al llegar a casa encontré los restos de una cena para dos en la mesa. Mi padre ya se había retirado y me pregunté si, por ventura, se habría animado a invitar a la Merceditas a cenar en casa. Me deslicé hasta mi habitación y entré sin encender la luz. Tan pronto me senté en el borde del colchón advertí que había alguien más en la estancia, tendido en la penumbra sobre el lecho como un difunto con las manos cruzadas sobre el pecho. Sentí un latigazo de frío en el estómago pero rápidamente reconocí los ronquidos y el perfil de aquella nariz sin parangón. Encendí la lamparilla de noche y encontré a Fermín Romero de Torres perdido en una sonrisa embelesada y emitiendo pequeños gemidos placenteros sobre la colcha. Suspiré y el durmiente abrió los ojos. Al verme pareció extrañado. Obviamente esperaba otra compañía. Se frotó los ojos y miró alrededor, haciéndose una más ajustada composición del lugar.
—Espero no haberle asustado. La Bernarda dice que dormido parezco el Boris Karloff español.
—¿Qué hace en mi cama, Fermín?
Entornó los ojos con cierta nostalgia.
—Soñando con Carole Lombard. Estábamos en Tánger, en unos baños turcos, y yo la untaba toda de aceite de ese que venden para el culillo de los bebés. ¿Ha untado usted alguna vez a una mujer de aceite, de arriba abajo, a conciencia?
—Fermín, son las doce y media de la noche y no me tengo de sueño.
—Usted disculpe, Daniel. Es que su señor padre insistió en que subiera a cenar y luego me entró una ñoña, porque a mí la carne de res me produce un efecto narcótico. Su padre me sugirió que me tendiese aquí un rato, alegando que a usted no le importaría…
—Y no me importa, Fermín. Es que me ha pillado por sorpresa. Quédese con la cama y vuelva con Carole Lombard, que le debe de estar esperando. Y métase dentro, que hace una noche de perros y encima va a pillar algo. Yo me iré al comedor.
Fermín asintió mansamente. Las magulladuras de la cara se le estaban inflamando y su cabeza, tramada con una barba de dos días y aquella escasa cabellera rala, parecía una fruta madura caída de un árbol. Cogí una manta de la cómoda y le tendí otra a Fermín. Apagué la luz y salí al comedor, donde me esperaba el butacón predilecto de mi padre. Me envolví en la manta y me acurruqué como pude, convencido de que no iba a pegar ojo. La imagen de dos ataúdes blancos en la tiniebla me sangraba en la mente. Cerré los ojos y puse todo mi empeño en borrar aquella visión. En su lugar, conjuré la visión de Bea desnuda sobre las mantas en aquel cuarto de baño a la luz de las velas. Abandonado a estos felices pensamientos, me pareció oír el murmullo lejano del mar y me pregunté si el sueño me habría vencido sin yo saberlo. Quizá navegaba rumbo a Tánger. Al poco comprendí que eran sólo los ronquidos de Fermín y un instante después se apagó el mundo. En toda mi vida no he dormido mejor ni más profundamente que aquella noche.
Amaneció lloviendo a cántaros, con las calles anegadas y la lluvia acribillando las ventanas con rabia. El teléfono sonó a las siete y media. Salté de la butaca a contestar con el corazón en el gaznate. Fermín, en albornoz y pantuflas, y mi padre, sosteniendo la cafetera, intercambiaron aquella mirada que empezaba a hacerse habitual.
—¿Bea? —susurré al auricular, dándoles la espalda.
Creí oír un suspiro en la línea.
—¿Bea, eres tú?
No obtuve respuesta y, segundos más tarde, la línea se cortó. Me quedé observando el teléfono durante un minuto, esperando que volviese a sonar.
—Ya volverán a llamar, Daniel. Ahora ven a desayunar —dijo mi padre.
Llamará más tarde, me dije. Alguien debe de haberla sorprendido. No debía de ser fácil burlar el toque de queda del señor Aguilar. No había motivo de alarma. Con estas y otras excusas me arrastré hasta la mesa para fingir que acompañaba a mi padre y a Fermín en su desayuno. Quizá fuera la lluvia, pero la comida había perdido todo el sabor.
Llovió toda la mañana y al rato de abrir la librería tuvimos un apagón general en todo el barrio que duró hasta el mediodía.
—Lo que faltaba —suspiró mi padre.
A las tres empezaron las primeras goteras. Fermín se ofreció a subir a casa de la Merceditas a pedir prestados unos cubos, platos o cualquier receptáculo cóncavo al uso. Mi padre se lo prohibió terminantemente. El diluvio persistía. Para matar la angustia le relaté a Fermín lo sucedido la noche anterior, guardándome, sin embargo, lo que había visto en aquella cripta. Fermín me escuchó fascinado, pero pese a su titánica insistencia me negué a describirle la consistencia, textura y disposición del busto de Bea. El día se fue en el aguacero.
Después de cenar, so pretexto de darme un paseo para estirar las piernas, dejé a mi padre leyendo y me dirigí hasta casa de Bea. Al llegar me detuve en la esquina a contemplar los ventanales del piso y me pregunté qué era lo que estaba haciendo allí. Espiar, fisgar y hacer el ridículo fueron algunos de los términos que me cruzaron la mente. Aun así, tan desprovisto de dignidad como de abrigo apropiado para la gélida temperatura, me resguardé del viento en un portal al otro lado de la calle y permanecí allí cerca de media hora, vigilando las ventanas y viendo pasar las siluetas del señor Aguilar y de su esposa. No había rastro de Bea.
Era casi medianoche cuando regresé a casa, tiritando de frío y con el mundo a cuestas. Llamará mañana, me repetí mil veces mientras intentaba capturar el sueño. Bea no llamó al día siguiente. Ni al otro. Ni en toda aquella semana, la más larga y la última de mi vida.
En siete días, estaría muerto.
Sólo alguien al que apenas le queda una semana de vida es capaz de malgastar su tiempo como yo lo hice durante aquellos días. Me dedicaba a velar el teléfono y roerme el alma, tan prisionero de mi propia ceguera que apenas era capaz de adivinar lo que el destino ya daba por descontado. El lunes al mediodía me acerqué hasta la Facultad de Letras en la plaza Universidad con la intención de ver a Bea. Sabía que no le iba a hacer ninguna gracia que me presentase allí y que nos viesen juntos en público, pero prefería enfrentar su ira que seguir con aquella incertidumbre.
Pregunté en la secretaría por el aula del profesor Velázquez y me dispuse a esperar la salida de los estudiantes. Esperé unos veinte minutos hasta que se abrieron las puertas y vi pasar el semblante arrogante y apincelado del profesor Velázquez, siempre rodeado de su corrillo de admiradoras. Cinco minutos después no había rastro de Bea. Decidí aproximarme hasta las puertas del aula a echar un vistazo. Un trío de muchachas con aire de escuela parroquial conversaban e intercambiaban apuntes o confidencias. La que parecía la líder de la congregación advirtió mi presencia e interrumpió su monólogo para acribillarme con una mirada inquisitiva.
—Perdón, buscaba a Beatriz Aguilar. ¿Sabéis si asiste a esta clase?
Las muchachas intercambiaron una mirada ponzoñosa y procedieron a hacerme una radiografía.
—¿Eres su novio? —preguntó una de ellas—. ¿El alférez?
Me limité a ofrecer una sonrisa vacía, que tomaron por asentimiento. Sólo me la devolvió la tercera muchacha, con timidez y desviando la mirada. Las otras dos se adelantaron, desafiantes.
—Te imaginaba diferente —dijo la que parecía la jefa del comando.
—¿Y el uniforme? —preguntó la segunda oficiala, observándome con desconfianza.
—Estoy de permiso. ¿Sabéis si se ha marchado ya?
—Beatriz no ha venido hoy a clase —informó la jefa, con aire desafiante.
—Ah, ¿no?
—No —confirmó la teniente de dudas y recelos—. Si eres su novio, deberías saberlo.
—Soy su novio, no un guardia civil.
—Anda, vayámonos, éste es un mamarracho —concluyó la jefa.
Ambas pasaron a mi lado dedicándome una mirada de soslayo y una media sonrisa de asco. La tercera, rezagada, se detuvo un instante antes de salir y, asegurándose de que las otras no la veían, me susurró al oído:
—Beatriz tampoco vino el viernes.
—¿Sabes por qué?
—Tú no eres su novio, ¿verdad?
—No. Sólo un amigo.
—Me parece que está enferma.
—¿Enferma?
—Eso dijo una de las chicas que la llamó a casa. Ahora tengo que irme.
Antes de que pudiese agradecerle su ayuda, la muchacha partió al encuentro de las otras dos, que la esperaban con ojos fulminantes en el otro extremo del claustro.
—Daniel, algo habrá pasado. Una tía abuela que se ha muerto, un loro con paperas, un catarro de tanto andar con el trasero al aire… sabe Dios el qué. En contra de lo que usted cree a pies juntillas, el universo no gira en torno a las apetencias de su entrepierna. Otros factores influyen en el devenir de la humanidad.
—¿Se cree que no lo sé? Parece que no me conozca, Fermín.
—Querido, si Dios hubiera querido darme caderas más amplias, hasta le podría haber parido: así de bien le conozco. Hágame caso. Salga de su cabeza y tome la fresca. La espera es el óxido del alma.
—Así que le parezco a usted ridículo.
—No. Me parece preocupante. Ya sé que a su edad estas cosas parecen el fin del mundo, pero todo tiene un límite. Esta noche usted y yo nos vamos de picos pardos a un local de la calle Platería que al parecer está causando furor. Me han dicho que hay unas fámulas nórdicas recién llegadas de Ciudad Real que le quitan a uno hasta la caspa. Yo invito.
—¿Y la Bernarda qué dirá?
—Las niñas son para usted. Yo pienso esperar en la salita, leyendo una revista y contemplando el percal de lejos, porque me he convertido a la monogamia, si no
in mentis
al menos de facto.
—Se lo agradezco, Fermín, pero…
—Un chaval de dieciocho años que rechaza una oferta así no está en posesión de sus facultades. Hay que hacer algo ahora mismo. Tenga.
Se hurgó los bolsillos y me tendió unas monedas. Me pregunté si aquéllos eran los doblones con los que pensaba financiar la visita al suntuoso harén de las ninfas mesetarias.
—Con esto no nos dan ni las buenas noches, Fermín.
—Usted es de los que se caen del árbol y nunca llegan a tocar el suelo. ¿Se cree de verdad que le voy a llevar de putas y devolvérselo forrado de gonorrea a su señor padre, que es el hombre más santo que he conocido? Lo de las nenas se lo decía para ver si reaccionaba, apelando a la única parte de su persona que parece funcionar. Esto es para que vaya al teléfono de la esquina y llame a su enamorada con algo de intimidad.
—Bea me dijo expresamente que no la llamase.
—También le dijo que llamaría el viernes. Estamos a lunes. Usted mismo. Una cosa es creer en las mujeres y otra creerse lo que dicen.
Convencido por sus argumentos, me escabullí de la librería hasta el teléfono público de la esquina y marqué el número de los Aguilar. Al quinto tono, alguien alzó el teléfono al otro lado y escuchó en silencio, sin contestar. Pasaron cinco segundos eternos.
—¿Bea? —murmuré—. ¿Eres tú?
La voz que contestó me cayó como un martillazo en el estómago.
—Hijo de puta, te juro que te voy a arrancar el alma a hostias.
El tono era acerado, de pura rabia contenida. Fría y serena. Eso es lo que me dio más miedo. Podía imaginar al señor Aguilar sosteniendo el teléfono en el recibidor de su casa, el mismo que yo había utilizado muchas veces para llamar a mi padre y decirle que me retrasaba después de pasar la tarde con Tomás. Me quedé escuchando la respiración del padre de Bea, mudo, preguntándome si me habría reconocido por la voz.