La estación de Francia estaba desierta, los andenes combados en sables espejados que ardían al amanecer y se hundían en la niebla. Julián se sentó en un banco bajo la bóveda y sacó su libro. Dejó pasar las horas perdido en la magia de las palabras, cambiando la piel y el nombre, sintiéndose otro. Se dejó arrastrar por los sueños de personajes en sombra, creyendo que no le quedaba más santuario ni refugio que aquél. Sabía ya que Penélope no acudiría a su cita. Sabía que subiría a aquel tren sin más compañía que su recuerdo. Cuando, al filo del mediodía, Miquel Moliner apareció en la estación y le entregó su pasaje y todo el dinero que había podido reunir, los dos amigos se abrazaron en silencio. Julián nunca había visto llorar a Miquel Moliner. El reloj cercaba, contando los minutos en fuga.
—Aún hay tiempo —murmuraba Miquel con la mirada puesta en la entrada de la estación.
A la una y cinco, el jefe de estación dio la llamada final para los pasajeros con destino a París. El tren había empezado ya a deslizarse por el andén cuando Julián se volvió para despedirse de su amigo. Miquel Moliner le contemplaba desde el andén, con las manos hundidas en los bolsillos.
—Escribe —dijo.
—Tan pronto llegue te escribiré —replicó Julián.
—No. A mí no. Escribe libros. No cartas. Escríbelos por mí. Por Penélope.
Julián asintió, dándose cuenta sólo entonces de lo mucho que iba a echar de menos a su amigo.
—Y conserva tus sueños —dijo Miquel—. Nunca sabes cuándo te van a hacer falta.
—Siempre —murmuró Julián, pero el rugido del tren ya les había robado las palabras.
—Penélope me contó lo que había pasado la misma noche en que la señora les sorprendió en mi alcoba. Al día siguiente, la señora me hizo llamar y me preguntó qué sabía yo de Julián. Le dije que nada, que era un buen chico, amigo de Jorge… Me dio órdenes de mantener a Penélope en su habitación hasta que ella diera su permiso para que saliera. Don Ricardo estaba de viaje en Madrid y no regresó hasta el viernes. Tan pronto llegó, la señora le contó lo sucedido. Yo estaba allí. Don Ricardo saltó de la butaca y le propinó una bofetada a la señora que la derribó al suelo. Luego, gritando como un loco, le dijo que repitiese lo que había dicho. La señora estaba aterrorizada. Nunca habíamos visto al señor así. Nunca. Era como si le hubieran poseído todos los demonios. Rojo de rabia, subió al dormitorio de Penélope y la sacó de la cama arrastrándola por el pelo. Yo le quise detener y me apartó a patadas. Aquella misma noche hizo llamar al médico de la familia para que reconociese a Penélope. Cuando el médico hubo terminado, habló con el señor. Encerraron a Penélope bajo llave en su habitación y la señora me dijo que recogiese mis cosas.
»No me dejaron ver a Penélope, ni despedirme de ella. Don Ricardo me amenazó con denunciarme a la policía si revelaba a alguien lo sucedido. Me echaron a patadas aquella misma noche, sin tener un sitio adónde ir, después de dieciocho años de servicio ininterrumpido en la casa. Dos días más tarde, en una pensión de la calle Muntaner, recibí la visita de Miquel Moliner, que me explicó que Julián se había marchado a París. Quería que le contase qué había sucedido con Penélope y averiguar por qué no había acudido a su cita en la estación. Durante semanas regresé a la casa, rogando poder visitar a Penélope, pero no me dejaron ni cruzar las verjas. A veces me apostaba en la otra esquina durante días enteros, esperando verles salir. Nunca la vi. No salía de la casa. Más adelante, el señor Aldaya llamó a la policía y con sus amigos de altos vuelos consiguió que me ingresaran en el manicomio de Horta, alegando que nadie me conocía y que yo era una demente que acechaba a su familia y a sus hijos. Pasé dos años allí, encerrada como un animal. Lo primero que hice cuando salí fue acudir a la casa de la avenida del Tibidabo a ver a Penélope.
—¿Consiguió verla? —preguntó Fermín.
—La casa estaba cerrada, en venta. No vivía nadie allí. Me dijeron que los Aldaya se habían marchado a la Argentina. Escribí a la dirección que me habían dado. Las cartas volvieron sin abrir…
—¿Qué se hizo de Penélope? ¿Lo sabe usted?
Jacinta negó, desplomándose.
—Nunca la volví a ver.
La anciana gemía, llorando a moco tendido. Fermín la sostuvo en brazos y la meció. El cuerpo de Jacinta Coronado había menguado al tamaño de una niña, y a su lado, Fermín parecía un gigante. Me hervían mil preguntas en la cabeza, pero mi amigo hizo un gesto que indicaba claramente que la entrevista había terminado. Le vi contemplar aquel agujero sucio y frío donde Jacinta Coronado gastaba sus últimas horas.
—Ande, Daniel. Nos vamos. Vaya usted tirando.
Hice lo que me decía. Al alejarme me volví un momento y vi que Fermín se arrodillaba frente a la anciana y la besaba en la frente. Ella exhibió su sonrisa desdentada.
—Dígame, Jacinta —oí decir a Fermín—. A usted le gustan los Sugus, ¿verdad?
En nuestro periplo hacia la salida nos cruzamos con el legítimo funerario y dos ayudantes de aspecto simiesco que venían pertrechados de un ataúd de pino, cuerda y varios pliegos de sábanas viejas de aplicación incierta. La comitiva desprendía un siniestro aroma a formol y a colonia de baratillo y lucían una tez traslúcida que enmarcaba sonrisas macilentas y caninas. Fermín se limitó a señalar hacia la celda donde esperaba el difunto y procedió a bendecir al trío, que correspondió al gesto asintiendo y santiguándose respetuosamente.
—Id en paz —murmuró Fermín, arrastrándome hacia la salida, donde una monja portando un candil de aceite nos despidió con mirada fúnebre y condenatoria.
Una vez fuera del recinto, el lúgubre cañón de piedra y sombra de la calle Moncada se me antojó un valle de gloria y esperanza. A mi lado, Fermín respiraba hondo, aliviado, y supe que no era el único en alegrarse de haber dejado atrás aquel bazar de tinieblas. La historia que nos había relatado Jacinta nos pesaba en la conciencia más de lo que nos hubiera gustado admitir.
—Oiga, Daniel. ¿Y si nos marcamos unas croquetillas de jamón y unos espumosos aquí en el Xampañet para quitarnos el mal sabor de boca?
—No le diría que no, la verdad.
—¿No ha quedado hoy con la chavalilla?
—Mañana.
—Ah, granujilla. Se hace usted de rogar, ¿eh? Cómo vamos aprendiendo…
No habíamos dado ni diez pasos rumbo a la ruidosa bodega, apenas unos números calle abajo, cuando tres siluetas espectrales se desprendieron de las sombras y nos salieron al paso. Los dos matarifes se apostaron a nuestras espaldas, tan cerca que pude sentir su aliento en la nuca. El tercero, más menudo pero infinitamente más siniestro, nos cerró el paso. Vestía la misma gabardina y su sonrisa aceitosa parecía desbordar de gozo por las comisuras.
—Vaya, hombre, pero ¿a quién tenemos aquí? Si es mi viejo amigo, el hombre de las mil caras —dijo el inspector Fumero.
Me pareció oír todos los huesos de Fermín estremecerse de terror ante la aparición. Su locuacidad quedó reducida a un gemido ahogado. Para entonces, los dos matones, que supuse no eran sino dos agentes de la Brigada Criminal, ya nos tenían sujetos por la nuca y la muñeca derecha, listos para retorcernos el brazo al mínimo asomo de movimiento.
—Veo por la cara de sorpresa que pones que pensabas que te había perdido el rastro hace tiempo, ¿eh? Supongo que no te habrías creído que una mierda seca como tú iba a poder salir del arroyo y hacerse pasar por un ciudadano decente, ¿verdad? Tú estás tarado, pero no tanto. Además me cuentan que estás metiendo las narices, que en tu caso son muchas, en un montón de asuntos que no te interesan. Mala señal… ¿Qué marrullo te traes con las monjitas? ¿Te estás beneficiando a alguna? ¿A cómo lo cobran ahora?
—Yo respeto los culos ajenos, señor inspector, especialmente si están bajo clausura. A lo mejor si usted se aficionase a hacer lo propio, se ahorraría un pico en penicilina e iría mejor de vientre.
Fumero soltó una risita envilecida de ira.
—Así me gusta. Cojones de toro. Lo que yo digo. Si todos los chorizos fuesen como tú, mi trabajo sería una verbena. Dime, ¿cómo te haces llamar ahora, cabroncete? ¿Gary Cooper? Venga, cuéntame qué haces metiendo ese narizón tuyo aquí en el asilo de Santa Lucía y a lo mejor te dejo ir con sólo un par de pellizcos. Hala, largando. ¿Qué os trae por aquí?
—Un asunto particular. Hemos venido a visitar a un familiar.
—Sí, a tu puta madre. Mira, porque hoy me coges de buen humor, porque si no te llevaba ahora a jefatura y te daba otra pasada con el soplete. Anda, sé un buen chaval y cuéntale de verdad a tu amigo el inspector Fumero qué coño hacéis tú y tu amigo aquí. Colabora un poco, joder, y así me ahorras hacerle una cara nueva al niñato este que te has echado de mecenas.
—Tóquele usted un pelo y le juro que…
—Pavor me das, fíjate lo que te digo. Me he cagado en los pantalones.
Fermín tragó saliva y pareció conjurar el coraje que se le escapaba por los poros.
—¿No serán esos los pantalones de marinerito que le puso su augusta madre, la ilustre fregona? Lástima sería, porque me cuentan que el modelito le sentaba a usted de fábula.
El rostro del inspector Fumero palideció y toda expresión resbaló de su mirada.
—¿Qué has dicho, desgraciado?
—Decía que me parece que ha heredado usted el gasto y la gracia de doña Yvonne Sotoceballos, dama de alta sociedad…
Fermín no era un hombre corpulento y el primer puñetazo bastó para derribarle de un plumazo. Estaba él todavía hecho un ovillo sobre el charco en el que había aterrizado cuando Fumero le propinó una sarta de puntapiés en el estómago, los riñones y la cara. Yo perdí la cuenta al quinto. Fermín perdió el aliento y la capacidad de mover un dedo o protegerse de los golpes un instante después. Los dos policías que me sujetaban se reían por cortesía u obligación, sujetándome con mano férrea.
—Tú no te metas —me susurró uno de ellos—. No me apetece romperte el brazo.
Intenté zafarme de su presa en vano y al forcejear atisbé por un instante el rostro del agente que me había hablado. Le reconocí al instante. Era el hombre de la gabardina y el diario en el bar de la plaza de Sarriá días antes, el mismo hombre que nos había seguido en el autobús riendo los chistes de Fermín.
—Mira, a mí lo que más me jode en el mundo es la gente que hurga en la mierda y en el pasado —clamaba Fumero, rodeando a Fermín—. Las cosas pasadas hay que dejarlas estar, ¿me entiendes? Y eso va por ti y por el lelo de tu amigo. Tú mira bien y aprende, chaval, que luego vas tú.
Contemplé cómo el inspector Fumero destrozaba a Fermín a puntapiés bajo la luz sesgada de una farola. Durante todo el episodio fui incapaz de abrir la boca. Recuerdo el impacto sordo, terrible, de los golpes cayendo sin piedad sobre mi amigo. Todavía me duelen. Me limité a refugiarme en aquella conveniente presa de los policías, temblando y derramando lágrimas de cobardía en silencio.
Cuando Fumero se aburrió de sacudir un peso muerto, se abrió la gabardina, se bajó la cremallera y procedió a orinarse encima de Fermín. Mi amigo no se movía, dibujando apenas un fardo de ropa vieja en un charco. Mientras Fumero descargaba su chorro generoso y vaporoso sobre Fermín, seguí siendo incapaz de abrir la boca. Cuando hubo terminado, el inspector se abrochó la bragueta y se me acercó con el rostro sudoroso, jadeando. Uno de los agentes le tendió un pañuelo con el que se secó la cara y el cuello. Fumero se me aproximó hasta detener su rostro a apenas unos centímetros del mío y me clavó la mirada.
—Tú no valías esa paliza, chaval. Ése es el problema de tu amigo: siempre apuesta por el bando equivocado. La próxima vez le voy a joder a fondo, como nunca, y estoy seguro de que la culpa va a ser tuya.
Creí que me iba a abofetear entonces, que había llegado mi turno. Por algún motivo celebré que así fuese. Quise creer que los golpes me curarían la vergüenza de haber sido incapaz de mover un dedo por ayudar a Fermín cuando lo único que él estaba haciendo, como siempre, era tratar de protegerme.
Pero no cayó golpe alguno. Tan sólo el latigazo de aquellos ojos llenos de desprecio. Fumero se limitó a palmearme la mejilla.
—Tranquilo, niño. Yo no me ensucio la mano con cobardes.
Los dos policías le rieron la gracia, más relajados al comprobar que el espectáculo se había terminado. Sus deseos de abandonar la escena eran palpables. Se alejaron riendo en la sombra. Para cuando acudí en su ayuda, Fermín luchaba en vano por incorporarse y encontrar los dientes que había perdido en el agua sucia del charco. Le sangraban la boca, la nariz, los oídos y los párpados. Al verme sano y salvo, hizo un amago de sonrisa y creí que se me iba a morir allí mismo. Me arrodillé junto a él y le sostuve en mis brazos. El primer pensamiento que me cruzó la cabeza fue que pesaba menos que Bea.
—Fermín, por Dios, hay que llevarle al hospital ahora mismo.
Fermín negó enérgicamente.
—Lléveme con ella.
—¿Con quién, Fermín?
—Con la Bernarda. Si tengo que palmarla, que sea en sus brazos.
Aquella noche regresé al piso de la plaza Real que había jurado no volver a pisar años atrás. Un par de parroquianos que habían presenciado la paliza desde la puerta del Xampañet se ofrecieron a ayudarme a llevar a Fermín hasta una parada de taxis en la calle Princesa mientras un camarero del local llamaba al número que le había dado advirtiendo de nuestra llegada. La carrera en el taxi se me hizo infinita. Fermín había perdido el conocimiento antes de arrancar. Yo le sostenía en mis brazos, aferrándole contra el pecho e intentando darle calor. Podía sentir su sangre tibia empapándome la ropa. Yo le murmuraba al oído, diciéndole que ya llegábamos, que no iba a ser nada. La voz me temblaba. El conductor me lanzaba miradas furtivas desde el espejo.
—Oiga, yo no quiero líos, ¿eh? Si ése se muere, se bajan.
—Usted acelere y calle.
Cuando llegamos a la calle Fernando, Gustavo Barceló y la Bernarda ya esperaban a la puerta del edificio en compañía del doctor Soldevila. Al vernos cubiertos de sangre y mugre, la Bernarda se echó a gritar en un lance de pánico. El doctor tomó rápidamente el pulso a Fermín y aseguró que el paciente estaba vivo. Entre los cuatro conseguimos subir a Fermín escaleras arriba y llevarlo hasta la habitación de la Bernarda, donde una enfermera que había traído el doctor ya estaba preparándolo todo. Una vez el paciente estuvo dispuesto sobre la cama, la enfermera empezó a desnudarlo. El doctor Soldevila insistió en que saliésemos todos de la habitación y les dejásemos hacer. Nos cerró la puerta en las narices con un sucinto «vivirá».