Una semana más tarde, don Ricardo Aldaya decidió desprenderse de la casa. Para entonces su imperio financiero ya estaba herido de muerte, y no faltaba quien insinuase que todo era debido a aquella casa maldita que traía la desgracia a quien la ocupase. Otros, más cautos, se limitaban a aducir que Aldaya nunca había entendido las transformaciones del mercado y que todo lo que había hecho a lo largo de su vida era arruinar el negocio que había erigido el patriarca Simón. Ricardo Aldaya anunció que dejaba Barcelona y se trasladaba con su familia a la Argentina, donde sus industrias textiles flotaban en la gloria. Muchos dijeron que huía del fracaso y la vergüenza.
En 1922, «El ángel de bruma» fue puesta a la venta a precio de risa. Hubo mucho interés inicial por adquirirla, tanto por el morbo como por el prestigio creciente de la barriada, pero ninguno de los potenciales compradores hizo una oferta tras visitar la casa. En 1923, el palacete fue cerrado. El título de propiedad fue transferido a una sociedad de bienes raíces a la que Aldaya debía dinero para que tramitase su venta, derribo o lo que se terciase. La casa estuvo en venta durante años, sin que la empresa consiguiese encontrar un comprador. Dicha sociedad, Botell i Llofré, S. L., quebró en 1939 al ingresar sus dos socios titulares en prisión bajo cargos que nunca quedaron claros, y, al trágico fallecimiento de ambos en un accidente en el penal de San Vicens en 1940, fue absorbida por un consorcio financiero de Madrid, entre cuyos socios titulares se contaban tres generales, un banquero suizo y el miembro ejecutor y directivo de la firma, el señor Aguilar, padre de mi amigo Tomás y de Bea. Pese a todos los esfuerzos promocionales, ninguno de los vendedores al mando del señor Aguilar consiguió colocar la casa, ni ofreciéndola a un precio muy por debajo de su valor de mercado. Nadie volvió a entrar en la propiedad en más de diez años.
—Hasta hoy —dijo Bea, para sumirse de nuevo en uno de sus silencios.
Con el tiempo me acostumbraría a ellos, a verla encerrarse lejos, con la mirada extraviada y la voz en retirada.
—Quería enseñarte este lugar, ¿sabes? Quería darte una sorpresa. Al escuchar a Casasús, me dije que tenía que traerte aquí, porque esto era parte de tu historia, de Carax y de Penélope. Tomé prestada la llave del despacho de mi padre. Nadie sabe que estamos aquí. Es nuestro secreto. Quería compartirlo contigo. Y me preguntaba si vendrías.
—Ya sabías que lo haría.
Sonrió, asintiendo.
—Yo creo que nada sucede por casualidad, ¿sabes? Que, en el fondo, las cosas tienen su plan secreto, aunque nosotros no lo entendamos. Como el que encontrases esa novela de Julián Carax en el Cementerio de los Libros Olvidados, o el que estemos tú y yo ahora aquí, en esta casa que perteneció a los Aldaya. Todo forma parte de algo que no podemos entender, pero que nos posee.
Mientras ella hablaba, mi mano torpemente se había desplazado hasta el tobillo de Bea y ascendido hasta su rodilla. Ella la observó como si se tratase de un insecto que hubiese trepado hasta allí. Me pregunté qué es lo que hubiera hecho Fermín en aquel momento. ¿Dónde estaba su ciencia cuando más la necesitaba?
—Tomás dice que nunca has tenido novia —dijo Bea, como si aquello lo explicase todo.
Retiré la mano y bajé la mirada, derrotado. Me pareció que Bea estaba sonriendo, pero preferí no asegurarme.
—Para ser tan callado, tu hermano está resultando ser un bocazas. ¿Qué más dice de mí el No-Do?
—Dice que estuviste enamorado de una mujer mayor que tú durante años y que la experiencia te dejó el corazón roto.
—Lo único roto que saqué de todo aquello fue un labio y la vergüenza.
—Tomás dice que no has vuelto a salir con ninguna chica porque las comparas a todas con esa mujer.
El bueno de Tomás y sus golpes escondidos.
—El nombre es Clara —ofrecí.
—Ya lo sé. Clara Barceló.
—¿La conoces?
—Todo el mundo conoce a alguna Clara Barceló. El nombre es lo de menos.
Nos quedamos callados un rato, mirando el fuego chispear.
—Ayer noche, al dejarte, escribí una carta a Pablo —dijo Bea.
Tragué saliva.
—¿A tu novio el alférez? ¿Para qué?
Bea extrajo un sobre del bolsillo de su blusa y me lo mostró. Estaba cerrado y sellado.
—En la carta le digo que quiero que nos casemos cuanto antes, en un mes a ser posible, y que quiero irme de Barcelona para siempre.
Enfrenté su mirada impenetrable, casi temblando.
—¿Por qué me cuentas eso?
—Porque quiero que me digas si tengo que enviarla o no. Por eso te he hecho venir hoy aquí, Daniel.
Estudié el sobre que giraba en sus manos como una apuesta de dados.
—Mírame —dijo.
Alcé la vista y le sostuve la mirada. No supe responder. Bea bajó los ojos y se alejó hacia el extremo de la galería. Una puerta conducía a la balaustrada de mármol abierta al patio interior de la casa. Observé su silueta fundirse en la lluvia. Fui tras ella y la detuve, arrebatándole el sobre de las manos. La lluvia le azotaba el rostro, barriendo las lágrimas y la rabia. La conduje de nuevo hacia el interior del caserón y la arrastré hasta la calidez de la hoguera. Rehuía mi mirada. Tomé el sobre y lo entregué a las llamas. Contemplamos la carta quebrándose entre las brasas y las páginas evaporándose en volutas de humo azul, una a una. Bea se arrodilló junto a mí, con lágrimas en los ojos. La abracé y sentí su aliento en la garganta.
—No me dejes caer, Daniel —murmuró.
El hombre más sabio que jamás conocí, Fermín Romero de Torres, me había explicado en una ocasión que no existía en la vida experiencia comparable a la de la primera vez en que uno desnuda a una mujer. Sabio como era, no me había mentido, pero tampoco me había contado toda la verdad. Nada me había dicho de aquel extraño tembleque de manos que convertía cada botón, cada cremallera, en tarea de titanes. Nada me había dicho de aquel embrujo de piel pálida y temblorosa, de aquel primer roce de labios ni de aquel espejismo que parecía arder en cada poro de la piel. Nada me contó de todo aquello porque sabía que el milagro sólo sucedía una vez y que, al hacerlo, hablaba un lenguaje de secretos que, apenas se desvelaban, huían para siempre. Mil veces he querido recuperar aquella primera tarde en el caserón de la avenida del Tibidabo con Bea en que el rumor de la lluvia se llevó el mundo. Mil veces he querido regresar y perderme en un recuerdo del que apenas puedo rescatar una imagen robada al calor de las llamas. Bea, desnuda y reluciente de lluvia, tendida junto al fuego, abierta en una mirada que me ha perseguido desde entonces. Me incliné sobre ella y recorrí la piel de su vientre con la yema de los dedos. Bea dejó caer los párpados, los ojos y me sonrió, segura y fuerte.
—Hazme lo que quieras —susurró.
Tenía diecisiete años y la vida en los labios.
Había anochecido cuando dejamos el caserón envueltos en sombras azules. La tormenta se había quedado en un soplo de llovizna fría. Quise devolverle la llave, pero Bea me indicó con la mirada que la guardase yo. Descendimos hasta el paseo de San Gervasio con la esperanza de encontrar un taxi o un autobús. Caminábamos en silencio, asidos de la mano y sin mirarnos.
—No podré volver a verte hasta el martes —dijo Bea con voz trémula, como si de repente dudara de mi deseo de volver a verla.
—Aquí te esperaré —dije.
Di por supuesto que todos mis encuentros con Bea tendrían lugar entre los muros de aquel viejo caserón, que el resto de la ciudad no nos pertenecía. Incluso me pareció que la firmeza de su tacto palidecía a medida que nos alejábamos de allí, que su fuerza y su calor menguaban a cada paso. Al alcanzar el paseo comprobamos que las calles estaban prácticamente desiertas.
—Aquí no encontraremos nada —dijo Bea—. Mejor que bajemos por Balmes.
Enfilamos la calle Balmes a paso firme, caminando bajo las copas de los árboles para resguardarnos de la llovizna y quizá de encontrarnos la mirada. Me pareció que Bea aceleraba por momentos, que casi tiraba de mí. Por un momento pensé que si soltaba su mano, Bea echaría a correr. Mi imaginación, envenenada todavía con el tacto y el sabor de su cuerpo, ardía en deseos de arrinconarla en un banco, de besarla, de recitarle la sarta de tonterías que a cualquier otro le hubiesen matado de risa a mi costa. Pero Bea ya no estaba allí. Algo la recomía por dentro, en silencio y a gritos.
—¿Qué pasa? —murmuré.
Me devolvió una sonrisa rota, de miedo y de soledad. Me vi entonces a mí mismo a través de sus ojos; apenas un muchacho transparente que creía haber ganado el mundo en una hora y que todavía no sabía que podía perderlo en un minuto. Seguí caminando, sin esperar respuesta. Despertando al fin. Al poco se escuchó el rumor del tráfico y el aire pareció prender como una burbuja de gas al calor de farolas y semáforos que me hicieron pensar en una muralla invisible.
—Mejor nos separamos aquí —dijo Bea, soltándome la mano.
Las luces de una parada de taxis se vislumbraban en la esquina, un desfile de luciérnagas.
—Como quieras.
Bea se inclinó y me rozó la mejilla con los labios. El pelo le olía a cera.
—Bea —empecé, casi sin voz—, yo te quiero…
Negó en silencio, sellándome los labios con la mano como si mis palabras la hiriesen.
—El martes a las seis, ¿de acuerdo? —preguntó.
Asentí de nuevo. La vi partir y perderse en un taxi, casi una desconocida. Uno de los conductores, que había seguido el intercambio con ojo de juez de línea, me observaba con curiosidad.
—¿Qué? ¿Nos vamos a casa, jefe?
Me metí en el taxi sin pensar. Los ojos del taxista me examinaban desde el espejo. Los míos perdían de vista el coche que se llevaba a Bea, dos puntos de luz hundiéndose en un pozo de negrura.
No conseguí conciliar el sueño hasta que el alba derramó cien tonos de gris sobre la ventana de mi habitación, a cuál más pesimista. Me despertó Fermín, que tiraba piedrecillas a mi ventana desde la plaza de la iglesia. Me puse lo primero que encontré y bajé a abrirle. Fermín traía su entusiasmo insufrible de lunes tempranero. Levantamos las rejas y colgamos el cartel de ABIERTO.
—Menudas ojeras me lleva usted, Daniel. Parecen terreno edificable. Se conoce que se llevó usted el gato al agua.
De vuelta a la trastienda me enfundé mi delantal azul y le tendí el suyo, o más bien se lo lancé con saña. Fermín lo atrapó al vuelo, todo sonrisa socarrona.
—Más bien el agua se nos llevó al gato y a mí —atajé.
—Las greguerías las deja usted para don Ramón Gómez de la Serna, que las suyas padecen de anemia. A ver, cuente.
—¿Qué quiere que cuente?
—Lo dejo a su elección. El número de estocadas o las vueltas al ruedo.
—No estoy de humor, Fermín.
—Juventud, flor de la papanatería. En fin, conmigo no se pique que tengo noticias frescas de nuestra investigación sobre su amigo Julián Carax.
—Soy todo oídos.
Me lanzó su mirada de intriga internacional; una ceja enarcada, la otra alerta.
—Pues resulta que ayer, tras dejar a la Bernarda de vuelta en su casa con la virtud intacta pero un par de buenos moretones en las nalgas, me acometió un arrebato de insomnio por aquello de la trempera vespertina, circunstancia que aproveché para acercarme a uno de los centros informativos del inframundo barcelonés, verbigracia la taberna de Eliodoro Salfumán, alias
Pichafreda
, sita en un local insalubre pero de mucho colorido en la calle de Sant Jeroni, orgullo y alma del Raval.
—Abrevie, Fermín, por el amor de Dios.
—A ello iba. El caso es que una vez allí, congraciándome con algunos de los habituales, viejos compañeros de fatigas, procedí a indagar en torno al tal Miquel Moliner, marido de su Mata Hari Nuria Monfort y supuesto interno en los hoteles penitenciarios del municipio.
—¿Supuesto?
—Y nunca mejor dicho, porque valga decir que en este caso del participio al hecho no hay trecho alguno. Me consta por experiencia que por lo que hace al censo y recuento de la población presidiaria, mis informantes en el tabernáculo del Pichafreda cotizan más fiabilidad que los chupasangres del Palacio de justicia, y puedo certificarle, amigo Daniel, que nadie ha oído hablar de un tal Miquel Moliner en calidad de preso, visitante o ser viviente en las cárceles de Barcelona por lo menos en diez años.
—Quizá esté preso en otro penal.
—Alcatraz, Sing-Sing o la Bastilla. Daniel, esa mujer le mintió.
—Supongo que sí.
—No suponga, acepte.
—¿Y ahora qué? Miquel Moliner es una pista muerta.
—O esa Nuria es muy viva.
—¿Qué sugiere usted?
—De momento explorar otras vías. No estaría de más visitar a la viejecilla esa, el aya buena del cuento que nos endilgó el mosén ayer por la mañana.
—No me diga que sospecha usted que el aya también ha desaparecido.
—No, pero me parece que va siendo hora de que nos dejemos de remilgos y de picar al portal como si pidiésemos limosna. En este asunto hay que entrar por la puerta de atrás. ¿Está usted conmigo?
—Fermín, lo que usted diga va a misa.
—Pues vaya desempolvando el disfraz de monaguillo, que esta tarde tan pronto cerremos le vamos a hacer una visita de misericordia a la vieja al asilo de Santa Lucía. Y ahora, cuente, ¿cómo fue ayer todo con esa potrilla? No me sea hermético, que lo que no me cuente le saldrá en forma de granos de pus.
Suspiré, vencido, y me vacié de confesiones sin dejar pelos ni señales. Al término de mi relato y del recuento de mis angustias existenciales de colegial retardado, Fermín me sorprendió con un abrazo repentino y sentido.
—Está usted enamorado —murmuró emocionado, palmeándome la espalda—. Pobrecillo.
Aquella tarde salimos de la librería a la hora en punto, lo que bastó para granjearnos una mirada acerada por parte de mi padre, que empezaba a sospechar que nos llevábamos algo turbio entre manos con tanto ir y venir. Fermín farfulló algunas incoherencias sobre unos recados pendientes y nos escurrimos por el foro con celeridad. Supuse que tarde o temprano tendría que desvelar parte de todo aquel embrollo a mi padre; qué parte exactamente, era harina de otro costal.
De camino, con su habitual duende para el folclore folletinesco, Fermín me puso en antecedentes sobre el escenario al que nos dirigíamos. El asilo de Santa Lucía era una institución de reputación fantasmal que languidecía en las entrañas de un antiguo palacio en ruinas ubicado en la calle Moncada. La leyenda que lo envolvía dibujaba un perfil a medio camino entre un purgatorio y una morgue en abismales condiciones sanitarias. Su historia era, cuando menos, peculiar. Desde el siglo XI había albergado entre otras cosas varias residencias de familias de buen asiento, una cárcel, un salón de cortesanas, una biblioteca de códices prohibidos, un cuartel, un taller de escultura, un sanatorio de apestados y un convento. A mediados del siglo XIX, prácticamente cayéndose a trozos, el palacio había sido convertido en un museo de deformidades y atrocidades circenses por un extravagante empresario que se hacía llamar Laszlo de Vicherny, duque de Parma y alquimista privado de la casa de Borbón, pero cuyo verdadero nombre resultó ser Baltasar Deulofeu i Carallot, natural de Esparraguera, gigoló y embaucador profesional.