A nadie le cabía la menor duda de que la criada —belleza de ébano dotada de mirada y talle que según las crónicas de sociedad inducía taquicardias— era en realidad su amante y guía en placeres ilícitos e innombrables. Su calidad de bruja y hechicera se asumía por añadidura. Su nombre era Marisela, o así la llamaba Jausà, y su presencia y aires enigmáticos no tardaron en convertirse en el escándalo predilecto de las reuniones que las damas de buena cuna propiciaban para degustar melindros y matar el tiempo y los sofocos otoñales. En estas tertulias circulaban rumores sin confirmar que sugerían que la hembra africana, por inspiración directa de los infiernos, fornicaba aupada al varón, es decir, cabalgándolo cual yegua en celo, lo cual violaba por lo menos cinco o seis pecados mortales de necesidad. No faltó pues quien escribiera al obispado, solicitando una bendición especial y protección para el alma impoluta y nívea de las familias de buen nombre de Barcelona ante semejante influencia. Para más inri, Jausà tenía la desfachatez de salir a pasear con su esposa y con Marisela en su carruaje los domingos a media mañana, ofreciendo así el espectáculo babilónico de la depravación a ojos de cualquier mozalbete incorrupto que pudiere deambular por el paseo de Gracia en su camino a misa de once. Hasta los diarios se hacían eco de la mirada altiva y orgullosa de la negraza, que contemplaba al público barcelonés «como una reina de las selvas miraría a una cofradía de pigmeos».
Por aquella época, la fiebre modernista ya consumía Barcelona, pero Jausà indicó claramente a los arquitectos que había contratado para que le construyesen su nueva morada que quería algo diferente. En su diccionario, «diferente» era el mejor de los epítetos. Jausà había pasado años paseándose frente a la hilera de mansiones neogóticas que los grandes magnates de la era industrial americana se habían hecho construir en el tramo de la Quinta Avenida varado entre las calles 58 y 72, frente a la cara este del Central Park. Prendido con sus ensueños americanos, el financiero se negó a escuchar cualquier argumento en favor de construir según la moda y uso del momento, del mismo modo en que se había negado a adquirir un palco en el Liceo, como era de rigor, calificándolo de babel de sordos y colmena de indeseables. Deseaba su casa alejada de la ciudad, en el por entonces todavía relativamente desolado paraje de la avenida del Tibidabo. Quería contemplar Barcelona desde la distancia, decía. Por única compañía sólo deseaba un jardín de estatuas de ángeles que según sus instrucciones (destiladas por Marisela) debían estar ubicadas en los vértices del trazado de una estrella de siete puntas, ni una más ni una menos. Resuelto a llevar sus planes a cabo, y con las arcas rebosantes para hacerlo a su capricho, Salvador Jausà envió a sus arquitectos tres meses a Nueva York para que estudiasen las delirantes estructuras erigidas para albergar al comodoro Vandervilt, a la familia de John Jacob Astor, Andrew Carnagie y al resto de las cincuenta familias de oro. Dio instrucciones para que asimilasen el estilo y las técnicas del taller de arquitectura de Stanford, White & McKim y les advirtió que no se molestasen en llamar a su puerta con un proyecto al gusto de los que él denominaba «charcuteros y fabricantes de botones».
Un año más tarde, los tres arquitectos se personaron en sus suntuosas habitaciones del hotel Colón para presentarle el proyecto. Jausà, en compañía de la mulata Marisela, les escuchó en silencio y al término de la presentación preguntó cuál sería el costo de llevar a cabo la obra en seis meses. Frederic Martorel, socio líder del taller de arquitectos, carraspeó y, por decoro, anotó la cifra en un papel y se la tendió al potentado. Éste, sin pestañear, extendió en el acto un cheque por el montante total y despidió a la comitiva con un saludo ausente. Siete meses más tarde, en julio de 1900, Jausà, su esposa, y la criada Marisela se instalaban en la casa. En agosto de aquel año, las dos mujeres estarían muertas y la policía encontraría a Salvador Jausà agonizante, desnudo y esposado a la butaca de su estudio. El informe del sargento que instruyó el caso mencionaba que las paredes de toda la casa estaban ensangrentadas, que las estatuas de los ángeles que rodeaban el jardín habían sido mutiladas —sus rostros pintados al uso de máscaras tribales—, y que se habían encontrado rastros de cirios negros en los pedestales. La investigación duró ocho meses. Para entonces, Jausà había enmudecido.
Las pesquisas de la policía concluyeron lo siguiente: todo parecía indicar que Jausà y su esposa habían sido envenenados con un extracto vegetal que les había sido administrado por Marisela, en cuyos aposentos se encontraron varios frascos de la sustancia. Por alguna razón, Jausà había sobrevivido al veneno, aunque las secuelas que éste dejó fueron terribles, haciéndole perder el habla y el oído, paralizando parte de su cuerpo con tremendos dolores y condenándole a vivir el resto de sus días en una perpetua agonía. La señora de Jausà fue hallada en su habitación, tendida sobre el lecho sin más prenda que sus joyas y un brazalete de brillantes. Las suposiciones de la policía apuntaban que, cometido el crimen, Marisela se había abierto las venas con un cuchillo y había recorrido la casa esparciendo su sangre por los muros de corredores y habitaciones hasta caer muerta en su habitación del ático. El móvil, según la policía, habían sido los celos. Al parecer la esposa del potentado estaba embarazada en el momento de morir. Marisela, se decía, había dibujado una calavera sobre el vientre desnudo de la señora con cera roja caliente. El caso, como los labios de Salvador Jausà, quedó sellado para siempre unos meses más tarde. La buena sociedad de Barcelona comentaba que jamás había sucedido algo así en la historia de la ciudad, y que la purria de indianos y gentuza que venía de América estaba arruinando la sólida fibra moral del país. A puerta cerrada, muchos se alegraron de que las excentricidades de Salvador Jausà hubiesen llegado a su fin. Como siempre, se equivocaban: apenas habían empezado.
La policía y los abogados de Jausà se encargaron de cerrar el caso, pero el indiano Jausà estaba dispuesto a continuar. Fue por entonces cuando conoció a don Ricardo Aldaya, por aquella época ya un próspero industrial con fama de donjuán y temperamento leonino, que se ofreció a comprarle la propiedad con la intención de demolerla y venderla de nuevo a precio de oro, porque el valor del terreno en la zona estaba subiendo como la espuma. Jausà no accedió a vender, pero invitó a Ricardo Aldaya a visitar la casa con la intención de mostrarle lo que denominó un experimento científico y espiritual. Nadie había vuelto a entrar en la propiedad desde el término de la investigación. Lo que Aldaya presenció allí dentro le dejó helado. Jausà había perdido totalmente la razón. La sombra oscura de la sangre de Marisela seguía cubriendo las paredes. Jausà había convocado a un inventor y pionero en la curiosidad tecnológica del momento, el cinematógrafo. Su nombre era Fructuós Gelabert y había accedido a las demandas de Jausà a cambio de fondos para construir unos estudios cinematográficos en el Vallés, seguro de que durante el siglo XX las imágenes animadas iban a sustituir a la religión organizada. Al parecer, Jausà estaba convencido de que el espíritu de la negra Marisela permanecía en la casa. Él afirmaba sentir su presencia, sus voces y su olor, e incluso su tacto en la oscuridad. El servicio, al oír estas historias, había huido al galope rumbo a empleos de menos tensión nerviosa en la localidad vecina de Sarriá, donde no faltaban palacios y familias incapaces de llenar un balde de agua o remendarse los calcetines.
Jausà se quedó así solo, con su obsesión y sus espectros invisibles. Pronto decidió que la clave estaba en superar esta condición de invisibilidad. El indiano ya había tenido ocasión de ver algunos resultados de la invención del cinematógrafo en Nueva York, y compartía la opinión de la difunta Marisela de que la cámara succionaba almas, la del sujeto filmado y la del espectador. Siguiendo esta línea de razonamiento, había encargado a Fructuós Gelabert que rodase metros y metros de película en los corredores de «El ángel de bruma» en busca de signos y visiones del otro mundo. Los intentos, hasta la fecha pese al nombre de pila del técnico al mando de la operación, habían resultado infructuosos.
Todo cambió cuando Gelabert anunció que había recibido un nuevo tipo de material sensible de la factoría de Thomas Edison en Menlo Park, Nueva Jersey, que permitía filmar escenas en condiciones precarias de luz inauditas hasta el momento. Mediante un tecnicismo que nunca quedó claro, uno de los ayudantes de laboratorio de Gelabert había derramado un vino espumoso del género xarelo, proveniente del Penedés, en la cubeta de revelado y, fruto de la reacción química, extrañas formas empezaron a aparecer en la película expuesta. Ésa era la película que Jausà quería mostrar a don Ricardo Aldaya la noche en que le invitó a su caserón espectral en el número 32 de la avenida del Tibidabo.
Aldaya, al oír esto, supuso que Gelabert temía ver desaparecer los fondos económicos que le proporcionaba Jausà y había recurrido a tan bizantino ardid para mantener el interés de su patrón. Jausà, sin embargo, no tenía duda alguna acerca de la fiabilidad de los resultados. Es más, donde otros veían formas y sombras, él veía ánimas. Juraba distinguir la silueta de Marisela materializarse en un sudario, sombra que se mutaba en un lobo y caminaba erecto. Ricardo Aldaya no vio en la proyección más que manchurrones, sosteniendo además que tanto la película proyectada como el técnico que operaba el proyector apestaban a vino y otras bebidas espirituosas. Aun así, como buen hombre de negocios, el industrial intuyó que todo aquello podía acabar resultándole ventajoso. Un millonario loco, solo y obsesionado con la captura de ectoplasmas constituía una víctima idónea. Así pues, le dio la razón y le animó a continuar su empresa. Durante semanas, Gelabert y sus hombres rodaron kilómetros de película que habría de ser revelada en diferentes tanques con soluciones químicas de líquidos de revelado diluidos con Aromas de Montserrat, vino tinto bendecido en la parroquia del Ninot y toda suerte de cavas de la huerta tarraconense. Entre proyección y proyección, Jausà transfería poderes, firmaba autorizaciones y confería el control de sus reservas financieras a Ricardo Aldaya.
Jausà desapareció una noche de noviembre de aquel año durante una tormenta. Nadie supo qué se había hecho de él. Al parecer estaba exponiendo uno de los rollos de película especial de Gelabert cuando le sobrevino un accidente. Don Ricardo Aldaya encargó a Gelabert recuperar dicho rollo y, tras visionarlo en privado, le prendió fuego personalmente y sugirió al técnico que se olvidase del asunto con la ayuda de un cheque de generosidad indiscutible. Para entonces, Aldaya ya era titular de la mayoría de propiedades del desaparecido Jausà. Hubo quien dijo que la difunta Marisela había regresado para llevárselo a los infiernos. Otros apuntaron que un mendigo muy parecido al difunto millonario fue visto durante unos meses en los alrededores de la ciudadela hasta que un carruaje negro, de cortinajes velados, lo arrolló sin detenerse en plena luz del día. Para entonces ya era tarde: la leyenda negra del caserón, y la invasión del son montuno en los salones de baile de la ciudad, eran inamovible.
Unos meses más tarde, don Ricardo Aldaya mudó a su familia a la casa de la avenida del Tibidabo, donde a las dos semanas nacería la hija pequeña del matrimonio, Penélope. Para celebrarlo, Aldaya rebautizó la casa como «Villa Penélope». El nuevo nombre, sin embargo, nunca enganchó. La casa tenía su propio carácter y se mostraba inmune a la influencia de sus nuevos dueños. Los recientes inquilinos se quejaban de ruidos y golpes en las paredes por la noche, súbitos olores a putrefacción y corrientes de aire helado que parecían vagar por la casa como centinelas errantes. El caserón era un compendio de misterios. Tenía un doble sótano, con una suerte de cripta por estrenar en el nivel inferior y una capilla en el superior dominada por un gran Cristo en una cruz policromada al que los criados encontraban un inquietante parecido con Rasputín, personaje muy popular en la época. Los libros de la biblioteca aparecían constantemente reordenados, o vueltos del revés. Había una habitación en el tercer piso, un dormitorio que no se usaba debido a inexplicables manchas de humedad que brotaban de las paredes y parecían formar rostros borrosos, donde las flores frescas se marchitaban en apenas minutos y siempre se escuchaban moscas revolotear, aunque era imposible verlas.
Las cocineras aseguraban que ciertos artículos, como el azúcar, desaparecían como por ensalmo de la despensa y que la leche se teñía de rojo con la primera luna de cada mes. Ocasionalmente se encontraban pájaros muertos a la puerta de algunas habitaciones, o pequeños roedores. Otras veces se echaban en falta objetos, especialmente joyas y botones de la ropa guardada en los armarios y cajones. De Pascuas a Ramos, los objetos sustraídos aparecían como por ensalmo meses después en algún rincón remoto de la casa, o enterrados en el jardín. Normalmente no se encontraban jamás. A don Ricardo todos estos aconteceres se le antojaban supercherías y bobadas propias de la gente pudiente. A su parecer, una semana en ayunas hubiera curado a la familia de espantos. Lo que ya no veía con tanta filosofía eran los robos de las alhajas de su señora esposa. Más de cinco criadas fueron despedidas al desaparecer diferentes piezas del joyero de la señora, aunque todas juraron en lágrima viva que eran inocentes. Los más perspicaces se inclinaban a pensar que, sin tanto misterio, ello era debido a la infausta costumbre de don Ricardo de colarse en las alcobas de las criadas jóvenes a medianoche con fines lúdicos y extramaritales. Su reputación al respecto era casi tan celebrada como su fortuna, y no faltaba quien dijese que al paso que iban sus proezas, los bastardos que iba dejando por el camino organizarían su propio sindicato. Lo cierto es que no sólo las joyas desaparecían. Con el tiempo, a la familia se le extravió el gusto de vivir.
La familia Aldaya nunca fue feliz en aquella casa obtenida mediante las turbias artes de negociante de don Ricardo. La señora Aldaya rogaba sin cesar a su marido que vendiese la propiedad y que se mudasen a una residencia en la ciudad, o incluso que regresaran al palacio que Puig i Cadafalch había construido para el abuelo Simón, patriarca del clan. Ricardo Aldaya se negaba en redondo. Al pasar la mayor parte del tiempo de viaje o en las factorías de la familia, no encontraba ningún problema con la casa. En una ocasión, el pequeño Jorge desapareció durante ocho horas en el interior de la casa. Su madre y el servicio lo estuvieron buscando desesperadamente, sin éxito. Cuando el muchacho reapareció, pálido y aturdido, dijo que había estado todo el rato en la biblioteca en compañía de la misteriosa mujer de color, que le había estado mostrando fotografías antiguas y que le había dicho que todas las hembras de la familia habrían de morir en aquella casa para expiar los pecados de sus varones. La misteriosa dama llegó incluso a desvelarle al pequeño Jorge la fecha en que su madre iba a morir: el 12 de abril de 1921. Huelga decir que la supuesta dama negra nunca fue encontrada, aunque años más tarde la señora Aldaya fue hallada sin vida en el lecho de su dormitorio al alba del 12 de abril de 1921. Todas sus joyas habían desaparecido. Al drenar el pozo del patio, uno de los mozos las encontró entre el lodo del fondo, junto a una muñeca que había pertenecido a su hija Penélope.