Durante el desayuno, Fermín dio por inaugurada la jornada detectivesca con un esbozo general del enigma.
—Todo empieza con la amistad sincera entre dos muchachos, Julián Carax y Jorge Aldaya, compañeros de clase desde la infancia, como don Tomás y usted. Durante años todo va bien. Amigos inseparables con toda una vida por delante. Sin embargo, en algún momento se produce un conflicto que rompe esa amistad. Por parafrasear a los dramaturgos de salón, el conflicto tiene nombre de mujer y se llama Penélope. Muy homérico. ¿Me sigue?
Lo único que me vino a la mente fueron las últimas palabras de Tomás Aguilar la noche anterior, en la librería: «No le hagas daño a mi hermana». Sentí náuseas.
—En 1919, Julián Carax parte rumbo a París cual vulgar Odiseo —continuó Fermín—. La carta firmada por Penélope, que él nunca llega a recibir, establece que para entonces la joven está recluida en su propia casa, prisionera de su familia por motivos poco claros, y que la amistad entre Aldaya y Carax ha fenecido. Es más, por lo que nos cuenta Penélope, su hermano Jorge ha jurado que si vuelve a ver a su viejo amigo Julián, lo matará. Palabras mayores para el fin de una amistad. No hace falta ser Pasteur para inferir que el conflicto es consecuencia directa de la relación entre Penélope y Carax.
Un sudor frío me cubría la frente. Sentí que el café con leche y los cuatro bocados que había engullido me ascendían por la garganta.
—Con todo, hemos de suponer que Carax nunca llega a saber lo acontecido a Penélope, porque la carta no llega a sus manos. Su vida se pierde en las nieblas de París, donde desarrollará una existencia fantasmal entre su empleo de pianista en un establecimiento de variedades y una desastrosa carrera como novelista de ningún éxito. Estos años en París son un misterio. Todo lo que queda de ellos es una obra literaria olvidada y virtualmente desaparecida. Sabemos que en algún momento decide contraer matrimonio con una enigmática y acaudalada dama que le dobla en edad. La naturaleza de tal matrimonio, si hemos de atenernos a los testimonios, parece más bien un acto de caridad o amistad por parte de una dama enferma que un lance romántico. A todas luces, la mecenas, temiendo por el futuro económico de su protegido, opta por dejarle su fortuna y despedirse de este mundo con un revolcón a mayor gloria del protectorado de las artes. Los parisinos son así.
—Quizá fuera un amor genuino —apunté, con un hilo de voz.
—¿Oiga, Daniel, está usted bien? Se ha puesto blanquísimo y está sudando a mares.
—Estoy perfectamente —mentí.
—A lo que iba. El amor es como el embutido: hay lomo embuchado y hay mortadela. Todo tiene su lugar y función. Carax había declarado que no se sentía digno de amor alguno y, de hecho, no sabemos de ningún romance registrado durante sus años en París. Claro que trabajando en una casa de citas, quizá los ardores primarios del instinto quedaban cubiertos vía la confraternización entre empleados de la empresa, como si se tratase de un bono o, nunca mejor dicho, el lote de Navidad. Pero esto es pura especulación: Volvamos al momento en que se anuncia el matrimonio entre Carax y su protectora. Es entonces cuando vuelve a aparecer Jorge Aldaya en el mapa de este turbio asunto. Sabemos que contacta con el editor de Carax en Barcelona a fin de averiguar el paradero del novelista. Poco tiempo después, la mañana del día de su boda, Julián Carax se bate en un duelo con un desconocido en el cementerio de Père Lachaise y desaparece. La boda jamás tiene lugar. A partir de ahí, todo se confunde.
Fermín dejó caer una pausa dramática, dirigiéndome su mirada de alta intriga.
—Supuestamente, Carax cruza la frontera y, demostrando una vez más su proverbial sentido de la oportunidad, regresa a Barcelona en 1936, justo en pleno estallido de la guerra civil. Sus actividades y paradero en Barcelona durante esas semanas son confusos. Suponemos que permanece durante un mes en la ciudad y que durante ese tiempo no contacta con ninguno de sus conocidos. Ni con su padre ni con su amiga Nuria Monfort. Es encontrado muerto poco más tarde en las calles, asesinado de un tiro. No tarda en hacer su aparición un funesto personaje que se hace llamar Laín Coubert, nombre que toma prestado de un personaje de la última novela del propio Carax, que para más inri no es sino el príncipe de los infiernos. El supuesto diablillo se declara dispuesto a borrar del mapa lo poco que queda de Carax y destruir sus libros para siempre. Para acabar de redondear el melodrama, aparece como un hombre sin rostro, desfigurado por el fuego. Un villano escapado de una opereta gótica en quien, para confundir más las cosas, Nuria Monfort cree reconocer la voz de Jorge Aldaya.
—Le recuerdo que Nuria Monfort me mintió —dije.
—Cierto, pero si bien Nuria Monfort le mintió es posible que lo hiciera más por omisión y quizá por desvincularse de los hechos. Hay pocas razones para decir la verdad, pero para mentir el número es infinito. ¿Oiga, seguro que se encuentra bien? Tiene un color de cara como de tetilla gallega.
Negué y salí a escape rumbo al servicio.
Devolví el desayuno, la cena y buena parte de la ira que llevaba encima. Me lavé la cara con el agua helada de la pica y contemplé mi reflejo en el espejo nublado sobre el que alguien había garabateado con un lápiz de cera la leyenda «Girón cabrito». Al volver a la mesa comprobé que Fermín estaba en la barra, pagando la cuenta y discutiendo de fútbol con el camarero que nos había atendido.
—¿Mejor? —preguntó.
Asentí.
—Eso es una bajada de presión —dijo Fermín—. Tenga un Sugus, que lo cura todo.
Al salir del café, Fermín insistió en que tomásemos un taxi hasta el colegio de San Gabriel y dejásemos el metro para otro día, argumentando que hacía una mañana de mural conmemorativo y que los túneles eran para las ratas.
—Un taxi hasta Sarriá costará una fortuna —objeté.
—Invita el montepío de cretinos —atajó Fermín—, que aquí el patriota me ha dado mal el cambio y hemos hecho negocio. Y usted no está como para viajar bajo tierra.
Pertrechados así de fondos ilícitos, nos apostamos en una esquina al pie de la Rambla de Cataluña y esperamos la llegada de un taxi. Tuvimos que dejar pasar unos cuantos, porque Fermín declaró que para una vez que subía en automóvil quería por lo menos un Studebaker. Nos llevó un cuarto de hora dar con un vehículo de su agrado, que Fermín procedió a parar con grandes aspavientos. Fermín insistió en viajar en el asiento de delante, lo que le dio ocasión de enzarzarse en una discusión con el conductor en torno al oro de Moscú y a Josef Stalin, que era su ídolo y guía espiritual en la distancia.
—Ha habido tres grandes figuras en este siglo: Dolores Ibárruri, Manolete y José Stalin —proclamó el taxista, dispuesto a obsequiarnos con una detallada hagiografía del ilustre camarada.
Yo viajaba cómodamente en el asiento de atrás, ajeno a la perorata, con la ventana abierta y disfrutando del aire fresco. Fermín, encantado de pasearse en Studebaker, le daba cuerda al conductor, puntuando de vez en cuando la entrañable semblanza del líder soviético que glosaba el taxista con cuestiones de dudoso interés historiográfico.
—Pues tengo entendido que padece muchísimo de la próstata desde que se tragó un hueso de níspero y que ahora sólo consigue orinar si le tararean
La Internacional
—dejó caer Fermín.
—Propaganda fascista —aclaró el taxista, más devoto que nunca—. El camarada mea como un toro. Ya quisiera para sí el Volga tamaño caudal.
El debate de alta política nos acompañó a través de toda la travesía por la Vía Augusta rumbo a la parte alta de la ciudad. Clareaba el día y una brisa fresca vestía el cielo de azul ardiente. Al llegar a la calle Ganduxer, el conductor torció a la derecha e iniciamos el lento ascenso hacia el paseo de la Bonanova.
El colegio de San Gabriel se alzaba en el centro de una arboleda a lo alto de una calle angosta y serpenteante que ascendía desde la Bonanova. La fachada, salpicada de ventanales en forma de puñal, recortaba los perfiles de un palacio gótico de ladrillo rojo, suspendido en arcos y torreones que asomaban sobre las copas de un platanar en aristas catedralicias. Despedimos al taxi y nos adentramos en un frondoso jardín sembrado de fuentes de las que emergían querubines enmohecidos y trenzado con senderos de piedra que reptaban entre los árboles. De camino a la entrada principal, Fermín me puso en antecedentes sobre la institución con una de sus habituales lecciones magistrales de historia social.
—Aunque ahora le parezca a usted el mausoleo de Rasputín, el colegio de San Gabriel fue en su día una de las más prestigiosas y exclusivas instituciones de Barcelona. En tiempos de la República vino a menos porque los nuevos ricos de entonces, los nuevos industriales y banqueros a cuyos vástagos les habían negado plaza durante años porque sus apellidos olían a nuevo, decidieron crear sus propias escuelas donde se les tratase con reverencia y donde ellos pudiesen negar plaza a los hijos de otros. El dinero es como cualquier otro virus: una vez pudre el alma del que lo alberga, parte en busca de sangre fresca. En este mundo, un apellido dura menos que una peladilla. En sus buenos tiempos, digamos que entre 1880 y 1930 más o menos, el colegio de San Gabriel acogía a la crema de los niñatos de rancia alcurnia y bolsa sonante. Los Aldaya y compañía acudían a este siniestro lugar en régimen de internado a confraternizar con sus semejantes, a oír misa y a aprender historia para así poder repetirla ad náuseam.
—Pero Julián Carax no era precisamente uno de ellos —observé.
—Bueno, a veces estas egregias instituciones ofrecen una o dos becas para los hijos del jardinero o de un limpiabotas y así mostrar su grandeza de espíritu y generosidad cristiana —ofreció Fermín—. El modo más eficaz de hacer inofensivos a los pobres es enseñarles a querer imitar a los ricos. Ése es el veneno con que el capitalismo ciega a…
—Ahora no se enrolle con la doctrina social, Fermín que si le oye uno de estos curas, nos van a echar a patadas —corté, advirtiendo que un par de sacerdotes nos observaban con una mezcla de curiosidad y reserva desde lo alto de la escalinata que ascendía al portón del colegio y preguntándome si habrían oído algo de nuestra conversación.
Uno de ellos se adelantó exhibiendo una sonrisa cortés y las manos cruzadas sobre el pecho con gesto obispal. Debía de rondar la cincuentena y su delgadez y una cabellera rala le conferían un aire de ave rapaz. Calzaba una mirada penetrante y desprendía un aroma a colonia fresca y a naftalina.
—Buenos días. Soy el padre Fernando Ramos —anunció—. ¿En qué puedo servirles?
Fermín ofreció su mano, que el sacerdote estudió brevemente antes de estrechar, siempre escudado tras su sonrisa glacial.
—Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de Sempere e hijos, gustosísimo de saludar a su devotísima excelencia. Aquí a mi vera obra mi colaborador a la par que amigo, Daniel, joven de porvenir y reconocida calidad cristiana.
El padre Fernando nos observó sin pestañear. Quise que me tragase la tierra.
—El gusto es mío, señor Romero de Torres —replicó cordialmente—. ¿Puedo preguntarles qué trae a tan formidable dúo a esta nuestra humilde institución?
Decidí intervenir antes de que Fermín le soltase al sacerdote otra barbaridad y tuviéramos que salir por piernas.
—Padre Fernando, estamos tratando de localizar a dos antiguos alumnos del colegio de San Gabriel: Jorge Aldaya y Julián Carax.
El padre Fernando apretó los labios y enarcó una ceja.
—Julián murió hace más de quince años y Aldaya marchó a la Argentina —dijo secamente.
—¿Les conocía usted? —preguntó Fermín.
La mirada afilada del sacerdote se detuvo en cada uno de nosotros antes de responder.
—Fuimos compañeros de clase. ¿Puedo preguntar cuál es su interés en el asunto?
Andaba yo pensando cómo contestar aquella pregunta cuando se me adelantó Fermín.
—Acontece que ha llegado a nuestro poder una serie de artículos que pertenecen o pertenecieron, pues la jurisprudencia a este particular es confusa, a los dos mentados.
—¿Y cuál es la naturaleza de dichos artículos, si no es mucho preguntar?
—Ruego a
vuesa
merced acepte nuestro silencio, pues vive Dios que abundan en la materia motivos de conciencia y secretismo que nada tienen que ver con la supina confianza que su excelentísima y la orden a la que con tanta gallardía y piedad representa nos merecen —largó Fermín a toda velocidad.
El padre Fernando le observaba al borde del pasmo. Opté por retomar de nuevo la conversación antes de que Fermín recobrase el aliento.
—Los artículos a los que hace referencia el señor Romero de Torres son de índole familiar, recuerdos y objetos de valor puramente sentimental. Lo que quisiéramos pedirle, padre, si ello no es gran molestia, es que nos hable de lo que recuerda de Julián y de Aldaya en sus tiempos de estudiantes.
El padre Fernando nos observaba todavía con recelo. Se me hizo obvio que no le bastaban las explicaciones que le habíamos dado para justificar nuestro interés y granjearnos su colaboración. Lancé una mirada de socorro a Fermín, rogando que diese con alguna argucia con que ganarnos al cura.
—¿Sabe que se parece usted un poco a Julián, de joven? —preguntó de repente el padre Fernando.
A Fermín se le encendió la mirada. Ahí viene, pensé. Nos lo jugamos todo a esta carta.
—Es usted un lince, reverencia —proclamó Fermín fingiendo asombro—. Su perspicacia nos ha desenmascarado sin misericordia. Llegará usted lo menos a cardenal o a papa.
—¿De qué está usted hablando?
—¿No es obvio y patente, ilustrísima?
—La verdad, no.
—¿Contamos con su secreto de confesión?
—Esto es un jardín, no un confesonario.
—Nos basta con su discreción eclesiástica.
—La tienen.
Fermín suspiró profundamente y me miró con aire melancólico.
—Daniel, no podemos seguir mintiendo a este santo soldado de Cristo.
—Claro que no… —corroboré, totalmente perdido.
Fermín se aproximó al sacerdote y le murmuró en tono confidencial:
—
Pater
, tenemos motivos de solidez pétrea para sospechar que aquí nuestro amigo Daniel no es sino un hijo secreto del difunto Julián Carax. De ahí nuestro interés en reconstruir su pasado y recobrar la memoria de un prócer ausente que la parca quiso arrancar del lado de un pobre chiquillo.