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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (24 page)

—¿Por qué me pregunta usted eso, Fermín? Yo pensaba que no creía usted en el matrimonio y la familia. El yugo y todo eso, ¿recuerda?

Fermín asintió.

—Mire, todo eso es diletancia. El matrimonio y la familia no son más que lo que nosotros hacemos de ellos. Sin eso, no son más que un pesebre de hipocresías. Morralla y palabrería. Pero si hay amor de verdad, del que no se habla ni se declara a los cuatro vientos, del que se nota y se demuestra…

—Me parece usted un hombre nuevo, Fermín.

—Es que lo soy. La Bernarda me ha hecho desear ser un hombre mejor de lo que soy.

—¿Y eso?

—Para merecerla. Usted eso ahora no lo entiende, porque es joven. Pero con el tiempo verá que lo que cuenta a veces no es lo que se da, sino lo que se cede. La Bernarda y yo hemos estado hablando. Ella es una madraza, ya lo sabe usted. No lo dice, pero me parece que la felicidad más grande que podría tener en esta vida es ser madre. Y a mí esa mujer me gusta más que el melocotón en almíbar. Con decirle que soy capaz de pasar por una iglesia después de treinta y dos años de abstinencia clerical y recitar los salmos de san Serafín o lo que haga falta por ella.

—Le veo muy lanzado, Fermín. Si apenas acaba de conocerla…

—Mire, Daniel, a mi edad o uno empieza a ver la jugada con claridad o está bien jodido. Esta vida vale la pena vivirla por tres o cuatro cosas, y lo demás es abono para el campo. Yo he hecho mucha tontería ya, y ahora sé que lo único que quiero es hacer feliz a la Bernarda y morirme algún día en sus brazos. Quiero volver a ser un hombre respetable, ¿sabe usted? No por mí, que a mí el respeto de este orfeón de monas que llamamos humanidad me la trae flojísima, sino por ella. Porque la Bernarda cree en estas cosas, en las radionovelas, en los curas, en la respetabilidad y en la virgen de Lourdes. Ella es así y yo la quiero como es, sin que me cambien ni un pelo de esos que le salen en la barbilla. Y por eso quiero ser alguien de quien ella pueda estar orgullosa. Quiero que piense: mi Fermín es un cacho de hombre, como Cary Grant, Hemingway o Manolete.

Me crucé de brazos, calibrando el asunto.

—¿Ha hablado usted de todo esto con ella? ¿De tener un hijo juntos?

—No, por Dios. ¿Por quién me toma? ¿Se cree que voy por el mundo diciéndole a las mujeres que tengo ganas de dejarlas preñadas? Y no por falta de ganas, ¿eh?, porque a la tonta esa de la Merceditas le hacía yo ahora mismo unos trillizos y me quedaba como Dios, pero…

—¿Le ha dicho la Bernarda que quiere formar una familia?

—Esas cosas no hace falta decirlas, Daniel. Se ven en la cara.

Asentí.

—Pues entonces, en lo que valga mi opinión, estoy seguro de que será usted un padre y un esposo formidable. Aunque no crea usted en todas esas cosas, porque así no las dará nunca por supuestas.

Se le deshizo la cara de alegría.

—¿Lo dice de verdad?

—Claro que sí.

—Pues me quita usted un peso enorme de encima. Porque sólo de rememorar a mi progenitor y pensar que yo pudiera llegar a ser para alguien lo que él fue para mí me entran ganas de esterilizarme.

—Pierda cuidado, Fermín. Además, su vigor inseminador probablemente no hay tratamiento que lo doblegue.

—También es verdad —reflexionó—. Venga, váyase usted a descansar que no lo quiero entretener más.

—No me entretiene, Fermín. Tengo la impresión de que no voy a pegar ojo.

—Sarna con gusto… Por cierto, lo que me comentó de ese apartado de correos, ¿se acuerda?

—¿Ha averiguado ya algo?

—Ya le dije que lo dejase de mi cuenta. Este mediodía, a la hora de comer, me he acercado hasta Correos y he tenido unas palabras con un viejo conocido que trabaja allí. El apartado de correos 2321 consta a nombre de un tal José María Requejo, abogado con oficinas en la calle León XIII. Me permití comprobar la dirección del interfecto y no me sorprendió averiguar que no existe, aunque me imagino que eso usted ya lo sabe. La correspondencia dirigida a ese apartado la viene recogiendo una persona desde hace años. Lo sé porque algunos de los envíos que se reciben de una correduría de fincas vienen certificados y al recogerlos hay que firmar un pequeño recibo y presentar la documentación.

—¿Quién es? ¿Un empleado del abogado Requejo? —pregunté.

—Hasta ahí no pude llegar, pero lo dudo. O mucho me equivoco o el tal Requejo existe en el mismo plano que la virgen de Fátima. Sólo le puedo decir el nombre de la persona que recoge la correspondencia: Nuria Monfort.

Me quedé blanco.

—¿Nuria Monfort? ¿Está usted seguro de eso, Fermín?

—Yo mismo vi algunos de esos recibos. En todos constaba el nombre y el número de la cédula de identidad. Deduzco por la cara de vómito que se le ha puesto que esta revelación le sorprende.

—Bastante.

—¿Puedo preguntar quién es la tal Nuria Monfort? El empleado con el que hablé me dijo que la recordaba perfectamente porque acudió hace un par de semanas a retirar la correspondencia y, en su opinión imparcial, estaba más buena que la Venus de Milo y más firme de pecho. Y yo me fío de su evaluación porque antes de la guerra era catedrático de estética, pero como era primo lejano de Largo Caballero, claro, ahora lame pólizas de peseta…

—Hoy mismo estuve con esa mujer, en su casa —murmuré.

Fermín me observó, atónito.

—¿Con Nuria Monfort? Empiezo a pensar que me he equivocado con usted, Daniel. Está usted hecho un auténtico calavera.

—No es lo que usted piensa, Fermín.

—Pues usted se lo pierde. Yo a su edad hacía como El Molino, pase de mañana, tarde y noche.

Observé a aquel hombrecillo enjuto y huesudo, todo nariz y tez amarillenta, y me di cuenta de que se estaba convirtiendo en mi mejor amigo.

—¿Puedo contarle algo, Fermín? Algo que me viene rondando la cabeza desde hace ya tiempo.

—Claro que sí. Lo que sea. Especialmente si es escabroso y concierne a la fámula esa.

Por segunda vez aquella noche procedí a relatar para Fermín la historia de Julián Carax y el enigma de su muerte. Fermín escuchaba con suma atención, tomando notas en un cuaderno e interrumpiéndome ocasionalmente para preguntarme algún detalle cuya relevancia se me escapaba. Escuchándome a mí mismo, se me hacían cada vez más evidentes las lagunas que había en aquella historia. En más de una ocasión me quedé en blanco, mis pensamientos extraviados en tratar de discernir por qué motivo me habría mentido Nuria Monfort. ¿Qué significado tenía el hecho de que ella hubiese estado recogiendo durante años la correspondencia dirigida a un despacho de abogados inexistente que supuestamente se hacía cargo del piso de la familia Fortuny-Carax en la ronda de San Antonio? No me di cuenta de que estaba formulando mis dudas en voz alta.

—No podemos saber todavía por qué le mintió esa mujer —dijo Fermín—. Pero podemos aventurarnos a suponer que si lo hizo a ese respecto, pudo haberlo hecho, y probablemente lo hizo, respecto a otros tantos.

Suspiré, perdido.

—¿Qué sugiere usted, Fermín?

Fermín Romero de Torres suspiró con ademán de alta filosofía.

—Le diré lo que podemos hacer. Este domingo, si a usted le parece, nos dejamos caer como aquel que no quiere la cosa por el colegio de San Gabriel y hacemos alguna averiguación sobre los orígenes de la amistad entre ese Carax y el otro chavalín, el ricachón…

—Aldaya.

—Yo con los curas tengo muchísima mano, ya verá, aunque sea por esta pinta de cartujo golfo que tengo. Cuatro lisonjas y me los meto en el bolsillo.

—¿Quiere decir?

—¡Hombre! Le garantizo a usted que estos van a cantar como la Escolanía de Montserrat.

23

Pasé el sábado en trance, anclado tras el mostrador de la librería con la esperanza de ver a Bea aparecer por la puerta como por ensalmo. Cada vez que sonaba el teléfono me lanzaba a la carrera para contestar, arrebatando el auricular a mi padre o a Fermín. A media tarde, después de una veintena de llamadas de clientes y sin noticias de Bea, empecé a aceptar que el mundo y mi miserable existencia llegaban a su fin. Mi padre había salido a valorar una colección en San Gervasio y Fermín aprovechó la coyuntura para colocarme otra de sus lecciones magistrales en los entresijos de las intrigas amatorias.

—Serénese o va a criar una piedra en el hígado —aconsejó Fermín—. Esto del cortejo es como el tango: absurdo y pura floritura. Pero usted es el hombre y le toca llevar la iniciativa.

Aquello empezaba a adquirir un cariz funesto.

—¿La iniciativa? ¿Yo?

—¿Qué quiere? Algún precio tenía que tener el poder mear de pie.

—Pero si Bea me dio a entender que ya me diría ella algo.

—Qué poco entiende usted de mujeres, Daniel. Me juego el aguinaldo a que esa pollita está ahora en su casa mirando lánguidamente por la ventana en plan Dama de las Camelias, esperando que llegue usted a rescatarla del cafre de su señor padre para arrastrarla en una espiral incontenible de lujuria y pecado.

—¿Está seguro?

—Ciencia pura.

—¿Y si ha decidido que ya no quiere verme más?

—Mire, Daniel. Las mujeres, con notables excepciones como su vecina la Merceditas, son más inteligentes que nosotros, o cuando menos más sinceras consigo mismas sobre lo que quieren o no. Otra cosa es que se lo digan a uno o al mundo. Se enfrenta usted al enigma de la naturaleza, Daniel. La fémina, babel y laberinto. Si la deja usted pensar, está perdido. Recuerde: corazón caliente, mente fría. El código del seductor.

Estaba Fermín por detallarme las particularidades y tecnicismos del arte de la seducción cuando sonó la campanilla de la puerta y vimos entrar a mi amigo Tomás Aguilar. El corazón me dio un vuelco. La providencia me negaba a Bea pero me enviaba a su hermano. Funesto heraldo, pensé. Tomás traía el rostro sombrío y un aire de cierto desaliento.

—Menudo aire funerario nos trae usted, don Tomás —comentó Fermín—. Nos aceptará un cafetito al menos, ¿verdad?

—No le diré que no —dijo Tomás, con la reserva habitual.

Fermín procedió a servirle una taza del mejunje que guardaba en su termo y que desprendía un sospechoso aroma jerezano.

—¿Algún problema? —pregunté.

Tomás se encogió de hombros.

—Nada nuevo. Mi padre hoy tiene el día y he preferido salir a airearme un rato.

Tragué saliva.

—¿Y eso?

—Ve a saber. Anoche mi hermana Bea llegó a las tantas. Mi padre la estaba esperando despierto y algo tocado, como siempre. Ella se negó a decir de dónde venía ni con quién había estado y mi padre se puso hecho una furia. Estuvo hasta las cuatro de la mañana chillando, tratándola de zorra para arriba y jurándole que la iba a meter a monja y que si volvía preñada la iba a echar a patadas a la puta calle.

Fermín me lanzó una mirada de alarma. Sentí que las gotas de sudor que me corrían por la espalda descendían varios grados de temperatura.

—Esta mañana —continuó Tomás—, Bea se ha encerrado en su cuarto y no ha salido en todo el día. Mi padre se ha plantado en el comedor a leer el ABC y a escuchar zarzuelas en la radio a todo volumen. En el entreacto de
Luisa Fernanda
he tenido que salir porque me volvía loco.

—Bueno, seguramente su hermana estaría con el novio, ¿no? —pinchó Fermín—. Es lo natural.

Le lancé un puntapié tras el mostrador, que Fermín dribló con agilidad felina.

—Su novio está haciendo la mili —precisó Tomás—. No viene de permiso hasta dentro de un par de semanas. Y además, cuando sale con él está en casa a las ocho, como muy tarde.

—¿Y no tiene usted idea de dónde estuvo ni con quién?

—Ya le ha dicho que no, Fermín —intervine yo, ansioso por cambiar de tema.

—¿Y su padre tampoco? —insistió Fermín, que se lo estaba pasando en grande.

—No. Pero ha jurado averiguarlo y partirle las piernas y la cara en cuanto sepa quién es.

Me quedé lívido. Fermín me sirvió una taza de su brebaje sin preguntar. La apuré de un trago. Sabía a gasoil tibio. Tomás me observaba en silencio, la mirada impenetrable y oscura.

—¿Lo han oído ustedes? —dijo de pronto Fermín—. Así como un redoble de salto mortal.

—No.

—Las tripas de un servidor. Miren, de pronto me ha entrado un hambre… ¿les importa si les dejo solos un rato y me acerco al horno a ver si pillo algún bollo? Eso sin mencionar a esa dependienta nueva recién llegada de Reus que está para mojar pan y lo que se tercie. Se llama María Virtudes, pero tiene un vicio la niña… Así les dejo que hablen de sus cosas, ¿eh?

En diez segundos Fermín había desaparecido por ensalmo, rumbo a su merienda y a su encuentro con la
nínfula
. Tomás y yo nos quedamos a solas rodeados de un silencio que prometía más solidez que el franco suizo.

—Tomás —empecé, con la boca seca—. Ayer por la noche tu hermana estuvo conmigo.

Me contempló sin apenas pestañear. Tragué saliva.

—Di algo —dije.

—Tú estás mal de la cabeza.

Pasó un minuto de murmullos en la calle. Tomás sostenía su café, intacto.

—¿Vas en serio? —preguntó.

—Sólo la he visto una vez.

—Eso no es respuesta.

—¿Te importaría?

Se encogió de hombros.

—Tú sabrás lo que haces. ¿Dejarías de verla sólo porque yo te lo pidiese?

—Sí —mentí—. Pero no me lo pidas.

Tomás bajó la cabeza.

—Tú no conoces a Bea —murmuró.

Me callé. Dejamos pasar varios minutos sin mediar palabra, mirando las figuras grises oteando desde el escaparate, rogando que alguna se animase a entrar y a rescatarnos de aquel silencio envenenado. Al cabo de un rato, Tomás abandonó la taza sobre el mostrador y se dirigió hacia la puerta.

—¿Te vas ya?

Asintió.

—¿Nos vemos mañana un rato? —dije—. Podríamos ir al cine, con Fermín, como antes.

Se detuvo junto a la salida.

—Sólo te lo diré una vez, Daniel. No le hagas daño a mi hermana.

Al salir se cruzó con Fermín, que venía cargado con una bolsa de pastas humeantes. Fermín lo contempló perderse en la noche, sacudiendo la cabeza. Dejó las pastas sobre el mostrador y me ofreció una ensaimada recién hecha. Decliné el ofrecimiento. No hubiera sido capaz de tragar ni una aspirina.

—Ya se le pasará, Daniel. Ya lo verá. Estas cosas, entre amigos, son normales.

—No lo sé —murmuré.

24

Nos encontramos a las siete y media de la mañana del domingo en el café Canaletas, donde Fermín me invitó a café con leche y unos brioches cuya textura, incluso untados de mantequilla, albergaba cierta similitud con la de la piedra pómez. Nos atendió un camarero que lucía un emblema de la Falange en la solapa y un bigote cortado a lápiz. No paraba de canturrear y, al preguntarle por la causa de su excelente humor, nos explicó que había sido padre el día anterior. Cuando le felicitamos insistió en regalarnos una Faria a cada uno para que nos la fumásemos durante el día a la salud de su primogénito. Dijimos que así lo haríamos. Fermín lo miraba de reojo, con el ceño fruncido, y sospeché que tramaba algo.

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