—Usted disculpe. No sé si será el oír llover todo el día, pero es que me orinaba, por no decir otra cosa…
—Faltaría más —dije, cediéndole el paso—. Todo suyo.
—Agradecido.
El agente, que a la luz de la bombilla me pareció una pequeña comadreja, me miró de arriba abajo. Su mirada de alcantarilla se posó en el misal en mis manos.
—Yo es que sin leer algo, no hay manera —argumenté.
—A mí me pasa lo mismo. Y luego dicen que el español no lee. ¿Me lo presta?
—Ahí encima de la cisterna tiene el último Premio de la Crítica —atajé—. Infalible.
Me alejé sin perder la compostura y me uní a mi padre que me estaba preparando una taza de café con leche.
—¿Y ése? —pregunté.
—Me ha jurado que se cagaba. ¿Qué iba a hacer?
—Dejarlo en la calle y así entraba en calor.
Mi padre frunció el ceño.
—Si no te importa, subo ya a casa.
—Claro que no. Y ponte ropa seca, que vas a pillar una pulmonía.
El piso estaba frío y silencioso. Me dirigí a mi cuarto y atisbé por la ventana. El segundo centinela seguía allí abajo, a la puerta de la iglesia de Santa Ana. Me quité la ropa empapada y me enfundé un pijama grueso y una bata que había sido de mi abuelo. Me tendí en la cama sin molestarme en encender la luz y me abandoné a la penumbra y al sonido de la lluvia en los cristales. Cerré los ojos e intenté conciliar la imagen, el tacto y el olor de Bea. La noche anterior no había pegado ojo y pronto me venció la fatiga. En mis sueños, la silueta encapuchada de una parca de vapor cabalgaba sobre Barcelona, un atisbo espectral que se cernía sobre torres y tejados, sosteniendo en sus hilos negros cientos de pequeños ataúdes blancos que dejaban a su paso un rastro de flores negras en cuyos pétalos, escrito en sangre, se leía el nombre de Nuria Monfort.
Desperté al filo de un alba gris, de cristales empañados. Me vestí para el frío y me calcé unas botas de media caña. Salí al pasillo con sigilo y crucé el piso casi a tientas. Me deslicé por la puerta y salí a la calle. Los quioscos de las Ramblas ya mostraban sus luces a lo lejos. Me acerqué hasta el que navegaba frente a la bocana de la calle Tallers y compré la primera edición del día, que aún olía a tinta tibia. Corrí las páginas a toda prisa hasta encontrar la sección de necrológicas. El nombre de Nuria Monfort yacía caído bajo una cruz de imprenta y sentí que me temblaba la mirada. Me alejé con el periódico doblado bajo el brazo, en busca de la oscuridad. El entierro era aquella tarde, a las cuatro, en el cementerio de Montjuïc. Volví a casa dando un rodeo. Mi padre seguía durmiendo y regresé a mi cuarto. Me senté al escritorio y saqué mi pluma Meinsterstück de su estuche. Tomé un folio en blanco y deseé que la plumilla me guiase. En mis manos la pluma no tenía nada que decir. Conjuré en vano las palabras que quería ofrecer a Nuria Monfort pero fui incapaz de escribir o de sentir nada excepto aquel terror inexplicable de su ausencia, de saberla perdida, arrancada de cuajo. Supe que algún día volvería a mí, meses o años más tarde, que siempre llevaría su recuerdo en el roce de un extraño, de imágenes que no me pertenecían, sin saber si era digno de todo ello. Te vas en sombras, pensé. Como viviste.
Poco antes de las tres de la tarde abordé el autobús, en el paseo de Colón, que habría de llevarme hasta el cementerio de Montjuïc. A través del cristal se contemplaba el bosque de mástiles y banderines aleteando en la dársena del puerto. El autobús, que iba casi vacío, rodeó la montaña de Montjuïc y enfiló la ruta que ascendía hasta la entrada este del gran cementerio de la ciudad. Yo era el último pasajero.
—¿A qué hora pasa el último autobús? —pregunté al conductor antes de apearme.
—A las cuatro y media.
El conductor me dejó a las puertas del recinto. Una avenida de cipreses se alzaba en la bruma. Incluso desde allí, a los pies de la montaña, se entreveía la infinita ciudad de muertos que había escalado la ladera hasta rebasar la cima. Avenidas de tumbas, paseos de lápidas y callejones de mausoleos, torres coronadas por ángeles ígneos y bosques de sepulcros se multiplicaban uno contra otro. La ciudad de los muertos era una fosa de palacios, un osario de mausoleos monumentales custodiados por ejércitos de estatuas de piedra putrefacta que se hundían en el fango. Respiré hondo y me adentré en el laberinto. Mi madre yacía enterrada a un centenar de metros de aquella senda flanqueada por galerías interminables de muerte y desolación. A cada paso podía sentir el frío, el vacío y la furia de aquel lugar, el horror de su silencio, de los rostros atrapados en viejos retratos abandonados a la compañía de velas y flores muertas. Al rato alcancé a ver a lo lejos los faroles de gas encendidos en torno a la fosa. Las siluetas de media docena de personas se alineaban contra un cielo de ceniza. Apreté el paso y me detuve allí donde llegaban las palabras del sacerdote.
El ataúd, un cofre de madera de pino sin pulir, descansaba en el barro. Dos enterradores lo custodiaban, apoyados sobre las palas. Escruté a los presentes. El viejo Isaac, el guardián del Cementerio de los Libros Olvidados, no había acudido al entierro de su hija. Reconocí a la vecina del rellano de enfrente, que sollozaba sacudiendo la cabeza mientras un hombre de aspecto derrotado la consolaba acariciándole la espalda. Su esposo, supuse, junto a ellos había una mujer de unos cuarenta años, vestida de gris y portando un ramo de flores. Lloraba en silencio, desviando la vista de la fosa y apretando los labios. No la había visto jamás. Separado del grupo, enfundado en una gabardina oscura y sosteniendo el sombrero a su espalda, estaba el policía que me había salvado la vida el día anterior. Palacios. Alzó la mirada y me observó sin pestañear unos segundos. Las palabras ciegas del sacerdote, desprovistas de sentido, eran cuanto nos separaba del terrible silencio. Contemplé el ataúd, salpicado de arcilla. La imaginé tendida en el interior y no me di cuenta de que estaba llorando hasta que aquella desconocida de gris se me acercó y me ofreció una de las flores de su ramo. Permanecí allí hasta que el grupo se dispersó y, a una señal del sacerdote, los enterradores se dispusieron a hacer su trabajo a la luz de los faroles. Me guardé la flor en el bolsillo del abrigo y me alejé, incapaz de decir el adiós que había llevado hasta allí.
Empezaba a anochecer cuando llegué a la puerta del cementerio y supuse que ya había perdido el último autobús. Me dispuse a emprender una larga caminata a la sombra de la necrópolis y eché a caminar por la carretera que bordeaba el puerto de regreso a Barcelona. Un automóvil negro estaba aparcado a una veintena de metros al frente, con las luces encendidas. Una silueta fumaba un cigarrillo en el interior. Al aproximarme, Palacios me abrió la puerta del pasajero y me indicó que subiera.
—Sube, que te acercaré a tu casa. A estas horas no encontrarás ni autobuses ni taxis por aquí.
Dudé un instante.
—Prefiero ir andando.
—No digas tonterías. Sube.
Hablaba con el tono acerado de quien está acostumbrado a mandar y ser obedecido en el acto.
—Por favor —añadió.
Me subí al coche y el policía puso en marcha el motor.
—Enrique Palacios —dijo, ofreciéndome la mano.
No se la estreché.
—Si me deja en Colón, ya me sirve.
El coche arrancó de un tirón. Nos perdimos en la carretera y recorrimos un buen tramo sin despegar los labios.
—Quiero que sepas que siento mucho lo de la señora Monfort.
En sus labios, aquellas palabras me parecieron una obscenidad, un insulto.
—Le agradezco que me salvase usted la vida el otro día, pero tengo que decirle que me importa una mierda lo que usted sienta, señor Enrique Palacios.
—Yo no soy lo que tú piensas, Daniel. Me gustaría ayudarte.
—Si espera que le diga dónde está Fermín, ya me puede dejar aquí mismo…
—Me importa un comino dónde esté tu amigo. Ahora no estoy de servicio.
No dije nada.
—No confías en mí, y no te culpo. Pero al menos escúchame. Esto ya ha ido demasiado lejos. Esa mujer no tenía por qué morir. Te pido que dejes correr este asunto y que te olvides para siempre de ese hombre, de Carax.
—Habla usted como si lo que está pasando fuese voluntad mía. Yo sólo soy un espectador. La función se la montan entre su jefe y ustedes.
—Estoy harto de entierros, Daniel. No quiero tener que asistir al tuyo.
—Mejor, porque no está usted invitado.
—Hablo en serio.
—Y yo también. Hágame el favor de parar y dejarme aquí.
—En dos minutos estamos en Colón.
—Me da lo mismo. Este coche huele a muerto, como usted. Déjeme bajar.
Palacios aminoró la marcha y se detuvo en el arcén. Me bajé del coche y cerré con un portazo, evitando la mirada de Palacios. Esperé a que se alejase, pero el policía no se decidía a arrancar de nuevo. Me volví y vi que bajaba la ventanilla. Me pareció leer sinceridad, incluso dolor, en su rostro, pero me negué a darles crédito.
—Nuria Monfort murió en mis brazos, Daniel —dijo—. Creo que sus últimas palabras fueron un mensaje para ti.
—¿Qué dijo? —pregunté, la voz atenazada de frío—. ¿Mencionó mi nombre?
—Deliraba, pero creo que se refería a ti. En algún momento dijo que hay peores cárceles que las palabras. Luego, antes de morir, me pidió que te dijese que la dejases marchar.
Le miré sin comprender.
—¿Que dejase marchar a quién?
—A una tal Penélope. Me imaginé que debía de ser tu novia.
Palacios bajó la mirada y partió con el crepúsculo. Me quedé mirando las luces del coche perderse en la tenebrosidad azul y escarlata, desconcertado. Al poco me encaminé de regreso al paseo de Colón, repitiéndome aquellas últimas palabras de Nuria Monfort sin encontrarles significado. Al llegar a la plaza del Portal de la Paz me detuve a contemplar los muelles junto al embarcadero de las golondrinas. Me senté en los peldaños que se perdían en las aguas turbias, en el mismo lugar donde, una noche ya perdida muchos años atrás, había visto por primera vez a Laín Coubert, el hombre sin rostro.
—Hay peores cárceles que las palabras —murmuré.
Sólo entonces comprendí que el mensaje de Nuria Monfort no iba destinado a mí. No era yo quien debía dejar escapar a Penélope. Sus últimas palabras no habían sido para un extraño, sino para el hombre que había amado en silencio durante quince años: Julián Carax.
Llegué a la plaza de San Felipe Neri al caer la noche. El banco en el que había avistado a Nuria Monfort por primera vez yacía a los pies de una farola, vacío y tatuado a cortaplumas con nombres de enamorados, insultos y promesas. Alcé la vista hasta las ventanas del hogar de Nuria Monfort en el tercer piso y advertí un reluz cobrizo, oscilante. Una vela.
Me adentré en la gruta de la portería oscura y ascendí la escalera a tientas. Me temblaban las manos cuando alcancé el rellano del tercero. Una cuchilla de luz rojiza despuntaba bajo el marco de la puerta entreabierta. Posé la mano sobre el pomo y permanecí allí inmóvil, escuchando. Creí oír un susurro, un aliento entrecortado que provenía del interior. Por un instante pensé que si abría aquella puerta, la encontraría esperándome al otro lado, fumando junto al balcón con las piernas encogidas y apoyada contra la pared, anclada en el mismo lugar en que la había dejado. Suavemente, temiendo molestarla, abrí la puerta y entré en el piso. Las cortinas del balcón ondeaban en la sala. La silueta estaba sentada junto a la ventana, el rostro robado al trasluz, inmóvil, sosteniendo un cirio encendido entre las manos. Una perla de claridad se deslizó por su piel, brillante como resina fresca, para caer después en su regazo. Isaac Monfort se volvió con el rostro surcado de lágrimas.
—No le vi esta tarde en el entierro —dije.
Negó en silencio, secándose los ojos con el envés de la solapa.
—Nuria no estaba allí —murmuró al rato—. Los muertos nunca acuden a su propio entierro.
Echó una mirada alrededor, como si con ello quisiera indicarme que su hija estaba en aquella sala, sentada junto a nosotros en la penumbra, escuchándonos.
—¿Sabe usted que nunca había estado en esta casa? —preguntó—. Siempre que nos veíamos era Nuria quien acudía a mí. «Para usted es más fácil, padre —decía ella—. ¿Para qué va a subir escaleras?». Yo siempre le decía: «Bueno, si no me invitas no voy a ir», y ella respondía: «No hace falta que le invite a mi casa, padre, se invita a los extraños. Usted puede venir cuando quiera». En más de quince años no vine a verla una sola vez. Siempre le dije que había escogido un mal barrio. Poca luz. Una finca vieja. Ella sólo asentía. Como cuando le decía que había escogido una mala vida. Poco futuro. Un marido sin oficio ni beneficio. Es curioso cómo juzgamos a los demás y no nos damos cuenta de lo miserable de nuestro desdén hasta que nos faltan, hasta que nos los quitan. Nos los quitan porque nunca han sido nuestros…
La voz del anciano, desnuda de su velo de ironía, hacía aguas y sonaba casi tan vieja como su mirada.
—Nuria le quería a usted mucho, Isaac. No lo dude ni por un instante. Y me consta que ella también se sentía querida por usted —improvisé.
El viejo Isaac negó de nuevo. Sonreía, pero las lágrimas caían sin cesar, calladas.
—Quizá me quería, a su manera, como yo la quise a ella, a la mía. Pero no nos conocíamos. Quizá porque yo nunca la dejé conocerme, o nunca di un paso por conocerla a ella. Pasamos la vida como dos extraños que se han visto todos los días y se saludan por cortesía. Y pienso que quizá murió sin perdonarme.
—Isaac, le aseguro a usted…
—Daniel, es usted joven y pone voluntad, pero aunque he bebido y no sé ni lo que digo, aún no ha aprendido a mentir lo suficientemente bien como para engañar a un viejo con el corazón podrido de miserias.
Bajé la mirada.
—La policía dice que el hombre que la mató es amigo suyo —aventuró Isaac.
—La policía miente.
Isaac asintió.
—Ya lo sé.
—Le aseguro…
—No hace falta, Daniel. Sé que dice usted la verdad —dijo Isaac, extrayendo un sobre del bolsillo de su abrigo.
—La tarde antes de morir, Nuria vino a verme, como solía hacer años atrás. Me acuerdo de que solíamos ir a comer a un café de la calle Guardia, al que yo la llevaba de niña. Siempre hablábamos de libros, de libros viejos. Ella me contaba a veces cosas de su trabajo, pequeñeces, cosas que se cuentan a un extraño en un autobús… Una vez me dijo que sentía haber sido una decepción para mí. Le pregunté que de dónde había sacado aquella idea absurda. «De sus ojos, padre, de sus ojos», dijo. Ni una sola vez se me ocurrió que tal vez yo había sido una decepción todavía mayor para ella. A veces nos creemos que las personas son décimos de lotería: que están ahí para hacer realidad nuestras ilusiones absurdas.