—Isaac, con el debido respeto, ha bebido usted como un cosaco y no sabe lo que dice.
—El vino convierte al sabio en necio, y al necio en sabio. Sé lo suficiente para comprender que mi propia hija nunca confió en mí. Confiaba más en usted, Daniel, y sólo le había visto un par de veces.
—Le aseguro que se equivoca.
—La última tarde que nos vimos me trajo este sobre. Estaba muy inquieta, preocupada por algo que no me quiso contar. Me pidió que guardase este sobre y que, si pasaba algo, se lo entregase a usted.
—¿Si pasaba algo?
—Ésas fueron sus palabras. La vi tan alterada que le propuse que acudiésemos juntos a la policía, que fuera cual fuese el problema encontraríamos una solución. Entonces me dijo que la policía era el último sitio al que podía acudir. Le pedí que me revelase de qué se trataba, pero dijo que tenía que marcharse y me hizo prometer que le entregaría a usted este sobre si ella no volvía a buscarlo en un par de días. Me pidió que no lo abriera.
Isaac tendió el sobre. Estaba abierto.
—Le mentí, como siempre —dijo.
Inspeccioné el sobre. Contenía un pliego de cuartillas escritas a mano.
—¿Las ha leído usted? —pregunté.
El anciano asintió lentamente.
—¿Qué dicen?
El anciano alzó el rostro. Le temblaban los labios. Me pareció que había envejecido cien años desde la última vez que le había visto.
—Es la historia que usted buscaba, Daniel. La historia de una mujer que nunca conocí, aunque llevara mi nombre y mi sangre. Ahora le pertenece a usted.
Me guardé el sobre en el bolsillo del abrigo.
—Le voy a pedir que me deje solo, aquí con ella, si no le importa. Hace un rato, mientras leía esas páginas, me ha parecido que la reencontraba. Yo, por más que me esfuerce, sólo consigo recordarla como cuando era niña. De pequeña era muy callada, ¿sabe usted? Lo miraba todo, pensativa, y nunca se reía. Lo que más le gustaba eran los cuentos. Siempre me pedía que le leyese cuentos y no creo que haya habido una cría que aprendiese antes a leer. Decía que quería ser escritora y redactar enciclopedias y tratados de historia y filosofía. Su madre decía que todo aquello era culpa mía, que Nuria me adoraba y como pensaba que su padre sólo quería a los libros, ella quería escribir libros para que su padre la quisiera a ella.
—Isaac, no me parece una buena idea que esté usted solo esta noche. ¿Por qué no se viene conmigo? Se queda esta noche en casa, y así le hace compañía a mi padre.
Isaac negó de nuevo.
—Tengo que hacer, Daniel. Váyase usted a casa, y lea esas páginas. Le pertenecen a usted.
El anciano desvió la mirada y me dirigí hacia la puerta. Estaba en el umbral cuando la voz de Isaac me llamó, apenas un susurro.
—¿Daniel?
—Sí.
—Tenga usted mucho cuidado.
Cuando salí a la calle me pareció que la negrura se arrastraba por el empedrado, pisándome los talones. Apreté el paso y no aflojé el ritmo hasta que llegué al piso de Santa Ana. Al entrar en casa encontré a mi padre refugiado en su butaca con un libro abierto en el regazo. Era un álbum de fotografías. Al verme, se incorporó con una expresión de alivio que le arrancó el cielo de encima.
—Ya estaba preocupado —dijo—. ¿Cómo fue el entierro?
Me encogí de hombros y mi padre asintió gravemente, dando el tema por cerrado.
—Te he preparado algo de cena. Si te apetece, lo recaliento y…
—No tengo hambre, gracias. He picado algo por ahí.
Me miró a los ojos y asintió de nuevo. Se volvió y empezó a recoger los platos que había dispuesto en la mesa. Fue entonces, sin saber bien por qué, cuando me acerqué a él y le abracé. Sentí que mi padre, sorprendido, me abrazaba a su vez.
—Daniel, ¿estás bien?
Estreché a mi padre entre mis brazos con fuerza.
—Te quiero —murmuré.
Repicaban las campanas de la catedral cuando empecé a leer el manuscrito de Nuria Monfort. Su caligrafía menuda y ordenada me recordó la pulcritud de su escritorio, como si hubiese querido buscar en las palabras la paz y la seguridad que la vida no había querido concederle.
1933-1955
No hay segundas oportunidades, excepto para el remordimiento. Julián Carax y yo nos conocimos en el otoño de 1933. Por entonces, yo trabajaba para el editor Josep Cabestany. El señor Cabestany le había descubierto en 1927 durante uno de sus viajes «de prospección editorial» a París. Julián se ganaba la vida tocando el piano por las tardes en una casa de alterne y escribía por las noches. La dueña del local, una tal Irene Marceau, tenía tratos con la mayoría de editores de París y, gracias a sus ruegos, favores o amenazas de indiscreción, Julián Carax había conseguido publicar varias novelas en diferentes editoriales con resultados comerciales desastrosos. Cabestany había adquirido los derechos exclusivos para editar la obra de Carax en España y América del Sur por una suma irrisoria que incluía la traducción de los originales en francés al castellano por parte del autor. Confiaba en poder vender unos tres mil ejemplares de cada una, pero los dos primeros títulos que publicó en España fueron un rotundo fracaso: apenas se vendieron un centenar de ejemplares de cada uno. Pese a los malos resultados, cada dos años recibíamos un nuevo manuscrito de Julián, que Cabestany aceptaba sin poner reparos, alegando que había suscrito un compromiso con el autor, que no todo eran los beneficios y que había que promocionar la buena literatura.
Un día, intrigada, le pregunté por qué continuaba publicando novelas de Julián Carax y perdiendo dinero en el empeño. Por toda contestación, Cabestany fue hasta su estantería, tomó una copia de un libro de Julián y me invitó a que lo leyese. Así lo hice. Dos semanas más tarde los había leído todos. Esta vez mi pregunta fue cómo era posible que vendiésemos tan pocos ejemplares de aquellas novelas.
—No lo sé —dijo Cabestany—. Pero lo seguiremos intentando.
Me pareció un gesto noble y admirable que no casaba con la imagen fenicia que me había hecho del señor Cabestany. Quizá le había juzgado mal. La figura de Julián Carax cada vez me intrigaba más. Todo lo referente a él estaba envuelto de misterio. Por lo menos una o dos veces al mes alguien llamaba preguntando por la dirección de Julián Carax. Pronto advertí que siempre era la misma persona, que se identificaba con nombres diferentes. Yo me limitaba a decirle lo que ya decían las contraportadas de los libros, que Julián Carax vivía en París. Con el tiempo, aquel hombre dejó de llamar. Yo, por si las moscas, había borrado la dirección de Carax de los archivos de la editorial. Yo era la única que le escribía y me la sabía de memoria.
Meses más tarde, por casualidad, me encontré con las hojas de contabilidad que el taller de impresión enviaba al señor Cabestany. Al echarles un vistazo advertí que las ediciones de los libros de Julián Carax estaban sufragadas en su integridad por un individuo ajeno a la empresa del cual yo no había oído hablar jamás: Miquel Moliner. Es más, los costes de impresión y distribución de las obras eran sustancialmente inferiores a la cifra facturada al señor Moliner. Las cifras no mentían: la editorial estaba haciendo dinero imprimiendo libros que iban a parar directamente a un almacén. No tuve valor para cuestionar las indiscreciones financieras de Cabestany. Temía perder mi puesto. Lo que hice fue anotar la dirección a la que enviábamos las facturas a nombre de Miquel Moliner, un palacete en la calle Puertaferrisa. Guardé aquella dirección durante meses antes de atreverme a visitarle. Finalmente, mi conciencia pudo más y me presenté en su casa dispuesta a decirle que Cabestany le estaba estafando. Sonrió y me dijo que ya lo sabía.
—Cada cual hace aquello para lo que sirve.
Le pregunté si había sido él quien había estado llamando tantas veces para averiguar la dirección de Carax. Dijo que no y, con gesto sombrío, me advirtió que no debía darle esa dirección a nadie. Nunca.
Miquel Moliner era un hombre enigmático. Vivía solo en un palacio cavernoso y casi en ruinas que formaba parte de la herencia de su padre, un industrial que se había enriquecido con la fabricación de armas y, se decía, la promoción de guerras. Lejos de vivir entre lujos, Miquel llevaba una existencia casi monacal, dedicado a dilapidar aquel dinero que consideraba ensangrentado en restaurar museos, catedrales, escuelas, bibliotecas, hospitales y en asegurarse de que las obras de su amigo de juventud, Julián Carax, fuesen publicadas en su ciudad natal.
—Dinero me sobra, y amigos como Julián me faltan —decía por toda explicación.
Apenas mantenía contacto con sus hermanos o con el resto de su familia, a quienes se refería como extraños. No se había casado y raramente salía del recinto del palacio, en el que sólo ocupaba la planta superior. Allí tenía montada su oficina, donde trabajaba febrilmente escribiendo artículos y columnas para varios periódicos y revistas de Madrid y Barcelona, traduciendo textos técnicos del alemán y el francés, haciendo corrección de estilo de enciclopedias y manuales escolares… Miquel Moliner estaba poseído por esa enfermedad de la laboriosidad culpable y, aunque respetaba y hasta envidiaba la ociosidad en los demás, huía de ella como de la peste. Lejos de presumir de su ética de trabajo, bromeaba sobre su compulsión productiva y la describía como una forma menor de cobardía.
—Mientras se trabaja, uno no le mira a la vida a los ojos.
Nos hicimos buenos amigos casi sin darnos cuenta. Ambos teníamos mucho en común, quizá demasiado. Miquel me hablaba de libros, de su adorado doctor Freud, de música, pero sobre todo de su viejo amigo Julián. Nos veíamos casi todas las semanas. Miquel me contaba historias de los días de Julián en el colegio de San Gabriel. Conservaba una colección de antiguas fotografías, de relatos escritos por un Julián adolescente. Miquel adoraba a Julián y a través de sus palabras y sus recuerdos aprendí a descubrirle, a inventar una imagen en la ausencia. Un año después de conocernos, Miquel Moliner me confesó que se había enamorado de mí. No quise herirle, pero tampoco engañarle. Era imposible engañar a Miquel. Le dije que le apreciaba muchísimo, que se había convertido en mi mejor amigo, pero no estaba enamorada de él. Miquel dijo que ya lo sabía.
—Estás enamorada de Julián, pero no lo sabes todavía.
En agosto de 1933, Julián me escribió anunciándome que casi había terminado el manuscrito de una nueva novela titulada
El ladrón de catedrales
. Cabestany tenía unos contratos pendientes de renovación en septiembre con Gallimard. Llevaba ya semanas paralizado con un ataque de gota y, como premio a mi dedicación, decidió que yo viajase a Francia en su lugar para tramitar los nuevos contratos y, de paso, visitar a Julián Carax y recoger la nueva obra. Escribí a Julián anunciando mi visita para mediados de septiembre y pidiéndole si me podía recomendar un hotel modesto y de precio asequible. Julián contestó diciendo que me podía instalar en su casa, un modesto piso en la barriada de St. Germain, y ahorrarme el dinero del hotel para otros gastos. El día antes de partir visité a Miquel para preguntarle si tenía algún mensaje para Julián. Dudó un largo rato, y luego me dijo que no.
La primera vez que vi a Julián en persona fue en la estación de Austerlitz. El otoño había llegado a París a traición y la estación estaba inundada de niebla. Me quedé esperando en el andén, mientras los pasajeros partían hacia la salida. Pronto me quedé sola y vi a un hombre enfundado en un abrigo negro apostado a la entrada del andén que me observaba entre el humo de un cigarrillo. Durante el viaje me había preguntado a menudo cómo iba a reconocer a Julián. Las fotografías que había visto de él en la colección de Miquel Moliner tenían por lo menos trece o catorce años. Miré a un lado y a otro del andén. No había nadie más excepto aquella figura y yo. Advertí que el hombre me contemplaba con cierta curiosidad, quizá esperando a otra persona, al igual que yo. No podía ser él. Según mis datos, Julián tenía entonces treinta y dos años, y aquel hombre me pareció mayor. Tenía el pelo cano y una expresión de tristeza o cansancio. Demasiado pálido y demasiado delgado, o quizá fuera sólo la niebla y el cansancio del viaje. Había aprendido a imaginar un Julián adolescente. Me aproximé a aquel desconocido con cautela y le miré a los ojos.
—¿Julián?
El extraño me sonrió y asintió. Julián Carax tenía la sonrisa más bonita del mundo. Es lo único que quedaba de él.
Julián ocupaba una buhardilla en la barriada de St. Germain. El piso se reducía a dos piezas: una sala con una cocina diminuta que daba a una balaustrada desde la que se veían las torres de Notre-Dame emergiendo tras una jungla de tejados y neblina, y un dormitorio sin ventanas con un lecho individual. El baño estaba al fondo del pasillo del piso inferior y lo compartía con el resto de vecinos. El conjunto de la vivienda era más pequeño que el despacho del señor Cabestany. Julián había limpiado a conciencia y había dispuesto todo para acogerme con sencillez y decoro. Fingí estar encantada con la casa, que todavía olía al desinfectante y a la cera que Julián había aplicado con más empeño que maña. Las sábanas de la cama se veían por estrenar. Me pareció que eran de un estampado con dibujos de dragones y castillos. Sábanas de niño. Julián se disculpó diciendo que las había conseguido a un precio excepcional, pero que eran de primera calidad. Las que no llevaban estampado costaban el doble, argumentó, y eran más aburridas.
En la sala había un escritorio de madera vieja enfrentado a la visión de las torres de la catedral. Sobre él yacía la máquina Underwood que había adquirido con el anticipo de Cabestany y dos pilas de cuartillas, una en blanco y la otra escrita por ambas caras. Julián compartía el piso con un inmenso gato blanco al que llamaba
Kurtz
. El felino me observaba con recelo a los pies de su dueño, relamiéndose las garras. Conté dos sillas, una percha y poco más. Lo demás eran libros. Murallas de libros cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo, en dos capas. Mientras yo inspeccionaba el lugar, Julián suspiró.
—Hay un hotel a dos calles de aquí, limpio, asequible y respetable. Me permití hacer una reserva…
Tuve mis dudas, pero temía ofenderle.
—Aquí estaré perfectamente, siempre y cuando no suponga una molestia para ti, ni para
Kurtz
.
Kurtz
y Julián intercambiaron una mirada. Julián negó, y el gato imitó su gesto. No me había dado cuenta de lo mucho que se parecían el uno al otro. Julián insistió en cederme el dormitorio. Él, alegaba, apenas dormía y se instalaría en la sala en un plegatín que le había prestado su vecino monsieur Darcieu, un anciano ilusionista que leía las líneas de la mano a las señoritas a cambio de un beso. Aquella primera noche dormí de un tirón, agotada por el viaje. Me desperté al alba y descubrí que Julián había salido.
Kurtz
dormía sobre la máquina de escribir de su dueño. Roncaba como un mastín. Me aproximé al escritorio y vi el manuscrito de la nueva novela que había venido a recoger.