Todavía le quemaba en el recuerdo la promesa que le había hecho a su padre. Tan pronto llegó a Barcelona, olfateó el rastro de Julián para descubrir que Carax, al igual que él, también parecía haberse desvanecido de una Barcelona que ya no era la que había dejado al partir diez años atrás. Fue por entonces cuando se reencontró con un viejo personaje de su juventud, con esa casualidad desprendida y calculada del destino. Tras una marcada carrera en reformatorios y prisiones del Estado, Francisco Javier Fumero había ingresado en el ejército, alcanzando el rango de teniente. Muchos le auguraban un futuro de general, pero un turbio escándalo que nunca llegaría a esclarecerse motivó su expulsión del ejército. Aún entonces, su reputación excedía su rango y sus atribuciones. Se decían muchas cosas de él, pero se le temía aún más. Francisco Javier Fumero, aquel muchacho tímido y perturbado que acostumbraba a recoger la hojarasca en el patio del colegio de San Gabriel, era ahora un asesino. Se rumoreaba que Fumero liquidaba a notorios personajes por dinero, que despachaba figuras políticas por encargo de diversas manos negras y que era la muerte personificada.
Aldaya y él se reconocieron al instante en las brumas del café Novedades. Aldaya estaba enfermo, consumido por una extraña fiebre de la que culpaba a los insectos de las selvas americanas. «Allí hasta los mosquitos son unos hijos de puta», se lamentaba. Fumero le escuchaba con una mezcla de fascinación y repugnancia. Él sentía veneración por los mosquitos y los insectos en general. Admiraba su disciplina, su fortaleza y su organización. No existía en ellos la holgazanería, la irreverencia, la sodomía ni la degeneración de la raza. Sus especímenes predilectos eran los arácnidos, con su rara ciencia para tejer una trampa en que, con infinita paciencia, esperaban a sus presas, que tarde o temprano sucumbían, por estupidez o desidia. A su juicio, la sociedad civil tenía mucho que aprender de los insectos. Aldaya era un caso claro de ruina moral y física. Había envejecido notablemente y se le veía descuidado, sin tono muscular. Fumero detestaba a las gentes sin tono muscular. Le inducían arcadas.
—Javier, me encuentro fatal —imploró Aldaya—. ¿Me puedes echar una mano por unos días?
Intrigado, Fumero decidió llevarse a Jorge Aldaya a su casa. Fumero vivía en un tenebroso piso en el Raval, en la calle Cadena, en compañía de numerosos insectos que almacenaba en frascos de botica y media docena de libros. Fumero aborrecía los libros tanto como adoraba a los insectos, pero aquéllos no eran volúmenes corrientes: eran las novelas de Julián Carax que había publicado la editorial Cabestany. Fumero pagó a las fulanas que ocupaban el piso de enfrente —un dúo de madre e hija que se dejaban pinchar y quemar con un cigarro cuando la clientela flojeaba, sobre todo a, fin de mes— para que cuidasen a Aldaya mientras él iba a trabajar. No tenía interés alguno en verle morir. No todavía.
Francisco Javier Fumero había ingresado en la Brigada Criminal, donde siempre había trabajo para personal cualificado y capaz de afrontar las papeletas más ingratas que se precisaba solventar con discreción para que la gente respetable pudiera seguir viviendo de ilusiones. Algo así le había dicho el teniente Durán, un hombre dado a la prosopopeya contemplativa bajo cuyo mando se inició en el cuerpo.
—Ser policía no es un trabajo, es una misión —proclamaba Durán—. España necesita más cojones y menos tertulias.
Desafortunadamente, el teniente Durán no tardaría en perder la vida en un aparatoso accidente ocurrido durante una redada en la Barceloneta.
En la confusión de la refriega con unos anarquistas, Durán se había precipitado cinco pisos por un tragaluz, estrellándose en un clavel de vísceras. Todos coincidieron en que España había perdido a un gran hombre, un prócer con visión de futuro, un pensador que no temía la acción. Fumero asumió su puesto con orgullo, sabedor de que había hecho bien al empujarle, pues Durán ya estaba viejo para el trabajo. A Fumero, los viejos —al igual que los tullidos, los gitanos y los maricones— le daban asco, con tono muscular o no. Dios, a veces, se equivocaba. Era deber de todo hombre íntegro corregir esas pequeñas fallas y mantener el mundo presentable.
Unas semanas después de su encuentro en el café Novedades en marzo de 1932, Jorge Aldaya empezó a sentirse mejor y se sinceró con Fumero. Le pidió disculpas por lo mal que lo había tratado en sus días de adolescencia y, con lágrimas en los ojos, le contó su historia entera sin dejar nada. Fumero le escuchó en silencio, asintiendo, absorbiendo. Mientras lo hacía, se preguntó si debía matar a Aldaya en aquel instante o esperar. Se preguntaba si estaría tan débil que la hoja del cuchillo apenas arrancaría una tibia agonía en su carne maloliente y reblandecida por la indolencia. Decidió aplazar la vivisección. Le intrigaba la historia, especialmente por lo que hacía a Julián Carax.
Sabía por la información que había podido obtener en la editorial Cabestany que Carax vivía en París, pero París era una ciudad muy grande y nadie en la editorial parecía conocer la dirección exacta. Nadie excepto una mujer apellidada Monfort que se negaba a divulgarla. Fumero la había seguido dos o tres veces al salir de la oficina de la editorial sin que ella lo advirtiese. Había llegado a viajar en el tranvía a medio metro de ella. Las mujeres nunca reparaban en él, y si lo hacían, volvían la mirada hacia otro lado, fingiendo no haberle visto. Una noche, después de haberla seguido hasta el portal de su casa en la plaza del Pino, Fumero volvió a su casa y se masturbó furiosamente mientras se imaginaba hundiendo la hoja de su cuchillo en el cuerpo de aquella mujer, dos o tres centímetros por cuchillada, lenta y metódicamente, mirándole a los ojos. Quizá entonces se dignase a darle la dirección de Carax y a tratarle con el respeto debido a un oficial de policía.
Julián Carax era la única persona a la que Fumero se había propuesto matar y no lo había conseguido. Quizá porque había sido la primera, y con el tiempo todo se aprende. Al oír aquel nombre otra vez, sonrió del modo en que tanto espantaba a sus vecinas las fulanas, sin parpadear, relamiéndose el labio superior lentamente. Todavía recordaba a Carax besando a Penélope Aldaya en el caserón de la avenida del Tibidabo. Su Penélope. El suyo había sido un amor puro, de verdad, pensaba Fumero, como los que se veían en el cine. Fumero era muy aficionado al cine y acudía al menos dos veces por semana. Había sido en una sala de cine donde Fumero había comprendido que Penélope había sido el amor de su vida. El resto, especialmente su madre, habían sido sólo putas. Escuchando los últimos retazos del relato de Aldaya, decidió que al fin y al cabo no iba a matarle. De hecho, se alegró de que el destino les hubiese reunido. Tuvo una visión, como en las películas que tanto disfrutaba: Aldaya le iba a servir a los demás en bandeja. Tarde o temprano, todos ellos acabarían atrapados en su red.
En invierno de 1934, los hermanos Moliner consiguieron desahuciar finalmente a Miquel y expulsarle del palacete de Puertaferrisa, que aún hoy sigue vacío y en estado de ruina. Sólo deseaban verle en la calle, despojado de lo poco que le quedaba, de sus libros y de aquella libertad y aislamiento que les ofendía y les prendía las vísceras de odio. No quiso decirme nada ni recurrir a mí en busca de ayuda. Sólo supe que se había transformado casi en un mendigo cuando acudí a buscarle al que había sido su hogar y me encontré con los sicarios de sus hermanos, que estaban haciendo inventario de la propiedad y liquidando los pocos objetos que le habían pertenecido. Miquel llevaba ya varias noches durmiendo en una pensión de la calle Canuda, un tugurio lúgubre y húmedo que desprendía el color y el olor de un osario. Al ver la habitación en la que estaba confinado, una suerte de ataúd sin ventanas y con un catre carcelario, cogí a Miquel y me lo llevé a casa. No paraba de toser y se le veía consumido. Él dijo que era un catarro mal curado, un mal menor de solterona que ya se marcharía por aburrimiento. Dos semanas más tarde estaba peor.
Como vestía siempre de negro, tardé en comprender que aquellas manchas en las mangas eran de sangre. Llamé a un médico que tan pronto le reconoció me preguntó por qué había esperado hasta entonces para llamarle. Miquel tenía tuberculosis. Arruinado y enfermo, vivía apenas de recuerdos y remordimientos. Era el hombre más bondadoso y frágil que había conocido, mi único amigo. Nos casamos una mañana de febrero en un juzgado municipal. Nuestro viaje nupcial se limitó a tomar el funicular del Tibidabo y subir a contemplar Barcelona desde las terrazas del parque, una miniatura de nieblas. No le dijimos a nadie que nos habíamos casado, ni a Cabestany, ni a mi padre, ni a su familia que le daba por muerto. Llegué a escribir una carta a Julián contándoselo, pero nunca se la envié. El nuestro fue un matrimonio secreto. Varios meses después de la boda llamó a la puerta un individuo que dijo llamarse Jorge Aldaya. Era un hombre demolido, con el rostro velado de sudor pese al frío que mordía hasta las piedras. Al reencontrarse después de más de diez años, Aldaya sonrió amargamente y dijo: «Estamos todos malditos, Miquel. Tú, Julián, Fumero y yo». Alegó que el motivo de su visita era un amago de reconciliación con su viejo amigo Miquel con la confianza de que éste le brindaría ahora el modo de contactar con Julián Carax, pues tenía un mensaje muy importante para él de parte de su difunto padre, don Ricardo Aldaya. Miquel dijo desconocer dónde se encontraba Carax.
—Hace ya años que perdimos el contacto —mintió—. Lo último que supe de él es que estaba viviendo en Italia.
Aldaya esperaba esta respuesta.
—Me decepcionas, Miquel. Confiaba en que el tiempo y la desgracia te habrían hecho más sabio.
—Hay decepciones que honran a quien las inspira.
Aldaya, mínimo, raquítico y a punto de desplomarse en pedazos de hiel, se rió.
—Fumero os envía sus más sinceras felicitaciones por vuestro matrimonio —dijo, camino de la puerta.
Aquellas palabras me helaron el corazón. Miquel no quiso decir nada, pero aquella noche, mientras le abrazaba y ambos fingíamos conciliar un sueño imposible, supe que Aldaya había estado en lo cierto. Estábamos malditos.
Pasaron varios meses sin que tuviésemos noticias de Julián o de Aldaya. Miquel seguía manteniendo algunas colaboraciones fijas en los rotativos de Barcelona y Madrid. Trabajaba sin cesar sentado a la máquina de escribir, destilando lo que él llamaba papanaterías y pábulo para lectores de tranvía. Yo mantenía mi puesto en la editorial Cabestany, quizá porque aquél era el único modo en que me sentía más próxima a Julián. Me había enviado una nota breve anunciándome que estaba trabajando en una nueva novela titulada
La Sombra del Viento
, que confiaba en acabar en unos meses. La carta no hacía mención alguna a lo sucedido en París. El tono era más frío y distante que nunca. Mis intentos de odiarle fueron vanos. Empezaba a creer que Julián no era un hombre, era una enfermedad.
Miquel no se engañaba respecto a mis sentimientos. Me entregaba su afecto y su devoción sin pedir a cambio más que mi compañía y quizá mi discreción. No oía de sus labios un reproche o un pesar. Con el tiempo empecé a sentir por él una ternura infinita, más allá de la amistad que nos había unido y de la compasión que luego nos había condenado. Miquel había abierto una cuenta de ahorro a mi nombre en la que depositaba casi todos los ingresos que obtenía escribiendo para los periódicos. Jamás decía que no a una colaboración, una crítica o una gacetilla. Escribía con tres seudónimos, catorce o dieciséis horas al día. Cuando le preguntaba por qué trabajaba tanto se limitaba a sonreír, o me decía que sin hacer nada se aburriría. Nunca hubo engaños entre nosotros, ni siquiera sin palabras. Miquel sabía que iba a morir pronto, que la enfermedad le arañaba los meses con avaricia.
—Tienes que prometerme que, si me pasa algo, tomarás ese dinero y te volverás a casar, que tendrás hijos y que nos olvidarás a todos, a mí el primero.
—¿Y con quién iba a casarme yo, Miquel? No digas tonterías.
A veces le sorprendía mirándome desde un rincón con una sonrisa mansa, como si la mera contemplación de mi presencia fuera su mayor tesoro. Todas las tardes acudía a recogerme a la salida de la editorial, su único momento de descanso en todo el día. Yo le veía caminar encorvado, tosiendo y fingiendo una fortaleza que se le perdía en la sombra. Me llevaba a merendar o a contemplar los escaparates de la calle Fernando y luego volvíamos a casa, donde él seguía trabajando hasta pasada la medianoche. Bendecía en silencio cada minuto que pasábamos juntos y cada noche se dormía abrazado a mí, y yo tenía que ocultar las lágrimas que me arrancaba el coraje de haber sido incapaz de amar a aquel hombre como él a mí, incapaz de darle lo que había abandonado a los pies de Julián para nada. Muchas noches me juré que olvidaría a Julián, que dedicaría el resto de mi vida a hacer feliz a aquel pobre hombre y a devolverle apenas unas migajas de lo que él me había dado. Fui la amante de Julián durante dos semanas, pero sería la mujer de Miquel el resto de mi vida. Si algún día estas páginas llegan a tus manos y me juzgas, como yo lo he hecho al escribirlas y mirarme en este espejo de maldiciones y remordimientos, recuérdame así, Daniel.
El manuscrito de la última novela de Julián llegó a finales de 1935. No sé si por despecho o por miedo, lo entregué al impresor sin siquiera leerlo. Los últimos ahorros de Miquel habían financiado ya la edición por adelantado meses atrás. A Cabestany, ya por entonces con problemas de salud, lo demás le traía al pairo. Aquella misma semana, el doctor que visitaba a Miquel acudió a verme a la editorial, muy preocupado. Me explicó que si Miquel no rebajaba su ritmo de trabajo y observaba reposo, lo poco que él podía hacer por batallar la tisis se quedaba en nada.
—Tendría que estar en la montaña, no en Barcelona respirando nubes de lejía y carbón. Ni él es un gato con nueve vidas ni yo una niñera. Hágale usted entrar en razón. A mí no me escucha.
Aquel mediodía decidí acercarme a casa para hablar con él. Antes de abrir la puerta del piso oí voces dentro. Miquel discutía con alguien. Al principio creí que se trataba de alguien del periódico, pero me pareció oír el nombre de Julián en la conversación. Oí pasos que se acercaban a la puerta y corrí a ocultarme en el rellano del ático. Desde allí pude atisbar al visitante.
Un hombre de negro, de rasgos cincelados con indiferencia y labios finos como una cicatriz abierta. Tenía los ojos negros y sin expresión, ojos de pez. Antes de perderse escaleras abajo, se detuvo y alzó la mirada hacia la penumbra. Me apoyé contra la pared, conteniendo la respiración. El visitante permaneció allí durante unos instantes, como si pudiera olerme, relamiéndose con una sonrisa canina. Esperé a que sus pasos se apagasen completamente antes de abandonar mi escondite y entrar en el piso. Flotaba un olor a alcanfor en el aire. Miquel estaba sentado junto a la ventana, las manos caídas a ambos lados de la silla. Le temblaban los labios. Le pregunté quién era aquel hombre y qué quería.