Para entonces, la noticia ya había llegado a oídos de Fumero, que se acercó al depósito para despedirse de Julián. Se encontró allí con el sombrerero, a quien la policía había ido a buscar para proceder a la identificación del cuerpo. El señor Fortuny, que llevaba dos días sin ver a Julián, temía lo peor. Al reconocer el cuerpo que apenas una semana antes había llamado a su puerta preguntando por Julián (y a quien había tomado por un esbirro de Fumero), prorrumpió en alaridos y se marchó. La policía asumió que aquella reacción era una admisión de reconocimiento. Fumero, que había presenciado la escena, se acercó al cuerpo y lo examinó en silencio. Hacía diecisiete años que no veía a Julián Carax. Cuando reconoció a Miquel Moliner, se limitó a sonreír y firmó el informe forense confirmando que aquel cuerpo pertenecía a Julián Carax, y ordenando su traslado inmediato a una fosa común en Montjuïc.
Durante mucho tiempo me pregunté por qué Fumero habría de hacer algo así. Pero aquello no era más que la lógica de Fumero. Al morir con la identidad de Julián, Miquel le había proporcionado involuntariamente la coartada perfecta. Desde aquel instante, Julián Carax no existía. No habría vínculo legal alguno que permitiese relacionar a Fumero con el hombre al que, tarde o temprano, esperaba encontrar y asesinar. Eran días de guerra y muy pocos pedirían explicaciones por la muerte de alguien que ni siquiera tenía nombre. Julián había perdido la identidad. Era una sombra. Pasé dos días esperando a Miquel o a Julián en casa, creyendo que me volvía loca. Al tercer día, lunes, volví a trabajar a la editorial. El señor Cabestany había ingresado en el hospital hacía unas semanas, y ya no volvería a su despacho. Su hijo mayor, Álvaro, se había hecho cargo del negocio. No le dije nada a nadie. No tenía a quién.
Aquella misma mañana recibí en la editorial la llamada de un funcionario de la morgue, Manuel Gutiérrez Fonseca. El señor Gutiérrez Fonseca me explicó que el cuerpo de un tal Julián Carax había llegado al depósito y que, al cotejar el pasaporte del difunto y el nombre del autor del libro que llevaba cuando ingresó en la morgue, y sospechando si no una clara irregularidad sí un cierto relajamiento en el reglamento por parte de la policía, había sentido el deber moral de llamar a la editorial para dar parte de lo sucedido. Al escucharle, creí morir. Lo primero que pensé fue que se trataba de una trampa de Fumero. El señor Gutiérrez Fonseca se expresaba con la pulcritud del funcionario concienzudo, aunque algo más goteaba en su voz, algo que ni él mismo hubiera podido explicar. Yo había cogido la llamada en el despacho del señor Cabestany. Gracias a Dios, Álvaro había salido a almorzar y estaba sola, de lo contrario me hubiera sido difícil explicar las lágrimas y el temblor en las manos mientras sostenía el teléfono. Gutiérrez Fonseca me dijo que había creído oportuno informar de lo sucedido.
Le agradecí la llamada con esa formalidad falsa de las conversaciones en clave. Tan pronto colgué, cerré la puerta del despacho y me mordí los puños por no gritar. Me lavé la cara y me marché a casa inmediatamente, dejando recado para Álvaro de que estaba enferma y que regresaría al día siguiente antes de la hora para ponerme al día con la correspondencia. Tuve que hacer un esfuerzo por no correr en la calle, por caminar con esa parsimonia anónima y gris de quien no tiene secretos. Al introducir la llave en la puerta del piso comprendí que el cerrojo había sido forzado. Me quedé paralizada. El pomo empezaba a girar desde el interior. Me pregunté si iba a morir así, en una escalera oscura y sin saber qué había sido de Miquel. La puerta se abrió y enfrenté la mirada oscura de Julián Carax. Que Dios me perdone, pero en aquel instante sentí que me volvía la vida y di gracias al cielo por devolverme a Julián en vez de a Miquel.
Nos fundimos en un abrazo interminable, pero cuando busqué sus labios, Julián se retiró y bajó la mirada. Cerré la puerta y, tomando a Julián de la mano, le guié hasta el dormitorio. Nos tendimos en el lecho, abrazados en silencio. Atardecía y las sombras del piso ardían de púrpura. Se escucharon disparos aislados a lo lejos, como todas las noches desde que había empezado la guerra. Julián lloraba sobre mi pecho y sentí que me invadía un cansancio que escapaba a las palabras. Más tarde, caída la noche, nuestros labios se encontraron y al amparo de aquella oscuridad urgente nos desprendimos de aquellas ropas que olían a miedo y a muerte. Quise recordar a Miquel, pero el fuego de aquellas manos en mi vientre me robó la vergüenza y el dolor. Quise perderme en ellas y no regresar, aun sabiendo que al amanecer, exhaustos y quizá enfermos de desprecio, no podríamos mirarnos a los ojos sin preguntarnos en quién nos habíamos convertido.
Me despertó el repiqueteo de la lluvia al alba. La cama vacía, la habitación prendida de tiniebla gris.
Encontré a Julián sentado frente al que había sido el escritorio de Miquel, acariciando las teclas de su máquina de escribir. Alzó la mirada y me brindó aquella sonrisa tibia, lejana, que decía que nunca sería mío. Sentí deseos de escupirle la verdad, de herirle. Hubiera sido tan fácil. Revelarle que Penélope estaba muerta. Que vivía de engaños. Que yo era cuanto tenía ahora en el mundo.
—Nunca debí regresar a Barcelona —murmuró, sacudiendo la cabeza.
Me arrodillé junto a él.
—Lo que tú buscas no está aquí, Julián. Marchémonos. Los dos. Lejos de aquí. Mientras haya tiempo.
Julián me miró largamente, sin pestañear.
—Tú sabes algo que no me has dicho, ¿verdad? —preguntó.
Negué, tragando saliva. Julián se limitó a asentir.
—Esta noche voy a volver allí.
—Julián, por favor…
—Tengo que asegurarme.
—Entonces iré contigo.
—No.
—La última vez que me quedé esperando aquí, perdí a Miquel. Si tú vas, yo voy.
—Esto no va contigo, Nuria. Es algo que me concierne a mí solo.
Me pregunté si realmente no se daba cuenta del daño que me hacían sus palabras, o si apenas le importaba.
—Eso es lo que tú crees.
Quiso acariciarme la mejilla pero le aparté la mano.
—Deberías odiarme, Nuria. Te traería suerte.
—Ya lo sé.
Pasamos el día fuera, lejos de la tiniebla opresiva del piso que aún olía a sábanas tibias y piel. Julián quería ver el mar. Le acompañé hasta la Barceloneta y nos adentramos en la playa casi desierta, un espejismo de color de arena que se fundía en la calima. Nos sentamos en la arena, cerca de la orilla, como lo hacen los niños y los viejos. Julián sonreía en silencio, recordando a solas.
Al atardecer tomamos un tranvía junto al acuario y ascendimos por la Vía Layetana hasta el paseo de Gracia, luego la plaza de Lesseps y después la avenida de la República Argentina hasta el término del trayecto. Julián observaba las calles en silencio, como si temiese perder la ciudad a medida que la recorría. A medio camino me tomó la mano y la besó sin decir nada. La sostuvo hasta que nos bajamos. Un anciano que acompañaba a una niña de blanco nos miraba, sonriente, y nos preguntó si éramos novios. Era ya noche cerrada cuando enfilamos Román Macaya en dirección al caserón de los Aldaya en la avenida del Tibidabo. Caía una lluvia fina que teñía de plata los paredones de piedra. Trepamos el muro de la finca por la parte de atrás, junto a las pistas de tenis. El caserón se alzaba en la lluvia. La reconocí al instante. Había leído la fisonomía de aquella casa en mil encarnaciones y ángulos en las páginas de Julián. En
La casa roja
, el palacete se aparecía como un tenebroso caserón más grande por dentro que por fuera, que cambiaba lentamente de forma, crecía en pasillos, galerías y áticos imposibles, escaleras infinitas que no conducían a ninguna parte y alumbraba habitaciones oscuras que aparecían y desaparecían de la noche a la mañana, llevándose consigo a los incautos que se adentraban en ellas sin que nadie les volviese a ver. Nos detuvimos frente al portón, asegurado con cadenas y un candado del tamaño de un puño. Los ventanales de la primera planta estaban tapiados con tablones recubiertos de yedra. El aire olía a maleza muerta y a tierra mojada. La piedra, oscura y viscosa bajo la lluvia, relucía como el esqueleto de un gran reptil.
Quise preguntarle cómo pensaba franquear aquel portón de roble, de basílica o prisión. Julián extrajo un frasco del abrigo y desenroscó la tapa. Un vapor fétido exhaló del interior en una espiral lenta y azulada. Sostuvo el candado por el extremo y vertió el ácido en el interior del cerrojo. El metal siseó como hierro candente, envuelto en un paño de humo amarillento. Esperamos unos segundos y entonces tomó un adoquín de entre la maleza y partió el candado con media docena de golpes. Julián empujó la puerta de un puntapié. Se abrió lentamente, como un sepulcro, escupiendo un aliento espeso y húmedo. Más allá del umbral se adivinaba una oscuridad aterciopelada. Julián portaba un encendedor de bencina que prendió al adentrarse unos pasos en el recibidor. Le seguí y entorné la puerta a nuestras espaldas. Julián anduvo unos metros, sosteniendo la llama por encima de la cabeza. Una alfombra de polvo se tendía a nuestros pies, sin más huellas que las nuestras. Las paredes, desnudas, prendían al ámbar de la llama. No había muebles, ni espejos o lámparas. Las puertas permanecían en los goznes, pero los pomos de bronce habían sido arrancados. El caserón apenas mostraba el esqueleto desnudo. Nos detuvimos al pie de la escalinata. La mirada de Julián se perdió hacia lo alto. Se volvió un instante para mirarme y quise sonreírle, pero en la penumbra apenas nos adivinábamos la mirada. Le seguí escaleras arriba, recorriendo los peldaños en los que Julián había visto a Penélope por primera vez. Sabía adónde nos dirigíamos y me invadió un frío que nada tenía de la atmósfera húmeda y mordiente de aquel lugar.
Ascendimos hasta el tercer piso, donde un angosto corredor se abría paso hacia el ala sur de la casa. La techumbre allí era mucho más baja y las puertas más pequeñas. Era el piso que albergaba las estancias del servicio. La última, supe sin necesidad de que Julián dijese nada, había sido la alcoba de Jacinta Coronado. Julián se aproximó lentamente, temeroso. Aquél había sido el último lugar donde había visto a Penélope, donde había hecho el amor con una muchacha de apenas diecisiete años, que meses más tarde moriría desangrada en aquella misma celda. Quise detenerle, pero Julián ya había ganado el umbral y miraba hacia el interior, ausente. Me asomé junto a él. La habitación no era más que un cubículo despojado de toda ornamentación. Las marcas de un antiguo lecho se leían todavía bajo la marea de polvo en los maderos del suelo. Una maraña de manchas negras reptaba por el centro de la habitación. Julián observó aquel vacío por espacio de casi un minuto, desconcertado. Vi en su mirada que apenas acertaba a reconocer el lugar, que todo se le aparecía como un truco macabro y cruel. Le tomé del brazo y le guié de regreso a la escalera.
—Aquí no hay nada, Julián —murmuré—. La familia lo vendió todo antes de partir a la Argentina.
Julián asintió débilmente. Descendimos de nuevo hasta la planta baja. Una vez allí, Julián se dirigió hacia la biblioteca. Los estantes estaban vacíos, la chimenea anegada de escombros. Las paredes, pálidas de muerte, aleteaban al aliento de la llama. Los acreedores y usureros habían conseguido llevarse hasta la memoria, que debía de estar ahora perdida en el laberinto de alguna chatarrería.
—He vuelto para nada —murmuraba Julián.
Mejor así, pensé. Contaba los segundos que nos separaban de la puerta. Si conseguía alejarle de allí y dejarle con aquella puñalada de vacío, quizá aún tuviésemos una oportunidad. Dejé que Julián absorbiera la ruina de aquel lugar, que purgase su recuerdo.
—Tenías que volver y verla otra vez —dije—. Ahora ya ves que no hay nada. Es sólo un caserón viejo y deshabitado, Julián. Vayámonos a casa.
Me miró, pálido, y asintió. Le tomé de la mano y enfilamos el pasillo que conducía a la salida. La brecha de claridad del exterior apenas quedaba a media docena de metros. Pude oler la maleza y la llovizna en el aire. Entonces sentí que perdía la mano de Julián. Me detuve y me volví para encontrarle inmóvil, con la mirada clavada en la oscuridad.
—¿Qué pasa, Julián?
No contestó. Contemplaba hechizado la boca de un angosto corredor que conducía a las cocinas. Me aproximé hasta allí y escruté la tiniebla que arañaba la llama azul del mechero de gasolina. La puerta al extremo del pasillo estaba tapiada. Un muro de ladrillos rojos, toscamente dispuestos entre argamasa que sangraba por las comisuras. No comprendí bien qué significaba, pero sentí que el frío me robaba el aliento. Julián se acercaba lentamente hacia allí. Todas las demás puertas, en el corredor —en toda la casa—, estaban abiertas, desprovistas de cerraduras y pomos. Excepto aquélla. Una compuerta de ladrillos rojos oculta en el fondo de un corredor lúgubre y escondido. Julián posó las manos sobre los adoquines de arcilla escarlata.
—Julián, por favor, vayámonos ya…
El impacto de su puño sobre la pared de ladrillos arrancó un eco hueco y cavernoso al otro lado. Me pareció que le temblaban las manos cuando posaba el mechero en el suelo y me indicaba que me retirase unos pasos.
—Julián…
La primera patada arrancó una lluvia de polvo rojizo. Julián embistió de nuevo. Creí que había oído sus huesos crujir. Julián no se inmutó. Golpeaba el muro una y otra vez, con la rabia de un preso abriéndose camino hacia la libertad. Le sangraban los puños y los brazos cuando el primer ladrillo se quebró y cayó al otro lado. Con dedos ensangrentados, Julián empezó entonces a forcejear por agrandar aquel marco en la oscuridad. Jadeaba, exhausto y poseído de una furia de la que nunca le habría creído posible. Uno a uno, los ladrillos fueron cediendo y el muro se abatió. Julián se detuvo, cubierto de sudor frío, las manos despellejadas. Tomó el mechero y lo posó sobre el borde de uno de los ladrillos. Una puerta de madera labrada con motivos de ángeles se alzaba al otro lado. Julián acarició los relieves de la madera, como si leyese un jeroglífico. La puerta se abrió bajo la presión de sus manos.
Una tiniebla azul, espesa y gelatinosa, emanaba del otro lado. Más allá se intuía una escalinata. Peldaños de piedra negra descendían hasta donde se perdía la sombra. Julián se volvió un instante y le encontré la mirada. Vi en ella miedo y desesperanza, como si intuyese la negrura. Negué en silencio, implorándole que no descendiese. Se volvió, abatido, y se zambulló en la oscuridad. Me asomé al marco de adoquines y le vi descender por la escalera, casi tambaleándose. La llama temblaba, apenas ya un soplo de azul transparente.