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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (55 page)

BOOK: La sombra del viento
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Fue durante una de aquellas ausencias cuando me encontré al sombrerero Fortuny en el claustro de la catedral, vagando como un iluminado. Todavía me recordaba de la vez que había acudido con Miquel a preguntar por su hijo Julián, dos años atrás. Me condujo a un rincón y me dijo confidencialmente que sabía que Julián estaba vivo, en alguna parte, pero que sospechaba que su hijo no podía ponerse en contacto con nosotros por algún motivo que no acertaba a discernir. «Algo que ver con ese desalmado de Fumero». Le dije que yo creía lo mismo. Los años de la guerra estaban resultando muy prósperos para Fumero. Sus alianzas cambiaban de mes a mes, de los anarquistas a los comunistas, y de allí a lo que viniese. Unos y otros lo acusaban de espía, de esbirro, de héroe, de asesino, de conspirador, de intrigante, de salvador o de demiurgo. Poco importaba. Todos le temían. Todos le querían de su lado. Quizá demasiado ocupado con las intrigas de la Barcelona de la guerra, Fumero parecía haber olvidado a Julián. Probablemente, como el sombrerero, le imaginaba ya fugado y lejos de su alcance.

El señor Fortuny me preguntó si era una vieja amiga de su hijo y le dije que sí. Me pidió que le hablase de Julián, del hombre en que se había convertido, porque él, me confesó entristecido, no le conocía. «La vida nos separó, ¿sabe usted?». Me contó que había recorrido todas las librerías de Barcelona en busca de las novelas de Julián, pero no había modo de encontrarlas. Alguien le había contado que un loco recorría el mapa en su busca para quemarlas. Fortuny estaba convencido de que el culpable no era sino Fumero. No le contradije. Mentí como pude, por piedad o por despecho, no lo sé. Le dije que creía que Julián había regresado a París, que estaba bien y que me constaba que apreciaba mucho al sombrerero Fortuny y que tan pronto las circunstancias lo hiciesen posible, se reuniría de nuevo con él. «Es esta guerra —se lamentaba él—, que lo pudre todo». Antes de despedirnos insistió en darme su dirección y la de su ex esposa, Sophie, con quien había vuelto a reanudar el contacto tras largos años de «malentendidos». Sophie vivía ahora en Bogotá con un prestigioso doctor, me dijo. Regentaba su propia escuela de música y siempre escribía preguntando por Julián.

—Ya es lo único que, nos une, ¿sabe usted? El recuerdo. Uno comete muchos errores en la vida, señorita, y sólo se da cuenta cuando es viejo. Dígame, ¿usted tiene fe?

Me despedí prometiéndole informarle a él y a Sophie si tenía noticias de Julián.

—A su madre nada la haría más feliz que volver a saber de él. Ustedes, las mujeres, escuchan más al corazón y menos a la tontería —concluyó el sombrerero con tristeza—. Por eso viven más.

Pese a haber oído tantas historias virulentas acerca de él, no pude evitar sentir lástima por aquel pobre anciano que apenas tenía más que hacer en el mundo que esperar el regreso de su hijo y parecía vivir de las esperanzas de recuperar el tiempo perdido gracias a un milagro de los santos a los que visitaba con tanta devoción en las capillas de la catedral. Le había imaginado como un ogro, un ser vil y rencoroso, pero me pareció un hombre bondadoso, cegado quizá, perdido como todos. Quizá porque me recordaba a mi propio padre, que se escondía de todos y de sí mismo en aquel refugio de libros y sombras, quizá porque, sin él sospecharlo, también nos unía el anhelo por recuperar a Julián, le tomé cariño y me convertí en su única amiga. Sin que Julián lo supiese, le visitaba a menudo en el piso de la ronda de San Antonio. El sombrerero ya no trabajaba.

—No tengo ni las manos ni la vista ni los clientes… —decía.

Me esperaba casi todos los jueves y me ofrecía café, galletas y dulces que él apenas probaba. Pasaba las horas hablándome de la infancia de Julián, de cómo trabajaban juntos en la sombrerería, mostrándome fotografías. Me conducía a la habitación de Julián, que mantenía inmaculada como un museo, y me mostraba viejos cuadernos, objetos insignificantes que él adoraba como reliquias de una vida que nunca había existido, sin darse cuenta de que ya me los había enseñado antes, que todas aquellas historias ya me las había relatado otro día. Uno de aquellos jueves me crucé en la escalera con un médico que acababa de visitar al señor Fortuny. Le pregunté cómo estaba el sombrerero y él me miró de reojo.

—¿Es usted familiar suyo?

Le dije que era lo más cercano a eso que el pobre hombre tenía. El médico me dijo entonces que Fortuny estaba muy enfermo, que era cuestión de meses.

—¿Qué tiene?

—Le podría decir a usted que es el corazón, pero lo que lo mata es la soledad. Los recuerdos son peores que las balas.

Al verme, el sombrerero se alegró y me confesó que aquel médico no le merecía confianza. Los médicos son como brujos de pacotilla, decía. El sombrerero había sido toda su vida hombre de profundas convicciones religiosas y la vejez sólo las había acentuado. Me explicó que veía la mano del demonio por todas partes. El demonio, me confesó, ofusca la razón y pierde a los hombres.

—Mire usted la guerra, y míreme usted a mí. Porque ahora me ve viejo y blando, pero yo de joven he sido muy canalla y muy cobarde.

Era el demonio quien se había llevado a Julián de su lado, añadió.

—Dios nos da la vida, pero el casero del mundo es el demonio…

Pasábamos la tarde entre teología y melindros rancios.

Alguna vez le dije a Julián que si quería volver a ver a su padre vivo, más le valía darse prisa. Resultó que Julián había estado también visitando a su padre sin que él lo supiera. De lejos, al crepúsculo, sentado al otro extremo de una plaza, viéndole envejecer. Julián replicó que prefería que el anciano se llevase la memoria del hijo que había fabricado en su mente durante aquellos años y no la realidad en la que se había convertido.

—Ésa la guardas para mí —le dije, arrepintiéndome al instante.

No dijo nada, pero por un instante pareció que le volvía la lucidez y se daba cuenta del infierno en el que nos habíamos enjaulado. Los pronósticos del médico no tardaron en hacerse realidad. El señor Fortuny no llegó a ver el fin de la guerra. Le encontraron sentado en su butaca, mirando las fotografías viejas de Sophie y de Julián. Acribillado a recuerdos.

Los últimos días de la guerra fueron el preludio del infierno. La ciudad había vivido el combate a distancia, como una herida que late adormecida. Habían transcurrido meses de escarceos y luchas, bombardeos y hambre. El espectro de asesinatos, luchas y conspiraciones llevaba años corroyendo el alma de la ciudad, pero aun así, muchos querían creer que la guerra seguía lejos, que era un temporal que pasaría de largo. Si cabe, la espera hizo lo inevitable peor. Cuando el dolor despertó, no hubo misericordia. Nada alimenta el olvido como una guerra, Daniel. Todos callamos y se esfuerzan en convencernos de lo que hemos visto, lo que hemos hecho, lo que hemos aprendido de nosotros mismos y de los demás, es una ilusión, una pesadilla pasajera. Las guerras no tienen memoria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que ya no quedan voces para contar lo que pasó, hasta que llega el momento en que no se las reconoce y regresan, con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron atrás.

Por entonces Julián ya casi no tenía libros que quemar. Ése era un pasatiempo que ya había pasado a manos mayores. La muerte de su padre, de la que nunca hablaría, le había convertido en un inválido en el que ya no ardía ni la rabia y el odio que le habían consumido al principio. Vivíamos de rumores, recluidos. Supimos que Fumero había traicionado a todos aquellos que le habían encumbrado durante la guerra y que ahora estaba al servicio de los vencedores. Se decía que él estaba ajusticiando personalmente —volándoles la cabeza de un tiro en la boca— a sus principales aliados y protectores en los calabozos del castillo de Montjuïc. La maquinaria del olvido empezó a martillear el mismo día en que se acallaron las armas. En aquellos días aprendí que nada da más miedo que un héroe que vive para contarlo, para contar lo que todos los que cayeron a su lado no podrán contar jamás. Las semanas que siguieron a la caída de Barcelona fueron indescriptibles. Se derramó tanta o más sangre durante aquellos días que durante los combates, sólo que en secreto y a hurtadillas. Cuando finalmente llegó la paz, olía a esa paz que embruja las prisiones y los cementerios, una mortaja de silencio y vergüenza que se pudre sobre el alma y nunca se va. No había manos inocentes ni miradas blancas. Los que estuvimos allí, todos sin excepción, nos llevaremos el secreto hasta la muerte.

La calma se restablecía entre recelos y odios, pero Julián y yo vivíamos en la miseria. Habíamos gastado todos los ahorros y los botines de las andanzas nocturnas de Laín Coubert, y no quedaba en la casa nada para vender. Yo buscaba desesperadamente trabajo como traductora, mecanógrafa o como fregona, pero al parecer mi pasada afiliación con Cabestany me había marcado como indeseable y foco de sospechas indecibles. Un funcionario de traje reluciente, brillantina y bigote a lápiz, uno de los centenares que parecían estar saliendo de debajo de las piedras durante aquellos meses, me insinuó que una muchacha atractiva como yo no tenía por qué recurrir a empleos tan mundanos. Los vecinos, que aceptaban de buena fe mi historia de que vivía cuidando a mi pobre esposo Miquel que había quedado inválido y desfigurado en la guerra, nos ofrecían limosnas de leche, queso o pan, incluso a veces pesca salada o embutidos que enviaban los familiares del pueblo. Tras meses de penuria, convencida de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiese encontrar un empleo, decidí urdir una estratagema que tomé prestada de una de las novelas de Julián.

Escribí a la madre de Julián a Bogotá en nombre de un supuesto abogado de nuevo cuño con el que el difunto señor Fortuny había consultado en sus últimos días para poner sus asuntos en orden. Le informaba de que, habiendo fallecido el sombrerero sin testar, su patrimonio, en el que se incluía el piso de la ronda de San Antonio y la tienda sita en el mismo inmueble, era ahora propiedad teórica de su hijo Julián, que se suponía viviendo en el exilio en Francia. Puesto que los derechos de sucesión no habían sido satisfechos, y encontrándose ella en el extranjero, el abogado, a quien bauticé como José María Requejo en recuerdo al primer muchacho que me había besado en la boca, le pedía autorización para iniciar los trámites pertinentes y solucionar el traspaso de propiedades a nombre de su hijo Julián, con quien pensaba contactar vía la embajada española en París asumiendo la titularidad de las mismas con carácter temporal y transitorio, así como cierta compensación económica. Igualmente le solicitaba que se pusiera en contacto con el administrador de la finca para que remitiese la documentación y los pagos sufragando los gastos de la propiedad al despacho del abogado Requejo, a cuyo nombre abrí un apartado de correos y asigné una dirección ficticia, un viejo garaje desocupado a dos calles del caserón en ruinas de los Aldaya. Mi esperanza era que, cegada por la posibilidad de ayudar a Julián y de volver a establecer el contacto con él, Sophie no se detendría a cuestionar todo aquel galimatías legal y consentiría en ayudarnos dada su próspera situación en la lejana Venezuela.

Un par de meses más tarde, el administrador de la finca empezó a recibir un giro mensual cubriendo los gastos del piso de la Ronda de San Antonio y los emolumentos destinados al bufete de abogados de José María Requejo, que procedía a enviar en forma de cheque al portador al apartado 2321 de Barcelona, tal y como le indicaba Sophie Carax en su correspondencia. El administrador, advertí, se quedaba un porcentaje no autorizado todos los meses, pero preferí no decir nada. Así quedaba él contento y no hacía preguntas ante tan fácil negocio. Con el resto, Julián y yo teníamos para sobrevivir. Así pasaron años terribles, sin esperanza. Lentamente había conseguido algunos trabajos como traductora. Ya nadie recordaba a Cabestany y se practicaba una política de perdón, de olvidar aprisa y corriendo viejas rivalidades y rencores. Yo vivía con la perpetua amenaza de que Fumero decidiese volver a hurgar en el pasado y reiniciar la persecución de Julián. A veces me convencía de que no, de que le habría dado por muerto ya, o le habría olvidado. Fumero ya no era el matón de años atrás. Ahora era un personaje público, un hombre de carrera en el Régimen, que no podía permitirse el lujo del fantasma de Julián Carax. Otras veces me despertaba a media noche, con el corazón palpitando y empapada de sudor, creyendo que la policía estaba golpeando en la puerta. Temía que alguno de los vecinos sospechase de aquel marido enfermo, que nunca salía de casa, que a veces lloraba o golpeaba las paredes como un loco, y que nos denunciase a la policía. Temía que Julián se escapase de nuevo, que decidiera salir a la caza de sus libros para quemarlos, para quemar lo poco que quedaba de sí mismo y borrar definitivamente cualquier señal de que jamás hubiera existido. De tanto temer, me olvidé de que me hacía mayor, de que la vida me pasaba de largo, que había sacrificado mi juventud amando a un hombre destruido, sin alma, apenas un espectro.

Pero los años pasaron en paz. El tiempo pasa más aprisa cuanto más vacío está. Las vidas sin significado pasan de largo como trenes que no paran en tu estación. Mientras tanto, las cicatrices de la guerra se cerraban a la fuerza. Encontré trabajo en un par de editoriales. Pasaba la mayor parte del día fuera de casa. Tuve amantes sin nombre, rostros desesperados que me encontraba en un cine o en el metro, con los que intercambiaba mi soledad. Luego, absurdamente, la culpa se me comía y al ver a Julián me entraban ganas de llorar y me juraba que nunca más volvería a traicionarle, como si le debiera algo. En los autobuses o en la calle me sorprendía mirando a otras mujeres más jóvenes que yo con niños de la mano. Parecían felices, o en paz, como si aquellos pequeños seres, en su insuficiencia, llenasen todos los vacíos sin respuesta. Entonces me acordaba de días en los que, fantaseando, había llegado a imaginarme como una de aquellas mujeres, con un hijo en los brazos, un hijo de Julián. Luego me acordaba de la guerra y de que quienes la hacían también habían sido niños.

Cuando empezaba a creer que el mundo nos había olvidado, un individuo se presentó un día en casa. Era un tipo joven, casi imberbe, un aprendiz que se sonrojaba cuando me miraba a los ojos. Venía a preguntar por el señor Miquel Moliner, supuestamente siguiendo una rutinaria actualización de un archivo del colegio de periodistas. Me dijo que quizá el señor Moliner podía ser beneficiario de una pensión mensual, pero que para tramitarla era necesario actualizar una serie de datos. Le dije que el señor Moliner no vivía allí desde principios de la guerra, que había partido hacia el extranjero. Me dijo que lo sentía mucho y partió con su sonrisa aceitosa y su acné de aprendiz de chivato. Supe que tenía que hacer desaparecer a Julián de casa aquella misma noche, sin falta. Por entonces Julián se había reducido a casi nada. Era dócil como un niño y toda su vida parecía depender de los ratos que pasábamos juntos algunas noches escuchando música en la radio, mientras yo le dejaba cogerme la mano y él me la acariciaba en silencio.

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