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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (44 page)

—¿Quién va? —preguntó mi padre.

—Don Anacleto, señor Sempere.

Mi padre suspiró. Abrimos la puerta para encontrar al catedrático, más pálido que nunca.

—Don Anacleto, ¿qué pasa? ¿Está usted bien? —preguntó mi padre, haciéndole pasar.

El catedrático portaba un periódico plegado en las manos. Se limitó a tendérnoslo, con una mirada de horror. El papel aún estaba tibio y la tinta fresca.

—Es la edición de mañana —musitó don Anacleto—. Página seis.

Lo primero que advertí fueron las dos fotografías que sostenían el titular. La primera mostraba a un Fermín más relleno de carnes y pelo, quizá quince o veinte años más joven. La segunda revelaba el rostro de una mujer con los ojos sellados y la piel de mármol. Tardé unos segundos en reconocerla, porque me había acostumbrado a verla entre penumbras.

UN INDIGENTE ASESINA A UNA MUJER
A PLENA LUZ DEL DÍA

Barcelona/agencias (Redacción)

La policía busca al indigente que asesinó esta tarde a puñaladas a Nuria Monfort Masdedeu, de treinta y siete años de edad y vecina de Barcelona.

El crimen tuvo lugar a media tarde en la barriada de San Gervasio, donde la víctima fue asaltada sin razón aparente por el indigente, que al parecer, y según informes de la Jefatura Superior de Policía, la había estado siguiendo por motivos que aún no han sido esclarecidos.

Al parecer, el asesino, Antonio José Gutiérrez Alcayete, de cincuenta y un años de edad y natural de Villa Inmunda, provincia de Cáceres, es un conocido maleante con un largo historial de trastornos mentales fugado de la cárcel Modelo hace seis años y que ha conseguido eludir a las autoridades desde entonces asumiendo diferentes identidades. En el momento del crimen vestía una sotana. Está armado y la policía lo califica como altamente peligroso. Se desconoce todavía si la víctima y su asesino se conocían o cuál puede haber sido el móvil del crimen, aunque fuentes de la Jefatura Superior de Policía indican que todo parece apuntar hacia tal hipótesis. La víctima recibió seis heridas de arma blanca en el vientre, cuello y pecho. El asalto, que tuvo lugar en las inmediaciones de un colegio, fue presenciado por varios alumnos que alertaron al profesorado de la institución, quien a su vez llamó a la policía y a una ambulancia. Según el informe policial, las heridas recibidas por la víctima resultaron mortales. La víctima ingresó cadáver en el Hospital Clínico de Barcelona a las 18.15.

41

No tuvimos noticias de Fermín en todo el día. Mi padre insistió en abrir la librería como cualquier otro día y ofrecer una fachada de normalidad e inocencia. La policía había apostado un agente frente a la escalera y un segundo vigilaba la plaza de Santa Ana, cobijado en el portal de la iglesia como santo de última hora. Los veíamos tiritar de frío bajo la intensa lluvia que había llegado con el alba, el aliento de vapor cada vez más diáfano, las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina. Más de un vecino pasaba de largo, mirando de soslayo a través del escaparate, pero ni un solo comprador se aventuró a entrar.

—Ya debe de haber corrido la voz —dije.

Mi padre se limitó a asentir. Había pasado la mañana sin dirigirme la palabra y expresándose con gestos. La página con la noticia del asesinato de Nuria Monfort yacía sobre el mostrador. Cada veinte minutos se acercaba y la releía con expresión impenetrable. Llevaba acumulando ira en su interior todo el día, hermético.

—Por mucho que leas la noticia una y otra vez no va a ser verdad —dije.

Mi padre alzó la vista y me miró con severidad.

—¿Conocías tú a esta persona? ¿Nuria Monfort?

—Había hablado con ella un par de veces —dije.

El rostro de Nuria Monfort me robó el pensamiento. Mi falta de sinceridad tenía sabor a náusea. Me perseguía todavía su olor y el roce de sus labios, la imagen de aquel escritorio pulcramente ordenado y su mirada triste y sabia. «Un par de veces».

—¿Por qué tuviste que hablar con ella? ¿Qué tenía que ver contigo?

—Era una vieja amiga de Julián Carax. La fui a visitar para preguntarle qué recordaba de Carax. Eso es todo. Era la hija de Isaac, el guardián. Él me dio sus señas.

—¿La conocía Fermín?

—No.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—¿Cómo puedes tú dudar de él y dar crédito a esas patrañas? Lo único que Fermín sabía de esa mujer es lo que yo le conté.

—¿Y por eso la estaba siguiendo?

—Sí.

—Porque tú se lo habías pedido.

Guardé silencio. Mi padre suspiró.

—No lo entiendes, papá.

—Desde luego que no. No te entiendo a ti, ni a Fermín, ni…

—Papá, por lo que sabemos de Fermín, lo que pone ahí es imposible.

—¿Y qué sabemos de Fermín, eh? Para empezar resulta que no sabíamos ni su verdadero nombre.

—Te equivocas con él.

—No, Daniel. Eres tú el que se equivoca, y en muchas cosas. ¿Quién te manda a ti hurgar en la vida de la gente?

—Soy libre de hablar con quien quiera.

—Supongo que también te sientes libre de las consecuencias.

—¿Insinúas que soy responsable de la muerte de esa mujer?

—Esa mujer, como tú la llamas, tenía nombre y apellidos, y la conocías.

—No hace falta que me lo recuerdes —repliqué con lágrimas en los ojos.

Mi padre me contempló con tristeza, negando.

—Dios santo, no quiero ni pensar cómo estará el pobre Isaac —murmuró mi padre para sí mismo.

—Yo no tengo la culpa de que esté muerta —dije con un hilo de voz, pensando que tal vez si lo repetía suficientes veces empezaría a creérmelo.

Mi padre se retiró a la trastienda, negando por lo bajo.

—Tú sabrás de lo que eres responsable o no, Daniel. A veces, ya no sé quién eres.

Cogí mi gabardina y escapé hacia la calle y la lluvia, donde nadie me conocía ni me podía leer el alma.

Me entregué a la lluvia helada sin rumbo fijo. Caminaba con la mirada caída, arrastrando la imagen de Nuria Monfort, sin vida, tendida en una fría losa de mármol, el cuerpo sembrado de puñaladas. A cada paso, la ciudad se desvanecía a mi alrededor. Al enfilar un cruce en la calle Fontanella no me detuve ni a mirar el semáforo. Cuando sentí el golpe de viento en la cara me volví hacia una pared de metal y luz que se abalanzaba sobre mí a toda velocidad. En el último instante, un transeúnte a mi espalda tiró de mí hacia atrás y me apartó de la trayectoria del autobús. Contemplé el fuselaje centelleando a apenas unos centímetros de mi rostro, una muerte segura desfilando a una décima de segundo. Cuando tuve conciencia de lo que había sucedido, el transeúnte que me había salvado la vida se alejaba por el paso de peatones, apenas una silueta en una gabardina gris. Me quedé allí clavado, sin aliento. En el espejismo de la lluvia pude advertir que mi salvador se había detenido al otro lado de la calle y me observaba bajo la lluvia. Era el tercer policía, Palacios. Una muralla de tráfico se deslizó entre nosotros, y cuando volví a mirar, el agente Palacios ya no estaba allí.

Me encaminé hacia casa de Bea, incapaz de esperar más. Necesitaba recordar lo poco de bueno que había en mí, lo que ella me había dado. Me lancé escaleras arriba a toda prisa y me detuve frente a la puerta de los Aguilar, casi sin aliento. Tomé el llamador y golpeé tres veces con fuerza. Mientras esperaba, me armé de valor y adquirí conciencia de mi aspecto: empapado hasta los huesos. Me retiré el pelo de la frente y me dije que ya estaba hecho. Si aparecía el señor Aguilar dispuesto a partirme las piernas y la cara, cuanto antes mejor. Llamé de nuevo y al poco escuché unos pasos acercándose a la puerta. La mirilla se entreabrió. Una mirada oscura y recelosa me observaba.

—¿Quién va?

Reconocí la voz de Cecilia, una de las doncellas al servicio de la familia Aguilar.

—Soy Daniel Sempere, Cecilia.

La mirilla se cerró y en unos segundos se inició el concierto de cerrojos y pasadores que blindaban la entrada al piso. El portón se abrió lentamente y me recibió Cecilia, encofrada y con uniforme, portando un cirio en un portavelas. Por su expresión de alarma intuí que debía de ofrecerle un aspecto cadavérico.

—Buenas tardes, Cecilia. ¿Está Bea?

Me miró sin comprender. En el protocolo conocido de la casa, mi presencia, que en los últimos tiempos era un accidente inusual, se asociaba únicamente a Tomás, mi antiguo compañero de escuela.

—La señorita Beatriz no está…

—¿Ha salido?

Cecilia, que apenas era un susto perpetuamente cosido a un delantal, asintió.

—¿Sabes cuándo volverá?

La doncella se encogió de hombros.

—Marchó con los señores al médico hará unas dos horas.

—¿Al médico? ¿Está enferma?

—No lo sé, señorito.

—¿A qué doctor han ido?

—Yo eso no lo sé, señorito.

Decidí no martirizar más a la pobre doncella. La ausencia de los padres de Bea me abría otros caminos a explorar.

—¿Y Tomás, está en casa?

—Sí, señorito. Pase, que le aviso.

Me adentré en el recibidor y esperé. En otros tiempos hubiera ido directamente a la habitación de mi amigo, pero hacía ya tanto que no acudía a aquella casa que me sentía de nuevo un extraño. Cecilia desapareció corredor abajo envuelta en el aura de luz, abandonándome a la oscuridad. Me pareció oír la voz de Tomás a lo lejos y luego unos pasos que se acercaban. Improvisé una excusa con la que justificar ante mi amigo mi repentina visita. La figura que apareció en el umbral del recibidor era de nuevo la de la doncella. Cecilia me dirigió una mirada compungida y se me deshizo la sonrisa de trapo.

—El señorito Tomás me dice que está muy ocupado y no puede verle ahora.

—¿Le has dicho quién soy? Daniel Sempere.

—Sí, señorito. Me ha dicho que le diga a usted que se marche.

Me nació un frío en el estómago que me segó el aliento.

—Lo siento, señorito —dijo Cecilia.

Asentí, sin saber qué decir. La doncella abrió la puerta de la que, no hacía tanto, había considerado mi segunda casa.

—¿Quiere el señorito un paraguas?

—No, gracias, Cecilia.

—Lo siento, señorito Daniel —reiteró la doncella.

Le sonreí sin fuerza.

—No te preocupes, Cecilia.

La puerta se cerró, sellándome en la sombra. Permanecí allí unos instantes y luego me arrastré escaleras abajo. La lluvia seguía arreciando, implacable. Me alejé calle abajo. Al doblar la esquina me detuve y me volví un instante. Alcé la mirada hacia el piso de los Aguilar. La silueta de mi viejo amigo Tomás se recortaba en la ventana de su habitación. Me contemplaba inmóvil. Le saludé con la mano. No me devolvió el gesto. A los pocos segundos se retiró hacia el interior. Esperé casi cinco minutos con la esperanza de verle reaparecer, pero fue en vano. La lluvia me arrancó las lágrimas y partí en su compañía.

42

De regreso a la librería crucé frente al cine Capitol, donde dos pintores encaramados en un andamio contemplaban desolados cómo el cartel que no había terminado de secar se les deshacía bajo el aguacero. La efigie estoica del centinela de turno apostado frente a la librería se discernía a lo lejos. Al aproximarme a la relojería de don Federico Flaviá advertí que el relojero había salido al umbral a contemplar el chaparrón. Todavía se leían en su rostro las cicatrices de su estancia en jefatura. Vestía un impecable traje de lana gris y sostenía un cigarrillo que no se había molestado en encender. Le saludé con la mano y me sonrió.

—¿Qué tienes tú en contra del paraguas, Daniel?

—¿Qué hay más bonito que la lluvia, don Federico?

—La neumonía. Anda, pasa, que ya tengo arreglado lo tuyo.

Le miré sin comprender. Don Federico me observaba fijamente, la sonrisa intacta. Me limité a asentir y le seguí hasta el interior de su bazar de maravillas. Tan pronto estuvimos dentro me tendió una pequeña bolsa de papel de estraza.

—Sal ya, que ese fantoche que vigila la librería no nos quitaba el ojo de encima.

Atisbé en el interior de la bolsa. Contenía un librillo encuadernado en piel. Un misal. El misal que Fermín llevaba en las manos la última vez que le había visto. Don Federico, empujándome de vuelta a la calle, me selló los labios con un grave asentimiento. Una vez en la calle recobró el semblante risueño y alzó la voz.

—Y acuérdate de no forzar la manija al darle cuerda o volverá a saltar, ¿de acuerdo?

—Descuide, don Federico, y gracias.

Me alejé con un nudo en el estómago que se estrechaba a cada paso que me aproximaba al agente de paisano que vigilaba la librería. Al cruzar frente a él le saludé con la misma mano que sostenía la bolsa que me había dado don Federico. El agente la miraba con vago interés. Me colé en la librería. Mi padre seguía en pie tras el mostrador, como si no se hubiese movido desde mi partida. Me miró apesadumbrado.

—Oye, Daniel, sobre lo de antes…

—No te preocupes. Tenías razón.

—Estás tiritando…

Asentí vagamente y le vi partir en busca del termo. Aproveché la circunstancia para meterme en el pequeño lavabo de la trastienda para examinar el misal. La nota de Fermín se deslizó en el aire, revoloteando como una mariposa. La cacé al vuelo. El mensaje estaba escrito en una hoja casi transparente de papel de fumar en caligrafía diminuta que tuve que sostener al trasluz para poder descifrar.

Amigo Daniel:

No crea usted una palabra de lo que dicen los diarios sobre el asesinato de Nuria Monfort. Como siempre, es puro embuste. Yo estoy sano, salvo y oculto en lugar seguro. No intente encontrarme o enviarme mensajes. Destruya esta nota en cuanto la haya leído. No hace falta que se la trague, basta con que la queme o la haga añicos. Yo me pondré en contacto con usted merced a mi ingenio y a los buenos oficios de terceros en concordia. Le ruego que transmita la esencia de este mensaje, en clave y con toda discreción, a mi amada. Usted no haga nada. Su amigo, el tercer hombre,

FRdT

Empezaba a releer la nota cuando alguien golpeó la puerta del retrete con los nudillos.

—¿Se puede? —preguntó una voz desconocida.

El corazón me dio un vuelco. Sin saber qué otra cosa hacer, hice un ovillo con la hoja de papel de fumar y me la tragué. Tiré de la cadena y aproveché el estruendo de tuberías y cisternas para engullir la pelotilla de papel. Sabía a cera y a caramelo Sugus. Al abrir la puerta me encontré con la sonrisa reptil del agente de policía que segundos antes había estado apostado frente a la librería.

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