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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (27 page)

Aquel atisbo efímero de Penélope Aldaya en lo alto de la escalera le acompañó durante sus primeras semanas en el colegio de San Gabriel. Su nuevo mundo tenía muchos dobleces, y no todos eran de su agrado. Los alumnos del San Gabriel se comportaban como príncipes altivos y arrogantes y sus maestros semejaban sirvientes dóciles e ilustrados. El primer amigo que Julián hizo allí, amén de Jorge Aldaya, fue un muchacho llamado Fernando Ramos, hijo de uno de los cocineros del colegio, que nunca se hubiera imaginado que acabaría vistiendo una sotana y dando clases en las mismas aulas en las que había crecido. Fernando, a quien los demás apodaban «el Cocinillas» y al que trataban de criado, poseía una inteligencia despierta pero apenas tenía amigos entre los alumnos. Su único compañero era un muchacho extravagante llamado Miquel Moliner, que habría de convertirse con el tiempo en el mejor amigo que Julián hizo jamás en aquella escuela. Miquel Moliner, a quien le sobraba cerebro y le faltaba paciencia, se complacía en hacer rabiar a sus maestros poniendo en duda todas sus afirmaciones mediante la aplicación de juegos dialécticos que delataban tanto ingenio como saña viperina. Los demás temían su lengua afilada y le tenían por miembro de otra especie, lo cual, de algún modo, no andaba muy desencaminado. Pese a sus trazas bohemias y al poco tono aristocrático que afectaba, Miquel era hijo de un industrial enriquecido hasta el absurdo gracias a la fabricación de armas.

—Carax, ¿verdad? Me dicen que tu padre hace sombreros —le dijo cuando Fernando Ramos les presentó.

—Julián para los amigos. Me dicen que el tuyo hace cañones.

—Sólo los vende. Él, saber hacer, no sabe hacer más que dinero. Mis amigos, entre los que sólo cuento a Nietzsche y aquí al compañero Fernando, me llaman Miquel.

Miquel Moliner era un muchacho triste. Padecía de una malsana obsesión con la muerte y todos los temas de ámbito fúnebre, materia a cuya consideración dedicaba buena parte de su tiempo y talento. Su madre había muerto tres años antes en un extraño accidente doméstico que algún médico insensato se atrevió a calificar de suicidio. Miquel había sido quien había encontrado el cadáver reluciente bajo las aguas del pozo del palacete de verano que la familia tenía en Argentona. Cuando la izaron con cuerdas, los bolsillos del abrigo que llevaba la muerta resultaron estar llenos de piedras. Había también una carta escrita en alemán, la lengua materna de su madre, pero el señor Moliner, que nunca se había molestado en aprender el idioma, la quemó aquella misma tarde sin permitir que nadie la leyese. Miquel Moliner veía la muerte en todas partes, en la hojarasca, en los pájaros caídos de los nidos, en los viejos y en la lluvia, que se lo llevaba todo. Tenía un talento excepcional para el dibujo, y a menudo se perdía durante horas en láminas al carbón donde siempre aparecía una dama entre brumas y playas desiertas que Julián imaginó era su madre.

—¿Qué quieres ser de mayor, Miquel?

—Yo nunca seré mayor —decía enigmáticamente.

Su principal afición, amén del dibujo y de contradecir a todo bicho viviente, eran las obras de un enigmático médico austríaco que con los años habría de ser célebre: Sigmund Freud. Miquel Moliner, que gracias a su difunta madre leía y escribía alemán a la perfección, poseía varios volúmenes con escritos del doctor vienés. Su terreno favorito era el de la interpretación de los sueños. Acostumbraba a preguntar a la gente qué había soñado, para proceder luego a un diagnóstico del paciente. Siempre decía que iba a morir joven, y que no le importaba. De tanto pensar en la muerte, creía Julián, había terminado por encontrarle más sentido que a la vida.

—El día que me muera, todo lo mío será tuyo, Julián —solía decir—. Menos los sueños.

Además de Fernando Ramos, Moliner y Jorge Aldaya, Julián pronto trabó conocimiento con un muchacho tímido y un tanto arisco llamado Javier, hijo único de los conserjes de San Gabriel que vivían en una modesta caseta apostada a la entrada de los jardines del colegio. Javier, a quien, al igual que Fernando, el resto de los muchachos consideraban poco menos que un lacayo indeseable, merodeaba solo por los jardines y patios del recinto, sin entablar contacto con nadie. De tanto vagar por el colegio, había llegado a aprenderse todos los recovecos del edificio, los túneles de los sótanos, los pasajes que ascendían a las torres y toda suerte de escondrijos laberínticos que nadie recordaba ya. Era su mundo secreto, y su refugio. Siempre llevaba un cortaplumas que había sustraído de los cajones de su padre y gustaba de tallar con él figuras de madera que guardaba en el palomar del colegio. Su padre, Ramón, el conserje, era veterano de la guerra de Cuba, donde había perdido una mano y (se rumoreaba con cierta malicia) el testículo derecho de un perdigonazo disparado por el mismísimo Theodore Roosevelt en la carga de Cochinos. Convencido de que la ociosidad era la madre de todo mal, Ramón «el Unicojonio» (como le apodaban los alumnos) tenía encargado a su hijo de recoger las hojas secas del pinar y del patio de las fuentes en un saco. Ramón era un buen hombre, algo tosco y fatalmente condenado a escoger malas compañías. La peor de ellas era su esposa. «El Unicojonio» se había casado con una mujerona de escasas luces y delirios de princesa con trazas de fregona que gustaba de insinuarse ligera de ropas a la vista de su hijo y de los alumnos del colegio, lo cual era motivo de jolgorio y esperpento semanal. Su nombre de bautismo era María Craponcia, pero ella se hacía llamar Yvonne, porque le parecía de más tono. Yvonne tenía por costumbre interrogar a su hijo respecto a las posibilidades de avance social que le iban a granjear las amistades que, ella creía, su hijo estaba entablando con la crema de la sociedad barcelonesa. Le cuestionaba sobre la fortuna de éste y aquél, imaginándose engalanada en sedas de mona y siendo recibida para tomar el té con pastas de hojaldre en los grandes salones de la buena sociedad.

Javier procuraba pasar el mínimo tiempo posible en la casa y agradecía las tareas que le imponía su padre, por duras que fuesen. Cualquier excusa era buena para estar solo, para escapar a su mundo secreto a tallar sus figuras de madera. Cuando los alumnos del colegio le veían de lejos, algunos se reían o le tiraban piedras. Un día Julián sintió tanta lástima al ver cómo una pedrada le abría la frente y lo derribaba sobre los escombros, que decidió acudir en su auxilio y ofrecerle su amistad. Al principio, Javier pensó que Julián venía a rematarle mientras los demás se partían a carcajadas.

—Mi nombre es Julián —dijo, ofreciendo su mano—. Mis amigos y yo íbamos a jugar unas partidas de ajedrez en el pinar y me preguntaba si te apetecería unirte a nosotros.

—No sé jugar al ajedrez.

—Yo, hasta hace dos semanas, tampoco. Pero Miquel es un buen profesor…

El muchacho miraba con recelo, esperando la burla, el ataque escondido en cualquier momento.

—No sé si tus amigos querrán que esté con vosotros…

—Ha sido idea suya. ¿Qué me dices?

A partir de aquel día, Javier se les unía a veces al término de las tareas que le habían sido asignadas. Solía permanecer callado, escuchando y observando a los demás. Aldaya le tenía cierto temor. Fernando, que había vivido en carne propia el desprecio de los demás a consecuencia de su origen humilde, se desvivía en amabilidades con el enigmático muchacho. Miquel Moliner, que le enseñaba los rudimentos del ajedrez y lo observaba con ojo clínico, era el que estaba menos convencido de todos.

—Ése está chiflado. Caza gatos y palomas y los martiriza durante horas con su cuchillo. Luego los entierra en el pinar. ¡Qué delicia!

—¿Quién dice eso?

—Él mismo me lo contaba el otro día mientras yo le explicaba el salto del caballo. También me contaba que a veces su madre se le mete en la cama por la noche y lo manosea.

—Te estaría tomando el pelo.

—Lo dudo. Ese chaval no está bien de la cabeza, Julián, y probablemente no es culpa suya.

Julián hacía un esfuerzo por ignorar las advertencias y profecías de Miquel, pero lo cierto era que le estaba resultando difícil entablar una relación amistosa con el hijo del conserje. Yvonne, en especial, no veía a Julián, ni a Fernando Ramos, con buenos ojos. De toda la tropa de señoritos, ellos eran los únicos que no tenían un duro. Se decía que el padre de Julián era un humilde tendero y que su madre no había llegado más que a maestra de música. «Esa gente no tiene dinero ni clase ni elegancia, mi cielo —aleccionaba su madre—, el que te conviene es Aldaya, que es de familia muy bien». «Sí, madre —respondía él—, lo que usted diga». Con el tiempo, Javier pareció empezar a confiar en sus nuevos amigos. Despegaba ocasionalmente los labios, y estaba tallando un juego de piezas de ajedrez para Miquel Moliner, en agradecimiento a sus lecciones. Un buen día, cuando nadie lo esperaba o lo creía posible, descubrieron que Javier sabía sonreír y que tenía una risa bonita y blanca, risa de niño.

—¿Ves? Es un muchacho normal y corriente —argumentaba Julián.

Miquel Moliner, sin embargo, no las tenía todas consigo y observaba al extraño muchacho con celo, y recelo, casi científico.

—Javier está obsesionado contigo, Julián —le dijo un día—. Todo lo hace por ganar tu aprobación.

—¡Qué tontería! Ya tiene un padre y una madre para eso; yo sólo soy un amigo.

—Un inconsciente es lo que eres tú. Su padre es un pobre hombre que trabajo tiene con encontrarse las nalgas a la hora de hacer aguas mayores, y doña Yvonne es una harpía con cerebro de pulga que se pasa el día haciéndose la encontradiza en paños menores convencida de que es doña María Guerrero, o algo peor que prefiero no mentar. El chaval, como es natural, busca un sustituto y tú, ángel salvador, caes del cielo y le das la mano. San Julián de la Fuente, patrón de los desheredados.

—Ese doctor Freud te está pudriendo la mollera, Miquel. Todos necesitamos tener amigos. Incluso tú.

—Ese muchacho no tiene ni tendrá nunca amigos. Tiene alma de araña. Y si no, tiempo al tiempo. Me pregunto qué es lo que sueña…

Poco sospechaba Miquel Moliner que los sueños de Francisco Javier eran más parecidos a los de su amigo Julián de lo que él hubiera creído posible. En una ocasión, meses antes de que Julián ingresara en el colegio, el hijo del conserje estaba recogiendo la hojarasca en el patio de las fuentes cuando llegó el fastuoso automóvil de don Ricardo Aldaya. Aquella tarde, el industrial traía compañía. Le escoltaba una aparición, un ángel de luz enfundado de seda que parecía levitar sobre el suelo. El ángel, que no era sino su hija Penélope, descendió del Mercedes y anduvo hasta la fuente, aleteando su sombrilla y deteniéndose a batir las aguas del estanque con la mano. Como siempre, su aya Jacinta la seguía solícita, atenta al mínimo gesto de la muchacha. Poco hubiera importado que la escoltase un ejército de sirvientes: Javier sólo tenía ojos para la muchacha. Temió que si parpadeaba, la visión se esfumaría. Permaneció allí paralizado, espiando el espejismo sin aliento. Poco después, como si ella hubiese intuido su presencia y su mirada furtiva, Penélope alzó la vista hacia él. La belleza de aquel rostro se le antojó dolorosa, insostenible. Le pareció entrever un amago de sonrisa en sus labios. Aterrado, Javier corrió a ocultarse en lo alto de la torre de las cisternas junto al palomar del ático del colegio, su escondite predilecto. Las manos le temblaban todavía cuando cogió sus útiles de tallar y empezó a trabajar en una nueva pieza que quería asemejarse al rostro que acababa de vislumbrar. Cuando regresó a la vivienda del conserje aquella noche, horas más tarde de lo habitual, su madre le esperaba, medio desnuda y furiosa. El muchacho bajó los ojos temiendo que, si su madre leía su mirada, vería en ella a la muchacha del estanque y sabría lo que había estado pensando.

—¿Y tú dónde te metes, mocoso de mierda?

—Perdóneme usted, madre. Me perdí.

—Tú estás perdido desde el día que naciste.

Años más tarde, cada vez que introducía su revólver en la boca de un prisionero y apretaba el gatillo, el inspector jefe Francisco Javier Fumero habría de evocar el día en que vio el cráneo de su madre estallar como una sandía madura en las inmediaciones de un merendero de Las Planas y no sintió nada, apenas el tedio de las cosas muertas. La Guardia Civil, alertada por el encargado del establecimiento, que había oído el disparo, encontró al muchacho sentado en una roca sosteniendo la escopeta en su regazo, todavía tibia. Contemplaba impávido el cuerpo decapitado de María Craponcia, alias «Yvonne», cubierto de insectos. Al ver aproximarse a los guardias se limitó a encogerse de hombros, el rostro salpicado de gotas de sangre como si se lo estuviese comiendo la viruela. Siguiendo los sollozos, los guardias encontraron a Ramón «el Unicojonio» acurrucado junto a un árbol a treinta metros de allí, entre la maleza. Temblaba como un niño y fue incapaz de hacerse entender. El teniente de la Guardia Civil, tras mucho cavilar, dictaminó que el suceso había sido un trágico accidente y así lo hizo constar en el atestado, que no en su conciencia. Al preguntarle al muchacho si podían hacer algo por él, Francisco Javier Fumero preguntó si podía conservar aquella vieja escopeta, porque de mayor quería ser soldado…

—¿Se encuentra usted bien, señor Romero de Torres?

La súbita aparición de Fumero en el relato del padre Fernando Ramos me había dejado helado, pero el efecto sobre Fermín había sido fulminante. Amarilleaba y le temblaban las manos.

—Es una bajada de tensión —improvisó Fermín con un hilo de voz—. Este clima catalán a las gentes del sur a veces nos mortifica.

—¿Puedo ofrecerle un vaso de agua? —preguntó el sacerdote, consternado.

—Si su ilustrísima no tiene inconveniente. Y quizá una chocolatina, por aquello de la glucosa…

El sacerdote le escanció un vaso de agua, que Fermín apuró ávidamente.

—Todo lo que tengo son caramelos de eucalipto. ¿Le sirven?

—Dios se lo pague.

Fermín engulló un puñado de caramelos y, al rato, pareció recuperar cierta palidez.

—¿Este muchacho, el hijo del conserje que perdió heroicamente el escroto defendiendo las colonias, está usted seguro de que se llamaba Fumero, Francisco Javier Fumero?

—Sí. Completamente. ¿Acaso le conocen ustedes?

—No —entonamos los dos en polifonía.

El padre Fernando frunció el ceño.

—No sería de extrañar. Francisco Javier ha acabado siendo un personaje tristemente célebre.

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