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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (56 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—El restaurante tailandés es bueno —dijo Mitch, rodeándola con los brazos.

—No tengo hambre. ¿Es aquí dónde llevaste a cabo tu investigación?

—Aquí mismo recibí la iluminación. Tú fuiste mi inspiración.

—Gracias.

—¿Quieres dormir un rato? Hay cervezas en la nevera...

—¿Budweiser?

Mitch sonrió.

—Tomaré una —dijo Kaye. Mitch la soltó y rebuscó en la nevera.

—Maldita sea. Debe de haber habido un corte de luz. Todo lo que estaba en el congelador se ha estropeado... —Un olor frío y agrio inundó la cocina—. Pero las cervezas siguen en buen estado. —Le trajo una botella y la abrió con destreza. Kaye la agarró y bebió un trago. Apenas tenía sabor. No estaba fría.

—Tengo que ir al baño —dijo Kaye. Se sentía atontada, alejada de cualquier cosa importante. Llevó el bolso al baño y sacó la prueba de embarazo. Era simple y fácil: dos gotas de orina en una de las tiras: azul era positivo, rosa negativo. Los resultados en diez minutos.

De repente, Kaye necesitaba desesperadamente saberlo.

El baño estaba inmaculadamente limpio.

—¿Qué puedo hacer por él? —se preguntó a sí misma—. Vive su propia vida aquí. —Pero apartó esa idea y bajó la tapa del inodoro para sentarse.

En el salón, Mitch encendió el televisor. A través de la puerta de madera de pino, Kaye oía voces amortiguadas, captó unas cuantas palabras sueltas.

—... también resultó herido en la explosión el secretario...

—¡Kaye! —la llamó Mitch.

Kaye cubrió la tira con un kleenex y abrió la puerta.

—El presidente —dijo Mitch, con las facciones alteradas. Golpeó el aire con los puños—. ¡Ojalá no hubiese encendido la maldita tele!

Kaye se quedó de pie en medio del salón ante la pequeña televisión, contemplando la cabeza y los hombros de la periodista, el movimiento de sus labios, como se le había corrido el rímel en uno de los ojos.

—Los datos hasta ahora son de siete muertos, que incluyen a los gobernadores de Florida, Mississippi y Alabama, el presidente, un agente de los Servicios Secretos y dos muertos que aún no han sido identificados. Entre los supervivientes se encuentran los gobernadores de Nuevo México y Arizona, el director del Equipo Especial de la Herodes, Mark Augustine, y Frank Shawbeck del Instituto Nacional de Salud. El vicepresidente no se encontraba en la Casa Blanca en esos momentos...

Mitch se acercó a ella, con los hombros hundidos.

—¿Dónde estaba Christopher? —preguntó Kaye con voz débil.

—Todavía no han dado ninguna explicación de cómo pudo haberse introducido una bomba en la Casa Blanca, con todas las medidas de seguridad. Frank Sesno se encuentra en estos momentos en el exterior de la Casa Blanca.

Kaye se soltó del brazo de Mitch.

—Perdona —dijo, dándole golpecitos en el hombro con nerviosismo—. El baño.

—¿Te encuentras bien?

—Estoy bien. —Cerró la puerta y pasó la llave, inspiró profundamente y levantó el pañuelo de papel. Habían pasado los diez minutos.

—¿Estás segura de que estás bien? —le gritó Mitch desde fuera.

Kaye levantó la tira hacia la luz y observó las dos manchas de la prueba. La primera era azul. La segunda era azul. Volvió a leer las instrucciones, las comparaciones de color, y se apoyó contra la puerta, sintiéndose mareada.

—Ya está hecho —dijo en voz baja.

Se incorporó y pensó: «Es un momento horrible. Espera. Espera si es que puedes.»

—¡Kaye! —La voz de Mitch sonaba próxima al pánico. La necesitaba, necesitaba que le tranquilizasen. Se inclinó sobre el lavabo, apenas podía tenerse erguida, sentía tal mezcla de horror, alivio y temor por lo que habían hecho, por lo que el mundo estaba haciendo.

Abrió la puerta y vio lágrimas en los ojos de Mitch.

—Ni siquiera le voté —dijo, temblándole los labios.

Kaye le abrazó con fuerza. Que el presidente hubiese muerto era significativo, importante, algo que debía afectarla, pero todavía no podía sentirlo. Sus emociones estaban en otro lugar, con Mitch, con su madre y su padre, con sus propios y ausentes padres; incluso sentía una débil preocupación por sí misma, pero curiosamente, ninguna conexión real con la vida que estaba en su interior.

Todavía no.

Aquél no era el auténtico bebé.

Todavía no.

«No lo quieras. No quieras a éste. Ama lo que está haciendo, lo que conlleva.»

En contra de su voluntad, mientras abrazaba a Mitch y le palmeaba la espalda, Kaye se desmayó. Mitch la llevó al dormitorio y le trajo un paño frío.

Flotó durante un rato en la oscuridad y luego se volvió consciente de la sequedad de su boca. Se aclaró la garganta y abrió los ojos.

Miró a su marido e intentó besarle la mano mientras le pasaba el paño por las mejillas y la barbilla.

—Qué idiota —dijo.

—¿Yo?

—Yo. Pensé que sería fuerte.

—Eres fuerte —dijo Mitch.

—Te quiero —dijo Kaye, fue todo lo que consiguió articular.

Mitch vio que estaba profundamente dormida y la tapó con la manta, apagó la luz y volvió al salón. El apartamento parecía tan distinto ahora. El crepúsculo veraniego brillaba tras las ventanas, proyectando una palidez de cuento de hadas sobre la pared contraria. Se sentó en el viejo sillón ante la televisión, con el volumen bajo oyéndose todavía con claridad en medio del silencio de la habitación.

—El gobernador Harris ha declarado el estado de emergencia y ha convocado a la Guardia Nacional. Se ha declarado un toque de queda a las siete de la tarde durante los días laborables y a las cinco los sábados y domingos, y si se proclama la ley marcial en el ámbito federal, lo que presumiblemente hará el vicepresidente, entonces a ningún grupo se le permitirá reunirse en lugares públicos en todo el estado, sin un permiso especial de la Oficina de Situación de Emergencia de cada comunidad. Esta situación especial de emergencia es de duración indefinida, y es en parte, según han dicho fuentes oficiales, una respuesta a la situación en la capital del país, y en parte un intento de controlar los extraordinarios y continuos disturbios en el estado de Washington...

Mitch se dio golpecitos en la barbilla con la tira de plástico de la prueba. Cambió de canal para tener sensación de control.

—... está muerto. El presidente y cinco de los diez gobernadores fueron asesinados esta mañana en la sala de reuniones de la Casa Blanca...

Cambió otra vez, presionando el botón del mando a distancia.

—... el gobernador de Alabama, Abraham C. Darzelle, líder del denominado Movimiento de Revuelta de los Estados, abrazó al presidente de Estados Unidos justo antes de la explosión. Los gobernadores de Alabama y Florida y el presidente resultaron destrozados por la explosión...

Mitch apagó la televisión. Volvió a poner la tira de plástico en el cuarto de baño y se acostó junto a Kaye. No apartó la colcha ni se desvistió, para no molestarla. Se quitó los zapatos con los pies y se enroscó, colocó con cuidado una pierna sobre los muslos de Kaye, cubiertos por la manta, y acercó la nariz a su corto cabello castaño. El olor de su pelo y su piel era más relajante que ninguna droga.

Durante un rato demasiado breve, el universo volvió a ser pequeño, cálido y totalmente suficiente.

TERCERA PARTE
STELLA NOVA
74. Seattle
JUNIO

Kaye colocó los artículos sobre la mesa de Mitch y tomó el manuscrito para la Queen's Library. Tres semanas antes se había decidido a escribir un libro sobre el SHEVA, biología moderna, todo lo que creía que la especie humana debía saber de cara a los años venideros. El título hacía referencia a su metáfora del genoma, con toda su efervescencia, elementos y móviles y jugadores en provecho propio ofreciendo sus servicios a la reina del genoma con una parte de su naturaleza, y esperando con egoísmo acabar instalados en la Queen's Library, el ADN; y en ocasiones mostrando otra cara, ejecutando otra función, más egoísta que útil, parasitaria o depredadora, causando problemas o incluso desastres... Una metáfora política que le parecía muy apropiada.

Durante las dos semanas anteriores había escrito más de ciento sesenta páginas en el ordenador portátil, y las había impreso en una impresora también portátil, en parte para ordenar sus ideas antes de la convención.

«Y para matar el tiempo. A veces las horas se hacen eternas cuando Mitch está lejos.»

Alineó los papeles golpeándolos sobre la madera, satisfecha con el sonido que producían, luego los colocó junto a la fotografía de Christopher Dicken que se encontraba dentro de su pequeño marco plateado cerca de un retrato de Sam y Abby. La última fotografía en su caja de pertenencias era de Saul, en blanco y negro, tomada por un fotógrafo profesional en Long Island. Saul parecía capaz, sonriente, lleno de confianza y sabio. Habían enviado copias de esa fotografía junto con el plan de negocios de EcoBacter a los posibles inversores cinco años atrás. Una eternidad.

Kaye había pasado muy poco tiempo reflexionando sobre el pasado, o reuniendo recuerdos. Ahora lo lamentaba. Quería que el bebé supiese lo que había sucedido. Cuando se miraba al espejo, veía el perfecto retrato de la salud y la vitalidad. El embarazo le estaba sentando muy bien.

Como si ya no escribiese lo suficiente, tres días antes había empezado a llevar un diario, el primero de toda su vida.

10 de junio

Invertimos la semana pasada en preparar la conferencia y buscar casa. Las hipotecas se han puesto por las nubes, el interés está al veintiuno por ciento, pero nos podemos permitir algo mayor que el apartamento, y Mitch no es demasiado exigente. Yo sí. Mitch escribe más despacio que yo, sobre las momias y la cueva, enviándoselo página a página a Oliver Merton en Nueva York, quien se encarga de las correcciones, en ocasiones con demasiada crueldad. Mitch se lo toma con calma, intentando mejorar. Nos hemos vuelto tan literarios, observándolo todo, quizás incluso algo engreídos, ya que no hay mucho más para mantenernos ocupados.

Mitch ha salido esta tarde para hablar con el nuevo director del Hayer, con la esperanza de ser readmitido. (Nunca se aleja más de veinte minutos del apartamento, y anteayer compramos otro teléfono móvil. Le digo que puedo cuidar de mí misma, pero se preocupa igual.)

Recibimos una carta del profesor Brock describiéndonos la controversia actual. Brock ha aparecido en algunos programas de entrevistas. Algunos periódicos han informado de la noticia, y el artículo de Merton en
Nature
ha llamado mucho la atención, y también ha recibido muchas críticas.

Innsbruck todavía retiene todos las muestras de tejidos y no quiere hacer comentarios ni permitir su análisis, pero Mitch está colaborando con sus amigos de la UW para que hagan una anuncio público con lo que saben, para frustrar el secretismo de Innsbruck. Merton cree que los gradualistas a cargo de las momias tienen como mucho dos o tres meses para preparar sus informes y hacerlos públicos, o serán apartados de la investigación y reemplazados, espera Brock, por un equipo más objetivo. Está claro que espera estar al mando.

Mitch también podría formar parte de ese equipo, aunque quizás eso sea esperar demasiado.

Merton y Daney no pudieron convencer a la Oficina de Emergencia de Nueva York para celebrar la conferencia en Albany. Algo sobre 1845, el gobernador Silas Wright y disturbios por los alquileres; no quieren que eso se repita bajo la Situación de Emergencia «temporal» y «experimental».

Presentamos una petición ante la Oficina de Emergencia de Washington por medio de Maria Konig de la UW, y nos permitieron una conferencia de dos días en el Kane Hall, con un máximo de cien participantes, todos previa aprobación de la Oficina. Las libertades civiles no han quedado totalmente olvidadas, pero casi. Nadie quiere llamarlo ley marcial, y de hecho las cortes civiles siguen en funcionamiento, pero actúan bajo la aprobación de la Oficina de cada estado.

Mitch dice que no ha habido nada igual desde 1942.

Me siento extraña: saludable, vital, llena de energía y no tengo aspecto de embarazada. Las hormonas son iguales, los efectos los mismos.

Mañana tengo que hacerme los escáneres y sonogramas en Marine Pacific, y haremos una amnio y una biopsia de vellosidades coriónicas a pesar de los riesgos, porque queremos saber cómo son los tejidos.

El siguiente paso no será fácil.

Señora Hamilton, ahora yo también soy un cobaya de laboratorio.

75. Edificio 10, Instituto Nacional de Salud, Bethesda

JULIO

Dicken se impulsó con una mano a lo largo del extenso pasillo del piso diez del Centro Clínico Magnuson, dio un giro con lo que esperaba fuese genuina agilidad sobre una silla de ruedas —de nuevo con una sola mano— y vio de refilón a dos hombres que venían por su camino de regreso. El traje gris, el paso largo y lento, y la altura le indicaron que uno de los hombres era Augustine. No sabía quién podía ser el otro.

Con un gemido, bajó la mano derecha y se dirigió hacia la pareja. Al acercarse, pudo apreciar que el rostro de Augustine se estaba recuperando bastante bien, aunque siempre conservaría un aspecto ligeramente maltratado. Lo que no estaba cubierto por los vendajes, que le atravesaban lateralmente la cabeza y cubrían partes de las mejillas y las sienes, de las continuas operaciones de cirugía plástica todavía mostraba señales de metralla. Los dos ojos se habían salvado. Dicken había perdido un ojo, y el otro había quedado afectado por el calor de la explosión.

—Sigues siendo todo un espectáculo, Mark —dijo Dicken frenando con una mano y arrastrando un poco uno de los pies.

—Lo mismo digo, Christopher. Me gustaría presentarte al doctor Kelly Newcomb.

Se dieron la mano con cautela. Dicken examinó a Newcomb durante un momento y luego dijo:

—Eres el nuevo viajante de Mark.

—Sí —replicó Newcomb.

—Felicidades por el puesto —le dijo Dicken a Augustine.

—No te molestes —le dijo Augustine—. Va a ser una verdadera pesadilla.

—Reunir a todos los niños bajo un mismo paraguas —comentó Dicken—. ¿Cómo le va a Frank?

—La próxima semana deja Walter Reed.

Otro momento de silencio. A Dicken no se le ocurría nada más que decir. Newcomb cruzó las manos con incomodidad, se ajustó las gafas y al final las empujó nariz arriba. Dicken odiaba aquel silencio, y justo cuando Augustine estaba a punto de hablar, él lo rompió diciendo:

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