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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (51 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Perdón, señor. ¿Se dirige al oeste? —preguntó el chico. Sus fantasmales ojos azules flotaban en un rostro estrecho y pálido. Parecía preocupado y agotado, y bajo sus ropas su constitución semejaba un haz de ramillas, y un haz no demasiado grande.

Las dos chicas se mantenían atrás. La chica más baja y más morena se cubría la cara con las manos, atisbando entre los dedos como un chiquillo tímido.

Las manos del chico estaban sucias y tenía las uñas negras. Se dio cuenta de que Mitch las miraba y se las frotó incómodo contra los pantalones.

—Sí —dijo Mitch.

—Siento muchísimo molestarle. No se lo pediríamos, señor, pero es difícil encontrar transporte y está empezando a llover. Si se dirigen hacia el oeste, tal vez podrían llevarnos parte del trayecto, ¿sí?

La desesperación del chico y su torpe galantería poco acorde con su edad conmovieron a Mitch. Examinó al chico atentamente, indeciso entre la simpatía y la sospecha.

—Diles que entren —dijo Kaye.

El chico los miró sorprendido.

—¿Ahora?

—Vamos hacia el oeste. —Mitch señaló la autopista que estaba más allá de la larga verja metálica.

El chico abrió la puerta trasera y las chicas se acercaron corriendo. Kaye se volvió y apoyó el brazo en la parte posterior del asiento mientras subían y se sentaban.

—¿Adónde vais? —les preguntó.

—A Cincinnati —dijo el chico—. O tan cerca de allí como podamos —añadió esperanzado—. Un millón de gracias.

—Poneos los cinturones de seguridad —les dijo Mitch—. Hay tres ahí detrás.

La chica que ocultaba su rostro parecía no tener más de diecisiete años, con el pelo oscuro y fuerte, la piel color café, dedos largos y nudosos con las uñas cortas y astilladas pintadas de violeta. Su compañera, con el pelo rubio casi blanco, parecía mayor, poseía un rostro amplio y amable, pero mostraba una expresión vacía producto del agotamiento.

El chico no tenía más de diecinueve años. Mitch frunció la nariz involuntariamente; llevaban días sin bañarse.

—¿De dónde sois? —preguntó Kaye.

—De Richmond —dijo el chico—. Hemos estado haciendo autostop y durmiendo en el bosque o sobre la hierba. Ha sido duro para Delia y Jayce. Ésta es Delia. —Señaló a la chica que se tapaba la cara.

—Yo soy Jayce —dijo la rubia de forma ausente.

—Yo me llamo Morgan —añadió el chico.

—No parecéis lo bastante mayores como para andar por ahí por vuestra cuenta —dijo Mitch. Aumentó la velocidad del coche al entrar en la autopista.

—Delia no podía soportar quedarse donde estaba —dijo Morgan—. Quería irse a Los Ángeles o a Seattle. Decidimos ir con ella.

Jayce asintió.

—No es un plan muy elaborado —dijo Mitch.

—¿Tenéis algún pariente en el oeste? —les preguntó Kaye.

—Tengo un tío en Cincinnati —dijo Jayce—. Puede que nos acoja durante un tiempo.

Delia se recostó en el asiento, manteniendo el rostro oculto. Morgan se humedeció los labios y estiró el cuello para mirar la parte delantera del coche, como si quisiese leer algo escrito allí.

—Delia estuvo embarazada, pero su bebé nació muerto —dijo—. Eso le produjo algunos problemas en la piel.

—Lo lamento —dijo Kaye. Extendió la mano—. Me llamo Kaye, no tienes que esconderte, Delia.

Delia sacudió la cabeza, sin apartar las manos.

—Es feo —dijo.

—A mí no me molesta —dijo Morgan. Se mantenía en el extremo izquierdo del coche, arrimándose todo lo que podía, para dejar unos treinta centímetros de distancia entre él y Jayce—. Las chicas son más comprensivas. Su novio le dijo que se fuese. Un auténtico estúpido. ¡Vaya una pérdida!

—Es demasiado feo —dijo Delia en voz baja.

—Venga, cariño —dijo Kaye—. ¿Es algo que pueda solucionar un médico?

—Apareció antes de que naciese el bebé —dijo Delia.

—Está bien —dijo Kaye, tranquilizándola, y se estiró para apretarle el brazo.

Mitch miraba lo que sucedía por el espejo retrovisor, fascinado por esta faceta de Kaye. Gradualmente, Delia bajó las manos, relajando los dedos. El rostro de la chica estaba manchado y moteado, como si estuviese salpicado de pintura color marrón rojizo.

—¿Te hizo eso tu novio? —preguntó Kaye.

—No —dijo Delia—. Simplemente apareció y todo el mundo lo odiaba.

—Primero le salió una máscara —dijo Jayce—. Le cubrió la cara durante unas semanas, luego se le cayó y dejó esas marcas.

Mitch sintió un escalofrío. Kaye miró hacia delante y bajo la cabeza durante un momento, tranquilizándose.

—Delia y Jayce no quieren que las toque —dijo Morgan—. Ni aunque seamos amigos, es por la plaga. Ya sabéis. La Herodes.

—No quiero quedarme embarazada —dijo Jayce—. Tenemos mucha hambre.

—Pararemos y comeremos algo —dijo Kaye—. ¿Os gustaría daros una ducha y asearos?

—¡Oh, sí! —dijo Delia—. Sería genial.

—Parecéis personas decentes; sois de verdad muy amables —dijo Morgan, contemplando de nuevo la parte delantera del coche, esta vez para reunir valor—, pero tengo que deciros que estas chicas son mis amigas. No quiero que hagáis esto si es para que él pueda verlas desnudas. No lo admitiré.

—No te preocupes —le dijo Kaye—. Si fuese tu madre, estaría orgullosa de ti, Morgan.

—Gracias —contestó Morgan y bajó la vista hasta la ventanilla. Los músculos de su estrecha mandíbula se tensaron—. Es sólo lo que siento. Ya hemos soportado bastante mierda. A su novio le salió una máscara, también, y se volvió completamente loco. Jayce dice que le echaba la culpa a Delia.

—Lo hacía —dijo Jayce.

—Era un chico blanco —continuó Morgan—, y Delia es negra en parte.

—Soy negra —dijo Delia.

—Vivieron en una granja durante una temporada, hasta que él la obligó a marcharse —dijo Jayce—. La golpeaba, después del aborto. Luego volvió a quedarse embarazada. Él decía que lo ponía enfermo porque le había salido una máscara y el niño ni siquiera era suyo —esto último lo dijo mascullando entre dientes.

—Mi segundo bebé nació muerto —dijo Delia, con voz distante—. Sólo tenía la mitad de la cara. Jayce y Morgan no me lo enseñaron.

—Lo enterramos —dijo Morgan.

—Dios mío —dijo Kaye—. Lo siento muchísimo.

—Fue duro —dijo Morgan—. Pero bueno, todavía estamos aquí —apretó los dientes y su mandíbula volvió a tensarse rítmicamente.

—Jayce no debió decirme cuál era su aspecto —dijo Delia.

—Si era una criatura de Dios —dijo Jayce con voz apagada—, debió haber cuidado mejor de él.

Mitch se secó los ojos con la mano y parpadeó para ver con claridad la carretera.

—¿Te ha visto un médico? —preguntó Kaye.

—Estoy bien —dijo Delia—. Sólo quiero que las manchas desaparezcan.

—Déjame verlas de cerca, cariño.

—¿Es usted médico?

—Soy bióloga, pero no médico.

—¿Científica? —preguntó Morgan interesado.

—Sí —respondió Kaye.

Delia lo pensó durante unos segundos y luego se acercó hacia delante, apartando la mirada. Kaye le agarró la barbilla para observarla. Había salido el sol, pero un camión de gran tamaño pasó junto a ellos por la izquierda salpicando el parabrisas con los neumáticos. La luz húmeda proyectaba una débil sombra gris sobre las facciones de la chica.

Su rostro estaba cubierto por manchas sin melanina con forma de lágrima, principalmente en las mejillas, con varias marcas simétricas en el borde de los ojos y labios. Al alejarse de Kaye, las marcas cambiaron y se oscurecieron.

—Son como pecas —dijo Delia con optimismo—. A veces me salen pecas. Supongo que es mi sangre blanca.

69. Athens, Ohio

1 DE MAYO

Mitch y Morgan esperaban en el amplio porche blanco en el exterior de la consulta del doctor James Jacobs.

Morgan estaba inquieto.

Encendió el último cigarrillo que le quedaba y aspiró con intensidad, con los ojos semicerrados; luego se acercó a un viejo arce de corteza rugosa y se apoyó contra él.

Después de una parada para comer algo, Kaye había insistido en que buscasen a un médico en las páginas amarillas y en llevar a Delia para que le hiciese un reconocimiento. Delia había accedido a regañadientes.

—No hicimos nada malo —dijo Morgan—. No teníamos dinero, ella tuvo el bebé y allí estábamos. —Hizo un gesto con la mano en dirección a la carretera.

—¿Dónde fue eso? —le preguntó Mitch.

—En West Virginia. En los bosques, cerca de una granja. Era bonito. Un lugar agradable para que te entierren. ¿Sabes?, estoy muy cansado. Estoy harto de que me traten como a un perro con pulgas.

—¿Las chicas te tratan así?

—Ya sabes a qué me refiero —dijo Morgan—. Los hombres somos contagiosos. Dependen de mí, siempre estoy para lo que necesitan, y luego me dicen que tengo muchos piojos, y ya está. Ni siquiera me dan las gracias, nunca.

—Son los tiempos —dijo Mitch.

—Es una mierda. ¿Por qué nos ha tocado vivir ahora y no en otra época no tan mierdosa?

En la sala de reconocimiento, Delia estaba sentada al borde de la camilla, con las piernas colgando. Llevaba puesta una bata blanca con flores, abierta por la espalda. Jayce estaba en una silla frente a ella, leyendo un folleto sobre enfermedades relacionadas con el tabaco. El doctor Jacobs tenía unos sesenta años, era delgado, con una mata de pelo gris muy corto y rizado sobre una frente alta y noble. Tenía los ojos grandes, a la vez sabios y tristes. Le dijo a las chicas que volvería en seguida e hizo pasar a su asistente, una mujer de mediana edad con un moño de hermoso pelo rojizo, que sostenía una libreta de notas y un lápiz. El doctor cerró la puerta y se volvió hacia Kaye.

—¿No es usted pariente? —le preguntó.

—Las recogimos unos kilómetros al este de aquí. Pensé que debía verla un médico.

—Dice que tiene diecinueve años. No lleva ningún tipo de identificación, pero no creo que llegue a los diecinueve, ¿y usted?

—No sé mucho de ella —dijo Kaye—. Intento ayudarlas, no crearles problemas.

Jacobs ladeó la cabeza con simpatía.

—Dio a luz hace menos de una semana o diez días. Ningún trauma de importancia, pero sufrió algún desgarro y todavía tiene sangre en las mallas. No me gusta ver a chiquillos viviendo como animales, señora Lang.

—Tampoco a mí.

—Delia dice que se trataba de un bebé de la Herodes y que nació muerto. De la segunda etapa, por la descripción. No veo motivos para no creerla, pero hay que informar de estos asuntos. Al bebé debería habérsele realizado una autopsia. En este mismo momento se están estableciendo leyes, de ámbito federal, y Ohio va a seguirlas... La chica dice que estaba en West Virginia cuando se puso de parto. Creo que West Virginia está mostrando alguna resistencia.

—Sólo en determinados aspectos —dijo Kaye, y le habló sobre la exigencia de los análisis de sangre.

Jacobs la escuchó, luego sacó un bolígrafo de su bolsillo y comenzó a jugar con él, nervioso.

—Señora Lang, no estaba seguro de quién era usted cuando entró aquí. Le pedí a Georgina que mirase en la Web y buscase algunas fotos recientes. No sé qué está haciendo en Athens, pero creo que usted sabe más que yo de este tipo de asuntos.

—No necesariamente —dijo Kaye—. Las marcas de su cara...

—Algunas mujeres desarrollan manchas oscuras durante el embarazo. Luego desaparecen.

—No como éstas —dijo Kaye—. Nos dijeron que había tenido otros problemas de piel.

—Lo sé. —Jacobs suspiró y se apoyó en el borde de la mesa—. Tengo tres paciente que están embarazadas, probablemente con fetos de la segunda etapa de la Herodes. No me dejan que les haga la amniocentesis ni ningún tipo de ecografía. Son todas mujeres muy religiosas y creo que no quieren saber la verdad. Están asustadas y bajo mucha presión. Sus amigos las evitan. No son bien recibidas en la iglesia. Sus maridos no las acompañan a la consulta. —Señaló su cara—. Todas tienen la piel endurecida y suelta alrededor de los ojos, la nariz, las mejillas y los bordes de la boca. No se cae... todavía no. Están desprendiendo varias capas de dermis y epidermis facial. —Hizo una mueca y juntó los dedos, sujetando un trozo de piel imaginario—. Tiene una consistencia ligeramente correosa. Más feo que el pecado y muy intimidante. Por eso están nerviosas y por eso las evitan. Las está apartando de la comunidad, señora Lang. Les hace daño. Envío mis informes a las autoridades estatales y a los federales, y no recibo ninguna respuesta. Es como lanzar mensajes a una caverna oscura.

—¿Cree que las máscaras son algo común?

—Me atengo a los principios científicos básicos, señora Lang. Si lo veo más de una vez, y ahora aparece esta chica y lo veo de nuevo, procedente de otro estado... Dudo que se trate de algo aislado. —La observó con mirada crítica—. ¿Sabe usted algo más?

Kaye se sorprendió a sí misma mordiéndose los labios como si fuese una chiquilla.

—Sí y no —contestó—. He dimitido de mi puesto en el Equipo Especial de la Herodes.

—¿Por qué?

—Es demasiado complicado para explicarlo.

—Es porque lo han entendido todo mal, ¿verdad?

Kaye apartó la vista y sonrió.

—No diría eso.

—¿Ha visto esto con anterioridad? ¿En otras mujeres?

—Creo que vamos a verlo más a menudo.

—¿Y los bebés serán todos monstruos y morirán?

Kaye sacudió la cabeza.

—Creo que eso va a cambiar.

Jacobs volvió a guardarse el bolígrafo en el bolsillo, apoyó la mano sobre el cartapacio de la mesa, levantó una de las esquinas de piel y la dejó caer con suavidad.

—No enviaré ningún informe sobre Delia. No estoy seguro de qué podría decir o a quién. Creo que desaparecerá antes de que ninguna autoridad pueda hacer nada por ayudarla. Dudo que lleguemos a encontrar el lugar donde enterraron al bebé. Está agotada y debe alimentarse bien. Necesita un lugar donde poder quedarse y descansar. Le pondré una inyección de vitaminas, y le recetaré antibióticos y un suplemento de hierro.

—¿Y las marcas?

—¿Sabe lo que son los cromatóforos?

—Células que cambian de color. En las sepias.

—Estas marcas pueden cambiar de color —dijo Jacobs—. No se trata simplemente de una melanosis provocada por las hormonas.

—Melanóforos —dijo Kaye.

Jacobs asintió.

—Exacto. ¿Ha visto alguna vez melanóforos en un ser humano?

—No —dijo Kaye.

—Yo tampoco. ¿Adónde se dirige, doctora Lang?

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