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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (52 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Hacia el oeste —le contestó. Sacó el monedero—. Me gustaría pagarle ahora.

Jacobs la miró con ojos tristes.

—No dirijo una maldita aseguradora, señora Lang. No hay coste. Le prescribiré las pastillas y usted se las comprará en una buena farmacia. Cómprele comida y busque un sitio limpio donde pueda descansar durante al menos una noche.

Se abrió la puerta y salieron Delia y Jayce. Delia estaba totalmente vestida.

—Necesita ropa limpia y un buen remojón en un baño caliente —dijo Georgina con firmeza.

Por primera vez desde que se habían encontrado, Delia sonrió.

—Me miré en el espejo —dijo—. Jayce dice que las marcas son bonitas. Y el doctor dice que no estoy enferma y que podré tener niños de nuevo si quiero.

Kaye se despidió de Jacobs con un apretón de manos.

—Muchas gracias.

Cuando salían por la puerta delantera, reuniéndose con Mitch y con Morgan en el porche, Jacobs le gritó:

—¡Vivimos y aprendemos, señora Lang! Y cuanto antes aprendamos, mejor.

El pequeño motel mostraba un enorme cartel rojo en el que se leía SUITES DIMINUTAS, $50, que resultaba claramente visible desde la autovía. Tenía siete habitaciones, tres de ellas libres. Kaye alquiló las tres y le dio a Morgan su propia llave. Morgan la aceptó, frunció el ceño y se la guardó en el bolsillo.

—No me gusta estar solo —dijo.

—No se me ocurría otra combinación —dijo Kaye.

Mitch pasó el brazo en torno al hombro del chico.

—Yo me quedaré contigo —dijo. Mirando con seriedad a Kaye—. Vamos a asearnos y a mirar la tele.

—Nos gustaría que te quedases en nuestra habitación —le dijo Jayce a Kaye—. Nos sentiríamos mucho más seguras.

Las habitaciones estaban en el límite de lo que podía considerarse limpio. Los cobertores acolchados sobre las camas mostraban zonas huecas, desgarrones y quemaduras de cigarrillo. Las mesitas de café tenían numerosos cercos y más quemaduras de cigarrillo. Jayce y Delia exploraron el lugar y se acomodaron como si se tratase de estancias principescas. Delia se apropió de la butaca naranja que estaba junto a la mesa con una lámpara integrada, de focos metálicos negros en forma de cono. Jayce se tendió sobre la cama y encendió la televisión.

—Tienen televisión por cable —dijo en voz baja y encantada—. ¡Podemos ver una película!

Mitch esperó a oír el ruido de la ducha para abrir la puerta de la habitación. Kaye estaba allí con la mano en alto, a punto de llamar.

—Estamos malgastando una habitación —dijo—. Hemos asumido ciertas responsabilidades, ¿verdad?

Mitch la abrazó.

—Tus instintos —le dijo.

—¿Y qué te dicen tus instintos? —le preguntó Kaye, enterrando la nariz en su hombro.

—Son chiquillos. Llevan semanas o meses en la carretera. Alguien debería avisar a sus padres.

—Puede que nunca hayan tenido auténticos padres. Están desesperados, Mitch. —Kaye se apartó para mirarle de frente.

—También son lo bastante independientes como para enterrar a un bebé muerto y seguir su camino. El médico debería haber llamado a la policía, Kaye.

—Lo sé. Y también sé por qué no lo hizo. Las reglas han cambiado. Piensa que la mayoría de los bebés van a nacer muertos. ¿Somos los únicos que tenemos esperanza?

El ruido de la ducha se detuvo y se oyó abrirse la puerta corredera. El pequeño cuarto de baño estaba lleno de vapor.

—Las chicas —dijo Kaye, y se dirigió hacia la puerta de al lado. Le hizo una señal a Mitch con la palma de la mano abierta que él reconoció inmediatamente como la de los manifestantes de Albany, y entendió por primera vez lo que había intentado expresar la multitud: una fe firme y una sumisión prudente a los designios de la Vida, fe en la sabiduría del genoma humano. No a la presunción de estar en una situación desesperada. No a los intentos ignorantes de utilizar poderes recién adquiridos para bloquear los ríos de ADN que llevaban generaciones fluyendo.

Fe en la Vida.

Morgan se vistió rápidamente.

—Jayce y Delia no me necesitan —dijo, de pie en medio de la habitación. Los agujeros en las mangas de su jersey negro eran incluso más evidentes ahora que tenía la piel limpia. Tenía el sucio chubasquero colgado del brazo—. No quiero ser una carga. Me iré ahora. Os lo agradezco, pero...

—Calla y siéntate, por favor —le dijo Mitch—. Se hace lo que quiere la señora. Y quiere que te quedes.

Morgan parpadeó sorprendido y luego se sentó en el borde de la cama. Los muelles rechinaron y el marco crujió.

—Creo que es el fin del mundo —dijo—. Realmente hemos hecho enfadar a Dios.

—No saques conclusiones precipitadas —le contestó Mitch—. Lo creas o no, todo esto ya ha sucedido antes.

Jayce encendió la televisión y se puso a mirarla desde la cama mientras Delia se daba un largo baño en la estrecha y gastada bañera. La chica canturreaba para sí misma, melodías de dibujos animados,
Scooby Doo
,
Animanías
,
Inspector Gadget
. Kaye estaba sentada en la butaca. Jayce había encontrado algo antiguo y tranquilizador en la televisión:
Pollyanna
, con Hayley Mills. Karl Malden estaba arrodillado sobre la hierba, reprochándose su obstinada ceguera. Era una interpretación apasionada. Kaye no recordaba que la película fuese tan conmovedora. La estuvo viendo con Jayce hasta que se dio cuenta de que la chica se había dormido. Entonces bajó el volumen y cambió a Fox News.

Dieron unas cuantas noticias breves sobre historias del mundo del espectáculo, un reportaje político de corta duración sobre las elecciones al Congreso y luego una entrevista con Bill Cosby sobre sus anuncios publicitarios para el CCE y el Equipo Especial. Kaye subió el volumen.

—Fui compañero de David Satcher, el antiguo director de Salud Pública, y deben de tener alguna especie de red de «viejos amigos» —le dijo Cosby a la entrevistadora, una rubia con gran sonrisa e intensa mirada azul—, porque hace años me convencieron, ese viejo amigo, para hablar sobre la importancia de su trabajo, sobre lo que estaban haciendo. Pensaron que tal vez podría volver a ser de ayuda.

—Se ha unido a un equipo selecto —dijo la entrevistadora—. Dustin Hoffman y Michael Crichton. Veamos su anuncio.

Kaye se inclinó hacia delante. Cosby volvió a aparecer contra un fondo negro, con una marcada expresión de preocupación en el rostro.

—Mis amigos del Centro de Control de Enfermedades y muchos otros investigadores por todo el mundo trabajan duro cada día para solucionar este problema al que todos nos enfrentamos. La gripe de Herodes. El SHEVA. Cada día. Nadie descansará hasta que se haya comprendido y podamos curarlo. Se lo aseguro, estas personas se preocupan, y cuando ustedes sufren, ellos sufren también. Nadie les pide que tengan paciencia. Pero para sobrevivir a esto, todos debemos actuar con inteligencia.

La entrevistadora apartó la mirada de la gran pantalla de televisión que estaba en el plató.

—Veamos un fragmento del mensaje de Dustin Hoffman...

Hoffman estaba de pie en medio de un plató cinematográfico vacío, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones beige hechos a medida. Saludó con una sonrisa amable, pero solemne.

—Me llamo Dustin Hoffman. Puede que recuerden que interpreté a un científico que se enfrentaba a una enfermedad mortífera en una película llamada
Estallido
. He estado hablando con los científicos del Instituto Nacional de la Salud y el Centro de Control y Prevención de Enfermedades, están trabajando con todas sus fuerzas, cada día, para combatir el SHEVA y conseguir que nuestros niños dejen de morir.

La entrevistadora interrumpió el clip.

—¿Qué están haciendo los científicos que no estuviesen haciendo el año pasado? ¿Qué hay de nuevo?

Cosby puso un gesto duro.

—Sólo soy un hombre que intenta ayudar a que superemos esta situación. Los médicos y los científicos son la única esperanza que tenemos, tomar las calles y ponernos a quemar cosas no hará que los problemas desaparezcan. Tenemos que estudiar la situación y trabajar juntos, y no enzarzarnos en peleas y dejarnos llevar por el pánico.

Delia estaba de pie en la puerta del baño, con las rollizas piernas desnudas bajo la pequeña toalla del motel, y el pelo envuelto en otra toalla. Contemplaba fijamente la televisión.

—No va a cambiar nada —dijo—. Mis bebés están muertos.

Mitch volvió de la máquina expendedora de Coca-Cola que estaba situada al final de la hilera de habitaciones y se encontró a Morgan caminando de un lado a otro en un trayecto en U alrededor de la cama. Mantenía los puños cerrados por la frustración.

—No puedo dejar de pensar —dijo Morgan. Mitch le tendió una Coca-Cola y Morgan la contempló, la agarró, y abrió la lata con furia—. ¿Sabes lo que hicieron, lo que hizo Jayce? ¿Cuándo nos hizo falta dinero?

—No quiero saberlo, Morgan —contestó Mitch.

—Es cómo me tratan. Jayce se fue y buscó un hombre dispuesto a pagar, y, ya sabes, ella y Delia se la chuparon y consiguieron el dinero. Dios, yo compartí la comida que compraron. Y la noche siguiente. Estábamos haciendo autostop y Delia empezó a tener el bebé. ¡No me dejaron tocarlas, ni siquiera abrazarlas, no están dispuestas a poner sus manos sobre mí, pero se la chupan a esos tíos por dinero, y les tiene sin cuidado si yo las veo! —Se golpeó la sien con el pulgar—. Son tan estúpidas, como animales de granja.

—Debéis de haberlo pasado muy mal por ahí fuera —dijo Mitch—. Estabais hambrientos.

—Me fui con ellas porque mi padre no es ninguna maravilla, ya sabes, pero no me pega. Trabaja todo el día. Ellas me necesitaban más que él. Pero quiero volver. No puedo hacer nada más por ellas.

—Lo entiendo —dijo Mitch—. Pero no te precipites. Buscaremos una solución.

—¡Estoy tan harto de esta mierda! —gritó Morgan.

En la habitación de al lado oyeron el grito. Jayce se sentó en la cama y se frotó los ojos.

—Ya está otra vez —murmuró.

Delia se estaba secando el pelo.

—A veces no es muy estable —comentó.

—¿Podéis dejarnos en Cincinnati? —preguntó Jayce—. Tengo un tío allí. Tal vez podáis enviar a Morgan de vuelta a casa.

—A veces Morgan parece un chiquillo —dijo Delia.

Kaye las observó desde la butaca, sintiendo que se le ruborizaba el rostro por una emoción que no acababa de comprender: solidaridad mezclada con profundo desagrado.

Minutos después se reunió con Mitch fuera, bajo el largo pasillo del motel. Se tomaron de la mano.

Mitch señaló con el pulgar sobre su hombro, hacia la puerta abierta de la habitación. Volvía a oírse la ducha.

—Es la segunda. Dice que se siente sucio todo el tiempo. Esas chicas no han tratado demasiado bien al pobre Morgan.

—¿Qué esperaba?

—Ni idea.

—¿Acostarse con ellas?

—No lo sé —dijo Mitch con calma—. Puede que tan sólo quiera que le traten con respeto.

—No creo que sepan cómo hacerlo —dijo Kaye. Le presionó el pecho con la mano, masajeándolo, con la mirada centrada en un punto lejano e invisible—. Las chicas quieren que las dejemos en Cincinnati.

—Morgan quiere ir a la estación de autobuses. Ya ha aguantado suficiente.

—La madre naturaleza no está siendo muy amable ni considerada, ¿verdad?

—La madre naturaleza siempre ha sido un poco hija de puta.

—Ahí se queda la idea de montar en Rocinante y recorrer América —dijo Kaye con tristeza.

—Quieres hacer algunas llamadas y volver a implicarte, ¿no es así?

Kaye levantó las manos.

—¡No lo sé! —gimió—. Es sólo que marcharnos y vivir nuestra vida parece tan irresponsable. Quiero aprender más. Pero ¿cuánto nos dirán... Christopher, o cualquiera del Equipo Especial? Ahora soy una intrusa.

—Hay una forma de poder seguir jugando, con reglas diferentes —dijo Mitch.

—¿El tipo rico de Nueva York?

—Daney. Y Oliver Merton.

—¿No vamos a Seattle?

—Sí —contestó Mitch—. Pero llamaré a Merton y le diré que estoy interesado.

—Sigo queriendo tener nuestro bebé —dijo Kaye, con los ojos muy abiertos y la voz frágil como una flor seca.

La ducha se detuvo. Oyeron a Morgan secándose y saliendo, canturreando y maldiciendo alternativamente.

—Es gracioso —dijo Mitch, en voz tan baja que apenas podía oírsele—. La idea me hacía sentir muy incómodo. Pero ahora... todo parece tan claro, los sueños, el conocerte. Yo también quiero que tengamos un bebé. Pero no podemos comportarnos como un par de ingenuos. —Inspiró profundamente, miró a Kaye a los ojos y añadió—. Adentrémonos en ese bosque con un mapa mejor.

Morgan salió al pasillo y les contempló con mirada seria.

—Estoy listo. Quiero irme a casa.

Kaye lo miró y se estremeció ante su intensidad. La mirada del chico parecía tener mil años.

—Te llevaré a la estación de autobuses —le dijo Mitch.

70. Instituto Nacional de la Salud, Bethesda

5 DE MAYO

Dicken se reunió con la directora del Instituto Nacional de Salud Infantil y Desarrollo Humano, la doctora Tania Bao, en el exterior del Edificio Natcher, y caminó junto a ella desde allí. Menuda, vestida con precisión, con un rostro sereno y de edad indeterminada, facciones poco marcadas, nariz menuda, sonrisa fácil y hombros ligeramente encorvados, Bao podría haber pasado por una mujer de cuarenta años, cuando en realidad tenía sesenta y tres. Vestía un traje pantalón azul pálido y mocasines con borlas. Caminaba con pasos cortos y rápidos, pisando con fuerza el suelo desigual. Las obras interminables del campus del INS se habían paralizado por motivos de seguridad, pero ya habían levantado la mayoría de los caminos que iban del Edificio Natcher hasta el Centro Clínico Magnuson.

—El INS solía ser un campus abierto —comentó Bao—. Ahora vivimos con la Guardia Nacional observando cada uno de nuestros movimientos. Ni siquiera puedo comprarle juguetes a mi nieta en los puestos de vendedores. Me encantaba verles por las aceras y los pasillos. Ahora les han expulsado, como a los obreros.

Dicken se encogió de hombros, indicando que esas decisiones se encontraban más allá de su control. Su área de influencia ya ni siquiera le incluía a él mismo.

—He venido a escuchar —dijo—. Puedo transmitirle sus opiniones al doctor Augustine, pero no puedo garantizarle que vaya a aceptarlas.

—¿Qué ha sucedido, Christopher? —preguntó Bao, pensativa—. ¿Por qué no responden a lo que resulta tan obvio? ¿Por qué se muestra Augustine tan obstinado?

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