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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (55 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Augustine se volvió para mirar la entrada de más gobernadores. Los seguía Shawbeck y el secretario de Salud y Servicios Sociales.

—Aquí vienen los leones, seguidos de los cristianos —comentó—. Así es como debe ser. —Antes de alejarse para sentarse en el otro extremo de la mesa, en uno de los tres asientos que no tenían bandera, le dijo en voz baja—: El presidente ha estado hablando con los gobernadores de Alabama y Maryland durante las dos últimas horas, Christopher. Han estado discutiendo con él para que retrase la decisión. No creo que quiera hacerlo. Quince mil mujeres embarazadas han sido asesinadas durante las últimas seis semanas. Quince mil, Christopher.

Dicken había repasado la cifra varias veces.

—Todos deberíamos inclinarnos para que nos diesen una patada en el culo —gruñó Augustine.

Mitch calculó que habría al menos seiscientas personas en la multitud que se dirigía hacia la colina. Unas docenas de observadores seguían al decidido grupo que llevaba el anillo de madera y la carretilla.

Kaye le tomó de la mano.

—¿Es una tradición de Seattle? —le preguntó, tirando de él. La idea de un ritual de fertilidad la intrigaba.

—Ninguna que yo conozca —dijo Mitch. Desde lo de San Diego, el olor a multitud le ponía nervioso.

Al llegar a lo alto del promontorio, Kaye y Mitch se detuvieron junto al borde de un gran reloj solar, de unos diez metros de ancho. Estaba formado por figuras astrológicas de bronce en bajorrelieve, números, manos humanas extendidas y letras caligráficas que indicaban los cuatro puntos cardinales. Cerámica, cristal y cemento coloreado completaban el círculo.

Mitch le mostró a Kaye cómo el observador se convertía en el gnomón del dial, poniéndose en medio de líneas paralelas con las estaciones y fechas proyectadas entre ellas. Eran las dos en punto, según su estimación.

—Es hermoso —comentó Kaye—. Tiene un aire pagano, ¿no crees? —Mitch asintió, sin apartar la vista de la multitud que avanzaba.

Varios hombres y niños con cometas se apartaron del camino, recogiendo los hilos, a medida que el grupo ascendía por la colina. Tres mujeres llevaban el anillo, sudando bajo su peso. Lo colocaron con cuidado en medio del reloj de sol. Dos de los hombres que llevaban el poste se hicieron a un lado, esperando a que lo bajasen.

Cinco mujeres mayores vestidas con ligeras túnicas amarillas penetraron en el círculo tomadas de la mano, sonriendo con dignidad, y rodearon el anillo en el centro de la superficie. El grupo no pronunció ni una palabra.

Kaye y Mitch descendieron hasta el lado sur de la colina, que daba al lago. Mitch sintió la brisa que venía del sur y vio unos cuantos bancos de nubes bajas acercándose al centro de Seattle. El aire parecía vino, limpio y dulce, la temperatura era de unos veinte grados, la sombra de las nubes cubrió la colina con efecto dramático.

—Demasiada gente —le dijo Mitch a Kaye.

—Quedémonos y veamos qué pretenden —contestó Kaye.

La multitud se compactó, formando círculos concéntricos, todos asidos de la mano. Educadamente, le pidieron a Kaye, Mitch y algunas otras personas que se apartasen un poco más mientras completaban la ceremonia.

—Les invitamos a mirar, desde allí —le dijo a Kaye una mujer rolliza en un mono verde. De forma explícita hizo como si Mitch no existiese. Su mirada pareció dirigirse a un punto situado a su espalda, pasando a través de él.

El único sonido que hacía la gente reunida era el susurro de su ropa y el movimiento de sus pies calzados con sandalias sobre la hierba y las figuras en bajorrelieve del dial.

Mitch metió las manos en los bolsillos y encorvó los hombros.

Los gobernadores estaban sentados en torno a la mesa, inclinándose hacia la derecha o la izquierda para hablar en murmullos con sus ayudantes o con colegas adyacentes. Shawbeck permanecía en pie, con las manos sujetas frente a sí. Augustine había rodeado un cuarto de la mesa para hablar con el gobernador de California. Dicken intentaba desentrañar la disposición de asientos y comprendió que seguían un hábil protocolo. Los gobernadores no habían sido colocados por antigüedad, ni por influencia, sino por la distribución geográfica de sus estados. California estaba en el lado oeste de la mesa y el gobernador de Alabama se sentaba junto a la parte de atrás de la habitación, en el cuadrante sudeste. Augustine, Shawbeck y el secretario se sentaban cerca del lugar que ocuparía el presidente.

Eso implicaba algo, conjeturó Dicken. Puede que fuesen a aceptar lo inevitable y a recomendar que las propuestas de Augustine se ejecutasen.

Dicken no estaba completamente seguro de su propia opinión en ese tema. Había escuchado los datos de los costes médicos de asumir el cuidado de los bebés de la segunda etapa, si es que alguno sobrevivía mucho tiempo; también había oído las cifras que mostraban lo que le costaría a Estados Unidos perder una generación completa de niños.

El enlace para asuntos de Salud se situó junto a la puerta.

—Señoras y señores, el presidente de Estados Unidos.

Todos se pusieron en pie. El gobernador de Alabama se levantó más despacio que el resto. Dicken vio que su rostro estaba cubierto de sudor, presumiblemente debido al calor que hacía fuera. Pero Augustine le había dicho que el gobernador había estado reunido con el presidente las dos últimas horas.

Un agente del Servicio Secreto vestido con una blázer y una camisa de golf, pasó junto a Dicken y le miró con esa precisión glacial a la que Dicken hacía tiempo que se había acostumbrado. El presidente entró el primero en la habitación, alto, con su famosa mata de cabello blanco. Tenía buen aspecto, aunque se le veía cansado; aún así, Dicken percibió el poder del cargo. Le agradó que el presidente mirase en su dirección, le reconociese y le saludase solemnemente con una inclinación de cabeza al pasar junto a él.

El gobernador de Alabama echó hacia atrás la silla. Las patas de madera chirriaron sobre el suelo de baldosa.

—Señor presidente —dijo el gobernador, en voz demasiado elevada. El presidente se detuvo para hablar con él y el gobernador dio dos pasos hacia delante.

Dos agentes intercambiaron una mirada y se movieron para intervenir de forma educada.

—Amo al gobierno y a nuestro gran país, señor —dijo el gobernador, y envolvió al presidente en sus brazos, como para darle un abrazo protector.

El gobernador de Florida, que se encontraba junto a ellos, sonrió y sacudió la cabeza, algo avergonzado.

Los agentes estaban sólo a unos centímetros.

«Oh», pensó Dicken, nada más; sólo una conciencia presciente de estar suspendido en el tiempo, el silbido de un tren antes de oírse, los frenos antes de ser pisados, el brazo deseando moverse, pero colgando todavía en su lugar.

Pensó que tal vez debería apartarse de allí.

El joven rubio vestido de negro llevaba una mascarilla de cirujano de color verde y mantenía la mirada baja mientras ascendía por la colina hasta el reloj. Lo escoltaban tres mujeres con ropas marrones y verdes, y llevaba una pequeña bolsa de tela marrón atada con un cordón dorado. Su cabello se agitaba por la brisa que soplaba en la colina.

Los círculos de hombres y mujeres se abrieron para dejarles paso.

Mitch observaba con expresión de desconcierto. Kaye estaba junto a él con los brazos cruzados.

—¿Qué van a hacer? —preguntó Mitch.

—Algún tipo de ceremonia —respondió Kaye.

—¿De fertilidad?

—¿Por qué no?

Mitch reflexionó.

—Expiación —dijo—. Hay más mujeres que hombres.

—Más o menos tres por cada hombre.

—La mayoría de los hombres son mayores.

—«Algodoncillos» —dijo Kaye.

—¿Cómo?

—Así es como llaman las jovencitas a los hombres lo bastante mayores para ser sus padres —contestó Kaye—. Como el presidente.

—Es ofensivo.

—Eso es lo que dicen. No me culpes a mí.

Habían perdido de vista al joven al volver a cerrarse la multitud.

Una gran mano ardiente levantó a Christopher Dicken y le lanzó contra la pared. Le destrozó los tímpanos y le oprimió el pecho. Luego la mano se apartó y él cayó al suelo. Parpadeó. Vio llamas desplazándose por el techo en ondas concéntricas. Estaba cubierto de sangre y restos de carne.

El humo y el calor le hacían llorar los ojos, así que los cerró. No podía respirar, ni oír, ni moverse.

Empezaron a entonar un cántico, en tono bajo y zumbante.

—Vayámonos —dijo Mitch.

Kaye volvió a mirar a la multitud. Ahora también ella tenía la sensación de que algo iba mal. Se le erizó el vello de la nuca.

—De acuerdo —contestó.

Rodearon uno de los caminos y giraron para bajar por el lado norte de la colina. Pasaron junto a un hombre y su hijo, de cinco o seis años; el niño llevaba una cometa en las manos. Le sonrió a Kaye y a Mitch. Kaye contempló los hermosos ojos almendrados del niño, la cabeza de pelo muy corto que parecía egipcia, como una hermosa y antigua estatua de ébano revivida, y pensó: «Qué niño tan guapo y normal. Qué chiquillo tan hermoso.»

Recordó a la pequeña que había visto a un lado de la calle, en Gordi, mientras la caravana de Naciones Unidas abandonaba la ciudad; con un aspecto tan diferente, y sin embargo le provocaba una sensación tan similar.

Le dio la mano a Mitch en el mismo momento en que empezaron a oírse las sirenas. Miraron hacia el aparcamiento y vieron cinco coches de policía que se detenían con brusquedad. Se abrieron las puertas, salieron los agentes y corrieron entre los coches aparcados y a través de la hierba, subiendo la colina.

—Mira —le dijo Mitch, y señaló a un hombre solo, de mediana edad, vestido con pantalones cortos y un jersey, hablando por un teléfono móvil. El hombre parecía asustado.

—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Kaye.

El susurro de la oración se había intensificado. Tres agentes pasaron corriendo junto a Mitch y Kaye, con las pistolas todavía enfundadas, pero uno de ellos había sacado la porra. Se abrieron paso a través de los círculos exteriores de la multitud que se concentraba en lo alto de la colina.

Las mujeres les insultaban. Luchaban con los agentes, empujando, dando patadas, arañando, intentando hacerlos retroceder.

Kaye no podía creer lo que estaba viendo y oyendo. Dos mujeres saltaron sobre uno de los hombres, gritando obscenidades.

El agente con la porra empezó a usarla para proteger a sus compañeros. Kaye oyó el sonido ahogado de los dolorosos golpes del pesado instrumento al chocar con la carne.

Kaye comenzó a subir la colina, pero Mitch la sujetó.

Más agentes se introdujeron entre la multitud, golpeando con las porras. El cántico se detuvo. La multitud pareció perder cohesión. Mujeres con túnicas se alejaron corriendo, tapándose la cara con las manos, de ira y miedo, gritando y llorando con voz frenética. Algunas cayeron al suelo y golpearon la hierba con los puños. Les salía saliva por la boca.

Un furgón de la policía se subió a la acera y atravesó la hierba, forzando el motor. Dos agentes femeninas se subieron en marcha.

Mitch ayudó a Kaye a bajar del montículo y llegaron hasta la base, mirando hacia arriba para no perder de vista a la multitud que todavía se amontonaba alrededor del reloj de sol. Dos agentes salían en ese momento de entre la gente, sujetando al joven de negro. Tenía sangre en el cuello y las manos. Una agente llamó una ambulancia con su walkie talkie. Pasó a unos metros de Mitch y Kaye, con el rostro pálido y los labios rojos de ira.

—¡Maldita sea! —le gritó a la gente que miraba—. ¿Por qué no intentaron detenerlos?

Ni Kaye ni Mitch supieron responder.

El joven de negro se tambaleó y cayó entre los policías que le sujetaban. Su rostro, marcado por el dolor y la conmoción, destacaba blanco como las nubes contra la tierra y la hierba amarillenta.

73. Seattle

Mitch se dirigió al sur por la autovía de Capitol Hill, luego se desvió hacia el este en Denny. El Buick resopló al subir la pendiente.

—Ojalá no lo hubiésemos visto —dijo Kaye.

Mitch maldijo en voz baja.

—Ojalá ni siquiera hubiésemos parado allí.

—¿Se ha vuelto loco todo el mundo? Es demasiado, no consigo imaginar en qué acabará todo esto.

—Retrocedemos, volvemos a comportarnos como en tiempos pasados.

—Como en Georgia. —Kaye se puso el puño en la boca, mordiéndose los nudillos.

—Odio que las mujeres culpen a los hombres —comentó Mitch—. Me da ganas de vomitar.

—Yo no culpo a nadie —dijo Kaye—. Pero tienes que admitir que se trata de una reacción natural.

Mitch la miró con el ceño fruncido, con lo que casi era una mirada asesina, la primera que le dirigía. Kaye se quedó sin aliento en su interior, sintiéndose a la vez triste y culpable, y se volvió para mirar por la ventanilla, observando el largo tramo de Broadway: edificios de ladrillo, peatones, hombres jóvenes con mascarillas verdes, caminando junto a otros hombres, y mujeres caminando con mujeres.

—Olvidémoslo —dijo Mitch—. Vamos a descansar un poco.

El apartamento del segundo piso, ordenado, frío y algo polvoriento tras la larga ausencia de Mitch, estaba sobre Broadway y daba a la fachada de ladrillo del edificio de la oficina de correos, a una pequeña librería y a un restaurante tailandés. Mientras metía las maletas, Mitch se disculpó por un desorden inexistente, desde el punto de vista de Kaye.

—Un piso de soltero —dijo Mitch—. No sé por qué seguí pagando el alquiler.

—Es agradable —comentó Kaye, pasando los dedos sobre el borde de madera oscura del alféizar de la ventana y el esmalte blanco de la pared. El salón estaba caldeado por el sol y el ambiente estaba ligeramente cargado, no con un olor desagradable, sólo a cerrado. Kaye abrió la ventana con cierta dificultad. Mitch se le acercó y la cerró despacio.

—Entrará el humo de la calle —dijo—. Hay una ventana en el dormitorio que da a la parte trasera del edificio. Por allí se ventila bien.

Kaye había pensado que ver el apartamento de Mitch sería algo romántico, agradable, que aprendería cosas sobre él, pero resultaba tan pulcro y estaba tan poco amueblado que se sintió abatida. Examinó los libros de la estantería que estaba junto a la cocina: libros de texto sobre antropología y arqueología, algunos libros viejos de biología, una caja llena de revistas científicas y fotocopias. No había novelas.

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