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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (26 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—¿Cómo puedes asegurar algo así? —preguntó Augustine.

—Como ya le dije a Kaye durante el vuelo hasta aquí, me tomé sus artículos muy en serio hace años. Puse a alguno de mis especialistas de San Diego a investigar la posibilidad. Cuando aparecieron las noticias sobre la activación del SHEVA y luego sobre la Herodes, estaba preparada. Se lo pasé a los chicos de nuestro programa Centinela. Más o menos lo que haces tú, Christopher, pero a escala corporativa. Ya conocemos la estructura de la cápside del SHEVA, cómo se introduce en las células humanas, a qué receptores se fija. El CCE y el Equipo Especial podrían obtener la mitad del reconocimiento y nosotros nos encargaríamos de que todo el mundo tuviese tratamiento. Lo haríamos por poco o nada, por supuesto, tal vez ni siquiera cubriendo costes.

Augustine la miró verdaderamente sorprendido. Cross soltó una risa ahogada. Se inclinó sobre la mesa como si fuese a darle un puñetazo y dijo:

—Te pillé, Mark.

—No me lo creo —dijo Augustine.

—El señor Dicken dice que quiere trabajar directamente con Kaye. Perfecto —concedió Cross.

Augustine cruzó los brazos.

—Pero esa intranet será algo genial. Directa, rápida, lo mejor que podamos construir. Estudiaremos cada maldito HERV del genoma para estar seguros de que el SHEVA no está duplicado en algún lugar, para pillarnos desprevenidos. Kaye puede dirigir ese proyecto. Las aplicaciones farmacéuticas podrían ser maravillosas, absolutamente maravillosas. —Le falló la voz por el entusiasmo.

Kaye se dio cuenta de que ella también se sentía entusiasmada. Cross era increíble.

—¿Qué te ha contado tu gente del HERV, Mark? —preguntó Cross.

—Muchas cosas —dijo Augustine—. Por supuesto, nos hemos concentrado en la Herodes.

—¿Sabéis que el gen más largo activado por el SHEVA, la poliproteína del cromosoma 21, se expresa de forma diferente en los simios y en los humanos? ¿Y que es uno de los tres únicos genes en toda la cascada del SHEVA que difiere en los simios y los humanos?

Augustine sacudió la cabeza.

—Estamos cerca de descubrirlo —dijo Dicken, y miró alrededor algo avergonzado. Cross no le hizo caso.

—Lo que estamos viendo es un catálogo arqueológico de la enfermedad humana, que se remonta a millones de años atrás —dijo Cross—. Al menos una maldita visionaria ya se había dado cuenta y vamos a adelantarnos al CCE hasta la última descripción... Dejaremos al margen a la investigación oficial, Mark, a menos que cooperemos. Kaye puede ayudar a mantener los canales de comunicación. Juntos podemos hacerlo mucho más rápido, por supuesto.

—¿Vas a salvar al mundo, Marge? —preguntó suavemente Augustine.

—No, Mark. Dudo que la Herodes sea mucho más que una molestia desagradable. Pero nos ataca donde más nos duele. Donde hacemos bebés. Todo el que ve la televisión o lee los periódicos está asustado. Kaye es famosa, es mujer y es presentable. Es justo lo que ambos necesitamos. Ése es el motivo por el que el señor Dicken y la directora de Salud Pública pensaron que podría ser útil, ¿no es así? ¿Aparte de su evidente capacidad?

Augustine se dirigió a Kaye.

—Supongo que no fue usted quien buscó a la señora Cross, después de haber aceptado trabajar para nosotros.

—No, no fui yo —dijo Kaye.

—¿Qué espera obtener de este acuerdo?

—Creo que Marge tiene razón —dijo Kaye, sintiendo una confianza en sí misma casi estremecedora—. Debemos cooperar y descubrir qué es esto y qué podemos hacer para solucionarlo.

«Kaye Lang, la guerrera corporativa, fría y distante, sin dudas. Saul, estarías orgulloso de mí.»

—Se trata de una investigación internacional, Marge —dijo Augustine—. Estamos organizando una coalición de veinte países diferentes. La OMS tiene un papel importante en esto. Nada de
prima donnas
.

—Ya he nombrado un comité administrativo para tratar ese tema. Robert Jackson va a dirigir nuestro programa de vacunación. Nuestras funciones serán transparentes. Hace veinticinco años que trabajamos a escala mundial. Sabemos cómo se juega, Mark.

Augustine miró a Cross y a continuación a Kaye. Extendió las manos como para abrazar a Cross.

—Querida —dijo, y se puso en pie para lanzarle un beso.

Cross cloqueó como una gallina vieja.

32. Universidad de Washington, Seattle

Wendell Packer le dijo a Mitch que se reuniese con él en su despacho del Edificio Magnuson. La habitación, en el ala E, era pequeña y de ambiente cargado, sin ventanas, repleta de estanterías de libros y con dos ordenadores, uno de ellos conectado al equipo que se encontraba en el laboratorio de Packer. La pantalla mostraba una larga serie de proteínas que estaban siendo secuenciadas, con bandas rojas y azules y columnas verdes en hermoso desorden, como una escalera torcida.

—Lo hice yo mismo —dijo Packer, alzando una tira impresa de papel continuo para mostrársela a Mitch—. No es que no me fíe de mis estudiantes, pero tampoco quiero arruinar sus carreras, y no quiero que vapuleen mi departamento.

Mitch tomó los papeles y los hojeó.

—Dudo que tengan mucho sentido a simple vista —dijo Packer—. Los tejidos son demasiado antiguos para conseguir secuencias completas, así que busqué genes pequeños específicos del SHEVA, y luego busqué los productos que se forman cuando el SHEVA se introduce en una célula.

—¿Los encontraste? —preguntó Mitch, sintiendo un nudo en la garganta.

Packer asintió.

—Tus muestras tienen SHEVA. Y no son simples contaminaciones procedentes de ti o de la gente con la que estabas. El virus está muy degradado. Utilicé las pruebas de anticuerpos que nos han enviado desde Bethesda, que identifican las proteínas asociadas con el SHEVA. Hay una hormona que estimula los folículos que es específica de la infección por SHEVA. Los resultados coinciden en un porcentaje del sesenta y siete por ciento. No está mal, considerando la antigüedad. Luego me basé en un poco de teoría de la información para diseñar y poner en práctica un método de análisis mejor, para el caso de que el SHEVA haya mutado ligeramente o difiera por otros motivos. Me llevó un par de días, pero conseguí una correspondencia del ochenta por ciento. Para asegurarme más, realicé una prueba Southwestern Blot con ADN del provirus de la Herodes. No hay duda de que tus especímenes tienen restos de SHEVA activado. El tejido del hombre está lleno.

—¿Estás seguro de que es SHEVA? ¿Sin ninguna duda, ni ante un tribunal?

—Considerando la fuente, no prosperaría en un tribunal. ¿Pero si se trata de SHEVA? —Packer sonrió—. Sí. Llevo siete años en este departamento. Tenemos el mejor equipo material que se puede comprar con dinero, y algunos de los mejores especialistas a los que ese equipo puede seducir para que trabajen con nosotros, todo gracias a tres tíos muy ricos de Microsoft. Pero... Siéntate, Mitch, por favor.

Mitch levantó la vista de los papeles y le miró.

—¿Por qué?

—Tú siéntate.

Mitch se sentó.

—Tengo algo más. Karel Petrovich, de Antropología, le pidió a Maria Konig, la chica que está al final de este pasillo, la mejor de nuestro laboratorio, que estudiase una muestra de tejido muy antiguo. ¿Adivinas de dónde sacó la muestra?

—¿De Innsbruck?

Packer sacó otra hoja de papel.

—Le pidieron a Karel específicamente que se dirigiese a nosotros. Nuestra reputación, supongo. Querían que buscásemos marcadores específicos y combinaciones de alelos de los que se utilizan habitualmente para determinar relaciones parentales. Nos dieron una pequeña muestra de tejido, más o menos un gramo. Querían un trabajo muy preciso, y lo querían rápido. Mitch, tienes que jurarme que guardarás un secreto absoluto sobre esto.

—Te lo juro —dijo Mitch.

—Sólo por curiosidad, le pregunté por los resultados a uno de los analistas. No me extenderé con detalles aburridos. El tejido era de un recién nacido. De hace al menos diez mil años. Buscamos los marcadores y los encontramos. Y comparé varios alelos con tus muestras de tejidos.

—¿Coincidían? —preguntó Mitch, fallándole la voz.

—Sí... y no. No creo que Innsbruck vaya a estar de acuerdo conmigo, o con lo que tú pareces insinuar.

—No insinúo. Lo sé.

—Ya, bueno, resulta muy extraño, pero ante un tribunal, yo podría librar a tu espécimen macho de la responsabilidad. Nada de pensión alimenticia para el niño prehistórico. Sin embargo la hembra sí. Los alelos encajan.

—¿Es la madre del bebé?

—Sin ninguna duda.

—¿Pero él no es el padre?

—Sólo he dicho que podría sacarlo del apuro ante un tribunal. Hay algunos detalles genéticos raros en todo esto. Cosas verdaderamente vaporosas, que no había visto en mi vida.

—Pero el bebé es uno de nosotros.

—Mitch, por favor, no me entiendas mal. No voy a apoyarte, no voy a ayudarte a escribir ningún artículo. Tengo un departamento que proteger, y mi propia carrera. Tú, más que nadie, deberías entenderlo.

—Lo sé, lo sé —dijo Mitch—. Pero no puedo continuar yo sólo.

—Déjame que te dé algunos detalles más. Sabes que el
Homo sapiens sapiens
es extraordinariamente uniforme, desde el punto de vista genético.

—Sí.

—Bien, no creo que el
Homo sapiens neandertalensis
fuese tan uniforme. Es un verdadero milagro que pueda decirte esto, Mitch, espero que lo entiendas. Hace tres años, nos hubiese llevado ocho meses hacer el análisis.

Mitch frunció el ceño.

—Creo que no te sigo.

—El genotipo del niño se parece mucho al tuyo y al mío. Es casi moderno. El ADN mitocondrial del tejido que me diste encaja con las muestras que tenemos de antiguos huesos neandertales. Pero me atrevería a decir, si no me piden que lo justifique demasiado, que el macho y la hembra de tus muestras son sus padres.

Mitch se sintió mareado. Se inclinó hacia delante en la silla y apoyó la cabeza entre las rodillas.

—Dios —dijo, con voz débil.

—Una candidata muy tardía para el puesto de Eva —dijo Packer. Levantó una mano—. Mírame, estoy temblando.

—¿Qué puedes hacer, Wendell? —preguntó Mitch, alzando la cabeza para mirarle—. Estoy sentado sobre la historia más importante de la ciencia moderna. Innsbruck va a silenciar el asunto. Puedo intuirlo. Lo negarán todo. Es la salida más fácil. ¿Qué hago? ¿Adónde voy?

Packer se secó los ojos y se sonó con un pañuelo.

—Encuentra a alguien que no sea tan conservador —dijo—. Gente que no pertenezca al mundo académico. Conozco a algunas personas en el CCE. Hablo bastante a menudo con una amiga que trabaja en sus laboratorios de Atlanta, una amiga de una antigua novia, en realidad. Seguimos manteniendo una buena relación. Ha realizado unos análisis de tejidos de cadáveres para un cazador de virus del CCE llamado Dicken, del Equipo Especial de la Herodes. Ha estado buscando rastros del SHEVA en tejidos de cadáveres. Lo que ya no debería sorprendernos.

—¿De Georgia?

Packer no lo entendió de inmediato.

—¿Atlanta?

—No, la República de Georgia.

—Ah... sí, de hecho —dijo Packer—. Pero también ha estado buscando evidencias de gripe de Herodes en archivos históricos. Décadas, siglos incluso. —Packer palmeó la mano de Mitch para llamar su atención—. ¿Crees que podría interesarle oír lo que sabes?

33. Centro Clínico Magnuson, Instituto Nacional de la Salud, Bethesda

Cuatro mujeres estaban sentadas en la habitación fuertemente iluminada. La habitación estaba equipada con dos sofás, dos sillas, una televisión, un reproductor de vídeo, libros y revistas. Kaye se preguntó cómo se las arreglarían los diseñadores de hospitales para crear siempre una atmósfera de esterilidad: madera de color ceniza, frías paredes de color blanco grisáceo, higiénicos paisajes en colores pastel representando playas, bosques y flores. Un mundo desinfectado y relajante.

Observó brevemente a las mujeres a través del cristal de la puerta lateral, mientras esperaba que Dicken y la directora del proyecto del centro clínico se reuniesen con ella.

Dos mujeres negras. Una de treinta y bastantes, corpulenta, sentada muy derecha en una silla, mirando algo en la televisión sin prestarle demasiada atención y con un ejemplar de
Elle
abierto sobre su regazo. La otra de, como mucho, veintipocos, muy delgada, con pechos pequeños y altos, y pelo corto trenzado hacia atrás, sentada con la mejilla en la mano y el codo apoyado sobre el brazo, mirando a nada en particular. Dos mujeres blancas, ambas de unos treinta años, una rubia teñida, con ojeras y aspecto cansado, la otra muy arreglada y con rostro inexpresivo, leían viejos ejemplares de
People
y
Time
.

Dicken se acercaba por el pasillo alfombrado de gris con la doctora Denise Lipton. Lipton tenía unos cuarenta años, era menuda, con rostro afilado y hermoso, y una mirada que parecía capaz de lanzar chispas cuando se enfadaba. Dicken las presentó.

—¿Preparada para ver a nuestras voluntarias, señora Lang? —preguntó Lipton.

—Tanto como puedo estarlo —contestó Kaye.

Lipton sonrió débilmente.

—No están muy contentas. En los últimos días les han hecho pruebas suficientes como para... bueno, como para que no estén muy contentas.

Las mujeres de la habitación alzaron la mirada al oír las voces. Lipton se estiró la bata y empujó la puerta.

—Buenas tardes, señoras —las saludó.

La reunión fue bastante bien. La doctora Lipton acompañó a tres de las mujeres a sus habitaciones, y dejó a Dicken y a Kaye para que hablasen más ampliamente con la cuarta, la mujer negra de mayor edad, la señora Luella Hamilton, de Richmond, Virginia.

La señora Hamilton preguntó si podía tomar una taza de café.

—He perdido mucho líquido. Cuando no son muestras de sangre son mis riñones haciendo cosas raras.

Dicken dijo que les traería una taza a cada una y salió de la habitación.

La señora Hamilton se centró en Kaye y la miró con atención.

—Nos han dicho que usted encontró este bicho.

—No —dijo Kaye—. Yo escribí unos artículos, pero en realidad no lo encontré.

—Es sólo un poco de fiebre —dijo la señora Hamilton—. He tenido cuatro hijos y ahora me dicen que éste no va a ser realmente un bebé. Pero que no me lo van a sacar. Dejemos que la enfermedad siga su curso, dicen. Sólo soy una rata de laboratorio, ¿verdad?

—Eso parece. ¿La tratan bien?

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