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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (21 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Espero que no sea un ejército completo.

—En principio no —dijo Dicken.

—Necesito un equipo —dijo Augustine—, no un grupo de jefecillos cada uno por su lado. Nada de
prima donnas
.

Dicken sonrió.

—¿Alguna diva?

—Sólo si no desafinan. Es hora de cantar el himno nacional. Quiero una revisión de antecedentes de cualquiera de ellos que huela mal. Martha y Karen de recursos humanos pueden encargarse de esa tarea. Nada de exaltados, ni impulsivos. Y nada de raritos.

—Por supuesto —dijo Dicken—. Pero eso me dejará fuera a mí.

—Niño prodigio. —Augustine se humedeció el dedo e hizo un símbolo en el aire—. Se me permite sólo uno. Prerrogativa del gobierno. A las seis en mi oficina. Tráete refrescos, vasos de plástico y un cubo con hielo del laboratorio, hielo limpio, ¿vale?

24. Long Island, Nueva York

Había tres furgones de mudanza junto a la entrada principal de EcoBacter cuando Kaye aparcó el coche. Pasó junto a dos hombres que transportaban una nevera de acero inoxidable de laboratorio frente al mostrador de recepción. Otro sostenía un contador de microplatos y, tras él, un cuarto acarreaba un PC. Las hormigas estaban devorando EcoBacter.

Aunque no importaba. De todas formas, la empresa ya estaba muerta.

Se dirigió a su despacho, que aún no habían tocado, y cerró enérgicamente la puerta tras ella. Sentada en el sillón azul, que había costado unos doscientos dólares, muy cómodo, encendió su ordenador personal y accedió a su cuenta en la página de ofertas de empleo de la Asociación Internacional de Empresas de Biotecnología. Lo que su agente de Boston le había comentado era cierto. Al menos catorce universidades y siete compañías estaban interesadas en sus servicios. Revisó las ofertas. Profesora numeraria, poner en marcha y dirigir un pequeño laboratorio de virología en New Hampshire... profesora de ciencias biológicas en una universidad privada en California, una institución cristiana, baptistas del sur...

Sonrió. Una propuesta de la facultad de medicina de UCLA para trabajar con un consagrado catedrático de genética, anónimo, en un equipo de investigación centrado en enfermedades hereditarias y su conexión con la activación provírica. Marcó esa opción.

Al cabo de quince minutos se recostó en el sillón y se frotó la frente con gesto dramático. Siempre había odiado buscar empleo. Pero no podía desaprovechar su fama momentánea; todavía no había conseguido ningún premio y puede que no sucediese en años. Era el momento de hacerse cargo de su vida y adentrarse en terreno seguro.

Había marcado tres de las veintiuna ofertas como interesantes para examinar con más calma y ya se sentía agotada y sudorosa.

Siguiendo una corazonada, revisó sus mensajes de correo electrónico. Allí encontró el breve mensaje de Christopher Dicken, del CNEI. El nombre le resultó familiar; entonces recordó y lanzó una maldición al monitor, al mensaje que encerraba, al rumbo que tomaba su vida, a toda aquella maldita bola de nieve.

Debra Kim golpeó el cristal transparente de la puerta de su despacho. Kaye maldijo de nuevo, en alto, y Kim se asomó, arqueando las cejas.

—¿Me gritas a mí? —preguntó inocentemente.

—Me han pedido que forme parte de un equipo del CCE —le respondió Kaye, golpeando la mesa con la mano.

—Trabajo gubernamental. Ofrecen un seguro sanitario genial. Libertad para hacer tus propias investigaciones siguiendo tu propia planificación.

—Saul odiaba trabajar para un laboratorio del gobierno.

—Saul era un individualista acérrimo —dijo Kim, y se sentó en el borde de la mesa de Kaye—. Ahora están sacando mi equipo. Supongo que no me queda nada que hacer aquí. Tengo mis fotos y mis discos y... Dios, Kaye.

Kaye se levantó y la abrazó mientras Kim lloraba.

—No sé qué haré con los ratones. ¡Ratones por valor de diez mil dólares!

—Encontraremos un laboratorio que los mantenga para ti.

—¿Cómo vamos a transportarlos? ¡Están repletos de Vibrio! Tendré que sacrificarlos antes de que se lleven el equipo de esterilización y el incinerador.

—¿Qué dicen los de AKS?

—Van a dejarlos en el almacén. No harán nada.

—Es increíble.

—Dicen que son mis patentes y que es mi problema.

Kaye volvió a sentarse, dio vueltas a la agenda en busca de inspiración, pero fue un gesto inútil. Kim no dudaba que podría conseguir trabajo en uno o dos meses, incluso que podría continuar sus investigaciones con ratones SIC. Pero tendrían que ser ratones nuevos, y podría perder de seis meses a un año de trabajo.

—No sé qué decirte —dijo Kaye, fallándole la voz. Alzó las manos, impotente.

Kim le dio las gracias, aunque Kaye no supo muy bien por qué. Se abrazaron de nuevo y Kim se fue.

Había poco, o nada, que pudiese hacer por Debra Kim o por cualquiera de los otros ex empleados de EcoBacter. Kaye sabía que ella tenía tanta responsabilidad en aquel desastre como Saul, responsable por ignorancia. Odiaba recaudar fondos, odiaba las finanzas, odiaba el buscar trabajo. ¿Existía alguna cosa práctica en este mundo que le gustase hacer?

Volvió a leer el mensaje de Dicken. Tenía que encontrar alguna forma de recobrar el aliento, levantarse y volver a unirse a la carrera. Un trabajo a corto plazo para el gobierno podía ser justo lo que necesitaba. No podía imaginar que querría de ella Christopher Dicken; apenas recordaba al hombre bajo y regordete de Georgia.

Utilizando su teléfono móvil (habían cortado las líneas telefónicas del laboratorio) llamó al número de Dicken en Atlanta.

25. Washington, D.C.

—Tenemos resultados de análisis de cuarenta y dos hospitales de todo el país —le dijo Augustine al presidente de Estados Unidos—. Todos los casos de mutaciones y subsiguiente rechazo de los fetos, del tipo que estamos estudiando, están claramente relacionados con la presencia de la gripe de Herodes.

El presidente estaba sentado en la cabecera de la gran mesa de madera pulida, en la Situation Room de la Casa Blanca. Alto y corpulento, su cabeza de rizado cabello blanco sobresalía como un faro. Durante la campaña le habían apodado cariñosamente «Algodoncito», convirtiendo un termino despectivo, utilizado por las jovencitas para referirse a hombres mayores, en una expresión de orgullo y cariño. A su alrededor se encontraban el vicepresidente, el portavoz del Congreso —un demócrata—, el representante de la mayoría del Senado —un republicano—, la doctora Kirby, Shawbeck, el secretario de Salud y Servicios Sociales, Augustine, tres asistentes presidenciales —incluyendo al jefe de gabinete, el representante de la Casa Blanca para asuntos de salud pública— y varias personas que Dicken no conseguía identificar. Era una mesa enorme y habían asignado tres horas a aquella reunión.

Dicken había dejado el teléfono móvil, el busca y el ordenador de bolsillo en el control de seguridad antes de entrar, como habían hecho todos los demás. Un «teléfono móvil» explosivo de un turista había causado daños considerables en la Casa Blanca justo dos semanas antes.

Se sentía algo decepcionado por la Situation Room, nada de pantallas murales ultramodernas, ni consolas de ordenador, ni representaciones gráficas amenazadoras. Tan sólo una habitación amplia y corriente, con una gran mesa y muchos teléfonos. No obstante, el presidente escuchaba con atención.

—El del SHEVA es el primer caso confirmado de transmisión de retrovirus endógenos de humano a humano —decía Augustine—. Sin ningún tipo de duda, la gripe de Herodes está causada por el SHEVA. Durante todos los años que he dedicado a la medicina y la ciencia, nunca he visto nada tan virulento. Si una mujer se encuentra en las primeras fases del embarazo y contrae la Herodes, su feto, su bebé, será abortado. Nuestras estadísticas muestran unas cifras en torno a los diez mil abortos que pueden ser atribuidos ya a este virus. De acuerdo con la información que tenemos actualmente, los hombres son el único origen de la gripe de Herodes.

—Un nombre horrible —dijo el presidente.

—Un nombre efectivo, señor presidente —dijo la doctora Kirby.

—Horrible y efectivo —admitió el presidente.

—No sabemos qué causa la manifestación en los hombres —dijo Augustine—. Aunque sospechamos que se trata de algún tipo de proceso activado por feromonas, tal vez en la pareja femenina. No tenemos ninguna pista de cómo detenerlo. —Repartió unos folios alrededor de la mesa—. Nuestros estadísticos nos dicen que podríamos enfrentarnos a más de dos millones de casos de gripe de Herodes en el próximo año. Dos millones de posibles abortos.

El presidente absorbió pensativo la información. Ya conocía casi todos los detalles por las reuniones anteriores con Frank Shawbeck y el secretario de Salud y Servicios Sociales. La repetición, pensó Dicken, era necesaria para ayudar a los políticos a comprender hasta qué punto los científicos se encontraban a oscuras.

—Todavía no consigo comprender cómo algo que procede de nuestro interior puede causar tanto daño —comentó el vicepresidente.

—El demonio interior —dijo el portavoz del Congreso.

—Aberraciones genéticas similares pueden ser la causa del cáncer —dijo Augustine.

A Dicken aquello le pareció algo impreciso y Shawbeck pareció opinar lo mismo. Ahora era el momento de soltar su arenga, como candidato principal al puesto de director de Salud Pública, en sustitución de Kirby.

—Nos enfrentamos a un problema nuevo para la medicina, sin duda —dijo Shawbeck—. Pero tenemos al VIH contra las cuerdas. Con esa experiencia en nuestro haber, confío en que podamos tener algún resultado en seis u ocho meses. Tenemos importantes centros de investigación por todo el país, y el mundo, centrados en este problema. Hemos diseñado un programa nacional que utiliza los recursos del INS, el CCE y el Centro Nacional para las Enfermedades Infecciosas y Alérgicas. Dividimos la tarta para comerla con más rapidez. Nunca hemos estado, como nación, más preparados para afrontar un problema de esta magnitud. Tan pronto como este programa esté listo, unos cinco mil investigadores en veintiocho centros se pondrán a trabajar. Conseguiremos la ayuda de empresas privadas e investigadores de todo el mundo. En este momento se está planificando un programa internacional. Todo empieza aquí. Todo lo que necesitamos es una respuesta rápida y coordinada de sus secciones respectivas, damas y caballeros.

—No creo que nadie en el Congreso se oponga a una ley extraordinaria de desviación de fondos —dijo el portavoz del Congreso.

—Tampoco en el Senado —añadió el representante de la mayoría—. Estoy impresionado por el trabajo que han realizado hasta ahora, pero caballeros, no me siento tan entusiasta sobre nuestra capacidad científica como me gustaría. Doctor Augustine, doctor Shawbeck, nos ha llevado unos veinte años empezar a controlar el sida, a pesar de gastar miles de millones de dólares en investigación. Lo sé. Perdí una hija por el sida hace cinco años. —Contempló los rostros que rodeaban la mesa—. Si esta gripe de Herodes nos resulta tan nueva, ¿cómo podemos esperar milagros en seis meses?

—Milagros no —dijo Shawbeck—. Empezar a comprenderla.

—Entonces ¿cuánto tiempo pasará hasta que tengamos un tratamiento? No pido una cura, caballeros. Pero ¿al menos un tratamiento? ¿Una vacuna como mínimo?

Shawbeck admitió que no lo sabía.

—Sólo podemos utilizar tan rápido como podamos el poder de la ciencia —dijo el vicepresidente, y miró en torno a la mesa ligeramente inexpresivo, preguntándose en qué se convertiría aquel asunto.

—Lo diré de nuevo, tengo mis dudas —dijo el representante del Senado—. Me pregunto si esto es una señal. Tal vez sea el momento de poner nuestra casa en orden y mirar en el interior de nuestros corazones, hacer las paces con nuestro Hacedor. Está claro que esta vez hemos molestado a fuerzas poderosas.

El presidente se tocó la nariz con un dedo, con expresión seria.

Shawbeck y Augustine tenían la suficiente experiencia como para permanecer callados.

—Senador —dijo el presidente—, rezo para que esté equivocado.

Tras concluir la reunión, Augustine y Dicken siguieron a Shawbeck por un pasillo lateral, pasando junto a los despachos del sótano hasta un ascensor en la parte posterior. Shawbeck estaba claramente enfadado.

—Qué hipocresía —murmuró—. Odio cuando invocan a Dios. —Agitó los brazos para relajar la tensión del cuello y dejó escapar una risa ahogada—. Yo voto por los extraterrestres. Llamemos a los de Expediente X.

—Me gustaría poder reírme, Frank —dijo Augustine—. Pero estoy demasiado asustado. Nos encontramos en territorio inexplorado. La mitad de las proteínas activadas por el SHEVA nos resultan desconocidas. No tenemos ni idea de lo que hacen. Esto podría hundirse como una piedra. Sigo preguntando, ¿por qué yo, Frank?

—Porque eres muy ambicioso, Mark —dijo Shawbeck—. Tú encontraste esta piedra en concreto y miraste lo que había debajo. —Shawbeck sonrió con cierta malicia—. No es que tuvieses muchas opciones... a la larga.

Augustine inclinó la cabeza hacia un lado. Dicken podía oler su nerviosismo. Él mismo se sentía algo mareado. «Estamos en apuros —pensó—, y damos palos de ciego».

26. Seattle

DICIEMBRE

No habiendo sido nunca del tipo de los que se quedaban quietos durante mucho tiempo, Mitch pasó un día con sus padres en su pequeña granja de Oregón y a continuación tomó un Amtrack para Seattle.

Alquiló un apartamento en Capitol Hill, echando mano de un antiguo fondo de pensiones, y le compró un viejo Buick Skylark por dos mil dólares a un amigo de Kirkland.

Afortunadamente, a esa distancia de Innsbruck, las momias neandertales sólo despertaban una moderada curiosidad en la prensa. Concedió una entrevista: al redactor científico del
Seattle Times
, que a continuación lo cambió todo y le etiquetó como agresor recurrente contra el discreto y decente mundo de la arqueología.

Una semana después de su regreso a Seattle, la Confederación de las Cinco Tribus del condado de Kumash volvió a enterrar al Hombre de Pasco en una complicada ceremonia en los márgenes del río Columbia, en el este del estado de Washington. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército cubrió la tumba con cemento para evitar la erosión. Los científicos protestaron, pero no invitaron a Mitch a unirse a la protesta.

Más que ninguna otra cosa, necesitaba tiempo para estar a solas y pensar. Podía vivir de sus ahorros durante unos seis meses, pero dudaba que eso fuese tiempo suficiente para que su mala reputación se enfriase y pudiese conseguir un nuevo empleo en algún lugar.

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