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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (19 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Caddy lo observaba todo con preocupación y también con fascinación felina. Finalmente, abrazó a Kaye y dijo algo a lo que Kaye contestó, automáticamente, que estaría bien. Caddy quería marcharse, pero no se decidía a hacerlo.

En ese momento, el gato naranja, Crickson, entró en la habitación. Kaye lo agarró y lo abrazó; de repente se preguntó si habría visto lo sucedido, se detuvo y volvió a dejarlo con delicadeza en el suelo.

Los minutos se alargaban como si fuesen horas. La luz del día se desvanecía y la lluvia golpeaba contra las ventanas del salón. Finalmente, el señor Toro regresó y le tocó el turno de marcharse al señor Muerte.

Caddy observaba, sintiéndose culpable por su horror y fascinación.

—No les podemos limpiar lo de ahí arriba —le dijo el señor Toro. Le tendió una tarjeta—. Esta gente tiene un pequeño negocio. Se encargan de este tipo de cosas. No es barato, pero hacen un buen trabajo. Son marido y mujer. Cristianos. Buena gente.

Kaye asintió y aceptó la tarjeta. Ya no quería la casa; pensó en cerrar la puerta sin más y marcharse.

Caddy fue la última en irse.

—¿Dónde vas a pasar la noche, Kaye? —le preguntó.

—No lo sé —dijo Kaye.

—Puedes quedarte con nosotros, cariño.

—Gracias —dijo Kaye—. Hay una cama en el laboratorio. Creo que dormiré allí esta noche. ¿Podrías cuidar de los gatos? No puedo... ocuparme de ellos ahora.

—Por supuesto. Los buscaré. ¿Quieres que vuelva? —preguntó Caddy—. ¿Que limpie... ya sabes? ¿Han terminado los otros?

—Ya te llamaré —dijo Kaye, a punto de derrumbarse de nuevo.

Caddy la abrazó hasta hacerle daño y se fue a buscar a los gatos. Se marchó diez minutos después y Kaye se quedó sola en la casa.

Sin una nota, ni un mensaje, nada.

Sonó el teléfono. No contestó durante un rato, pero siguió sonando y alguien había desconectado el contestador, quizá Saul. Quizá fuese Saul, pensó sobresaltándose, odiándose por haber abandonado la esperanza por un momento, y levantando el auricular de inmediato.

—¿Es usted Kaye?

—Sí —contestó con voz ronca. Se aclaró la garganta.

—Señora Lang, soy Randy Foster de Industrias AKS. Tengo que hablar con Saul. Sobre el acuerdo. ¿Está en casa?

—No, señor Foster.

Una pausa. Embarazosa. ¿Qué podía decir? ¿A quién decírselo por ahora? ¿Y quién era Randy Foster, y de qué acuerdo hablaba?

—Perdone. Dígale que ya hemos terminado con los abogados y que los contratos están listos. Los enviaremos mañana. Hemos fijado una reunión para las cuatro de la tarde. Estoy deseando conocerla señora Lang.

Kaye murmuró algo y colgó el teléfono. Por un momento pensó que iba a derrumbarse, a derrumbarse de verdad. En vez de eso, despacio y con deliberación, volvió a subir las escaleras e hizo una maleta con la ropa que podría necesitar durante la semana siguiente.

Después abandonó la casa y condujo hasta EcoBacter. El edificio estaba casi vacío, era la hora de cenar y ella no tenía hambre. Utilizó su llave para abrir el pequeño despacho lateral donde Saul había colocado una cama y algunas mantas, dudó un momento antes de abrir la puerta. La empujó y entró despacio.

La pequeña habitación sin ventanas estaba oscura, vacía y fría. Olía a limpio.

Todo estaba en orden.

Kaye se desvistió y se metió bajo la manta de lana beige y las crujientes sábanas blancas.

La mañana siguiente, temprano, antes del amanecer, se despertó sudando y temblando; no enferma sino horrorizada por el espectro de su nuevo yo: una viuda.

20. Londres

Finalmente, los periodistas localizaron a Mitch en Heathrow. Sam estaba sentado frente a él, ante una mesa de la sala que rodeaba el bar de marisco, mientras cinco de ellos, dos mujeres y tres hombres, se amontonaban junto a la barrera de plantas de plástico de media altura que rodeaba la zona de mesas, y lo acribillaban con preguntas. Viajeros, curiosos e irritados, les observaban desde otras mesas o pasaban cerca arrastrando su equipaje.

—¿Fue usted el primero en confirmar que eran prehistóricos? —le preguntó la mujer de mayor edad, sujetando la cámara con una mano. Se apartó unos mechones de pelo teñido con henna, insegura, moviendo los ojos de un lado a otro, fijando finalmente la vista en Mitch, esperando su respuesta.

Mitch picoteó su cóctel de gambas.

—¿Cree que tienen alguna conexión con el Hombre de Pasco de Estados Unidos? —preguntó uno de los hombres, obviamente esperando provocarle.

Mitch no conseguía diferenciar a los tres hombres entre sí. Todos tenían treinta y tantos, vestían trajes negros arrugados y llevaban cuadernos taquigráficos y grabadoras digitales.

—Ésa fue su última catástrofe, ¿verdad?

—¿Le han expulsado de Austria? —preguntó otro de los hombres.

—¿Cuánto le pagaron los alpinistas fallecidos para que guardase el secreto? ¿Cuánto iban a cobrar por las momias?

Mitch se reclinó en la silla, se estiró ostensiblemente y sonrió. La mujer del pelo teñido lo grabó diligentemente. Sam agitó la cabeza y se encogió como si se encontrase bajo la lluvia.

—Pregúntenme por el niño —dijo Mitch.

—¿Qué niño?

—Pregúntenme por el bebé. El bebé normal.

—¿Cuantos lugares saquearon? —preguntó jovialmente la mujer del pelo teñido.

—Encontramos al bebé en la cueva, con sus padres —dijo Mitch. Se levantó, apartando la silla de hierro forjado con un chirrido desagradable—. Vámonos, papá.

—Bien —dijo Sam.

—¿Qué cueva? ¿La cueva de los hombres de las cavernas? —preguntó el hombre que se hallaba en medio.

—Hombre y mujer de las cavernas —corrigió la mujer joven.

—¿Piensa que lo secuestraron? —preguntó pelo teñido, humedeciéndose los labios.

—¡Secuestraron a un bebé, lo mataron, se lo llevaron a los Alpes, tal vez como alimento... quedaron atrapados en medio de una tormenta y murieron! —comentó con entusiasmo el hombre de la izquierda.

—¡Ésa sí que sería una historia! —dijo el hombre número tres, a la izquierda.

—Pregúntenles a los científicos —dijo Mitch y se dirigió al mostrador con las muletas, para pagar la cuenta.

—¡Ésos dan información como si se tratase de dispensas papales! —gritó a su espalda la mujer más joven.

21. Washington, D.C.

Dicken estaba sentado junto a Mark Augustine en el despacho de la directora de Salud Pública, la doctora Maxine Kirby. Ella era de mediana estatura, corpulenta, con perspicaces ojos almendrados sobre una piel color chocolate que mostraba tan sólo unas cuantas líneas de expresión, contradiciendo sus seis décadas; esas líneas, sin embargo, se habían vuelto más profundas durante la última hora.

Eran las once de la noche y ya habían repasado dos veces los detalles. Por tercera vez, el ordenador portátil volvió a iniciar la secuencia de gráficos y definiciones, pero sólo Dicken la contemplaba.

Frank Shawbeck, subdirector del Instituto Nacional de Salud, entró de nuevo en la habitación por la pesada puerta gris, después de haber hecho una visita al baño situado al fondo del pasillo. Todos sabían que a Kirby no le gustaba que otras personas utilizasen su cuarto de baño privado.

La directora de Salud Pública contempló el techo, y Augustine le dirigió a Dicken una breve mirada con el ceño fruncido, preocupado por si la presentación no había sido convincente.

La directora levantó una mano.

—Christopher, por favor, apaga ese cacharro. La cabeza me da vueltas. —Dicken pulsó la tecla ESCAPE del portátil y apagó el retroproyector. Shawbeck aumentó la intensidad de las luces del despacho y se metió las manos en los bolsillos. Adoptó una postura de respaldo incondicional en una esquina de la gran mesa de arce de Kirby.

—Esas estadísticas locales —dijo Kirby—, todas de hospitales de la zona, es un punto importante, está sucediendo en el vecindario... y todavía estamos recibiendo informes de otras ciudades y de otros estados.

—Continuamente —confirmó Augustine—. Intentamos ser todo lo discretos que podemos, pero...

—Empiezan a sospechar. —Kirby sujetó uno de sus dedos índices y contempló la uña pintada, algo desconchada. La uña era de color azul verdoso. La directora de Salud Pública tenía sesenta y un años, pero utilizaba esmalte de uñas para adolescentes—. En cualquier momento saldrá en las noticias. El SHEVA es algo más que una curiosidad. Lo mismo que la gripe de Herodes. La Herodes provoca mutaciones y abortos. Por cierto, ese nombre...

—Puede que sea demasiado directo. ¿A quién se le ocurrió?

—A mí —dijo Augustine.

Shawbeck estaba actuando de perro guardián. Dicken le había visto jugar al adversario con Augustine anteriormente, y nunca sabía hasta qué punto la actitud era genuina.

—Bien, Frank, Mark, ¿es ésta mi munición? —preguntó Kirby. Antes de que pudiesen responder, adoptó un gesto aprobador y especulativo, frunciendo los labios, y dijo—: Es condenadamente aterrador.

—Lo es —afirmó Augustine.

—Pero no tiene ningún sentido —añadió Kirby—. ¿Algo surge de nuestros genes y crea bebés monstruos... con sólo un enorme ovario? Mark, ¿qué demonios?

—No sabemos cuál es la etiología, señora —dijo Augustine—. Nos faltan medios; dadas las circunstancias, hemos reducido el personal al mínimo en todos los proyectos.

—Estamos reclamando más dinero, Mark. Ya lo sabes. Pero el ambiente en el Congreso no es bueno. No quiero que me pillen con una falsa alarma.

—Biológicamente, el trabajo es de la más alta categoría. Políticamente, es una bomba de relojería —dijo Augustine—. Si no lo hacemos público pronto...

—Maldita sea, Mark —dijo Shawbeck—. ¡No tenemos ninguna conexión directa! La gente que pilla esta gripe... ¡todos sus tejidos siguen inundados de SHEVA semanas después! ¿Qué pasa si los virus son viejos y débiles y no tienen ninguna relación? ¿Y si se expresan porque... —agitó la mano— hay menos ozono y todos recibimos más rayos UVA o algo así, como el herpes que aparece en las pupas de los labios? Tal vez sean inofensivos, tal vez no tengan nada que ver con los abortos.

—No creo que sea una coincidencia —dijo Kirby—. Hay demasiadas coincidencias en las cifras. Lo que quiero saber es ¿por qué el organismo no devora estos virus, por qué no se deshace de ellos?

—Porque se liberan continuamente durante meses —contestó Dicken—. Sea lo que sea lo que el cuerpo haga con ellos, continúan expresándose en diferentes tejidos.

—¿Qué tejidos?

—Todavía no estamos seguros —dijo Augustine—. Estamos mirando en la médula ósea y la linfa.

—No hay absolutamente ningún signo de viremia —añadió Dicken—. No hay inflamación del bazo ni de los ganglios linfáticos. Virus por todas partes, pero no provocan reacciones importantes. —Se frotó la mejilla, preocupado—. Me gustaría volver a revisar algo.

La directora de Salud Pública volvió a mirarle, y Shawbeck y Augustine; advirtiendo su concentración, se mantuvieron en silencio.

Dicken acercó la silla unos centímetros.

—Las mujeres agarran el SHEVA de sus parejas masculinas estables. Las mujeres solteras, las mujeres sin parejas estables, no agarran el SHEVA.

—Eso es una estupidez —dijo Shawbeck, con gesto de disgusto—. ¿Cómo demonios va a saber una enfermedad si una mujer convive con alguien o no? —Ahora fue Kirby quien frunció el ceño. Shawbeck se disculpó—. Pero ya sabe lo que quiero decir —dijo, a la defensiva.

—Está en las estadísticas —rebatió Dicken—. Lo hemos repasado minuciosamente. Se transmite de los hombres a sus parejas femeninas, mediante una exposición bastante prolongada. Los hombres homosexuales no lo transmiten a sus parejas. Si no hay contacto heterosexual, no hay contagio. Es una enfermedad de transmisión sexual, pero selectiva.

—¡Dios! —exclamó Shawbeck, sin que Dicken pudiese descifrar si la respuesta era de escepticismo o de asombro.

—De momento supondremos que es así —dijo la directora de Salud Pública—. ¿Qué ha provocado que el SHEVA aparezca ahora?

—Es evidente que el SHEVA y los humanos mantienen una vieja relación —dijo Dicken—. Podría tratarse del equivalente humano de un fago lisogénico. En las bacterias, los fagos lisogénico se manifiestan cuando las bacterias se ven sometidas a estímulos que pueden interpretarse como amenazas para la vida, es decir, estrés. Tal vez el SHEVA reacciona ante cosas que causan estrés a los humanos. Superpoblación. Condiciones sociales. Radiación.

Augustine le dirigió una mirada de advertencia.

—Somos mucho más complicados que las bacterias —concluyó.

—¿Crees que el SHEVA se manifiesta ahora debido a la superpoblación? —preguntó Kirby.

—Quizá, pero ésa no es la cuestión —dijo Dicken—. Los fagos lisogénicos pueden cumplir en ocasiones una función simbiótica. Ayudan a las bacterias a adaptarse a nuevas condiciones, e incluso a nuevas fuentes de alimento o de oportunidades, mediante el intercambio de genes. ¿Y si el SHEVA desempeña una función útil para nosotros?

—¿Manteniendo bajos los niveles de población? —aventuró Shawbeck con escepticismo—. ¿El estrés de la superpoblación hace que manifestemos pequeños expertos en abortos? ¡Vaya!

—Quizá. No lo sé —dijo Dicken, secándose las manos en los pantalones, nervioso. Kirby se fijó en eso y le miró con calma, algo incómoda por él.

—¿Quién lo sabe? —preguntó.

—Kaye Lang —contestó Dicken.

Augustine le hizo una ligera señal con la mano, que pasó inadvertida para la directora; Dicken caminaba sobre hielo muy frágil. Eso no lo habían discutido con anterioridad.

—Parece que se adelantó a todos los demás con lo del SHEVA —dijo Kirby. Con los ojos muy abiertos se inclinó sobre la mesa y le miró desafiante—. Pero Christopher, ¿cómo podías saber eso... en agosto, en la República de Georgia? ¿Tu intuición de cazador?

—Había leído sus artículos —dijo Dicken—. Lo que planteaba era intrínsecamente fascinante.

—Siento curiosidad. ¿Por qué te envió Mark a Georgia y Turquía? —preguntó Kirby.

—Casi nunca envío a Christopher a ningún lugar —dijo Augustine—. Tiene instinto de lobo cuando se trata de encontrar el tipo de presa al que nos dedicamos.

Kirby mantuvo la mirada sobre Dicken.

—No seas tímido, Christopher. Mark te tenía por ahí, explorando en busca de una enfermedad aterradora. Es de admirar, medicina preventiva aplicada a la política. ¿Y en Georgia coincidiste con la señora Kaye Lang por casualidad?

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