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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (14 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Ahora, al parecer, docenas de laboratorios y centros de investigación estaban deseosos de mostrarle los resultados del trabajo que habían realizado para confirmar sus especulaciones. Para su tranquilidad mental decidió aceptar invitaciones de aquellas facultades, centros y laboratorios que la habían alentado de alguna forma en los últimos años, y en particular, el Carl Rose Center for Domain Research, de Cambridge, Massachussets.

El Rose Center estaba en medio de cuarenta hectáreas de pinos plantados en los años cincuenta: un espeso bosque rodeando un edificio de laboratorios de forma cúbica; el cubo no se asentaba plano sobre el terreno sino que se elevaba por uno de los lados. Dos plantas de laboratorios quedaban bajo tierra, directamente por debajo y hacia el este de la parte elevada. Financiado en su mayor parte por las aportaciones de la inmensamente rica familia Van Buskirk de Boston, el Rose Center llevaba treinta años investigando en biología molecular.

A tres científicos del Rose les habían concedido becas del Proyecto Genoma Humano, el ambicioso y fuertemente subvencionado esfuerzo multilateral para secuenciar y entender la genética humana en su totalidad; para analizar arcaicos fragmentos genéticos, hallados en las denominadas regiones basura de los genes humanos, llamados intrones. La científica al frente de esta investigación era Judith Kushner, que había sido la directora de la tesis de Kaye en Stanford.

Judith Kushner medía aproximadamente un metro y sesenta y cinco centímetros, tenía el pelo negro rizado, una cara redonda y soñadora, que parecía estar siempre al borde de una sonrisa, y unos ojos oscuros pequeños y ligeramente saltones. Se la consideraba internacionalmente una verdadera experta, alguien capaz de diseñar cualquier experimento y conseguir que cualquier aparato hiciese lo que se suponía que debía hacer, en otras palabras, de realizar los experimentos reiterados necesarios para conseguir que la ciencia fuese realmente efectiva.

El que actualmente se pasase la mayor parte del tiempo rellenando papeles y aconsejando a estudiantes licenciados y posdoctorados era simplemente un indicativo de cómo funcionaba la ciencia moderna.

La asistente y secretaria de Kushner, una joven pelirroja dolorosamente delgada llamada Fiona Bierce, guió a Kaye a través del laberinto de laboratorios hasta el ascensor principal que las conduciría abajo.

El despacho de Kushner estaba en la planta cero, bajo tierra pero por encima del sótano: paredes sin ventanas, de cemento, pintadas de un agradable beige pálido. Las paredes estaban cubiertas de libros bien ordenados y revistas especializadas. Se oía el murmullo de fondo de los cuatro ordenadores situados en una esquina, incluido un superordenador de simulación donado por Mind Design, de Seattle.

—¡Kaye Lang, me siento tan orgullosa! —Al entrar Kaye, Kushner se levantó de la silla, radiante, y extendió los brazos para abrazarla. Canturreó y llevó a su antigua estudiante bailando por la habitación, sonriendo con júbilo profesoral—. Dime, ¿quién te dio la noticia?, ¿Lynn?, ¿el viejo en persona?

—Lynn me llamó ayer —dijo Kaye, ruborizándose.

Kushner le agarró las manos y se las levantó hacia el techo como un contendiente celebrando una victoria.

—¡Es fantástico!

—Realmente es demasiado —dijo Kaye y, ante la indicación de Kushner, se sentó junto a la gran pantalla plana del ordenador de simulación.


Carpe diem!
¡Disfrútalo! —le aconsejó Kushner con vehemencia—. Te lo has ganado, cariño. Te he visto tres veces en el televisor. Jackie Oniama en la Triple C Network intentando hablar de ciencia, ¡muy divertido! ¿En persona se parece tanto a una muñeca?

—La verdad es que todos fueron muy amables. Pero estoy agotada de intentar explicar cosas.

—Hay mucho que explicar. ¿Cómo está Saul? —preguntó Kushner, ocultando cierta aprensión.

—Se encuentra bien. Todavía estamos intentando precisar si nos asociaremos con los georgianos.

—Si no se asocian con vosotros después de esto, es que todavía les queda mucho camino por recorrer para convertirse en capitalistas —dijo Kushner, y se sentó junto a Kaye.

Fiona Bierce parecía contenta limitándose a escuchar. Sonreía ampliamente.

—Bien... —dijo Kushner, mirando fijamente a Kaye—. No ha sido un camino muy largo, ¿verdad?

Kaye se rió.

—¡Me siento tan joven!

—Yo me siento muy envidiosa. Ninguna de mis estrafalarias teorías ha recibido ni de lejos tanta atención.

—Sólo chorros de dinero —dijo Kaye.

—Chorros y chorros. ¿Necesitas un poco?

Kaye sonrió.

—No querría comprometer nuestra posición profesional.

—Ah, el nuevo mundo de la biología rentable, tan importante, secreto y pagado de sí mismo. Recuerda, cariño, se supone que las mujeres hacen ciencia de forma diferente. Escuchamos y nos esforzamos y escuchamos y nos esforzamos, exactamente como la pobre Rosalind Franklin. Nada que ver con esos chicos alocados. Y todo ello por motivos de la más alta pureza ética. En fin... ¿cuándo pensáis salir a bolsa tú y Saul? Mi hijo intenta rentabilizar mi fondo de pensiones.

—Probablemente nunca —dijo Kaye—. Saul odiaría tener que dar cuentas a los accionistas. Además, antes debemos tener éxito, ganar algo de dinero, y todavía falta mucho para eso.

—Basta de trivialidades —dijo Kushner con firmeza—. Tengo algo interesante que enseñarte. Fiona, ¿podrías ejecutar nuestra pequeña simulación?

Kaye apartó la silla hacia un lado. Bierce se sentó junto al teclado del ordenador de simulación y flexionó los dedos como una pianista.

—Judith lleva tres meses trabajando como una esclava en este proyecto —dijo—. Se ha basado en gran parte en tus artículos, y el resto en datos de tres proyectos diferentes del genoma, y cuando se dio la alarma estábamos preparados.

—Fuimos directos a tus marcadores y encontramos las rutinas de ensamblaje —dijo Kushner—. La cubierta del SHEVA y su sistema universal de reparto humano. Esto es la simulación de una infección, basada en resultados del laboratorio de la quinta planta, el grupo de John Dawson. Infectaron hepatocitos en un cultivo de tejidos densos. Esto es lo que sucedió.

Kaye observó mientras Bierce volvía a iniciar la secuencia de ensamblaje simulada. Las partículas del SHEVA entraban en los hepatocitos, células de hígado en una placa de cultivo de laboratorio, y cortaban ciertas funciones celulares, colaboraban con otras, transcribían su ARN en ADN y lo integraban en el ADN de la célula; luego comenzaban a replicarse.

En brillantes colores simulados, nuevas partículas del virus se formaban a partir del citosol, el fluido interno de la célula. Los virus migraban a la membrana exterior de la célula y la atravesaban saliendo al mundo exterior, cada una de las partículas envuelta cuidadosamente en un pedacito de la propia piel de la célula.

—Consumen parte de la membrana, pero es todo bastante suave y controlado. Los virus provocan tensiones en las células, pero no las matan. Y al parecer, aproximadamente una de cada veinte partículas del virus es viable, cinco veces más que en el caso del VIH.

Repentinamente, la simulación cambió, ampliando la imagen y centrándose en las moléculas creadas junto con los virus, envueltas en embalajes de transporte celular llamados vesículas y liberadas junto a las nuevas partículas infecciosas. Llevaban comentarios en naranja brillante: «¿PGA?» y «¿PGE?».

—Páralo ahí, Fiona. —Kushner señaló y golpeó con el dedo las letras naranjas—. El SHEVA no carga con todo lo que necesita para provocar la gripe de Herodes. Seguimos encontrando grandes aglomeraciones de proteínas en las células infectadas por SHEVA, para las que no existe código en el SHEVA y que no se parecen a nada que yo haya visto antes. Y después... la aglomeración se rompe y quedan todas esas proteínas más pequeñas que no deberían haber estado ahí.

—Buscamos proteínas que pudiesen estar cambiando nuestros cultivos celulares —dijo Bierce—. Lo hicimos muy en serio. Nos tuvo desconcertados durante dos semanas, y entonces enviamos algunas células infectadas a una biblioteca comercial de tejidos para compararlos. Separaron las nuevas proteínas y descubrieron...

—Es mi historia, Fiona —dijo Kushner, agitando el dedo.

—Lo siento —dijo Fiona, sonriendo tímidamente—. ¡Es tan genial que pudiésemos hacerlo tan rápido!

—Finalmente decidimos que el SHEVA activa un gen en otro cromosoma. Pero ¿cómo? Seguimos buscando... y encontramos un gen activado por SHEVA en el cromosoma 21. Codifica nuestra poliproteína, lo que llamamos LPC (Large Protein Complex), el gran complejo proteínico. Un único factor de transcripción controla específicamente la expresión de este gen. Buscamos el factor y lo encontramos en el genoma del SHEVA. Un cofre del tesoro cerrado en el cromosoma 21, y las llaves necesarias en el virus. Están emparejados.

—Asombroso —dijo Kaye.

Bierce ejecutó la simulación de nuevo, esta vez centrándose en lo que sucedía en el cromosoma 21, la creación de la poliproteína.

—Pero Kaye, querida Kaye, eso no es ni mucho menos todo. Tenemos un misterio. La proteasa del SHEVA se divide en tres nuevas ciclooxigenasas y lipooxigenasas del LPC, que a continuación sintetizan tres diferentes y únicas prostaglandinas. Dos de ellas son nuevas para nosotros, la verdad es que resulta asombroso. Todas parecen muy potentes. —Kushner utilizó un bolígrafo para señalar las prostaglandinas saliendo de una célula—. Esto podría explicar los comentarios sobre abortos.

Kaye frunció el ceño, reflexionando.

—Calculamos que una infección total de SHEVA podría producir suficientes prostaglandinas de este tipo como para abortar cualquier embarazo en el plazo de una semana.

—Por si eso no fuese lo suficientemente extraño —dijo Bierce, y señaló las series de glicoproteínas—, las células infectadas fabrican éstas como subproducto. No las hemos analizado completamente, pero se parecen mucho a la FSH y a la LH, la hormona que estimula los folículos y la hormona luteinizante. Y estos péptidos parecen estar liberando hormonas.

—Los viejos amos ya conocidos del destino femenino. Maduración y liberación ovular.

—¿Por qué? —preguntó Kaye—. Si acaban de provocar un aborto... ¿por qué forzar una ovulación?

—No sabemos cuál se activa primero. Podría ser ovulación y a continuación aborto —dijo Kushner—. Recuerda que esto es una célula de hígado. Ni siquiera hemos empezado a investigar la infección en tejidos reproductores.

—¡No tiene sentido!

—Ahí está el reto —dijo Kushner—. Sea lo que sea tu pequeño retrovirus endógeno, está lejos de ser inofensivo, al menos para las mujeres. Parece algo diseñado para invadirnos, controlarnos y dejarnos bien jodidas.

—¿Sois los únicos que habéis trabajado en esto? —preguntó Kaye.

—Probablemente.

—Hoy mismo vamos a enviar los resultados al INS y al Proyecto Genoma —dijo Bierce.

—Y te informamos con antelación —añadió Kushner, apoyando la mano sobre el hombro de Kaye—. Quiero que tengas cuidado.

Kaye frunció el ceño.

—No entiendo.

—Cariño, no seas ingenua —dijo Kushner, con ojos preocupados—. Lo que estamos viendo podría ser una catástrofe de proporciones bíblicas. Un virus que mata bebés. Muchísimos bebés. Alguien podría considerarte una mensajera. Y ya sabes lo que les hacen a los mensajeros que traen malas noticias.

14. Atlanta

OCTUBRE

El doctor Michael Voight caminaba con paso rápido, con sus largas piernas de araña, por delante de Dicken, recorriendo el pasillo que conducía a la sala de residentes.

—Es curioso que lo pregunte —dijo el doctor Voight—. Nos estamos encontrando con muchas anomalías obstétricas. Ya hemos tenido unas cuantas reuniones por ese asunto. Pero no hemos estudiado el efecto de la gripe de Herodes. Vemos todo tipo de infecciones, gripe, por supuesto, pero todavía no tenemos las pruebas para detectar el SHEVA. —Se volvió a medias para preguntar—: ¿Una taza de café?

El Hospital de la Ciudad Olímpica de Atlanta tenía seis años de antigüedad, se había construido con presupuesto municipal y federal para aliviar la presión de los otros hospitales del casco urbano. Aportaciones privadas y una partida especial del presupuesto de las olimpiadas lo habían convertido en uno de los hospitales mejor equipados del estado, atrayendo a algunos de los mejores y más brillantes médicos jóvenes y también a unos cuantos veteranos descontentos. El mundillo de las aseguradoras médicas estaba afectando a los buenos especialistas, que habían visto desplomarse sus ingresos en la última década y cómo los métodos de atención a sus pacientes eran controlados por contables. Al menos, el Hospital de la Ciudad Olímpica les proporcionaba prestigio.

Voight condujo a Dicken al interior de la sala y le sirvió una taza de café de una cafetera de acero inoxidable. Voight le explicó que tanto los internos como los residentes podían utilizar la habitación.

—Suele estar vacía a esta hora de la tarde. Es la hora de más actividad ahí fuera, cuando la vida se agita y arroja a sus víctimas.

—¿Qué tipo de anomalías? —preguntó Dicken, impaciente.

Voight se encogió de hombros, apartó una silla de la mesa de formica y extendió sus largas piernas como Fred Astaire. El mono verde que llevaba crujió; estaba hecho de papel resistente, completamente desechable. Dicken se sentó y sostuvo la taza con ambas manos. Sabía que probablemente no le dejaría dormir, pero necesitaba la concentración y la energía.

—Me ocupo de los casos más graves, y la mayoría de los más extraños no me han sido asignados. Pero en las dos últimas semanas... ¿puede creer que hay siete mujeres que no pueden explicar sus embarazos?

—Soy todo oídos —dijo Dicken.

Voight extendió las manos y enumeró los casos.

—Dos de ellas tomaban píldoras anticonceptivas religiosamente, por así decirlo, y no les funcionaron... Lo que puede que no sea tan raro. Además, hay otra que no tomaba la píldora, pero dice que no tuvo relaciones sexuales. ¿Y adivina qué?

—¿Qué?

—Era virgo intacta. Tuvo hemorragia vaginal abundante durante un mes, luego eso pasó y empezó con nauseas matutinas, le desapareció el periodo, fue al médico y le dijeron que estaba embarazada. Vino aquí cuando todo iba mal. Una jovencita tímida que vive con un hombre anciano, una relación realmente peculiar. Insistía en que no había sexo de por medio.

—¿El segundo advenimiento? —preguntó Dicken.

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