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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (5 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Ambas embarazadas —dijo. Lado lo tradujo al georgiano.

—Contamos unos sesenta individuos. A las mujeres parecen haberles disparado. Da la sensación de que a los hombres les dispararon o les golpearon hasta matarles —señaló Beck en voz baja.

Chikurishvili señaló a Beck y luego de nuevo al campamento y gritó, su rostro enrojecido bajo el brillo de las linternas.

—Jugashvili, Stalin.

El oficial dijo que las tumbas habían sido excavadas pocos años antes de la gran Guerra del Pueblo, durante las purgas. A finales de los años treinta. Eso les daría casi setenta años de antigüedad, agua pasada nada que incumbiese a Naciones Unidas.

—Quiere a Naciones Unidas y a los rusos fuera de aquí —dijo Lado—. Dice que es un asunto interno, no de los Cuerpos de Paz.

Beck se dirigió de nuevo al oficial georgiano, menos conciliador. Lado decidió que no quería estar en medio de ese intercambio y se apartó hasta donde se encontraba Kaye, inclinada sobre el segundo torso.

—Es un asunto desagradable —dijo.

—Demasiado tiempo —dijo Kaye suavemente.

—¿Qué? —preguntó Lado.

—Setenta años es demasiado. Dime sobre qué discuten. —Pinchó las extrañas tiras de tejido que rodeaban las cuencas de los ojos con la navaja. Parecían formar una especie de máscara. ¿Les habrían cubierto la cabeza antes de ejecutarles? No lo creía. Las uniones eran oscuras, fibrosas y resistentes.

—El hombre de Naciones Unidas está diciendo que los crímenes de guerra lo son siempre —le explicó Lado—. No hay periodo... ¿cómo se dice? Periodo de prescripción.

—Tiene razón —dijo Kaye. Le dio la vuelta al cráneo con delicadeza. El occipital había sido fracturado lateralmente y se había hundido un centímetro.

Volvió a centrar su atención en el pequeño esqueleto acurrucado en la pelvis del segundo torso. Había estudiado algo de embriología durante su segundo año en la facultad de medicina. La estructura ósea del feto parecía algo extraña, pero no quería dañar el cráneo intentando liberarlo de los restos de tierra y tejido reseco. Ya había manipulado demasiado.

Kaye se sintió mareada, enferma, no por los restos consumidos y resecos sino por lo que su imaginación reconstruía. Se enderezó e hizo un gesto para atraer la atención de Beck.

—A estas mujeres les dispararon en el estómago —dijo. «Muerte a todos los primogénitos. Monstruos furiosos»—. Asesinadas. —Apretó los dientes.

—¿Hace cuánto tiempo?

—Puede que él tenga razón en cuanto a la edad de la bota, si es que proviene de aquí, pero esta tumba no es tan antigua. Las raíces del borde de las zanjas son demasiado pequeñas. Mi opinión es que las víctimas murieron hace tan sólo dos o tres años. La tierra parece seca, pero aquí el terreno probablemente sea ácido y eso disolvería cualquier hueso de mayor antigüedad. Además están los tejidos, parecen lana y algodón y eso implica que la tumba sólo tiene unos años. Si se tratase de tejidos sintéticos, podría ser más antigua, pero en todo caso nos daría una fecha posterior a Stalin.

Beck se acercó a ella y levantó su máscara.

—¿Puede ayudarnos hasta que lleguen los otros? —preguntó en un susurro.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Kaye.

—Cuatro, cinco días —dijo Beck.

Unos pasos más allá, Chikurishvili miraba de unos a otros, con la mandíbula apretada, molesto, como si la policía se hubiese interpuesto en una pelea doméstica.

Kaye se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Se volvió y retrocedió, aspiró algo de aire y preguntó:

—¿Van a abrir una investigación sobre crímenes de guerra?

—Los rusos opinan que deberíamos hacerlo —dijo Beck—. Están deseando desacreditar a los nuevos comunistas de su país. Unas cuantas atrocidades del pasado podrían proporcionarles munición fresca. Si pudiese darnos una estimación más ajustada... ¿dos, cinco, treinta años, los que sean?

—Menos de diez. Probablemente menos de cinco. Estoy muy desentrenada —dijo—. Sólo puedo hacer unas cuantas cosas. Tomar algunas muestras de tejido. No una autopsia completa, por supuesto.

—Usted es mil veces mejor que dejar que los locales enreden por aquí —dijo Beck—. No me fío de ninguno. Tampoco estoy seguro de que los rusos sean de fiar. Todos tienen cuentas pendientes, de una forma u otra.

Lado mantuvo el rostro impasible y no comentó nada, tampoco le tradujo a Chikurishvili. Kaye notó lo que había sabido que sucedería, lo que había temido: aquella terrible sensación apoderándose de ella.

Había pensado que viajando y alejándose de Saul podría olvidar los malos momentos, los sentimientos negativos. Se había sentido liberada observando a los médicos y a los técnicos trabajar en el Instituto Eliava, haciendo tanto bien con tan pocos recursos, literalmente sacando salud de las cloacas. El triunfante y hermoso rostro de la República de Georgia. Ahora... la otra cara de la moneda. Papá Ioseb Stalin o las limpiezas étnicas, los georgianos tratando de eliminar a los armenios o a los osetios; los abjasianos tratando de eliminar a los georgianos. Los rusos enviando tropas, los chechenos involucrándose. Pequeñas guerras sucias entre antiguos vecinos con viejos rencores.

Esta guerra no la beneficiaría, pero no podía rehusar.

Lado frunció el ceño y miró de frente a Beck.

—¿Iban a ser madres?

—La mayoría de ellas —dijo Beck—. Y tal vez algunos de ellos iban a ser padres.

3. Los Alpes

El fondo de la cueva estaba abarrotado.

Tilde se encontraba bajo un saliente de roca, con las piernas encogidas, y observaba a Mitch mientras éste se arrodillaba ante aquellos a quienes habían venido a ver. Franco estaba agachado detrás de Mitch.

Mitch tenía la boca entreabierta, como un niño sorprendido. No fue capaz de hablar durante un rato. El fondo de la cueva estaba completamente tranquilo y silencioso. Tan sólo el haz de luz se movía mientras recorría las dos figuras con la linterna.

—No hemos tocado nada —dijo Franco.

Las cenizas oscuras, antiguos fragmentos de madera, hierba y cañas, tenían el aspecto de que un sólo soplo de aliento podría dispersarlas, pero todavía formaban los restos de una hoguera. La piel de los cuerpos se había mantenido mucho mejor. Mitch nunca había visto ejemplos más asombrosos de momificación por congelación. Los tejidos estaban duros y secos, el aire frío y seco había absorbido toda la humedad. Cerca de las cabezas, que se miraban una a otra, la piel y los músculos apenas se habían encogido antes de quedar rígidos en su posición. Los rasgos eran casi naturales, aunque los párpados se habían levantado y los ojos en su interior estaban arrugados, oscuros, indescriptiblemente dormidos. Los cuerpos también estaban completos; sólo cerca de las piernas parecía que la carne se había retorcido y oscurecido, tal vez debido a la brisa intermitente de lo alto del hueco. Los pies estaban apergaminados, como pequeños champiñones secos.

Mitch no podía creer lo que estaba viendo. Tal vez no había nada tan extraordinario en su postura... tendidos de lado, un hombre y una mujer mirándose uno al otro en el momento de su muerte, congelándose finalmente, al enfriarse las cenizas de su última hoguera. Nada inesperado en las manos del hombre, extendidas hacia el rostro de la mujer, los brazos de la mujer bajos frente al cuerpo, como si hubiese estado sujetándose el estómago. Nada extraordinario en la piel de animal entre ellos, o la otra piel amontonada a un lado del hombre, como si la hubiese apartado.

Al final, con el fuego apagado, muriendo de congelación, el hombre había sentido demasiado calor y se había quitado su manto.

Mitch bajó la mirada hasta los dedos curvados de la mujer y tragó saliva, intentando reprimir un nudo de emoción que no podía definir o explicar fácilmente.

—¿De cuándo son? —preguntó Tilde, interrumpiendo su concentración. Su voz sonaba crispada, clara, racional, como el sonido de un golpe de cuchillo.

Mitch se sobresaltó.

—Mucho tiempo —dijo suavemente.

—Sí, pero ¿como el Hombre de los Hielos?

—No como el Hombre de los Hielos —dijo Mitch. Le falló la voz. La mujer había sido herida, tenía un orificio a un lado, a la altura de las caderas. Manchas de sangre rodeaban la abertura y le pareció que podía distinguir sangre en las rocas que estaban bajo ella. Tal vez había sido la causa de su muerte.

No había armas en la cueva.

Se frotó los ojos para apartar la pequeña luna blanca que amenazaba con distraerle, miró de nuevo los rostros: narices cortas y anchas apuntando hacia arriba. La mandíbula de la mujer colgaba floja, la del hombre estaba cerrada. La mujer había muerto intentando aspirar aire. Eso no podía saberlo con certeza, pero no se cuestionó la observación, encajaba.

Finalmente, maniobró con cuidado en torno a las figuras, se inclinó, moviéndose muy despacio, manteniendo las dobladas rodillas un par de centímetros por encima de las caderas del hombre.

—Parecen antiguos —dijo Franco, sólo por provocar algún sonido en la cueva. Sus ojos brillaron. Mitch le miró y luego se centró de nuevo en el perfil del hombre.

Arco superciliar grueso, nariz ancha y aplastada, sin barbilla. Hombros anchos, estrechándose hasta una cintura comparativamente esbelta. Brazos gruesos. Las caras eran lisas, casi sin pelo. Toda la piel bajo el cuello, sin embargo, estaba cubierta de un fino vello oscuro, visible sólo al examinarlo de cerca. Alrededor de las sienes, el pelo parecía haber sido afeitado dándole forma, recortado con pericia.

«Vaya con las desaliñadas reconstrucciones de los museos.»

Mitch se inclinó, acercándose más. Sentía la densidad del aire frío en sus orificios nasales. Se apoyó con la mano contra el techo de la cueva. Había una especie de máscara entre los cuerpos, dos máscaras en realidad, una junto al hombre y la otra bajo la mujer. Los bordes de las máscaras estaban desgarrados. Ambas tenían agujeros para los ojos, orificios para respirar, la forma de un labio superior, cubierta por completo por un vello fino, y una pieza inferior todavía más peluda que debía haber rodeado el cuello y la mandíbula inferior. Debían de haberlas arrancado del rostro, aunque no faltaba piel en ninguna de las cabezas.

La máscara que se encontraba más próxima a la mujer parecía unida a su frente y sienes por delgados filamentos, como la barba de un mejillón.

Mitch era consciente de que se estaba centrando en pequeños misterios para evitar pensar en lo realmente imposible.

—¿De cuándo son? —preguntó de nuevo Tilde—, ¿puedes estimarlo ya?

—No creo que haya existido gente como ésta desde hace decenas de miles de años —dijo Mitch.

Tilde no pareció captar el significado de esta declaración de antigüedad.

—¿Son europeos, cómo el Hombre de los Hielos?

—No lo sé —respondió Mitch.

Sacudió la cabeza y levantó la mano. No quería hablar; quería pensar. Ese lugar era extremadamente peligroso, profesionalmente, mentalmente, desde cualquier punto de vista. Peligroso, irreal e imposible.

—Dime Mitch —le rogó Tilde con sorprendente amabilidad—, dime lo que ves. —Se estiró para apretarle la rodilla. Franco observó con madurez esa caricia.

—Son macho y hembra, ambos de aproximadamente ciento sesenta centímetros de altura —comenzó Mitch.

—Gente baja —dijo Franco, pero Mitch siguió hablando.

—Parecen pertenecer al género
Homo
, especie
sapiens
. Aunque no como nosotros. Podrían haber sufrido de algún tipo de enanismo, distorsión de los rasgos...

Se interrumpió y miró de nuevo a las cabezas, no vio ninguna señal de enanismo, aunque las máscaras le preocupaban.

Los rasgos característicos.

—No son enanos —dijo—, son neandertales.

Tilde tosió. El aire seco les irritaba la garganta.

—¿Cómo?

—¿Hombres de las Cavernas? —dijo Franco.

—Neandertales —repitió Mitch, tanto para convencerse a sí mismo como para corregir a Franco.

—Eso es una estupidez —dijo Tilde con voz furiosa—, no somos niños.

—No es una estupidez. Habéis encontrado a dos Neandertales bien conservados, un hombre y una mujer. Las primeras momias neandertales... de cualquier lugar. Jamás.

Tilde y Franco pensaron en ello durante unos segundos. Fuera, el viento silbaba más allá de la entrada de la cueva.

—¿Qué antigüedad? —preguntó Franco.

—Todos piensan que los neandertales desaparecieron entre cien mil y cuarenta mil años atrás —dijo Mitch—. Tal vez todos se equivocan. Pero yo dudo que hayan podido permanecer en esta cueva, en este estado de preservación, durante cuarenta mil años.

—Tal vez fueron los últimos —dijo Franco, santiguándose con reverencia.

—Es increíble —dijo Tilde sonrojándose—, ¿cuánto pueden valer?

Mitch sintió un calambre en la pierna y se apartó, agachándose junto a Franco. Se frotó los ojos con los nudillos enguantados. Hacía tanto frío. Estaba temblando. La luna de luz se hizo borrosa y cambió de lugar.

—No valen nada —dijo.

—No bromees —dijo Tilde—. Son excepcionales... no hay nada como ellos, ¿verdad?

—Incluso si pudiésemos... si pudieseis, quiero decir, sacarlos de esta cueva sin daños, intactos, y descender la montaña, ¿dónde los venderíais?

—Hay gente que colecciona esas cosas —dijo Franco—. Gente con mucho dinero. Ya hemos hablado con alguno sobre un Hombre de los Hielos. Seguramente un Hombre y una Mujer de los Hielos...

—Tal vez debería ser más claro —dijo Mitch—, si estos dos no se manejan de forma científicamente correcta, acudiré a las autoridades suizas, italianas, o donde demonios estemos. Lo contaré todo.

Otro silencio. Mitch casi podía oír pensar a Tilde, como un relojillo austriaco.

Franco golpeó el suelo de la cueva con su mano enguantada y miró a Mitch.

—¿Por qué quieres jodernos?

—Porque esta gente no os pertenece —dijo Mitch—. No pertenecen a nadie.

—¡Están muertos! —gritó Franco—. Ya no se pertenecen a sí mismos, ¿verdad?

Los labios de Tilde formaron una severa línea recta.

—Mitch tiene razón. No vamos a venderlos.

Algo asustado, Mitch habló precipitadamente.

—No sé qué más podrías planear hacer con ellos, pero no creo que vayáis a controlarlos, o a vender sus derechos, hacer muñecas Barbie de las Cavernas o lo que sea. —Inspiró profundamente.

—No, tampoco. Digo que Mitch tiene razón —remarcó Tilde lentamente.

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